MODALIDAD:
NARRACIÓN EN CASTELLANO
FERNÁNDO MOLERO CAMPOS
Fernando Molero Campos ha
cursado estudios de Magisterio en la Escuela Universitaria
de Formación del Profesorado de E.G.B. de Córdoba y es también Licenciado en
Humanidades por la Facultad
de Filosofia y Letras de la Universidad de
Córdoba.
Es colaborador habitual en
el Diario Córdoba donde se ocupa de realizar las críticas de cine. También es
director, guionista y locutor del programa de radio “El cine de Mr. Arkadin” en
Onda Marina Radio, la emisora de radio municipal de su pueblo, Fernán-Núñez.
De su extenso currículum,
hemos extraído las siguientes distinciones: 1º Premio en el V Concurso de
Relato Breve “Saturnino Calleja”; 2º Premio en el III Certamen Andaluz de
Experiencias en Medios de Comunicación; 1º Premio en el VI Certamen de Relato
Corto Villa de Adeje.
Tiene dos libros
publicados: “En la playa”, un libro de relatos y la novela corta ¿Quién se
esconde detrás de Nosferatu?.
CONGELADO
Si
madre pudiera verme ahora le gritaría, alzados los brazos al cielo azul: Mira mamá, estoy en la cima del mundo; al
fin lo he conseguido. Pero ella no puede verme. Murió. De tristeza. La enfermedad se la ha llevado, dijeron
las vecinas con llantos y grandes aspavientos, surcados sus rostros de
profundas arrugas bajo los negros pañuelos que cubrían sus campesinas cabezas.
Mentían. Bueno, eso quizá sea injusto. Silenciaban más bien lo que todos
sabíamos. No se atrevían a nombrar lo innombrable. Los estúpidos juegos de los
hombres y sus monstruosas consecuencias. Cada cual arrastraba peor que bien una
historia similar a la de madre a sus espaldas. Y todas laceraban por igual. La
enfermedad sólo aceleró el proceso. La pena de verse despojada de lo más
querido acabó con su vida. Trastocado su universo de la noche a la mañana se
empecinó en ver a la muerte como una amiga liberadora. No hay imperativo más
poderoso para la autoaniquilación del cuerpo que el deseo de morir.
Bombas
cayendo del cielo: lágrimas de plomo. Desmoronamiento de las ciudades. Fuego
por doquier. Puentes destruidos. Aullidos en la noche. Tanques y camiones
invadiendo los caminos. Soldados armados y descerebrados, lobotomizados por la
propaganda y las altivas consignas de los dictadores, eliminando con
determinación, sin remordimiento, convencidos de que su misión es la de su
líder: una misión de índole divina. Ése fue el escenario. Nosotros, nadie.
Extras sin frase en una película de terror. Conejillos de indias para saciar la
sed de sangre de nuestros enemigos, para sufrir el énfasis quirúrgico de la
depuración étnica.
Resulta
cuanto menos curioso cómo un buen día, sin que uno sepa exactamente por qué, quienes
hasta ayer eran tus vecinos o incluso amigos, comienzan de pronto a dirigirte
miradas hostiles, retirándote la palabra primero y señalándote con el dedo
después. Y una vez bien abonada la semilla del odio y el rencor que hunde sus
raíces en tiempos que a uno se le antojan la arqueología de una nación, todas
las razones del mundo confluyen en una: la culpa de los males que afectan a los
individuos de una determinada comunidad siempre es del otro. Ahí está la historia para corroborarlo. Ríos de sangre
corrieron aquí, en ésta mi patria de acogida. También sufrieron los judíos la
inhumana persecución de los arios. Ruanda y su limpieza a machetazos, sin
necesidad de modernas y sofisticadas armas, da cuenta de cómo la maldad de los
hombres no conoce límites. Y, por supuesto, la llamada Guerra de los Balcanes,
cuyo epígono viví como habitante de la región de Kosovo.
No caminábamos con una
estrella cosida en chaquetas y abrigos, ni teníamos marcadas las puertas de
nuestras casas. Pero sabíamos que los ojos púrpuras de los lobos serbios
brillaban por la noche en la maleza, que afilaban sus dientes para hincarlos en
nuestras carnes temblorosas. Pocas cosas hay tan disuasorias como el miedo. Cada
cual conocía la religión de sus padres, la genealogía racial de su familia. Una
mentira repetida mil veces adquiere pronto el estatus de verdad. Y el oscuro
Slobodan Milosevic, alteza licántropo de los carniceros, lo sabía muy bien. Pobres de nosotros los serbios que somos
ninguneados, despreciados y oprimidos por los bosnios, los croatas, los
albanos... Hasta que encontró las palabras mágicas: ¡Al diablo con Yugoslavia! Construiremos la Gran Serbia. ¿Cómo sustraerse al poder magnético del
imperialismo, la falaz heroicidad de los cobardes y la sed de sangre cazadora
impresa en los genes de los hombres? La locura humana. Su afán por desenterrar
-ignoro por qué oscuras razones- los fantasmas del pasado y aniquilar al otro.
Trato
de ser feliz, no obstante, con los torcidos mimbres que el destino me ha
deparado. No olvido. ¿Cómo olvidar el horror cuando te acompaña en sueños, pegado
a la retina, aletargado pero expectante en los pasillos del cerebro? ¿Y
perdonar? ¿Puede uno perdonar a quienes lo han privado de todo, incluido del
derecho a tener un pasado y una familia? ¿Pero quiénes son ellos, a los que hay
que perdonar? ¿Tienen nombres y apellidos, domicilio conocido, manchas de
sangre en sus manos, llagas en la lengua de denunciar, costras de callar? Sobre
ancestrales odios se han edificado en el pasado, y se edifican en el presente,
países enteros y culturas que no entierran del todo sus particulares
animadversiones. Siempre hay alguien que por una u otra razón o en beneficio propio
se encarga de despertar a los fantasmas, a los monstruos, a los dragones de la
sinrazón, con el objetivo único de eliminar al que no es como él, al diferente,
sea por su condición étnica, religiosa, racial o sexual. Personas habilidosas
de la retórica o jerifaltes con demasiado poder suelen ser sus principales
abanderados. Luego tras ellos, las hienas y los chacales surgen en manadas,
hambrientos, devoradores, exterminadores.
Estrella
es fantástica y me consta que me quiere. La conocí en la calle. Trabajando. Yo
en las alturas, igual que ahora; ella a ras de suelo, en la plaza de al lado.
Terminó de trabajar antes que yo. Nos habíamos visto alguna vez, pero nunca habíamos
hablado. Ese día, sin embargo, me miró de una manera que se me antojó muy
especial. Bajé y me presenté:
-
Hola, soy Leon –y le extendí la mano derecha. En la izquierda llevaba la
bombilla.
Tomó
mi mano con dulzura y la estrechó.
-
Hola Leon. Mi nombre es Estrella –y como por arte de magia la bombilla que yo
sujetaba se encendió iluminando su rostro.
-
¡Oh, señal buena! –exclamé artificiosamente como un principiante en un casting televisivo. La verdad es que
estaba muy nervioso. Era la primera vez que trataba de agradar a una chica
desde hacía mucho tiempo. Me atraía.- ¿Podíamos beber algo juntos?
Ella
río. Su risa era franca. Le gustaba mi manera de hablar y mi acento, me dijo
poco después.
-
Claro, por qué no.
De
eso hace ya dos años. Mi español ha mejorado muchísimo, siempre con la ayuda de
Estrella, bien es cierto. Vivimos juntos casi desde entonces. En un modesto
apartamento alquilado. Con ella he podido hablarlo todo, sincerarme, abrir mi
corazón y mostrarle sus pústulas. Me ha guiado en las tinieblas, sanando
algunas heridas que yo creía incurables. Todo esto es idea suya. Dice que a
fuerza de repetición acabas por asumir tus tragedias y las pérdidas y vas
expulsando el veneno que llevas dentro. Se va diluyendo en el río de la vida
diaria; aprendes a vivir con las cosas malas que te han sucedido, incluso con
las más terribles, viéndolas desde miles de ángulos distintos. Yo no estoy muy
seguro de compartir sus ideas al respecto. Aun así sigo sus consejos. Y cuando
le digo que me parece una desconsideración olvidar a los seres queridos; a mi
madre, despojo de amor y enfermedad; a mi padre, apaleado y tiroteado en plena
calle; a mi hermana violada, preñada por el enemigo como una retorcida forma de
tortura y control, que abrazó la muerte cuando apenas despertaba a la vida
porque no pudo soportar esa condena injusta que no comprendía, la contundencia
de Estrella me desarma. Yo no estaba allí para protegerles. Estudiaba en la Universidad, lejos del
pueblo. Si hubieras estado allí no
estarías ahora aquí para contármelo. Mira el lado bueno. Tú eres el testigo, la
herencia, la memoria viva que puede servir para que nada de esa tragedia caiga en el olvido,
que esas personas anónimas como tus padres y tu hermana sigan viviendo, aunque
sólo sea en el interior de tu corazón. La repetición mental de los hechos no
implica el olvido de los seres queridos, me asegura.
Yo
también tengo las manos manchadas de sangre. No tuve elección. La locura me
empujó a ello. Después de la aniquilación tomé partido activo en aquella estúpida
contienda. Yo, que en un principio fui partidario del posicionamiento pacífico
de Ibrahim Rugosa, me alisté en el UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo. Y
también cometimos nuestras atrocidades, nuestras vengativas matanzas. Nosotros
éramos más en nuestra tierra, acobardados por la minoría serbia. Ellos vinieron
con su poderosa maquinaria bélica el día que las cosas se les empezaron a poner
feas. Fue entonces que todo se complicó en exceso. Así que cuando las fuerzas
de interposición de la ONU
y de la OTAN finalmente
dijeron aquí estamos para poner fin a las monstruosidades, encontré el camino
para abandonar las armas, mi tierra, las raíces que pretendían aferrarme a la
sangre derramada y huir del horror. Tenía los ojos hinchados, como los de una
rana o un sapo, millones de duros fotogramas suturados a fuego lento uno a uno
en la retina, la mente en ebullición: una olla a presión a punto de explotar. Primero
recalé en la vecina y hermana Albania, y luego en distintas ciudades europeas.
Hasta que me instalé en España. Aquí encontré cierta paz y alegría de vivir.
Justo lo que yo más necesitaba. Pronto aprendí a buscarme la vida en trabajos
temporales. ¡Yo que casi había terminado mis estudios para ser maestro! Quería
enseñar a los demás. Moldear el barro tierno de los niños para que en el futuro,
cuando fueran mayores, pensaran por sí mismos y fueran mejores personas,
comprendieran y respetaran a los demás. Ilusión frustrada por un estúpido
conflicto de fronteras, nacionalidades y antiguos imperios decimonónicos
descompuestos en los albores del siglo pasado.
Desde
las alturas contemplo el ir y venir de los humanos, sus prisas, sus afanes y
preocupaciones, como hormigas atareadas camino de sus labores o su hormiguero.
Y tengo tiempo para inventar historias sobre ellos, historias que siempre deseo
menos duras que la mía. Ellos, que viven en su burbuja protectora, nada saben
de mí. Son europeos; nada deben temer. Pero Yugoslavia también era Europa. Los
conflictos suelen tener lugar en otros continentes, en países subdesarrollados,
escasamente evolucionados en asuntos políticos, que deben resolver sin dilación
sus atrasadas revoluciones. La experiencia contradice esta apreciación. Nadie
está libre de la barbarie, de la mecha aletargada que puede prender en
cualquier momento, por cualquier razón. Algunos me miran, se paran incluso
junto a mi escalera y sonríen, me tiran fotos acaso y depositan monedas en una
cajita de cartón para verme trabajar. Correspondo en agradecimiento iluminando
sus vidas un instante, antes de volver a mi ocupación en la cima del mundo.
Amo
a Estrella. He progresado muchísimo desde que vivo con ella. Se lo debo todo.
Mi vida vuelve a tener sentido. El muro al final del túnel se va
descascarillando y ya alcanzo a ver una luz al fondo. ¿Será verdad eso que
dicen de que el tiempo todo lo cura? ¿O será el amor el que me ha salvado del
naufragio existencial? Sin Estrella no lo habría logrado; sería un paria más,
medio loco, arrastrando mi miseria por las calles enlodadas de este mundo.
Capas y capas de odio, ansiedad y miedo se han venido abajo entre sus brazos,
abrazado a su cuerpo cálido, a su sexo acogedor y vibrante, bajo sábanas que
huelen de una manera especial, con un olor que no es del todo suyo ni del todo
mío, que pertenece a la fusión de ambos.
Sin
embargo, todavía, en la oscuridad de las noches, cuando la conciencia sucumbe a
la llamada de Morfeo y los buitres carroñeros que habitan en el inconsciente
planean a sus anchas por mis sueños, me suelo despertar sudoroso, el corazón
desbocado, falto de oxígeno, al borde del colapso o las lágrimas. Entonces miro
a Estrella, su pelo negro desparramado por la almohada, su respiración pausada,
ajena al terror y las pesadillas, y me siento protegido y feliz. Es mi anclaje, me digo, la perfecta barra de funambulista que
equilibra mi vida e impide que caiga a un lado u otro de la cuerda floja por la
que a veces camino entre la vigilia y el sueño. La abrazo y me pego cuanto
puedo a su cuerpo, tanto que diríase quisiera confundirme con ella, habitarla,
ser uno indisoluble, y que al despertar, frotándose los ojos ante mi ausencia,
se dijera a sí misma Hola León, te
quiero. ¿Cómo estás en mí? ¿Te molesta el ruido de mis vísceras, el aleteo de
mi alma? En lugar de esta quimera, Estrella ronronea igual que una gatita,
separa sus muslos y permite que mi pierna descanse entre las suyas. Nada es
comparable a esta sensación de bienestar con la que vuelvo a dormirme con un
corte de mangas a los dueños de la carroña. Algún día los venceré. Con las armas
de la razón y del amor. Sólo el amor es capaz de redimir a los seres humanos de
todas las atrocidades sufridas o perpetradas.
Pero ese pánico nocturno
perdura luego. No se va tan fácilmente como yo deseo. Y me paso el día nervioso
mientras trabajo, como si de un momento a otro esta vida impostada se fuera a
venir abajo por cualquier nimiedad, como unos papeles que no están en regla, un
accidente fortuito o una crisis sentimental. Debo asumir que el miedo forma
parte de lo que personalmente soy en conjunto: un armazón hecho de esqueleto,
carne, entrañas, piel y miedo.
Hasta la cima del mundo,
donde me siento protegido, también escalan terrores que llevo incrustados en
algún lugar del corazón. La policía. La policía, por ejemplo. Aunque sé que
nada malo he hecho, que no molesto a nadie, que estoy limpio, si alguien con
uniforme pasa cerca de mi escalera, notó un temblor interior que sólo
desaparece una vez que su figura se pierde en el horizonte, confundida con la
de los demás viandantes. Las gotas de sudor asoman a mi frente y por más que me
digo León, no temas, aquí estás a salvo,
soy incapaz de sustraerme al pequeño espanto que anida de pronto en el palpitar
de mis párpados o en el imperceptible baile de mis rodillas.
El otro día, sin ir más
lejos, encaramado al penúltimo peldaño de la escalera, aún a riesgo de sufrir
una caída, contemplaba yo el pizpireto caminar de una chiquilla con un globo
fuertemente prendido con sus pequeños deditos. ¿Tendremos Estrella y yo un hijo
algún día? Me gustaría mucho. Siempre que veo a niños felices pienso en el
placer y la tremenda responsabilidad de ser padre. Se me pasa enseguida. ¿Es
lícito engendrar criaturas y traerlas a este mundo loco e inhumano? La niña no
dejó de mirarme un solo instante. Señalaba hacia arriba con su globo y la madre
tiraba de ella con un apremiante Ahora no
podemos pararnos, cariño, que tengo mucha prisa; ya llegamos tarde. Yo
hubiera querido girarme y vigilar sus pasos, robarle la inocencia de su mirada.
Me fue imposible: la inmovilidad absoluta es la esencia de mi trabajo. Y cinco
segundos después de que desapareciera de mi ángulo visual, una pequeña
explosión estuvo a punto de hacerme despeñar escaleras abajo. El corazón se me
encogió en el pecho hasta adquirir el tamaño de una nuez y la consistencia de
un guijarro de gelatina. El ruido de las balas, los obuses, el disparo de
morteros y tanques, todos los terribles sonidos del mundo cruzaron por mi
mente. Estaba de nuevo en el centro de la guerra, en el corazón de las
tinieblas, sufriéndola, participando de ella, eliminando, odiando, odiando,
odiando, odiando, muriendo. Cuando la fugaz visión de Kosovo en llamas
desapareció, torcí el cuello y contemplé el llanto de la chiquilla a la que por
arte de birlibirloque se le había explotado el globo. Ése había sido el sonido
generador de recuerdos que dolían igual que astillas clavadas entre las uñas de
los dedos o dientes extirpados sin anestesia con unas mohosas tenazas. La niña,
incapacitada por su edad para hallar una explicación plausible a aquel tremendo
desastre infantil, lloraba a moco tendido mientras miraba su manita desposeída
del globo azulado que una fracción de segundo antes había tenido entre sus
dedos. Por ahí se empieza. Sobre peldaños de contrariedades se va encostrando
el alma de los humanos.
No me
sentí con fuerzas para continuar trabajando. Recogí la escalera y la
recaudación, me desvestí y guardé la bombilla y la pila de petaca en la mochila.
Fui a buscar a Estrella a la plaza y esperé en un banco leyendo un libro de
cuentos de Saramago que me había regalado por mi cumpleaños. De vez en cuando
contemplaba con admiración su pose de sirena varada que expelía burbujas
redondas y transparentes soplando a través de un pequeño círculo que antes
introducía en un tarrito con agua y jabón.
De camino a casa le conté
el suceso del globo, la niña y mis visiones, y se rió de mí. Eso me molestó. No
dije nada; dejé que fuera mi rostro el que hablara. Ella me desarmó con un reto:
-
No seas tonto. Olvídate de eso; una anécdota sin importancia. Seguro que mañana
traigo más dinero que tú a casa.
-
Trato hecho –dije olvidándome un instante del desasosiego provocado por el
incidente. No me asistía ningún derecho a amargarle el día con mis traumas.
Teníamos una tarea mucho más importante por delante: construir un universo a
imagen y semejanza de nuestro amor.
Ese
reto me ha obligado a emplearme a fondo, a cambiar de estrategia, a situarme a
media altura, con la mano extendida y la bombilla sujeta entre los dedos. Trato
de no pensar ahora en el pasado, ni en el presente, ni siquiera en el futuro.
Procuro mantener la mente en blanco, concentrarme en atraer a quienes pasan por
la calle. Los miro a los ojos uno a uno, imploro en silencio su comprensión,
reclamo el óbolo de su generosidad para que mi vida en común con Estrella sea
lo más cómoda posible.
Al
final se desencadena una interminable rueda que no me da tregua ni respiro.
Subo y bajo sin descanso. Todo empieza con el tímido acercamiento de un
muchacho de unos siete años. Contemplando mi pose de estatua, echa unas monedas
en la cajita de cartón y espera mi respuesta. Hoy me he embutido en un traje
espacial casero de color plateado y un casco viejo de moto que Estrella
conservaba de un novio anterior. Con un movimiento casi robótico del cuello lo
observo. Sonrío tras el plástico rayado que difumina mis ojos. Desciendo muy
despacio los escalones, como si anduviera por el espacio con gravedad cero, y
me aproximo a él. Le tiendo a cámara lenta la mano cerrada con el índice
derecho extendido; en la otra sostengo la bombilla. El muchacho comprende más
allá del silencio y el movimiento y acerca su dedo al mío. En el instante en
que nuestras yemas se rozan, la bombilla de mi mano se enciende y también todas
las farolas de la ciudad. Luces de esperanza me alumbran. Nada acaba. Todo
empieza.
Luego,
despacio, igual que bajé, vuelvo a subir por la escalera para adoptar mi pose
de estatua espacial, en la cima del mundo, suspendida en un cielo al que
difícilmente podrán trepar ya los fantasmas, los monstruos, los dragones de la
sinrazón, los sátrapas de todo el mundo. Al menos hoy.
Abrazo algo muy parecido
a la felicidad. Mañana será otro día para
pensar o recordar, me digo.