MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO
Julio Alejandre Calviño.
Julio Alejandre Calviño ha realizado estudios de magisterio y pedagogía
en la Universidad
Complutense de Madrid. Durante más de diez años vivió en
Centroamérica, donde trabajó con varias asociaciones en el campo de la
cooperación para el desarrollo. Actualmente trabaja en Azuaga, en la provincia
de Badajoz, en orientación escolar. Sus relatos están inspirados en la
experiencia vital de los marginados del Pulgarcito de América, como se conoce a
El Salvador.
Ha obtenido, entre
otros, el primer premio del IV Certamen de Relato Breve “Gerald Brenan” 2008,
Alhaurín el Grande; el primer premio del 7º Concurso “Leopoldo Alas”, de Quintes,
2007 y el primer premio del XII Certamen Literario “Todos somos diferentes”,
2007.
AL
FINAL DEL CALLEJÓN
andra vigila, desde el vehículo, una casa cercana en la
colonia Las Lomas, que es, con sus calles empinadas y su trazado irregular, una
de las muchas barriadas nuevas que han encaramado a la ciudad por las laderas
del volcán. Desde que se metió en esta operación
lleva empleadas muchas horas en esperas como la de hoy, atenta en alguna
esquina. Es un trabajo tedioso que afronta con esa paciencia que ha estado
presente en todos los momentos de su vida, desde que era apenas una chiquilina mocosa que aguardaba horas, cuando no
días, con el estómago en carne viva a que su madre se serenara lo
suficiente para alistarle una tortilla encopetada con arroz. Para este trabajo
en el que anda metida, son preferibles colonias como esta, de clase media,
donde la vida social se reduce a saludar al vecino cuando te lo cruzas por la
calle, a curiosear cuando hay un chisme jugoso y a aparentar lo que no se
tiene, para estimular la envidia ajena. En otro tipo de barrios, sin embargo,
las cosas son muy diferentes. En los de ricos, donde no hay casas sino
fortalezas con garitas, vigilantes armados y vallas electrificadas, nadie
camina por sus calles, que ni aceras tienen, y todo el mundo se desplaza en carro y abre los portones a distancia.
Y luego son aún peores para aflojar la plata. Además, en este país de
mierda no se roba una chibola ni se mueve una libra de sal sin el permiso de
los de arriba. Pero así es la vida. Sandra lo sabe bien porque, al fin y al
cabo, para alguno de ellos trabaja. Si pudiera,
se haría igual de rica y viviría también en uno de sus castillos. Así que,
cuando la buscaron, no lo pensó dos veces. Aquí hay plata de la buena,
se dijo, plata para salir de la miseria, para terminar de una vez con los vestidos remendados, con los
viajes en buses topados y cochambrosos, con el hambre mientras se espera
la quincena y con pedir de fiado en las tiendas; plata para olvidar aquellos
momentos en los que sólo le ha faltado tantito así para hundirse entre tanta
porquería como la rodea, con todo y su última esperanza. Por eso está aquí,
completando el último encargo de un trabajo que no es difícil pero sí
arriesgado, y cuando lo termine le habrá ganado un enorme montón de billetes.
Entonces se irá con el Ricky, lejos, a pegarse la gran vida en las islas de la
bahía o en cualquier otro rincón caribeño donde pueda desquitarse de toda la
mierda que lleva aguantada desde que su mamá la botó al mundo.
Angelita sale de la casa con su hija.
Aquélla es más bien menuda, con la piel morena y el pelo muy negro; la niña,
sin embargo, es algo chelita y tiene el pelo castaño, finito y suave, como el
de su padre. Viven desde hace casi un año en la colonia. A ella no le gusta mucho,
que siempre ha sido de campo y las ciudades la atosigan. La familia quedó lejos
y la gente de la ciudad es altanera; la miran de arriba a abajo. Le notan su
origen en el habla, en las ropas, en la trenza gruesa hasta la cintura, en las
chancletas verdes, desgastadas pero cómodas. Pero a Darío, su marido, como
empezó a ganar bien cuando se colocó en la empresa eléctrica, le dio por
venirse para la capital. Se vive mejor, le decía, hay más comodidades, buenos
colegios para que vaya la nena, lugares elegantes donde poder salir,… y además
la guerra azota menos. Por eso están acá. Por eso y porque, en el fondo, él no
se conformaba con ganar su buen pistillo, sino que además quería aparentarlo y
que comentaran en el caserío lo bien que nos va, y que se admiren cuando les
dice dónde vivimos. Pero a ella poco la convencen las supuestas ventajas de la
ciudad, se dice; y salir, lo que se dice salir, lo hacen poco. Quizá unas tres
veces hayan ido al cine; y a comer fuera, poco más. Angelita disfruta más los
domingos que se van a la costa en la troca de la eléctrica, a comer pupusas de
arroz, y se acercan después a la playa de la bocana para pasar la tarde jugando
con las olas, la niña y ella; o cuando van a visitar a sus padres, allá en el
caserío, y ayuda a su mamá a quebrar la masa, a tortear, a cocer los frijoles y
a lavar los trastes, mientras su hermana la pone al corriente de todos los chismes
de los últimos tiempos o se cagan de la risa con las pasadas que les cuenta
Libreta, el tontito. Fuera de eso, es poco lo que salen. Aparte, Darío siempre
está viajando, recorriéndose el país de acá para allá, reparando el tendido
donde se arruina por un rayo o lo bota un vendaval, cuando no se lo echa abajo
la insurgencia. Y luego vuelve a casa rendido, sin ánimo para nada, ni siquiera
para lo que a un marido le corresponde. Pero así es la vida y también tiene sus
ratos buenos, que sólo estar con Darío ya vale la pena el sufrimiento. Qué
tendrá este hombre, se pregunta, que desde la primera vez que me miró me
derretí como manteca puesta al sol y así me sigue pasando aunque ya vaya para
cinco años de conocerlo.
Siempre tiene las manos calientes,
calientes y secas, que nunca suda el cabrón, ni en las socazones ni en la cama,
piensa Sandra cuando siente la mano cálida del Ricky en la rodilla. Un calor
que recuerdan bien todos los rincones de su cuerpo. Qué galán es sentir esas
manos tibiecitas recorriéndote la espalda y demorándose un rato en las
paletillas. Nota el calor a través de la falda. Precisamente así empezó su
historia con él. Lo habían buscado sus jefes especialmente para este volado.
Mira Sandrita, este es Ricky, los presentó el Mayor, y te va a acompañar en
todo. Le aseguró que era de confianza. Este buey es guardia, con ese aspecto,
había pensado ella. Y ahí anduvieron juntos en todas las vueltas, concentrados
en el trabajo y punto. Al principio, no pensó en él de otra forma que como compañero.
Cierto que tampoco él anduvo con indiques ni pretendió cuenteársela. Es raro,
pero así fue. Hacían su trabajo, platicaban lo necesario y, durante las
tediosas esperas, ella le contaba algo de su perra vida, porque el Ricky, al
principio, no soltaba prenda. Sandra le hablaba de su hijo, que vive con la
nanita en Santa Bárbara; de su marido, que se fue para el norte hace años y nunca
más supo de él, aunque se callara los detalles que más le ardían, como que se
vio obligada a compartirlo con dos o tres viejas putas y ni aún así juntó nunca
fuerzas para dejarlo; o del Mayor, de cómo la ayudó ofreciéndole algunos
trabajitos, babosadas al principio, pero cosas más serias después, hasta llegar
a este de ahora. Pero el Ricky hablaba poco y sobre todo se la pasaban en
silencio dentro del carro, cada cual encerrado en sus propios pensamientos.
Había entre ellos un límite que un buen día cruzó, de repente, la mano de Ricky
acariciándole el muslo a través de la falda. Sandra recuerda que sintió como un
chispazo que le inundó el cuerpo y se lo dejó ardiente y tembloroso. Ese mismo día
se lo llevó a su casa de la colonia Zacamil: un apartamento diminuto, con
paredes de durapán, que rentaba a medias con una amiga. Pero toda esta miseria
ya se va a acabar, piensa con fiereza, que de esta vez las cosas cambiaban sí o
sí. ¡Ahí se acercan! Hay que ver qué calma se gasta la criada. Estas indias,
parece que les sobrase vida.
Suben la calle hasta media cuadra y de ahí
llegan a la esquina por la otra acera. Se ha fijado Angelita en una troca
parqueada, grande y negra, que tiene los vidrios oscuros; a pesar de lo cual se
nota que hay gente dentro. Decide, sin mucha lógica, que no le da buena espina
ese carro. Angelita se fía mucho de sus intuiciones y le gusta darse pisto de
que es medio adivina. Pero al doblar la esquina ya se ha olvidado y sigue
pensando en sus cosas y contestando a las preguntas que su hija hilvana en una
retahíla interminable. Se dirigen al súper de la esquina. Le gusta acercarse
allí cuando tiene tiempo y dinero. Hay más variedad que en las casatiendas de
los alrededores, y además venden un queso que a Darío le chifla para untarlo en
los trozos de tortilla que van sobrando. Al entrar, la tendera saluda a
Angelita y ofrece un dulce a la niña. Hay que ver, Angelita, que niña más
rechula tiene usted, que ojazos, vea, le dice, mientras la niña se come el
dulce y señala a su madre unas galletas
de chocolate que le gustan. No hija, que de esas aún quedan; pero la verdad es
que no las compra porque son caras y no carga mucha plata encima. A Angelita le
gusta dar a su hija todo lo que le pide, incluidos caprichos. Ay, pero qué hija
más preciosa tengo, le dice a veces, y la coge en brazos y se la come a besos
hasta que la niña le reclama: mami, mami, que me aprietas mucho, con su
vocecita tan fina y con una pronunciación precisa y cursi, de niña precoz. Lo
de Angelita por su hija es pasión. A ella le gustaría tener otro hijo, un
varoncito, a pesar de lo duro que fue tener a esta y lo que sufrió, pero Darío
no quería que se cargara de chinos tan joven y se dedicara solamente a
criarlos. El año que viene, cuando la niña empiece a ir al kinder, le había
dicho él, te inscribes en el instituto y terminas tu bachillerato, que sólo dos
años te faltan. Y después, ya veremos. ¿Quiere alguna cosa más, Angelita? No,
doña Tencha, sólo dígame cuánto le debo. Le paga, recoge la compra y sale con
la niña de la mano. Adiós preciosa, le dice la tendera, y le regala otro
dulcecito para el camino.
Al verlas salir, Sandra se disfraza con
una peluca rubia, se cala unas gafas oscuras y grandes y mete en el bolso un
cuchillo que extrae de la guantera. Se retoca ayudándose del espejito auxiliar,
se vuelve hacia el compañero, lo besa y se baja del carro. Ya en la acera mira
de reojo y las ve venir, tan confiadas. Esto va a ser fácil, se dice, más que
otras veces. La agarro, la meto al auto, llegamos al destino y la entregamos. Allí
una cuidadora la recoge y se hace cargo. El lugar está aislado como un penal,
con tapias altas y alambres de púas. La casa es grande y se ve confortable,
aunque Sandra sólo ha entrado hasta el vestíbulo. Sabe que sedan a los
chigüines, para que no hagan bulla. Los meten en algún cuarto y, cuando se
juntan varios, llega el doctor y los opera. Entonces viene la parte más sucia
del trabajo, que es deshacerse de los cuerpos. Los meten en bolsas de basura,
troceados, y después los botan por ahí. Para esto, Ricky es especialista.
Eficaz, el baboso. Conoce lugares en las afueras que ni el mismo cadejo ha de
haber pisado; refundideros solitarios que sólo pensar en quedarse allí sola da
miedo, a donde para llegar hay que dar cien revueltas por callejas de tierra estrechas
y solitarias. A saber cómo los conoce, si no es que ha sido guardia. Algunos
muertos llevará a cuestas el Ricky, con todo y esa carita de chico serio que
tiene. Sí, este negocio es peligroso y desagradable, pero hay mucha plata por
medio y, de todos modos, alguien va a hacerlo. Si no nosotros, otros serán, así
que mejor nosotros. La vida es así, una mierda. A Sandra le ha tocado pasársela
trampeando sobre la línea divisoria, donde no hay lugar para compunciones ni
sentimentalismos. O te salvas, o te hundes, de ti depende. De ti y de la
suerte, que si no acompaña un poco te quedas igualmente en el arroyo. Sandra
camina con paso firme hasta la esquina donde se detiene, mira a ambos lados,
deja pasar un carro y cruza con tranquilidad, encaminándose a un maquilishuat
grande y frondoso que hay al otro lado. Al llegar se vuelve, con la cabeza
baja, mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y levanta la vista.
Sus miradas se cruzan e instantáneamente
nota algo raro en la mujer. Qué hace ahí esperando. Y vaya figura estrafalaria,
con ese rubio teñido que más parece una peluca. Angelita está mirándola
fijamente y al llegar a la esquina, casi sin pensarlo, decide no cruzar y dobla
a la izquierda, por la misma acera. Mami, que es por allí. No, corazón, sigamos
por este lado, que voy a la tienda de la niña Ester. La niña quiere empezar una
batería de preguntas pero Angelita no está para juegos ahora, le dice que se
calle y su hija, con esa intuición que tienen los niños, le hace caso de
inmediato. Camina despacio, sin acelerar el paso, porque quiere parecer
natural. Es una tontera mía pensar que esa mujer sea un peligro. Soy muy
desconfiada, siempre me lo dice Darío, pero qué le voy a hacer, son mañas que
se me han pegado de estos tiempos tan revueltos, pero con la guerra. Nadie está
seguro y se vive siempre con la angustia de si le pasará algo a la familia, a
los conocidos. Dios guarde, cuántas calamidades. Y suelta un suspiro profundo,
desalentado, mientras continúa calle abajo y busca con disimulo a la mujer, que
ya no está bajo el maquilishuat sino que avanza por la otra acera, a su misma
altura. Su temor aumenta un punto y quiere entrar en la tienda de la niña
Ester, que es una mujerona enfadada que suele tratar con algo de desprecio a
quienes considera inferiores, pero no hay nadie en ese momento. Angelita golpea
la reja con una moneda y la llama con voz suave, pues conserva esa timidez
campesina que la hace casi incapaz de hablar duro. Pero no sale la niña Ester,
sino Yanira, la hija mayor. Tendrá unos once años y le dice a Angelita que su
mamá no está, que anda trayendo mercancías. Angelita, con verle la cara, ya
sabe que no va a abrirle la puerta, por lo que ni siquiera pregunta, pero le
deja la bolsa de la compra, tome Yanirita, cuídeme esto que ya voy a regresar,
y agarra a la niña de la mano y sale afuera, casi frente a la mujer, que está
ahora sentada en los escalones de entrada a una casa. Parece tranquila, como si
descansara o esperase a alguien, pero Angelita es buena observadora y la nota
pendiente. Está segura, ahora sí, de que la vigila a ella. No eran tonteras
mías, que esta vieja viene a por mí. Si supiera que yo plata no ando, más que
unos pinches pesos que me han sobrado de la compra. Pero con esta ropa que
llevo, ¿tengo cara de andar plata? Ay, Dios, si va a ser la niña lo que quiere,
uno de esos secuestros que se oyen en los noticieros. Alza la cabeza en busca
de quien le pueda ayudar, pero no ve a nadie. Ni hay tales de que aparezca el
vigilante de la colonia, que sólo se deja ver a fin de mes, cuando reclama el
pago de puerta en puerta. Así que agarra con más fuerza a su hija, poniéndola
del lado de la pared, y aprieta el paso calle abajo.
Qué carajo me habrá encontrado, que me mira
tanto. Esta india pasmada se recela algo, pero no se me va a escapar. Se
levanta y la sigue por la acera opuesta, caminando despacio, aunque sin
disimular ya. La calle se prolonga un trecho más y termina en un descampado que
baja hacia una quebrada. El contraste de la tierra blanquecina del descampado con
el verde profundo de los arbolones le trae a la imaginación una playa tropical
de arena fina y altas palmeras donde ella y Ricky se mecen pausadamente en sendas
hamacas y gozan del sol y del sonido del mar. El paraíso que imagina Sandra es así,
pero una playa vacía y enorme, para ellos dos, sin más ruido que el batir de
las olas, no como estas playas de acá, abarrotadas, sucias y bullangueras. En
el descampado va a ser mejor, piensa. Pero la mujer no llega hasta allí, sino
que se mete por un callejón estrecho que arranca casi al final de la calle.
Bueno, ya está bien de pendejadas, vamos a por ella. Sandra abre el bolso y
saca el cuchillo. Lo sujeta con fuerza y lo esconde en la bocamanga. Cruza la
calle y se dirige hacia la entrada del callejón.
Es largo y estrecho, y sólo da servicio a los
portones traseros de algunas casas. Angelita ya lo sabe, pero ha preferido
tirar por ahí que no arriesgarse por el descampado de más allá. Todas las portadillas
están cerradas, pero al fondo, frente a la última, hay un montón de arena,
materiales y unos chunches de obra. Ahí ha de haber gente trabajando, piensa
ella; no van a dejar todo eso botado para que se lo lleve cualquiera, y avanza
sin saber bien qué hacer, fija la vista en la mancha oscura del portón que no
logra aún apreciar si está o no cerrado. No vuelve la cabeza, ni oye los pasos
de la mujer, pero siente su presencia a su espalda y puede imaginar cómo se
acerca y acorta distancia. Está tensa y aprieta con fuerza la mano de la niña,
que ha captado el peligro, o al menos la preocupación, y no se queja. Al
contrario, camina deprisa y en silencio. Apenas tardan unos instantes más en
llegar al final del callejón, despiadadamente cegado por una pared alta de
cemento rugoso. El portón junto a la obra presenta golpes y manchas de óxido.
Angelita apoya la mano en el postigo, que está ardiendo por el sol, y lo
presiona con fuerza, pero no cede. Tampoco hay llamador, así que golpea el
portón con la palma de la mano, no tan duro. Lanza una mirada rápida, de reojo,
hacia el callejón pero no logra ubicar a la mujer. Tiene que haber alguien ahí
dentro, se dice, y golpea nuevamente, esta vez con los nudillos, un poco más
recio, venciendo la timidez y la pena que siente ante la idea de molestar a
unos desconocidos. Pero no se oye nada. No sabe qué hacer. Angelita se
encuentra acorralada como nunca antes lo ha estado, y tan nerviosa que casi
empieza a perder la capacidad de raciocinio. Por fin gira alrededor del montón
de arena, se sitúa en el centro del callejón y se encuentra de frente a la
mujer con la peluca rubia y las ropas estrafalarias que se le acerca armada con
un cuchillo. Da un grito sofocado y rápida, instintivamente, esconde a la niña
tras de sí.
Está a dos pasos, quieta. Le parece de una
torpeza ridícula, con esa estampa de campesina, las ropas baratas y las
chancletas verdes gastadas, protegiendo a la niña como si fuera suya,
paralizada como la presa ante su predador. Al final va a resultar que es tonta,
piensa, pero si no aprovecho ahora, que se ha bloqueado, puede ponerse a gritar
o intentar resistirse. Amenazándola con el cuchillo, le dice con voz dura dame
a la niña o te mato, tú verás si quieres morir por la hija de otra, mamita. La
mujer sigue inmóvil, paralizada, y Sandra amaga un viaje con el cuchillo que su
víctima esquiva con unos reflejos que la sorprenden. Pero ha logrado agarrar a
la niña y tira de ella con fuerza. Coma mierda india sonsa, la putea Sandra,
suéltala de una vez, suéltala te digo. La niña empieza a gritar mami, mami, con
una voz aguda que cualquiera va a oír, así que, medio desequilibrada por los
tirones, lanza otra cuchillada a la mujer, a muerte, alcanzándole un tajo por
el que brota al instante sangre; pero Sandra ha puesto tanta fuerza en el
envite que se va al suelo y se golpea con un bloque y se le cae la peluca. De
dentro le sale una rabia ciega contra la criadita del carajo que ahora resulta
que es la mamá, pero se le desvanece al percatarse de que la niña se le ha
zafado. Así que se levanta como puede, medio resbalando en la arena suelta que
hay en el suelo y tira de ella, que chilla, y la arrastra, y enfila la entrada
del callejón dándole la espalda a la india caída en medio del montón de arena.
Tiene una mano hundida en él, buscando un
punto de apoyo firme para levantarse y lanzarse sobre esa mujer que quiere
llevarse a su hija. Angelita no siente el corte, ni ve la sangre que le tiñe la
blusa, ni nada más sino los ojos de la nena, enormes, llenos de lágrimas, que
la llaman con más fuerza que las voces y los gritos, y que la impulsan a saltar
hacia delante para recuperarla. Y lo hace
con tal ímpetu que casi se le quiebra el hombro del porrazo que se da con el
puño de la pala. La violencia del jalón desentierra la herramienta y entonces
ella se percata de que la pala está allí, con su extremo de metal, contundente.
La agarra y, en la misma zancada en que reduce la distancia que la separa de la
mujer, la balancea y le asesta en la nuca un golpe rabioso.
Sandra cae en un pozo oscuro, girando en
una espiral interminable hacia una playa azul y amarilla que brilla al final,
donde la espera Ricky con la troca en marcha, sonriendo, pero la visión se
aleja cada vez más hasta convertirse en un puntito diminuto, como una estrella,
y se pierde en un vacío negro y absoluto.■