CONCURS DE NARRATIVA CURTA
"REIAL VILA DE GUARDAMAR" 2010
MODALIDAD: RELATO DE AUTOR LOCAL
GANADORA: SARA FERNÁNDEZ GARCÍA
Sara
Fernández García Nace en Guardamar en 1980. Dentro de sus inquietudes
personales la música y la escritura
ocupan un lugar muy importante, reflejándose en los premios que a nivel local
ha conseguido. Así, ha sido la ganadora del Premio de Narrativa Federico García
Lorca, que anualmente convoca el Instituto de Secundaria de la localidad. Y
ganadora asimismo durante las convocatorias de 2005, 2006, 2007, 2008 Y 2010
del Concurso de Narrativa Corta Real Villa de Guardamar en la modalidad de
Autor Local.
Memorias de un sombrero de copa
En 1962, año en el que
Barcelona sufrió la gran nevada, la ciudad tenía 1.557.863 habitantes entre los
que se encontraba un pequeño de 10 años con ojos curiosos siempre en busca de algo con que saciar su
sed de conocimientos.
-
Josep Maria Puig Soler
vine de seguida!
Si hay una
generalización cierta es, sin lugar a dudas, que cuando una madre llama a su
hijo por su nombre completo y apellidos se avecina una reprimenda de las que
hacen historia, y Josep no estaba por la labor de recibirla.
Pegado a la pared que
comunicaba la portería en la que vivían con la escalera, se deslizó hasta la
pequeña puerta entreabierta y, con su agilidad infantil, se escabulló de los
gritos de su madre.
Una vez en la calle tomó
una gran bocanada de aire y echó a correr Passeig de Gràcia abajo riéndose de
forma nerviosa, sintiendo la euforia propia de una fuga victoriosa.
Aquella tarde de Mayo el
sol jugueteaba con las hojas de los árboles y la ciudad rezumaba vida.
En su carrera llegó a Plaça
Catalunya y se entretuvo provocando el vuelo de las palomas, persiguiéndolas y
gritando como un bárbaro.
Pasados unos minutos el juego había
perdido toda su gracia. Así que Josep se enfundó las manos en los bolsillos de
su pantalón corto y siguió caminando ramblas abajo hasta llegar a la rambla donde pollos,
tórtolas, conejos y demás animales domésticos se exponían para su venta.
-
Bona tarda Josep
-
Bona tarda Don Biel
-
¿Qué me cuentas chico?
-
Poca cosa señor. No hay
manera de convencer a mi madre- decía el niño encogiendo los hombros y mirando
a un pequeño cachorro negro que estaba en una caja de cartón frente a él.
-
Bueno hombre, tú sigue
intentándolo, ya sabes que la insistencia puede…
-
…derrumbar las más
fuertes murallas, sí lo sé Don Biel –se frotó la nariz con la manga de la
camisa y se enderezó- bueno, me marcho. Que tenga usted un buen día.
-
Tú también pequeño.
Subió de nuevo hacia Plaça Catalunya
y giró a la derecha por la calle Canuda. Como todos los días se asomó al gran
portón del Ateneo Barcelonés y observó la escalinata mientras se mordía el
labio inferior. Sabía que en la planta de arriba había un jardín y una sala
donde jugaban al ajedrez, pero nunca había conseguido entrar.
Tras comprobar que no había nadie en
el interior echó a correr subiendo los escalones de dos en dos, abrió
bruscamente la puerta de cristal y ¡zas! se dio de bruces contra el conserje.
- ¿Otra vez tú?
El hombre agarró el brazo del
pequeño con brusquedad, abrió la puerta que acababa de atravesar como una
exhalación y tiró de él escaleras abajo.
-
¡Me hace daño, oiga!- protestó
-
No te lo haría si dejaras de
intentar entrar.
-
Pero ¿por qué no puedo entrar?
-
Porque no eres más que un mocoso –
Josep se zafó de la mano que aprisionaba su brazo y se cuadró- Además no eres
socio. ¡Vete a jugar a otra parte!
El chiquillo volvió a meter las
manos en sus bolsillos y se dirigió a la puerta arrastrando los pies. Al llegar
a ella, miró hacia atrás para comprobar que, efectivamente, el bedel le
observaba, dio entonces un puntapié al dintel y salió corriendo como alma que
lleva el diablo hacia Portal de l’Àngel.
No dejó de correr hasta que llegó a
la catedral. Se paró, apoyó las manos en las rodillas y respiró profundamente.
Una vez recuperado el aliento siguió
andando sin un rumbo marcado. En la calle de
Allí estaba yo junto a
cartas, cubiletes, pelotas, dedales, flores de plumas y otros muchos artilugios
que no supo definir. Miró entonces la puerta de dos hojas estrechas. Los
cristales inferiores estaban cubiertos por una tela color escarlata colgada por
la parte interior, lo cual impedía saber qué había al otro lado.
Intentó ver qué se
escondía allí pegando la nariz al vidrio y la puerta cedió a penas unos centímetros.
Josep se retiró en un acto reflejo, frunció el ceño, ladeo la cabeza y soltó un
“bah” que ayudara a sacudirse esa sensación extraña de intriga con una pizca de
temor.
Posó entonces su mano en
la puerta y la abrió lentamente. Ésta rechinó y se quejó de ser abierta.
Dentro, la iluminación era tenue y el espacio reducido.
Había una vitrina en la
pared de la derecha que llegaba al techo y otra más bajita que hacía las veces
de mostrador, enfrente otro mostrador y más allá una cortina negra con cuatro ases
tejidos en terciopelo blanco. En la pared izquierda otra vitrina con objetos
similares a los de los escaparates y fotos, varias fotos en blanco y negro.
Josep dio un pasó más y
dejó libre la puerta que se cerró de golpe haciendo sonar una decena de campanillas.
Aquel estallido de ruido le sobresaltó y se quedó parado con los ojos muy
abiertos en el centro de la estancia.
-
Tranquilo muchacho- el
niño dio un salto al descubrir que junto a la pared de los retratos había un
hombre sentado en una silla.
-
Pe…perdone, es que … es
que no le había visto
El hombre soltó una carcajada y se levantó con dificultad.
-
Pero no porque fuera
invisible que eso aún no lo he conseguido muchacho. Al estar la puerta abierta
no podías verme, estaba tras ella.
-
Ahá- acertó a decir mientras
alzaba la vista y descubría las campanas causantes del alboroto.
Su interlocutor acercó y
le tendió la mano. Él, aún mirando a su alrededor, la aceptó y ofreció la suya.
-
Bienvenido al Rey de
La puerta volvió a
abrirse y entraron dos jóvenes de unos diecisiete años vestidos con pantalones
largos de pinza y camisa blanca impoluta. Ambos llevaban consigo una cartera
que Josep imaginó llena de libros.
El pequeño observó los zapatos de los nuevos
visitantes. Eran como los de los señores que vivían en el piso de Gràcia.
Debían estar estudiando para notario o médico porque su madre siempre que él le
pedía unos zapatos nuevos como los de los vecinos le contestaba que ellos eran
notarios, médicos, gente importante, y que cuando él fuera un notario conocido
y respetado podría comprarse unos.
Pero Josep no quería ser
notario, a él sólo le interesaban tres cosas: el ajedrez, averiguar como
funcionaba la maquinaria de las cosas desmontándolas (para desesperación de su
madre) y ver a la señorita Eulàlia subir las escaleras.
Y mientras pensaba en el
movimiento de las caderas de la mujer escuchó aquella voz, una voz que se le
quedaría grabada el resto de su vida. Una voz firme, regia y contundente.
-
Buenas tardes caballeros
-
Buenas tardes- contestaron
los estudiantes al unísono
-
Y ¿bien?- Josep intentó
ver desde donde estaba al dueño de aquella voz, pero le era imposible y sentía
cierto reparo a acercarse al grupo.
-
Ya hemos terminado el
libro que nos dio del padre Ciuró.
-
Y supongo que ahora
buscan algo de material.
El hombre que momentos
antes le había dado la bienvenida apoyó su mano sobre los hombros del chiquillo
y le invitó a aproximarse. De puntillas el mostrador le llegaba a la barbilla,
suficiente para poder escrutar la figura que aparecía tras la cortina en ese
momento con un objeto entre las manos, que a él le pareció ser muy preciado por
la delicadeza con la que lo manipulaba.
El hombre al que
pertenecían dichas manos era mucho más bajo que el que le había saludado al
entrar, pero parecía un gigante. La expresión de su cara era serena y pétrea.
Su nariz alargada y fina y su mandíbula cuadrada parecían haber sido talladas
con cincel, solo sus cejas y sus pequeñas orejas suavizaban aquel rostro
iluminado por una mirada llena de fuerza que no prestó atención al asombró del
niño.
Aquello era importante.
Cada movimiento, cada pose y expresión de aquél rostro formaban parte de un
todo magnífico que culminaba con un hecho inesperado, imposible y la admiración
de las cuatro personas que se encontraban allí.
¡Era magia, magia
auténtica!
Tras varias
demostraciones la mirada del mago se dirigió a Josep. El pequeño sintió un
escalofrío que le recorrió la espalda y creyó empequeñecer.
-
Y usted, ¿qué desea?
-
¿Yo?, na… na… nada
señor, ya me marchaba. Gra… gracias.
Tras una reverencia
automática giró sobre sus talones y fue hasta la puerta con la mirada de los
cuatro hombres colgada en la nuca y un sudor nervioso que le apremiaba a salir
de allí.
El sonido de las
campanillas le pareció una odiosa risa burlona, aceleró el paso hasta que se
convirtió en una carrera y así, corriendo, llegó hasta el portal de su casa
mordiendo todas las palabras que podía haber dicho.
Con la rabia en la
mandíbula y en los puños entró en el rellano y se dirigió hacia la portería.
Un golpe certero y el
escozor en la nuca le devolvieron a la realidad.
-
¿Pero se puede saber de
dónde vienes?, tira “pa” dentro y tira “pa” dentro que como te coja…
Miró a su madre que
alzaba la mano y movía la cabeza como signo de desaprobación tras de sí y entró
en la portería con la cabeza gacha mientras escuchaba como un vecino se
pronunciaba en su defensa.
-
Pero mujer es sólo un
muchacho
-
Un muchacho que va a
acabar conmigo a disgustos
Durante los siguientes
días veía a Josep paseando por la calle
Princesa delante de la tienda con la espalda muy recta y mirando de soslayo la
entrada. Observaba como miraba a los clientes que se adentraban en el
establecimiento con facilidad y sin temor, pero él sólo alcanzaba a
petrificarse junto al escaparate con aquella pregunta clavada en la mente: Y usted, ¿qué desea? Sin llegar a
encontrar una buena respuesta.
Y así pasaron varias
semanas.
Una tarde en la que la
indecisión hacía mella en su cuerpo junto a la puerta del establecimiento ésta
se abrió. Un joven cargado de libros salía por ella intentando no perder ningún
ejemplar en la maniobra y antes de cerrar miró al niño y le preguntó:
-
¿Pasas?
-
¿Yo?
-
Sí, tú, ¿pasas?
-
Eh… sí, sí
Al entrar Josep se tomó
un poco más de tiempo en saborear cada detalle: el cortinaje de terciopelo rojo
que cubría lo que parecía un altillo, las botellas de la vitrina más alta, el
sonido del suelo de madera bajo sus pies, aquel olor tan especial que no
conseguía definir pero que le agradaba y las diferentes reacciones de los allí
presentes ante el espectáculo que se ofrecía tras el mostrador.
Se acercó un poco más
situándose a un lado del mismo de tal forma que pudiera ver la cara de las tres
personas que se encontraban en aquel momento en la tienda.
Sintió el despertar de
la inocencia que dormitaba en ellos y cómo lo que acababan de ver había
zarandeado todas sus creencias previas fijadas a conciencia en su razón, como
surgía la sonrisa y luego la afirmación: “¡no es posible!”
Josep lo tenía claro,
aquello era exactamente lo que deseaba.
Carraspeó mientras se
erguía como cuando recitaba los reyes godos en la escuela y esperó la mirada
del mago
-
¿Algún problema pequeño?
-
No - aquella no era la
pregunta para la que había estado buscando respuesta tanto tiempo. Sintió que
la inseguridad intentaba instalarse de nuevo en su interior, pero no estaba
dispuesto a pasar otro mes y medio sin decirle a aquel hombre lo que quería.
-
Ningún problema señor,
pero sí una pregunta- alcanzó a decir Josep.
El mago se dio por
vencido ante la seguridad de aquel diminuto crío y su persistencia.
-
¿Y bien? ¿cuál es esa
pregunta?
-
¿Qué hay que hacer para
ser el mejor mago?
Una risa inundó la
tienda, pero el muchacho se mantuvo firme y el mago vio esa mirada, aquella que
hacía tiempo buscaba en sus discípulos, demasiado acostumbrados a conseguir
todo lo que querían, y supo que no era un capricho de infante.
Por primera vez el
gigante se puso a la altura del niño y le dijo unas palabras al oído, le tendió
la mano y se forjó un pacto.
Aún hoy, antes de salir a
escena, Josep acaricia mi ala y lanza una mirada al espejo. Y así, conmigo, su
primer y único sombrero de copa, a modo de corona, rememora las palabras
susurradas por quien fue su mentor en la magia durante tantos años y, mientras
una voz conocida o extraña enumera sus éxitos, él sonríe recordando las risas
de aquellos que sólo vieron en él a un niño demasiado pequeño como para ver por
encima de un mostrador.