jueves, 31 de enero de 2008

XIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2008

MODALIDAD: AUTOR LOCAL


SARA FERNÁNDEZ GARCÍA

Nace en Guardamar en 1980. Dentro de sus inquietudes personales la escritura ocupa un lugar muy importante, reflejándose en los premios que a nivel local ha conseguido. Así, ha sido la ganadora del Premio de Narrativa Federico García Lorca, que anualmente convoca el Instituto de Secundaria de la localidad. Y ganadora asimismo durante las convocatorias de 2005, 2006, 2007 y 2008 del Concurso de Narrativa Corta Real Villa de Guardamar en la modalidad de Autor Local.


OLVIDO

  Cuando la llama de una vela se extingue queda el olor a cera adherido a cada una de las partículas del aire que una vez estuvieron iluminadas.

  A veces, este aroma es incluso más hermoso que la fulgurante luz, porque después de todo, es lo único que realmente queda.

  Algo parecido sucede con las personas.

  Una vez desaparece su luz, de ellos queda un gesto, una imagen o una frase en la memoria de aquellos que se deslizaron por sus vidas.

  Yo, hoy me concentro en el perfume de las flores, tal vez en un tiempo no recuerde su color, ni si eran lirios, rosas o siemprevivas, pero recordaré su aroma. Para ello con los ojos cerrados intento ser consciente de todas aquellas sensaciones que recoge mi cuerpo. Lo hago tal vez para obviar la extinción de su vela, para quedarme tan sólo con el olor a cera sin sufrir la pérdida.

  Y busco ese instante que me niego a perder, ese momento que se evoca con un “te acuerdas cuando...”. Así, como se empiezan las conversaciones más largas y cargadas de emociones, las que intentan recomponer tu vida, que a fin de cuentas se forma de pequeños recuerdos que salvamos entre todos los que desterramos por salud mental, esas conversaciones alrededor de una mesa con cervezas, cafés, infusiones, zumos o lo que sea que utilicemos como excusa para estar con aquellas personas que compartieron un tiempo indultado en nuestro camino. así buscaba yo una imagen en mi memoria que expulsara al frío mármol con letras doradas que hoy representaba a un ser querido, pero que me negaba a guardar como su último recuerdo, como su olor a cera.

  Recordé una tarde de septiembre en la que el látigo del levante había dado tregua al castigado Mediterráneo. Aquella tarde el Sol moría, como cada día, por poniente y, en su último aliento, acariciaba nuestras espaldas con sus lágrimas de luz rojiza.

  Sentada frente al mar lanzaba con curiosidad gatuna miradas a su pelo que, como dijo Gardel, había sido plateado por las nieves del tiempo. Su rostro erosionado por la experiencia transmitía la tranquilidad de una vida que, como la del astro, se apagaba sin ruido.

  Me gustaba observarla y, aunque sabía que rara vez se percataba de mi presencia, procuraba pasar inadvertida para su mirada, una mirada exiliada, ausente, perdida; como sus recuerdos. Sentía que a pesar de estar tan físicamente cerca se encontraba a miles de kilómetros y años de distancia, desubicada en un mundo que no reconocía suyo. Disfrutaba mirándola, acariciándole su pelo de color blanco y espeso, sus suaves manos de anciana, guiando sus pasos y compartiendo con ella algunos atardeceres.

  Llevaba escrita en la piel su vida, una vida desterrada de su mente por un intruso con nombre difícil de deletrear: alzheimer. Me llamaba la atención verla frente al perpetuo mar siendo su memoria caduca, pero he aprendido que la vida está plagada de paradojas.

  Jugando con su pelo la suave brisa entretejía sus cabellos y acariciaba su rostro junto con mi mirada. Por alguna razón, estar junto a ella, frente al mar me hacía sentirme cómoda en mi piel, tranquila y reposada en mi persona, sin dudas ni miedos, tan solo con un presente acuático y salino.

  Su mirada cada vez más ausente y ajena a lo que sucedía a su alrededor refulgió entonces viva e intensa, como la de quien rememora un agradable recuerdo. Y mi atención se fijó en esa pequeña pero poderosa chispa que empezaba a transformar su cara hasta convertirla en la felicidad resplandeciente de un niño la mañana de reyes.

  - ¿Es tu primer novio?

  Aquella pregunta me rompió el silencio que sostenía mi viaje visual por su persona y me sobresaltó.

- ¿Cómo dices abuela?

- Que si es tu primer novio

  Ciertamente no era la pregunta que esperaba de una mujer anciana con alzheimer avanzado, en realidad no esperaba ninguna pregunta en absoluto, pero decidí contestar ante la insistencia de sus ojos.

- No abuela, no lo es

  Una silenciosa sonrisa se instaló en sus labios y dio paso a un suspiro profundo y sentido.


- Este tampoco es el mío - me susurró al oído como se susurran los secretos más queridos - ¡qué guapo era Rodrigo!
 
  ¿Rodrigo?. Aquél nombre ajeno a mi familia se coló como un intruso en mis oídos para convertirse en trueno y el trueno en tormenta y la tormenta en huracán y el huracán tan sólo ululaba siete letras: R-O-D-R-I-G-O.

- Abuela... - dudé un segundo, dos, tres, hasta que ella volvió a mirarme con aquella luz en sus ojos marinos - ¿de quién me hablas?

- De mi primer novio, niña. ¡Qué esbelto en su caballo por la mañana!

  Mi mandíbula inferior había perdido por completo toda la sujeción que pudiera haber poseído alguna vez y se abría dejando ver mi lengua lívida y estática.

  No sé cuánto tiempo permanecí parada, con los ojos abiertos e incrédulos observando a aquella mujer y a su sonrisa frente al Mediterráneo, pero sí recuerdo que mi cabeza se convirtió en un cajón desastre que intentaba localizar a aquél tal Rodrigo y sacarlo de la sorpresa para convertirlo en anécdota o en comentario racional.

  Al principio incluso dudé que ella supiera de quién estaba hablando, pero en el tono que empleó había música de madrugadas a caballo, esperas de un corazón joven tras un viejo postigo y, quién sabe, probablemente primeros besos y caricias.

  Sentí entonces algo de envidia hacia aquél caballero desconocido que se resistía a abandonar su memoria, la memoria de mi abuela, mía ahora y siempre desde que empezó la andadura de mi vida. Sentí la rabia que crece dentro de un infante al que se le niega una chuchería, pero estalló todo en un suspiro con forma de palabras.

- Así que Rodrigo... - dije en voz alta sin pensar.

- Fue bonito, mi niña, tan bonito... - en sus ojos una sombra y en la sombra su enfermedad velaron al pobre Rodrigo y yo pasé de los celos a la culpa y de esta a la curiosidad.

  Hoy, con mis ojos cerrados todavía, asisto a su despedida, pero me niego a dejar marchar su pelo cano y sus ojos chispeantes, no quiero perder su media sonrisa ni su mueca de desconcierto.

  Siento una mano en mi hombro que me invita a avanzar y abro los ojos.

  El astro rey se pone, como cada día por poniente, pero hoy no acariciaba mi espalda, hoy hiere mis ojos con su despedida colorada. Permanezco frente al atardecer mientras aparto de mí esa mano y la invito a marcharse sin mí.

  Mi cabeza ahora bulle como una olla Express y los deseos se agolpan en mis ojos deseando borrar el rojo del cielo y volver al recuerdo de una tarde frente al mar de todos los tiempos.

  Pero tan sólo experimento la impotencia producida por la ausencia total de movimiento y decisión.

  Tal vez cuando siendo pequeña mi abuela imaginaba su boda con el almohadón en la cabeza, tal vez cuando miraba a las estrellas, tal vez cuando soñaba despierta, no era con esta vida, no era con nosotros, no era como resultó ser.

  ¿Y si hubiera vivido haciendo tan sólo las cosas que sentía? ¿y si no hubiera aceptado los límites y juicios impuestos? ¿y si hubiera renegado de esa agria normalidad de convenciones que nos atrapa y nos ahoga? Posiblemente todo sería distinto, pero no lo es.

  Yo estoy viva, decenas de personas han venido a despedir hoy su vida, una vida que no escogió, pero que decidió disfrutar con los hijos que le fueron dados y más tarde con los nietos.

  Mientras mi cabeza sigue amasando pensamientos condicionales llenos de preguntas, dolor, sorpresas y lágrimas, mi corazón se libera y se abre a ese atardecer que se apaga frente a mi rostro.

  Con la fuerza de los sentimientos, los que hasta hoy controlé dentro de unos límites impuestos giro sobre mis talones ciento ochenta grados y le doy la espalda al sol moribundo, a las frescas flores y a todas aquellas sombras humanas que guardan luto por una vida que no fue como imaginó ser.

  Mientras mis piernas se mueven entre los cipreses enhiestos en un rincón de mi mente eclosiona una duda, una pregunta que se convierte casi en afirmación: ¿Y si después de todo, la única defensa fuera el olvido?

XIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2008

MODALITAT: NARRACIÓ EN VALENCIÀ


MANUEL ROIG ABAD

 

Manuel Roig Abad Naix a Castelló l’any 1976. L’any 1994 emprén estudis de Filologia Hispànica i de Música, estudis que finalitza al 1990. L’any següent aprova les oposicions al Cos de Professorat de Secundària, especialitat de Música. Actualment impartix l’assignatura de música a l’Institut Fray Ignacio Barrachina d’Ibi, on residix.

Literàriament ha aconseguit el 3r. Premi del Certamen de Poesía “Mariana Pineda”, d’Ibi. Ha publicat el conte Esperando el tren, dins del llibre Cuentos Solidarios por la Igualdad, a més de col.laborar amb publicacions locals.


CONTE DE NADAL

En un poble com La Vall d’Uixó, on la convivència generacional s’assolix amb certa normalitat i els majors trafeguen pels carrers sent tractats amb l’afecte que es mereixen, encara es poden presenciar, si hom és bon observador, escenes costumistes i de bon to com la que narrem tot seguit.
Era un vint-i-quatre de desembre típic, i el sempitern costum de comprar a última hora convertia Mercadona en un rebullir de gent que enllestia el rebost, expiant la manca de previsió amb un gravamen excessiu. Però no sols compradors darrerencs conformaven el bigarrat paisatge d’este supermercat en dia tan assenyalat; també voltejaven pels corredors tot un ventall de gent desenfeinada, classe, val a dir-ho, en la qual els jubilats guanyen donant quinze i falta. Abandonant uns el «Senat» de la Plaça del Centre i altres l’obra de les rodalies, tenien a bé pegar una ullada per lloc tan concorregut, això sí, sense el més mínim propòsit de comprar res. A estos últims pertany el personatge d’esta història.
Baixant les escales darrere d’ell per l’entrada que dóna al carrer de la Sèquia, ja em va paréixer que la marxa que portava no era la d’una persona que s’havia deixat res per comprar: ell ja ho tenia tot comprat i tot venut. La boineta, el jersei marró, els pantalons de tela i les ulleres de vore llarg el convertien en un arquetip; per a mi, que no el coneixia ni de vista, era com si fóra de casa, de La Vall de tota la vida.
A última hora, ma mare havia decidit cuinar sarsuela per al sopar de Nadal i jo em dirigia al peix per esmenar les faltes de la llista d’ingredients. Mentres agafava tanda a la pescateria, ell va tirar pel corredor dels bolquers, les tovalloles, els mocadors, els rolls de paper higiènic i els gots de plàstic. Abans de deixar-me’l per primera vegada, vaig poder vore que es topava amb un altre turista ocasional, tan desorientant com ell. Per les festes que es van brindar tots dos com a poc serien de la mateixa quinta. Fins i tot quan la gent ja em tapava per complet les dues entranyables figures, encara percebia per damunt dels caps les braçades amb què celebraven el trobament. Finalment, la parella, rememorant tal volta antics passejos de quan eren jóvens, van decidir fer-se companyia en aquell territori encisador i inhòspit.
La cua del peix era immensa, d’estes que, si no vas per una cosa molt precisa, tornes en acabant. El torn anava pel número 62 i jo tenia el 88. Malgrat això, l’espera no va ser tan llarga com presagiava, perquè molts s’havien acovardit i van marxar en vore el panorama.
La pescateria de Mercadona mostrava tot tipus de peixos en quantitats evangèliques; amb tot, en aquell espectacle de profusió, les reines absolutes eren les gambes: l’expositor, un moble de quasi dos metres quadrats i un pam de fondària, es destinava en exclusiva a estos saborosos decàpodes, que a la planxa són tan bons. A un racó, relegades per altres classes de peix més exquisides i festívoles, havien fet cap les orades, i una de les dones, que era de les de pixar fora del test, en volia. Però no es pensen que s’enduria unes orades qualsevol; les que ella s’enduria serien dues que no foren ni grans ni menudes, ni molt grosses ni molt primes i amb els ulls brillants, que vol dir que són fresques.
—Filla, veges eixa d’allà —demanà llastimosament assenyalant justet la que venia més fora mà a la pescatera, que, parlant amb justícia, crec que ja anava calenteta d’abans.
Au, deixa’t el taulell, aparta la gent i trau-li eixa orada immaculada que volia la mestressa. «I després busca-li’n una altra igual. Passarem roïna nit i poc peix», pensaria la pescatera. Aconseguit l’exemplar, la fastijosa dona féu una carassa i es quedà reparant-la amb tota la patxorra del món. La pescatera ja no sabia què fer amb aquella mosca verda, si enviar-la a pastar fang o estampar-li l’orada al mig del front. L’enutjosa dona féu una altra ganyota: «Mira quina cara d’ois que fa la tia!», rondinava la pescatera brandant l’orada com si l’amenaçara amb un punyal.
—Filla, tin paciència. Veges aquella, la del costat. Eixa no, la de damunt. És que el meu home era pescador i en casa estem acostumats a peix bo, no a estos de fàbrica, que no valen res.
A tot açò, vuit o nou persones més havien estirat el paperet que els donava el torn i la pescatera només reüllava el tap que estaven formant entre la gent que feia cua en les caixes i els malaventurats clients de la pescateria, que anaven augmentant.
I, finalment, després de saforejar l’univers sencer d’orades, i d’encrespar els nervis de la bona pescatera i d’una dona que seguia la conversa mirant-se el rellotge nerviosament, la calmosa compradora suggerí:
—Que no en tens més al magatzem?
—No, senyora —li va  dir secament—, però si vol deixaré un encàrrec i quan el camió vaja per peix a la llotja els puc dir que l’avisen i, aixina, se’n van vosté i el seu home i miren si els apanya alguna orada en tot el port de València.
 L’altra es va quedar parada, com digerint la pedrada.
—No cal, ja vindré demà —va dir fent-se la desentesa.
—Demà és Nadal, no obrirem, però, si no s’ho creu, se’n ve i ho comprova.
—El segon dia de Nadal sí que obrireu, no?
—Sí —contestà, amb la sang més encesa que la Roma de Neró.
—Doncs ja vindré. Que no em posaràs ara...? —continuà.
La pescatera ja no sabia per on eixir: quina creu, quin suplici! Després d’un instant, durant el qual la tensió es podia tallar amb un ganivet, la dona tornà a parlar:
— No, ja vindré o, si no, enviaré la meua xica —decidí, concloent el negoci per fi.
—Això, això. I, si vol, que vaja ella  a la llotja, que li ho agrairan —digué la venedora amb mitja boca, no fóra que encara canviara d’opinió.
I revisant cadascun dels peixos com si fóra un general que passa revista a les tropes, a poquet a poquet, la frustrada compradora d’orades ideals es va escapolir entre la gentada, deixant per fi el comerç lliure als esforçats compradors.
—Setanta-set! —va cridar la pescatera.
Una dona que portava dol va passar al davant i alçà una mà sarmentosa i sanguínia: li tocava a ella. La cara que va fer la pescatera parlava més clar que un sermó de Sant Vicent: «Una altra en tenim! Redeula, hui totes me les trague jo». Les compradores, expectants i desitjoses que el torn correguera de pressa, la van deixar passar i es van quedar mirant-la d’una manera que per un moment va paréixer que, de negre rigorós com vestia, fos la cap del dol i elles ploramorts. L’endolada, que havia aconseguit fer-se un lloc en front de la bacanal de gambes, davant mateix dels milers i milers de crustacis de l’expositor, va assenyalar-les amb la mà dreta i en demanà mig quilet. La pescatera emprengué a fer la paperina i, com un tir, disposta a desemboçar aquella obstrucció que creixia minut a minut. Però aquella dona, tot i que anava de dol, tenia ganes de festa: no volia anar tan de pressa, no, perquè entre aquella caterva de gambes tampoc es conformava amb unes gambes vulgars. Per això va dir:
—Filla, tria’m les més grans que tingues.
No vaig poder menys que somriure’m en escoltar tan desaforada petició. La venedora va pegar una ullada en busca d’un còmplice. Jo, que, en mirar-me, vaig arrufar els muscles per no provocar-la i per mitigar l’enuig que portava, mai haguera pensat que finira la situació amb tanta resolució, resolució que denotava un bon coneixement del seu ofici, consistent en gran manera en saber quan cal estirar i quan cal amollar. Expeditiva, la pescatera la mirà als ulls fixament i li digué amb franquesa afectada:
—Són totes iguals —i va seguir omplint la paperina davant la conformitat de la mestressa, que s’amansà, vista la irrefutabilitat de l’argument.
Crescuda pel triomf, la pescatera va voler rubricar-lo i acabà:
—Les fan aixina.
I es quedà tan ampla.
No obstant, l’episodi que culminaria el disbarat estava per arribar, ja que, a l’acte, per entremig de la gernació es va obrir pas l’home de la boineta amb qui m’havia topat a l’entrada i que ja s’havia desfet del seu amic de quinta.
—Uuuuuuuuii! —va exclamar enmig de l’estupefacció dels compradors més pròxims, que degueren pensar que havia vist una aparició de la Mare de Déu. L’ancià, mirant cap a les gambes, continuà com si parlara amb un amic imaginari:— Xa, ahí n’han d’haver milions! Uuuuii, xa, hauran deixat la mar pelada! Pos si n’hi hauran en la mar de bitxos d’eixos! Encara en quedaran, a més d’estos?
L’home, secaner recalcitrant, de sardina de bóta en quaresma com a molt i per por a l’infern, encantat enfront d’aquell maremàgnum de cosa de mar, va iniciar una exploració minuciosa, peix per peix, retolet per retolet, crustaci per crustaci, allargant el coll davant de cada etiqueta i xiuxiuejant el que anava llegint. En la revisió va aplegar a l’altra punta del taulell, a quasi dos metres d’on em trobava jo i, després de finalitzar el reportatge, se’n va vindre cap a mi cavil·lejant, explicant-se alguna cosa a ell mateix. Quan va passar per davant de mi vaig poder descobrir quin era l’enigma al qual pegava voltes, abismat, concentrat en la resolució del galimaties. Amb el cap mirant al terra, repetia una vegada i altra:
—«Congrio», «congrio», «congrio», «congrio»...
I tant com anava arrimant-se a l’estant de l’oli cap a les botelles llançava l’embarbussament com si elles pogueren desxifrar-li’l:
—«Congrio», «congrio»...
I davant dels congelats, com Ali Babà davant la pedra de la cova:
—«Congrio», «congrio»...
Igual que un antic templer, tal com un cabalista, un xaman, un fetiller que intenta extraure un nou sentit màgic a les paraules, travessà el passadís encaixant la pronunciació del conjur en els paquets de farina, engolant les os davant l’aigua de Lanjarón, desbastant els amagatalls d’aquella paraula tan xocant, tan curiosa:
—«Congrio», «congrio», «congrio», què redimonis serà això del «congrio»?




martes, 29 de enero de 2008

XIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2008


MODALIDAD: ACCÉSIT PARA MENORES DE 18 AÑOS 



ÁNGELA LÓPEZ GARCÍA

Resultado de imagen de fortuna

        

Residente en Orihuela esta joven autora cursa en la actualidad 4º de ESO en el Instituto Tháder de Orihuela.

Literariamente ha obtenido el 2º premio en el concurso literario “Los mejores relatos breves juveniles de la provincia de Alicante”, convocado por la Asociación Provincial de Libreros de Alicante y también el 2º premio en el concurso literario “Gabriel Miró” de prosa narrativa en la categoría de 2º ciclo de ESO convocado por el Instituto Gabriel Miró de Orihuela.

            
                                   FORTUNA

Entre sus aficiones favoritas destacan la lectura, la música y los idiomas. Tapé el Sol con las manos, con el fin de que no me cegase. El cambio de iluminación del interior de la biblioteca al exterior había hecho que cerrase los ojos y durante unos segundos lo único que pudiera ver fueran puntitos de colores. Cuando al fin mis ojos se habituaron a la intensa luz, me atreví a bajar la empinada escalinata que separaba el edificio de la pequeña plaza, en cuyo centro había una fuente con apenas agua y con el fondo repleto de monedas que gente supersticiosa había lanzado pensando que, así, se les cumpliría un deseo prácticamente imposible sin mover un dedo. Pisé las primeras baldosas del suelo, que dibujaban un círculo de tonalidades azules y blancas que poco a poco se iba estrechando hasta alcanzar el diámetro de la fuente y comenzar a formarla.
Me acerqué a la fuente y miré su fondo, repleto de sueños, ilusiones y esperanza en forma de monedas. Pronto vino a mí aquella descabellada idea que siempre cruzaba mi mente cuando me dedicaba a contemplar aquella fontana. Sopesé durante unos segundos la idea hasta que finalmente me decidí. Busqué en mi mochila el monedero y extraje una moneda de cinco céntimos. ¿Qué más daba que desperdiciase así tan poco dinero? Acerqué la mano que contenía la moneda a mis labios y le susurré mi deseo para después arrojarla a las aguas de la fuente y ver como, poco a poco, se hundía y tocaba el fondo, confundiéndose con las demás y haciendo que fuera imposible diferenciarla.
No es que creyera que todo aquello tendría algún efecto o que conseguiría que mi deseo se hiciera realidad… al menos, no del todo. A veces, cuando las cosas no tienen una solución aparente nos exiliamos, en cierto modo, a la fortuna y a las supersticiones con la esperanza de que algún día se cumplan. Suspiré. ¿Cómo podía haber pensado por unos segundos que al tirar una moneda al agua el centro de mi preocupación se disiparía? Era de necios pensar así, al fin y al cabo, pues la suerte no existe…, lo único real es nuestro esfuerzo y, a decir verdad, yo apenas tenía fuerzas para intentar seguir dando lo máximo de mí.
Alguien gritó mi nombre, pero no me giré…, ya sabía de quién se trataba y también que se acercaría a mí al no parecer haberle oído. Esperé hasta notar que me daban varios golpecitos en el brazo. Giré la cabeza con lentitud, como si me pesase. Posé mis ojos en ella, parpadeé dos veces y tomé aire para hablar.
-Pensé que no llegarías nunca, Edith.
Mi amiga sonrió.
-Me entretuve un poco con el trabajo de fin de curso.
-Ah. ¿Vamos ya?
-Sí, claro.
Salimos con paso ligero de la plaza. No sé muy bien por qué pero sentía como mi corazón se aceleraba cada vez más y más.
-Julia, ¿estás nerviosa?
Miré a Edith, que tenía sus ojos clavados en mis manos. Cuando tomé conciencia de mis extremidades, me di cuenta de que estaba temblando de manera exagerada. Traté de inspirar hondo varias veces pero no pude, mis pulmones parecían haberse colapsado. Comencé a marearme, sentí como mi cara perdía todo el color, un sudor frío recorrió mi frente y los escalofríos se sucedían uno tras otro en mi espalda. Pronto todo comenzó a dar vueltas hasta que noté cómo mi mejilla chocaba con la dura piedra del suelo. Después, todo desapareció.

No sé cuánto tiempo pasó desde que me desmayé hasta que me desperté, pero cuando lo hice no reconocí dónde estaba. Miré hacia la izquierda y después hacia la derecha, esperando ver a alguien durmiendo en una silla junto a la cama en la que estaba tendida, pero ahí no había nadie. Opté por destaparme y salir de la habitación, pero primero tenía que encontrar mis zapatillas y con la débil claridad de la luz de la luna no era posible. Después de tres minutos intentándolo, desistí. Andaría descalza si no quedaba otro remedio. Me dirigí hacia la puerta, que había localizado durante la fallida búsqueda de mi calzado. Agarré el picaporte con cuidado y lo giré con dificultad, pues mis manos habían comenzado a sudar sin razón aparente. La luz se abalanzó sobre mí como un león hambriento. Cuando me hube habituado a ella pude comprobar que todavía llevaba puestos los pantalones vaqueros y la sudadera que había elegido el día de mi desvanecimiento. Recorrí con la mano las paredes blancas sin decoración que tenía a ambos lados. No había ninguna puerta, como si la creación de aquel pasillo sólo hubiera tenido la finalidad de juntar una casa con una habitación que, durante el proceso de construcción, había quedado rezagada. Me paré en seco al llegar al final y encontrar un vestíbulo que, al contrario que el pasillo, estaba repleto de fotos y cuadros. A pesar de todo, lo que más me sorprendió fue ver a una mujer de unos sesenta años mirándome con una sonrisa gentil. Sus ojos, cercados por arrugas leves, eran de color grisáceo y desprendían una dulzura indescriptible que me ponía nerviosa. Abrí la boca para hablar pero ella alzó el dedo, indicándome que guardara silencio. A continuación, habló:
-Acércate y guarda silencio hasta que yo te lo indique.
Su voz parecía la de una persona mucho más mayor, sonaba como oxidada, como desgastada por haberla usado durante toda una vida… como si sólo fuera un fantasma de cómo había sido en su juventud. Pero, a pesar de todo, era uno de los sonidos más tranquilizadores que jamás había tenido ocasión de oír, como si pretendiera dar lugar a la aceptación de una noticia terrible evitando pasar por la ira y la incomprensión que ésta provocaría en una persona. Por eso supongo que le hice caso y me situé a su lado, de cara al pasillo que acababa de atravesar. No tenía conciencia del tiempo, pero tampoco me importaba… al menos, ya no. Observé las imágenes que colgaban de las paredes, una a una, pero sin moverme de mi sitio. Todas contenían escenas de la vida de un grupo de personas… de una familia. Parecía que de un momento a otro saldrían de los marcos y se colocarían a nuestro lado. El sonido de las chirriantes bisagras de una puerta abriéndose a nuestras espaldas me sobresaltó e hizo que mis pensamientos se esfumasen tan rápido como habían llenado mi cabeza. Me giré, instintivamente, a la vez que un escalofrío recorría mi columna vertebral pero antes de que pudiera ver nada, la señora tomó mi cara con sus dos manos y me obligó a seguir mirando la pared y dar la espalda a la puerta, con delicadeza. Al contrario de lo que había imaginado, sus manos eran extremadamente suaves, como las bufandas que mi madre solía tejer cada invierno y que siempre eran más grandes de lo normal para poder darles mil vueltas y que, aún así, colgaran hasta rozar el suelo.
-Me llamo Charlotte.
Me pilló desprevenida que me dijera su nombre de repente. Tardé unos segundos en reaccionar y decidir que lo más cortés y normal era presentarme yo también.
-Julia. Encantada.
Las dos sonreímos y a ella se le escapó una risita pícara, o eso me pareció oír. Después, se dio la vuelta y abrió la puerta, que se acababa de cerrar. Con un gesto de la cabeza me indicó que la siguiera.
-Vaya… -fue todo lo que pude decir al entrar en aquella sala.
-Bienvenida al salón de la casa en la que creciste.
Era imposible que estuviera allí… estaba en la otra punta del mundo, no podían haberme llevado allí después de desmayarme.
-Oh, tú has sido quien ha venido aquí… nadie te ha traído.
¿Acaso podía leer mis pensamientos? Y, sobre todo, ¿qué pretendía decir con lo de que yo había ido allí? La confusión estaba comenzando a crecer dentro de mí, imposible de ser parada si yo no tomaba cartas en el asunto.
-¿Cómo que hoy he venido aquí?
-Sí, has venido al lugar por el que más amor sientes…
-La casa de papá.
Charlotte sólo asintió. Después fijó su mirada en unas sillas que había en un rincón de la estancia. Seguía teniendo las paredes de color mandarina y la chimenea tenía gran cantidad de portarretratos sobre su repisa. El fuego estaba comenzando a extinguirse y la gran lámpara de araña que pendía del techo lanzaba destellos en todas direcciones cada vez que los rayos de luz que entraban por las ventanas atravesaban sus pequeños cristales. Todo era tal y como yo lo recordaba, incluso la silla en la que estaba sentada.
-Ahora sólo tienes que ver y escuchar… no es necesario que hables.
¿Qué se traía entre manos?
No me dio tiempo de encontrar una respuesta a mi pregunta, alguien entró en el salón y, sin que pudiéramos verle la cara, se sentó en el sofá de color marrón que estaba enfrente del televisor y que nos daba la espalda. Cogió el periódico y se puso a hojearlo, a la vez que encendía la televisión, a la espera de que comenzasen las noticias.
-No puede ser, murmuré.
En la cara de Charlotte se dibujó una sonrisa. No podía apartar la mirada de aquel hombre… se parecía tanto a él… pero volverle a ver era imposible, había muerto hacía mucho tiempo, quizá cuando yo más lo necesitaba. Pero, al contrario de lo que mucha gente podía pensar, la verdad es que lo único que quería, más que nada en el mundo, era poder hablar de nuevo con él, sólo una vez más aunque fuera imposible.
Cuando acabaron las noticias, a las cuales no presté ni la menor atención, él comenzó a hablarnos, sin girarse para vernos las caras.
-Gracias por todo, Charlotte.
-No hay de qué, viejo amigo. –Se levantó y fijó su mirada en mí- Encantada de haberte conocido, Julia.
Me abrazó y me dio un beso en la frente. Algo dentro de mí se conmovió ante tal gesto por lo que no dudé en corresponder a su abrazo.
-Julia, por favor, siéntate a mi lado.
Hice lo que me pedía y entonces lo vi. Seguía teniendo los mismos ojos verdes pardo que lo miraban todo de un modo extremadamente observador. Llevaba la barba de unos cuantos días, como acostumbraba a tener debido a su constante descuido. Su pelo todavía era un completo caos, como el mío. Pero lo que más me llamaba la atención era que estaba tan joven como yo lo recordaba… no alcanzaría los treinta y cinco años; el tiempo no había pasado por él como lo había hecho por mí.
-Hay tanto de lo que tenemos que hablar….-sonaba cansado, como si hubiera esperado durante mucho tiempo que aquello llegara.
Sentí, entonces, el corazón latir en las sienes. A pesar del vértigo repentino que estaba experimentando, fui capaz de articular algunas palabras:
-¿Cómo…?
-No creo que preguntarme cómo es posible que esté aquí hablando contigo sea lo que primero quieres saber, ¿me equivoco?
-En absoluto. –me temblaba la voz, lo que me obligaba a contestar con frases cortas.
-Julia, inspira y espira. Expulsa los nervios inútiles.
Lo intenté, pero no funcionó. A pesar de ello, hice como que estaba ya más calmada.
-¿Por qué fue? –me atreví a preguntar.
-Nada del otro mundo… una parada cardiaca. Venía de familia.
-Oh.                                         
Miré al suelo, a la vez que con mis manos comenzaba a arrugar mis pantalones, como acostumbraba a hacer cuando estaba incómoda.
-Te incomodo.- No era una pregunta, sino una afirmación.
No le contesté. ¿Qué debía decirle? ¿Que estaba pensando en que mi salud mental era pésima? ¿Que no creía que él fuera real? ¿Que sólo quería salir corriendo de allí, como una niña pequeña que se esconde de sus miedos? ¿Que, aunque mi mayor deseo había sido siempre poder hablar una última vez con él, ahora daría cualquier cosa para poder dejarlo de lado?
-No es eso… -¿A quién pretendía engañar?. Desde luego que a él nunca conseguiría hacerle creer cualquier falsedad que se escapase de mis labios. Éramos tan parecidos…
-Se  te da tan mal mentir como a mí.
Entonces se rió, con una placidez que yo jamás podría imitar. Seguía teniendo la misma risa cantarina de siempre, aquella que nos acompañaba cuando jugábamos juntos, aquella que me permitía dormir tranquila por las noches después de que me contase un cuento, aquella que durante tantas noches había invadido mis sueños y hacía que me levantase con buen humor…; seguía siendo su risa, nuestra risa. Al llegar a esa conclusión fue cuando me di cuenta de que no tenía razón alguna para que su presencia me incomodara porque él no había hecho nada para que fuera así. Y, en ese momento, me di cuenta de que todo aquello no era obra de mi imaginación, ni de mi subconsciente, sino que era algo más… algo que no alcanzaba a entender pero que me daba completamente igual. Al fin estaba sentada a su lado, al fin podría hablarle de todo lo que me había pasado por la cabeza desde su ausencia, al fin tenía cerca de mí a mi mayor confidente.
-Soy una estúpida -me dije en voz alta, sin darme cuenta.
-¿Tú crees?
-Sí, estoy absolutamente convencida de ello.
Me observó con una mirada inescrutable. Y luego, con calma, sacudió la cabeza.
-Tienes razón, eres estúpida… por pensar que lo eres.
Me reí. Me recordaba tanto los viejos tiempos…
-En serio, por unos momentos se me ha ocurrido dudar de que tu presencia aquí fuera real; es más, quería huir como fuera de aquí. No sabes lo mal que me siento por ello.
-No pasa nada. Es lógico que tengas miedo a aquello que se escapa de tu entendimiento. Pero por eso mismo, porque no lo entiendes, debes afrontarlo con más valor.
No pude evitar que mis ojos se inundaran de lágrimas al escuchar su consejo. Siempre sabía lo que debía decir  y cuándo era el momento más oportuno para hacerlo. Era un don natural, estaba convencida de ello.
-¿Por qué… por qué te tuviste que ir? –tenía miedo de formular aquella pregunta; en cierto modo no quería saber su respuesta.
-Ya te lo he dicho antes, Julie.
Sonreía, a la vez que secaba mis lágrimas.
-No me refiero a eso…
-No puedo responderte a esa pregunta… simplemente llegó mi hora.
-Pero no es justo.
-Claro que no lo es… pero, ¿acaso todo es justo, Julia?. Piensa en esos niños que por haber nacido en el tercer mundo se ven obligados a pasar hambre y vivir en la peor de las pobrezas, ¿qué me dices de ellos?. Su situación es muchísimo más injusta que la mía, ¿no crees?
Me quedé sin palabras, no sabía qué decirle… me había dejado desarmada, sin ningún argumento convincente que justificara mi repentino egoísmo.
-De todos modos, no estamos aquí para hablar de mí, sino de ti.
-De… ¿de mí?
¿A qué venía ese repentino cambio de tema? Yo no quería hablar de mí, quería hablar de él…
-Has dejado de luchar.
Me estaba mirando a los ojos con tal intensidad, que no tuve más remedio que huir de su mirada, dirigiendo  la mía al suelo.
-¿Te das cuenta?. Ya no puedes ni sostener una mirada.
Empecé a llorar otra vez. Tenía toda la razón… ya no era valiente como lo había sido antes.
-Yo…-comencé a murmurar.
-No te estoy riñendo, Juls, sólo quiero que encuentres de nuevo algo que te motive, que te dé una razón para levantarte cada mañana sonriendo y que no sea por rutina... quiero que puedas ser feliz de una vez y para siempre. No puedes pasar el resto de tus días aferrada a un recuerdo que ya no volverá.
-Pero yo no quiero olvidarme de ti…
Presentía que lo que me estaba pidiendo era que borrase toda memoria suya, todo momento que pasamos juntos, pero eso era imposible, ¿cómo destruir esos momentos dulces de mi vida?
-Nunca te pediría que lo hicieses. Es de locos decirte eso porque, además, yo no quiero que me dejes de lado y no te acuerdes de mí nunca más… sólo quiero que convivas con ello, que sigas siendo la misma niña que yo dejé atrás aquel día, la que cuando se caía contenía sus lágrimas para no preocuparnos, la que siempre estaba dispuesta a adoptar a cualquier animal abandonado en la calle, la que defendía con el mayor entusiasmo posible sus ideas…; sólo quiero que vuelvas a ser Julia, mi Julia. ¿Tan difícil es para ti?
Tenía toda la razón, después de su muerte me había convertido en una completa cobarde que no era capaz de sobreponerse a la situación y se había negado a afrontarla para tener algo en lo que regodear su pena. Me había convertido en todo aquello que yo odiaba en los demás. Y, por primera vez en mi vida, sentí que yo era una total desconocida para mí misma… ya no me reconocía, era una persona totalmente diferente de cómo  pensaba que era y eso no me apenaba, no, sólo hacía que sintiera rabia y, por eso mismo, lloré más y más. Estuve varios minutos llorando apoyada en su hombro. Él no me soltó ni un solo momento. Cuando al fin mis lágrimas se agotaron, mis enrojecidos ojos se cerraron, vencidos por el cansancio. No estaba del todo dormida, por lo que noté cómo jugaba con mi pelo y me hacía una trenza, como solía hacer cada tarde de verano cuando nos sentábamos en el jardín a ver las hileras de hormigas trabajar.
-Gracias por todo, papá.
Me rozó la mejilla y me lo imaginé sonriendo, como cuando me quedaba durmiendo después de cenar en el sofá de la casa mientras que veíamos una película. Recordando aquellos momentos, me sumí en un profundo sopor.

Abrí los ojos, estaba en un hospital. El silencio sólo era interrumpido por los ronquidos de mi compañero de habitación. A mi lado aparentemente no había nadie, lo que me extrañó porque mi madre para estos temas era como un guardaespaldas: nunca se separaba de mí.
-¡Julia! ¡Has despertado!
Se abalanzó sobre mí, haciendo que me quedara sin aire. Estaba temblando; debía haberlo pasado muy mal durante el tiempo que había estado aquí.
-¿Cómo te encuentras ?.–Su voz sonaba ansiosa, impaciente.
-Bien… ¿Qué me ha pasado?
-Los médicos dicen que ha sido por culpa de la ola de calor que estamos pasando.
-Claro, el calor… no lo soporto muy bien.
-No, en eso te pareces a tu padre.
Yo sonreí, y ella me respondió con otra sonrisa. Vi la alegría reflejada en sus ojos y supe que no tenía razón para estar triste o deprimida por nada… ya no. Ahora menos que nunca.
Entonces, mi madre clavó la vista en mi pelo y abrió la boca en señal de sorpresa.
-Vaya, te has hecho una trenza como las que te hacía tu padre.
-Sí, como las que me hacía papá…
Comprendí, en ese momento, que la suerte no obra milagros, pero sí que existe porque el hecho de que tuviera personas a mi alrededor que se preocuparan tanto por mí era todo un favor de la fortuna.



  

XIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2008

MODALIDAD NARRACIÓN EN CASTELLANO

TOMÁS VICENTE MARTÍNEZ CAMPILLO


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Tomás Vte. Martínez Campillo es maestro de profesión. Actualmente imparte clases de Ciencias de la Naturaleza en el IES Los Alcores de San Miguel de Salinas (Alicante), pueblo en el que nació en 1957.

En 2004 ganó el primer premio del III Certamen Literario comarcal del Instituto de Secundaria de San Miguel de Salinas, en la categoría profesorado.

Autor de relatos, poesías y la novela El Sitio (2007). 

EL GALLO

A Carmen Campillo. In Memoriam

El gallo.
Siempre el gallo.
Otra vez con su canto madrugador anunciando que ya es hora de levantarse. ¡Maldito sea!... Aunque, bien pensado, si no fuera por él no tendríamos huevos en la mesa. ¡Y a mi pequeño le gustan tanto! Cómo duerme en su cunita. Qué carita de ángel. Ahora ya dormirá más caliente. Anoche, por fin, terminé de coser la cortina del dormitorio, y algo quitará del frío que entra por las rendijas de la ventana sin cristales. Algún día tendremos una casa con cristales en las ventanas.
Cómo me cuesta abrir los ojos. Qué tarde se me hizo anoche. Mi marido —el pobre acaba tan cansado después de todo el día con el ganado— se quedó dormido en la mecedora de su madre al poco de cenar, yo acabé la cortina pasadas las dos y lo llamé para irnos a la cama, se espabiló un poco,… somos jóvenes y a pesar del agotamiento… llevábamos ya más de dos semanas sin… siempre trabajando…, es la felicidad más barata que nos podemos permitir los pobres. Creo que me quedé dormida alrededor de la tres.
El gallo me ha roto el sueño. ¡Cómo me gustaría que pudiésemos quedarnos en la cama hasta que el sol esté alto, como hacen los señoritos! No puedo abrazar a mi hombre por las mañanas porque todos los días se levanta con noche cerrada para irse al corral, y en su trabajo no hay fiestas ni domingos. A mi hijo sí lo veo despertarse los domingos, o cuando llueve que no tengo que ir al “bancal”. Cómo se ríe cuando me ve, enseñando su dientecitos de leche.
Parece que el gallo se ha dormido hoy, y yo con él; se cuela demasiada luz por las rendijas. Me va a faltar tiempo, todavía tengo que lavar los pañales de mi hijo. Qué frío hace cuando se sale de debajo de las mantas, y más aquí, en la sala, lejos de la cocina baja. Con los abrigos de paño tan buenos que llevan las señoronas.

Cómo me duelen las manos. La olla de agua que he calentado en la lumbre —menos mal que la ha encendido mi marido antes de irse— no es bastante para poner tibia la que he sacado del aljibe. Este febrero se las trae, pero no me queda más remedio que lavar los trapos porque apenas me quedan pañales para hoy. Los colgaré en las sillas delante de la lumbre, el día ha aparecido nublado y el vientecillo que sopla de levante va a secar poco. Se me hielan las manos. Así las tengo, agrietadas. Ya me gustaría tenerlas finas como esas artistas que salen en el cine, con sus uñas largas y pintadas. En cambio las mías…

Se me hace tarde. Ya he preparado la fiambrera con la comida para hoy. Tan sólo me queda envolver a mi hijo en una manta y bajarlo a la habitación de mi suegra; menos mal que él no se despierta; ya está acostumbrado, todos los días igual. Tengo que taparle muy bien la cabecita para que no se resfríe.
Apenas comienza el día y ya voy corriendo. Me gusta dejarme la cama hecha y la escoba pasada por la casa antes de salir. Mi suegra lo podría hacer pero dice que no tiene tiempo porque ha de ocuparse de su nieto; pobrecito mío, si él se pasa mucho tiempo durmiendo. A mi suegra le doy la mitad de mi jornal por cuidar a mi hijo, así puedo aprovechar yo el otro medio. Ella ya está mayor y le resulta duro el “bancal”; con este acuerdo ganamos las dos.
Mi niño pronto echará a andar y quiero comprarle unas botas que he visto en el escaparate de la zapatería del pueblo. Las pagaré a plazos. Un poco cada sábado, con lo que voy sacando de la venta de los conejos; por eso me llevo el saco para llenarlo de hierba cuando vuelva en la tarde.

Qué frío hace. Tengo la cara helada a pesar de que ando deprisa porque tengo que llegar a la hora de “engancharse”. Si llego después, aunque sólo sean unos minutos, me despedirán, y con lo que gana mi marido no podríamos pagar las cuatro cabras que ha comprado, y eso es leche segura para mi hijo.
Poco abriga el pantalón y la bata, y ni siquiera la camisa remendada, el jersey desgastado y la chaqueta de lana descolorida de tantos lavados que lleva me quitan este helor del cuerpo. Tengo que comprar unos ovillos de lana y hacerme otra chaqueta con el molde, y me hace falta otro pantalón, aunque primero hay que pagar las cabras. Puedo esperar.
Ya casi alcanzo a las mujeres. Voy a llegar a tiempo. El camino que hacemos cada día en cuarenta minutos lo he hecho yo en tan sólo treinta. Sudo en febrero. ¡Maldito manijero! Ahí está, con los brazos en jarra, esperándonos, con esa cara burlona. Nos arrea como a animales, arañándonos unos minutos para comenzar antes de la hora, y dando la voz para abandonar el tajo cuando, ya bien cumplida la jornada, las mujeres le gritamos. Algún día le diré en su cara todo lo que no quiera oír, le arrojaré el espigaor[1] al suelo, me daré media vuelta y me iré caminando bien derecha y con la cabeza lo más alta que pueda. Pero eso será algún día, ahora no: las cabras, mi hijo, una casa…

Las manos. No siento ya las manos. Los pésoles[2] se me caen. Me duelen con el frío de la mañana y el rocío. Menos mal que en la hoguera ya se están calentando las piedras. No tengo más remedio que coger una y pasármela de mano en mano para calentármelas un poco y poder seguir trabajando. Lo peor son los pies; ya los llevo mojados, y los calcetines, y las alpargatas, para toda la mañana. Quizás por eso no se me va esa tos que tengo cogida al pecho.
Si ese mal nacido del manijero nos dejara abocar los espigaores cuando van por la mitad no nos dolerían tanto los riñones, pero el hijo de… —su madre no tiene culpa— dice que así perderíamos mucho tiempo. Como él no tiene que estar agachado todo el santo día, desde la mañana a la tarde, con el peso cada vez mayor de los pésoles tirando de la espalda. A ese lo arreglaba yo; con que estuviera una hora con el lomo doblado me conformaba. «¡Venga, mujeres, que esto no cunde!», nos grita desde la punta del bancal apoyado en los sacos llenos, esperando que acudamos a abocar. ¡Abrir el saco es lo único que hace! ¡Y eso que no es el amo!

¡Por fin la hora de comer! Y no por la comida, que ya hay hambre, sino porque podemos descansar un poco. Las conversaciones que en el tajo tenemos unas con otras nos ayudan a sobrellevar los dolores en la espalda: que si la “fulanica” se entiende con el “menganico”, que la suegra de tal no quiere a la nuera y la enfrenta al hijo, que si tu “marío” la tiene más o menos… pero los dolores ahí siguen, aumentando a medida que avanza la mañana. Un ¡ay! con otro se oye cuando nos dejamos caer al suelo, con más ganas de dormir que de comer. Pero hay que reponer fuerzas porque la tarde nos espera. Hasta la caída del Sol; aunque pocas voy a recuperar con lo que traigo en la fiambrera: ensalada del campo frita, una sardina de bota y un poco de pan que sobró anoche. El tocino, el huevo duro y los cacahuetes, con el resto de la ensalada y otro mendrugo de pan se lo he puesto a mi marido, porque él estará todo el día andando con el ganado. Por la noche ya cenaremos algo caliente. Espero que mi suegra lo tenga preparado.

Qué lento se mueve el Sol. Estoy reventada. Todos los dolores son uno: la espalda, los brazos, las piernas. Los pocos minutos que hemos parado a fumar[3] apenas me han servido de algo. Y ya casi no nos quedan fuerzas para cantar. Al poco de “engancharnos”, las coplas de unas y otras nos han hecho más llevadero el trabajo, pero a estas horas ya… sólo me mantiene en pie pensar en mi hijo. En un rato lo tendré en los brazos, le haré mimos y carantoñas, lo levantaré muy alto y él se reirá a carcajadas enseñando sus dientes pequeñitos y blancos. Lo llenaré de besos. Lo bañaré en agua caliente al lado de la lumbre y después le daré de cenar y lo dormiré acunándolo en mis brazos. Creo que ya es la hora, lo sé por el Sol. Pero el manijero no da la voz; es el único que lleva reloj y quiere robarnos el tiempo que pueda. Algún día también tendré yo un reloj de pulsera. Un día vi los que llevaba el joyero que de vez en cuado viene por el pueblo. Se los estaba enseñando a unas señoritingas. ¡Qué bonitos son! ¡Y qué caros!
«¡Venga, que ya es la hora!», grita una. «¡Se ve que te pagan más por exprimirnos el tiempo!», se desahoga otra. «¡Que se nos va a hacer de noche por el camino!», protesto yo. Al fin, el manijero, al que se le ha olvidado que es un trabajador, da por acabada la jornada. Me cuesta enderezarme. Aboco los últimos pésoles del espigaor en el saco, recojo la capaza con la fiambrera y emprendo el camino de regreso. Las otras mujeres van a su paso, parece que no tienen prisa como yo. A mí todavía me quedan muchas cosas que hacer. Lo primero: la hierba para los conejos. Por eso me he traído el saco de hilo de pita para llenarlo con vallo[4], que es lo que mejor les va. Menos mal que el saco no es muy grande y lleno pesa poco.

Qué regordete que está mi hijo. Cuando nació estaba canijo, casi en los huesos. Poca y mala era la comida durante el embarazo y se ve que no le llegaba alimento suficiente. Ahora, en cambio, con sus mofletes rosados, su carita redonda, los bracitos y piernas bien rellenos está para comérselo. Sólo he podido jugar unos minutos con él porque la noche se viene encima y todavía tengo que acarrear un cántaro de agua de un aljibe del pueblo. Nosotros tenemos aljibe pero el agua es demasiado dura y no sirve para cocer los garbanzos o las lentejas. Por si mis piernas han dado hoy pocos pasos, ahora al pueblo; menos mal que no está muy lejos. Lo peor es tener que cargar con el cántaro lleno, al costado, después de todo un día en el bancal. ¡Qué se le va a hacer! La vida de los pobres… Mi marido dice que hay casas en las que el agua sale por un grifo, que no hay que sacarla del aljibe o acarrearla con el cántaro, claro que eso lo tienen los que lo tienen: los ricos. También dice que hacen sus necesidades sentados sobre un agujero; retrete creo que lo llaman. No como nosotros que tenemos el jarro o las palas[5]. Algún día…

Ya se ha dormido mi pequeño. Es un tragón. Se ha cenado un plato de puré de patatas y un huevo cocido sopado con un poco de pan. Ahora duerme toda la noche de un tirón y puedo descansar algo más. Por fortuna, el dolor de oídos hace una semana que le desapareció. Si llega a durar un día más no sé si yo lo hubiese podido soportar, no por el llanto sino por las horas pasadas en vela sin poder descansar, y al día siguiente al bancal, y el agua, y la casa. El cansancio ya me estaba venciendo. Menos mal que mi marido se hizo cargo algún rato. Pero bueno, ya ha pasado.
Mi suegra se ha ido a dormir; la mujer se acuesta temprano. Dice que en la cama es donde menos frío pasa, y con el reuma… Mi marido ha cenado y se ha vuelto al corral del ganado porque tiene una oveja preñada con algún problema; hasta la primavera no están previstos los partos pero ésta parece que se ha adelantado. Voy a “quitar la mesa” y fregar los platos; ya tengo el agua calentándose en la lumbre. Esta noche quiero acostarme pronto porque estoy rendida y necesito descansar.

Siempre sale algún imprevisto, y el tiempo no espera. Me he puesto a doblar la ropa lavada que había en el cesto y he visto el pantalón de faena de mi marido: tiene un roto en el camal; algún enganchón que se ha dado. No tengo más remedio que remendarlo esta noche porque seguro que vuelve de atender a la oveja hecho un cristo y lo necesitará para cambiarse. Y de paso zurciré los calcetines de mi pequeño; no sé cómo lo hace pero los rompe por la punta. Esto me llevará poco tiempo pero el pantalón… Aunque estoy que me caigo de sueño. Y pensar que hay gente que tiene criada para hacerle las cosas de la casa. Si al menos el tiempo de trabajo fuera más corto. Dice mi marido, que sí sabe leer, que antes de la Guerra su padre tenía unos libros en los que estaba escrito que los obreros pedían ocho horas de trabajo, ocho de tiempo libre y ocho para dormir. ¡Ojalá pudiéramos tener ese tiempo así! Podríamos ir alguna tarde los tres al pueblo, o  pasear por el campo, acostarnos temprano, estar más descansados. Yo podría coser con la luz de la tarde y no tener que dejarme los ojos enhebrando la aguja a la luz del candil. Si dispusiéramos de ese tiempo para nosotros… ¡Maldita aguja! El hilo se me ha salido otra vez y no atino a meterlo por el ojo; es que con esta luz hay que ver lo que cuesta. Si tuviéramos ese tiempo para nosotros mi marido iría enseñando todo lo que sabe a mi hijo: a escribir, las cuatro operaciones, los ríos, los montes. Porque mi hombre sí que fue algo a la escuela. Yo, en cambio, como soy mujer… Nos gustaría que cuando mi pequeño crezca y se haga mayor vaya a estudiar. Ya lo hemos hablado su padre y yo, que vamos a trabajar todo lo que haga falta para que, si el chiquillo aprovecha, estudie una carrera, aunque sea corta, a ver sí así sale él de toda esta miseria. Pero, eso sí, yo le voy a decir todos los días que no se olvide nunca de dónde viene, de cuál es su gente, que no le pase como a esos muertos de hambre que porque han tenido un poco de suerte y han hecho algo de dinero, o tienen un don por haber estudiado, se creen superiores a nosotros, los que no hemos tenido oportunidades.

La cama, al fin la cama. Qué largos se hacen los días, y que iguales todos, siempre la misma rutina. Apenas me quedan fuerzas para rezarle mi oración de todas las noches a la Virgen del Carmen: danos salud y guárdanos a toda la familia; muy especialmente a mi marido y a mi hijo que son lo que más quiero.
La cama, al fin la cama. Cómo necesito descansar, dormir, olvidarme. Olvidarme del cansancio, del dolor, del manijero, del hambre, de la ropa de pobres… de que nosotros perdimos y ellos ganaron. Del gallo.
Porque ahora mismo volverá el gallo.
Y me arrancará del sueño, del descanso, del olvido.
El gallo.
¡Maldito gallo!
Menos mal que de nuevo veré a mi hijo aunque sea dormido.
Tú no tienes la culpa, gallo.
Canta cuando llegue tu hora.
Gallo.




[1] Bolso de tela que se ata a la cintura, a modo de delantal, y se usa para ir recolectando los guisantes.
[2] Guisantes.
[3] Pequeño descanso que se realizaba en el tajo a mitad de mañana y tarde.
[4] Hierba anual de la familia de las gramíneas.
[5] Chumberas.