domingo, 14 de marzo de 2010

XV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2010



MODALITAT: IGUALDAD DE GÉNERO


Yose Álvarez-Mesa

Yose Álvarez-Mesa nació en Asturias, región donde vive actualmente y donde desarrolla su actividad cultural. Su obra escrita abarca todos los géneros literarios, especialmete la poesía.

Ha publicado hasta la fecha nueve libros, y ha participado en diversas antologías y revistas culturales. Desde 2005 hasta hoy le han sido otorgados un centenar de premios literarios tanto en verso como en prosa.

 

LA CASA NAKHON


Quién le iba a decir a Kania que una desgracia de tan ingentes proporciones la iba a sacar de la marginalidad en la que vivía desde el mismo instante de su nacimiento. Se hallaba en una cama del hospital de campaña número 3 de ayuda humanitaria HHW, y buscaba entre la multiculturalidad que la rodeaba algo familiar con lo que sentirse en casa, pero no lo logró. Y se sintió extrañamente feliz, porque aquel lugar aséptico lleno de gentes desconocidas era el más cálido en el que jamás había estado.

Tenía las piernas rotas y todo el cuerpo magullado debido al último terremoto que sacudió el Golfo de Tailandia dejando muchas ciudades, pueblos y aldeas completamente arrasados. Durante esos días las calles eran un verdadero infierno, pero no tanto como aquél en el que había estado retenida durante sus trece años de existencia.

Nunca supo con exactitud el día de su nacimiento. Le habían dicho “entre febrero y  abril”, así que el 1 de marzo celebraba su cumpleaños con una siesta a escondidas que luego le valía una reprimenda y trabajar más horas esa jornada. Y es que siempre tenía tanto sueño y cansancio… demasiadas horas de trabajo y muy poco tiempo para dormir eran su día a día. Así que para ella su mejor regalo era dormir a pierna suelta, un lujo que sólo se permitía una vez al año y a costa del castigo posterior. Era su única rebeldía.

Jamás tuvo una madre que velara por ella, ya que quien le dio la vida murió durante el parto cuando aún no había cumplido los quince años. Le habían dicho que era una linda muchacha de grandes ojos verdes, llegada a Casa Nakhon a muy corta edad desde la lejana provincia de Nong Khai, y cuya madre la había vendido para poder aliviar la miseria de su familia. Se llamaba Kania, por eso a ella le pusieron ese mismo nombre. Fue enterrada en el descampado próximo a la casa, y sus pertenencias, un libro de oraciones que nunca supo leer y una pulsera de cuentas de ámbar que siempre llevaba puesta,  fueron su único legado.

Ella iba a visitar aquel descampado a menudo. El sitio exacto donde le dijeron que estaba su madre, bajo un túmulo apenas perceptible en medio del suelo pedregoso, era su lugar de culto, la única referencia a sus orígenes. Instintivamente siempre necesitó una madre aunque no sabía lo que eso significaba. Necesitaba un horizonte, un por qué, algo a lo que pertenecer. Y también un lugar donde canalizar esa falta de amor que siempre tuvo. Nunca había conocida a aquella otra niña que la trajo al mundo, pero en su imaginación podía sentir sus abrazos maternales saliendo de la tierra para abrigarla de todas las penurias.

Era su quinto día en el hospital y aún le dolía todo el cuerpo, pero nunca se quejaba. Si la enfermera no le preguntase de vez en cuando aguantaría el dolor igual que lo hizo tantas veces antes.
—¿Te duelen las heridas, ma chérie?
—Bueno, un poco, señorita.
—Pues avisa, criatura, no sufras a lo tonto que para eso están los analgésicos.
Le dio una pastillita y un poco de agua y a la media hora el dolor había remitido. Qué maravillosa magia, ojalá hubiera tenido esas pastillas milagrosas cuando los golpes recibidos la dejaban dolorida durante días  sin que nadie se preocupase por ella.

Apenas recuerda su vida antes de los cinco años. Deambulaba por la casa limpiando y fregando lo que le mandaban, y le enseñaban lo que había que hacer con  los hombres en las habitaciones de trabajo. La ponían a observar detrás de unas cortinas y le explicaban todo lo que sucedía en la alcoba, de qué manera atender a los clientes para que cuando se fueran dejasen su dinero, porque a los cinco años tendría que trabajar como las demás para poder pagarse su sustento.

Cuando llegó el momento supo qué hacer y ni siquiera pasó por su cabeza rebelarse ante aquello que no comprendía. No había opción y no se planteó que pudiera negarse. Era lo que hacían todas las niñas de la casa, para lo que la señora Tasanee las había estado preparando. Y lloró hasta quedar sin lágrimas porque aquello le parecía algo horrible, pero siguió haciéndolo porque era lo único que podía hacer.

No conocía otra vida que aquella y por eso ni había tenido la oportunidad de  ambicionar otra. Y ahora, con trece años, se preguntaba qué sería de ella a partir de ese momento. Le habían dicho que aquel trabajo que tanto detestaba se había terminado, y que ahora lo que tenía que hacer era ir a la escuela. ¡La escuela! Eso siempre le había parecido un sueño inalcanzable.

Una vez un cliente quiso llevársela de allí. Le ofreció una habitación para ella sola en su casa de Bankgok, a cambio de ocuparse de las tareas domésticas y de atender a sus hijos y a su esposa enferma. Pero la señora Tasanee puso un precio que el hombre no pudo pagar. Hubiera sido su oportunidad de cambiar de vida, como les ocurrió a algunas niñas de la casa. Nada podía ser peor que seguir años tras año creciendo en aquel lugar en el que, al cumplir los 16, había que salir por la puerta sin más equipaje que un papel con los nombres de las mejores calles en las que vender aquellos cuerpos maltratados.

El terremoto había derruido su casa y, excepto ella, habían muerto todos sus ocupantes: Sus compañeras, la vieja cocinera Suchin, las criadas, la señora Tasanee, y el esposo de ésta, el señor Arich. Tanto Kania como las otras niñas tenían tanto miedo del señor Arich… Se encargaba de castigarlas cuando hacían algo mal, y ellas se ponían a temblar cada vez que él se acercaba con su gesto amenazante y su cara de odio. Era sin duda el hombre más malvado de todos los que habían conocido. Hasta la señora Tasanee le regañaba a veces porque, cuando se le iba la mano, dejaba a las niñas inservibles por unos días y perdían dinero. Y ahora estaba muerto. Qué exultante alegría le recorría las venas a Kania sólo de pensar que aquel hombre jamás volvería a tocarla. Ni en sus mejores sueños se hubiera imaginado que algo tan maravilloso pudiera ocurrir.

También murieron todos los clientes que se encontraban en la Casa Nakhon en el momento de la catástrofe, en su mayoría extranjeros, lo que provocó un conflicto internacional a la hora de repatriar los cadáveres, por el sitio donde habían sido encontrados aquellos respetables ciudadanos europeos. El asunto de las casas de niñas fue noticia en la prensa durante días, y el caso de Kania, cuya foto apareció en los noticiarios siendo rescatada bajo los escombros por los servicios de ayuda internacional, despertó conciencias y desató gritos de horror, los suficientes para que varias ONG se avinieran a rescatarla de aquel país que le robó la infancia.

Ahora se encontraba recuperándose de sus heridas, pero pronto sería evacuada a Francia para poder empezar una nueva vida lejos de allí. ¡Francia! Eso se le antojaba muy lejos, y ni siquiera hablaban su misma lengua, “pero aprenderé, aprenderé rápido, nada me impedirá perseguir este sueño”. Le daba vértigo lo que estaba pasando, y tenía miedo que de pronto el sueño se evaporase, y se despertase en su camastro de la Casa Nakhon, como todos los días, sin más deseo que ver llegar la hora de dormir. 

¿Qué habrá sido de Niran? No hacía más que preguntárselo desde que abrió los ojos tras el estruendo. Era su único amigo, al que conocía desde que él empezó a llevarles el pedido de la tienda de comestibles de su padre, un par de años atrás. Desde el primer momento había nacido entre ellos una mutua simpatía, y a menudo él le regalaba dulces y ella le preguntaba por lo que aprendía en la escuela. Fue quien le contó lo poco que sabía del mundo fuera de aquellas paredes. Quien le dijo que había sitios donde las niñas también iban a la escuela, cosa que a ella le parecía algo impensable.
—¿Es posible? ¿Las niñas en la escuela? ¿Y aprenden lo mismo que los niños?
—Claro que sí, ¿te gustaría ir a la escuela?
—Es lo que más me gustaría en el mundo.
La última vez que se vieron con el pedido de verduras, se habían besado aprovechando que la cocina estaba vacía. Habían quedado en el descampado al día siguiente junto a la tumba de su madre, pero los planes de aquel día fueron otros. Y ahora tan solo deseaba saber si había sobrevivido al desastre o había sucumbido también a la furia demoledora de la tierra. Pero era una respuesta que ya nunca tendría.

El doctor se acercó a ella haciendo que sus pensamientos cambiaran de rumbo. Revisó sus heridas y movió la cabeza con aprobación.
—Muy bien, muy bien, esto marcha estupendamente. Traigo buenas noticias, pequeña, podrás salir en el vuelo de mañana.
Mañana. Qué palabra tan linda, de repente tenía tanto sentido… ¡Mañana! 




sábado, 13 de marzo de 2010

XV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2010




MODALITAT: AUTOR MENOR DE 18 ANYS



 CLARA GONZÁLEZ SAFONT. 


Clara González Safont és una Jove que actualment està cursant Batxillerat a l’institut “El Grao” de València. Comta amb una gran vocació literària, com ho demostra su participació en nombrosos concursos literaris, on ha aconseguit els següents premis: 1er premi del “IV i V Certamen literario Colegio Hogar Nuestra Señora del Rosario”; classificada en la primera fase dels concursos literaris organitzats per Coca-Cola.


EL RASTRE DE LA TINTA

Hi havia una vegada un ecosistema que habitava en una gran mansió de dos pisos. Les espècies eren molt diverses i cada una tènia un lloc determinat per a exercir una funció concreta.
Convivint molts anys,  amb la marxa o defunció d'uns, deixaven pas a altres iguals que ells o completament diferents, l'important era ocupar eixe espai i que el lloc no quedara buit.
Entre les diferents famílies, trobàvem als de sang blava, prims i alts. La seua espècie es denomina: bolígraf comú.
Els bolígrafs decoraven amb lletres o números els fulls monòtons emblanquits, i els oferien un món d'incalculable saber que es contenia en menys de vint centímetres de tinta. Tenien el poder inimaginable d'omplir un examen i donar la nota adequada, un pas important  a un ampli futur, per a obrir una infinitat d'estudis universitaris.
Amb el pas del temps, la tinta que deixava empremta es perdia i la poca restant anava lliscant-se per les seues parets fins a arribar al moment de la seua despedida.
El cap de família havia treballat en projectes prou importants com la resolució de més de cent problemes matemàtics. Alguns més xicotets inexperts que coexistien feia poc de temps que havien començat amb les dures tasques del treball diari d'una  jove estudiant.
Un d'ells era diferent dels altres, les seues parets eren d'un plàstic opac, i no transparent com la resta de companys. Este era utilitzat quan li plaia a la jove, ni molt ni poc, i per això a vegades va sentir zels per altres més comunament utilitzats.
El dia més important de la seua vida va arribar quan l'estudiant tenia un examen prou decisiu en el qual només necessitava un bolígraf, de manera que el va triar  a ell.
Els dos estaven nerviosos, però al llarg de l'examen van anar agafant confiança l'un amb l'altre i van desenrotllar una gran seguretat. Però va ser en les dos últimes preguntes de l'examen quan el bolígraf va començar a fallar. En compte de marcar un fort ritme sobre el foli en blanc, pareixia que la pròpia blanquea absorbira la tinta blava del bolígraf, i, de prompte parà en sec. Mai li havia ocorregut, volia soltar la seua tinta però no podia, i van sentir els dos tal impotència que la jove va decidir triar un altre bolígraf i deixar al de parets opaques a un costat de la taula. La seua intenció era deixar-lo abandonat en alguna paperera que trobara en qualsevol cantó de l'aula però inconscientment a l'acabar l'examen, la jove el va guardar junt amb els altres. El bolígraf havia deixat d'escriure i ser utilitzat; no sabia realment si havia arribat la fi de la seua vida.
Una maquineta de fer punta va coincidir una vegada al seu costat i li va dir:
      -Per què estàs tan trist?
I el bolígraf de parets opaques li va contestar:
     -Una vegada vaig redactar una història en què un granger tenia moltes vaques que li donaven molta llet. Va decidir portar a una de les seues vaques a un prat al què no anava mai i l'endemà la vaca no va donar llet. El granger va apartar eixa vaca i li va dedicar més temps a les altres.
La maquineta de fer punta que va veure al bolígraf prou afectat va dir:
     -Vaig conéixer a un retolador fabulós, amb un color verd intens els rètols del qual destacaven; fins que un dia al finalitzar una làmina difícil es va quedar a l'espera de la seua protecció i al no abrigar-se durant tota la freda nit, l'endemà la seua sang s'havia refredat. El pintor va intentar reprendre el seu treball i les seues línies no tenien color.
Llavors el jove bolígraf desolat va concloure:
    - He arribat a la fi de la meua vida, les meues paraules tampoc tenen color; prompte, l'estudiant m'abandonarà.

La maquineta de fer punta, que volia animar-lo, li va presentar un amic, a qui diverses vegades havia ajudat a eixir avant quan pensava que la mort aguaitava els seus dies.
  -Este és el meu amic llapis, compta-li el que t'ha ocorregut perquè tal vegada la seua història et puga donar esperances.

El bolígraf li va comptar allò que s'ha succeït com li va aconsellar la maquineta de fer punta, i a continuació el llapis li va contestar:
   -La meua cosina, la pintura de fusta de color roig, pertanyia a un humà de poca edat que la utilitzava molt sovint. A poc a poc la seua punta es va anar desgastant i va pensar que la seua fi havia arribat. L'humà intrigat, li va dir a sa mare que volia una altra pintura perquè eixa ja no funcionava com abans. La mare li va ensenyar al seu fill, que moltes vegades tot el que necessitem, està més prop del que creiem. Així que hem de confiar en nosaltres mateixos però també en els que ens rodegen, perquè poden fer-nos millors. I mentres deia estes paraules, feia girar a la meua cosina la pintura de fusta dins de la maquineta de fer punta, eliminant la part que li impedia impregnar el paper de roig viu. El xiquet va comprendre que no cal rendir-se en el primer entropessó i que amb els consells d'altres podem recuperar  l'esperança perduda.

Al jove bolígraf li va sorprendre saber que altres havien estat en una situació semblant i havien tornat a ser útils amb l'ajuda d'altres per això li va preguntar a un portamines com podia superar-ho i li va dir el següent:
       -Conec un individu molt curiós que té una pota de mina i una altra amb una punxa que es clava en el paper i no el solta. Al ballar amb la seua pota de mina dibuixa uns cercles perfectes, grans xicotets, uns dins d'altres… Va arribar un dia que el ballarí es va lesionar i els cercles ja no eixien redons, així que li van donar la baixa temporal perquè era inservible. Per això, va estar molt deprimit pensant que la lesió seria definitiva. Fins que a la setmana l'estudiant va buidar el seu estoig i va trobar el genoll de la pota lesionada. La va col·locar en el seu lloc i després d'una dura rehabilitació, es va adonar que el compàs tornava a fer cercles perfectes. El ballarí es va alegrar de recuperar la seua mobilitat i tornar a ser útil. Ha d'haver-hi alguna cosa que et faça recuperar la tinta, tal vegada necessites només eixa peça que li faltava al compàs, un xicoteta espenta.

Finalment després de parlar amb tots els seus companys li va demanar consell a algú molt pròxim a ell, el bolígraf més ancià i amb més experiència:
    -Tu que eres tan savi aconsella'm perquè estic molt preocupat. Què hauria de fer?

El bolígraf li va respondre sensatament:
      -Una vegada et vaig escoltar contar la història d'un granger i pense que estava inacabada. No va sacrificar la seua vaca perquè l'home va confiar que seria alguna cosa passatgera. Estic segur que aquell animal es va recuperar i va tornar a donar llet. Igual que t'ocorrerà a tu.
He conegut a molts jóvens bolígrafs amb xicotetes bambolles d'aire que es van adonar ràpidament del seu defecte; però tu al tindre les parets opaques no te n'has adonat. Des del primer moment et vas rendir. La clau del teu èxit ha d'estar a confiar de nou en tu mateix i continuar escrivint a pesar que no veges tinta en el paper. Moltes vegades un gran esforç no es veu reflectit directament en beneficis però amb el temps tot treball dóna el seu resultat. Si encara no t'han rebutjat és perquè saben que en un futur seràs útil.
L'estudiant preocupada per eixe bolígraf que anteriorment funcionava bé el  va prendre en les seues mans i el va agitar enèrgicament. El va lliscar ràpidament pel paper de dreta a esquerra i continuava sense funcionar.
En eixe moment el bolígraf recuperant l'esperança, no es va rendir. Amb interés i seguretat va notar que la seua tinta tornava a bategar amb força. L'estudiant va tornar a intentar-ho i els batecs del jove bolígraf es van estampar dèbilment sobre el paper. 
Esbossant un somriure va pensar que havia recuperat el seu amic preferit i va decidir llavors, que el millor homenatge era plasmar el seu propi nom amb lletres fermes i esveltes.


XV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2010



MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO



 FERNÁNDO MOLERO CAMPOS

Fernando Molero Campos ha cursado estudios de Magisterio en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de E.G.B. de Córdoba y es también Licenciado en Humanidades por la Facultad de Filosofia y Letras de  la Universidad de Córdoba.

Es colaborador habitual en el Diario Córdoba donde se ocupa de realizar las críticas de cine. También es director, guionista y locutor del programa de radio “El cine de Mr. Arkadin” en Onda Marina Radio, la emisora de radio municipal de su pueblo, Fernán-Núñez.

De su extenso currículum, hemos extraído las siguientes distinciones: 1º Premio en el V Concurso de Relato Breve “Saturnino Calleja”; 2º Premio en el III Certamen Andaluz de Experiencias en Medios de Comunicación; 1º Premio en el VI Certamen de Relato Corto Villa de Adeje.

Tiene dos libros publicados: “En la playa”, un libro de relatos y la novela corta ¿Quién se esconde detrás de Nosferatu?.



CONGELADO



  Si madre pudiera verme ahora le gritaría, alzados los brazos al cielo azul: Mira mamá, estoy en la cima del mundo; al fin lo he conseguido. Pero ella no puede verme. Murió. De tristeza. La enfermedad se la ha llevado, dijeron las vecinas con llantos y grandes aspavientos, surcados sus rostros de profundas arrugas bajo los negros pañuelos que cubrían sus campesinas cabezas. Mentían. Bueno, eso quizá sea injusto. Silenciaban más bien lo que todos sabíamos. No se atrevían a nombrar lo innombrable. Los estúpidos juegos de los hombres y sus monstruosas consecuencias. Cada cual arrastraba peor que bien una historia similar a la de madre a sus espaldas. Y todas laceraban por igual. La enfermedad sólo aceleró el proceso. La pena de verse despojada de lo más querido acabó con su vida. Trastocado su universo de la noche a la mañana se empecinó en ver a la muerte como una amiga liberadora. No hay imperativo más poderoso para la autoaniquilación del cuerpo que el deseo de morir.
  Bombas cayendo del cielo: lágrimas de plomo. Desmoronamiento de las ciudades. Fuego por doquier. Puentes destruidos. Aullidos en la noche. Tanques y camiones invadiendo los caminos. Soldados armados y descerebrados, lobotomizados por la propaganda y las altivas consignas de los dictadores, eliminando con determinación, sin remordimiento, convencidos de que su misión es la de su líder: una misión de índole divina. Ése fue el escenario. Nosotros, nadie. Extras sin frase en una película de terror. Conejillos de indias para saciar la sed de sangre de nuestros enemigos, para sufrir el énfasis quirúrgico de la depuración étnica.
  Resulta cuanto menos curioso cómo un buen día, sin que uno sepa exactamente por qué, quienes hasta ayer eran tus vecinos o incluso amigos, comienzan de pronto a dirigirte miradas hostiles, retirándote la palabra primero y señalándote con el dedo después. Y una vez bien abonada la semilla del odio y el rencor que hunde sus raíces en tiempos que a uno se le antojan la arqueología de una nación, todas las razones del mundo confluyen en una: la culpa de los males que afectan a los individuos de una determinada comunidad siempre es del otro. Ahí está la historia para corroborarlo. Ríos de sangre corrieron aquí, en ésta mi patria de acogida. También sufrieron los judíos la inhumana persecución de los arios. Ruanda y su limpieza a machetazos, sin necesidad de modernas y sofisticadas armas, da cuenta de cómo la maldad de los hombres no conoce límites. Y, por supuesto, la llamada Guerra de los Balcanes, cuyo epígono viví como habitante de la región de Kosovo.
No caminábamos con una estrella cosida en chaquetas y abrigos, ni teníamos marcadas las puertas de nuestras casas. Pero sabíamos que los ojos púrpuras de los lobos serbios brillaban por la noche en la maleza, que afilaban sus dientes para hincarlos en nuestras carnes temblorosas. Pocas cosas hay tan disuasorias como el miedo. Cada cual conocía la religión de sus padres, la genealogía racial de su familia. Una mentira repetida mil veces adquiere pronto el estatus de verdad. Y el oscuro Slobodan Milosevic, alteza licántropo de los carniceros, lo sabía muy bien. Pobres de nosotros los serbios que somos ninguneados, despreciados y oprimidos por los bosnios, los croatas, los albanos... Hasta que encontró las palabras mágicas: ¡Al diablo con Yugoslavia! Construiremos la Gran Serbia. ¿Cómo sustraerse al poder magnético del imperialismo, la falaz heroicidad de los cobardes y la sed de sangre cazadora impresa en los genes de los hombres? La locura humana. Su afán por desenterrar -ignoro por qué oscuras razones- los fantasmas del pasado y aniquilar al otro.
  Trato de ser feliz, no obstante, con los torcidos mimbres que el destino me ha deparado. No olvido. ¿Cómo olvidar el horror cuando te acompaña en sueños, pegado a la retina, aletargado pero expectante en los pasillos del cerebro? ¿Y perdonar? ¿Puede uno perdonar a quienes lo han privado de todo, incluido del derecho a tener un pasado y una familia? ¿Pero quiénes son ellos, a los que hay que perdonar? ¿Tienen nombres y apellidos, domicilio conocido, manchas de sangre en sus manos, llagas en la lengua de denunciar, costras de callar? Sobre ancestrales odios se han edificado en el pasado, y se edifican en el presente, países enteros y culturas que no entierran del todo sus particulares animadversiones. Siempre hay alguien que por una u otra razón o en beneficio propio se encarga de despertar a los fantasmas, a los monstruos, a los dragones de la sinrazón, con el objetivo único de eliminar al que no es como él, al diferente, sea por su condición étnica, religiosa, racial o sexual. Personas habilidosas de la retórica o jerifaltes con demasiado poder suelen ser sus principales abanderados. Luego tras ellos, las hienas y los chacales surgen en manadas, hambrientos, devoradores, exterminadores.
  Estrella es fantástica y me consta que me quiere. La conocí en la calle. Trabajando. Yo en las alturas, igual que ahora; ella a ras de suelo, en la plaza de al lado. Terminó de trabajar antes que yo. Nos habíamos visto alguna vez, pero nunca habíamos hablado. Ese día, sin embargo, me miró de una manera que se me antojó muy especial. Bajé y me presenté:
  - Hola, soy Leon –y le extendí la mano derecha. En la izquierda llevaba la bombilla.
  Tomó mi mano con dulzura y la estrechó.
  - Hola Leon. Mi nombre es Estrella –y como por arte de magia la bombilla que yo sujetaba se encendió iluminando su rostro.
  - ¡Oh, señal buena! –exclamé artificiosamente como un principiante en un casting televisivo. La verdad es que estaba muy nervioso. Era la primera vez que trataba de agradar a una chica desde hacía mucho tiempo. Me atraía.- ¿Podíamos beber algo juntos?
  Ella río. Su risa era franca. Le gustaba mi manera de hablar y mi acento, me dijo poco después.
  - Claro, por qué no.
  De eso hace ya dos años. Mi español ha mejorado muchísimo, siempre con la ayuda de Estrella, bien es cierto. Vivimos juntos casi desde entonces. En un modesto apartamento alquilado. Con ella he podido hablarlo todo, sincerarme, abrir mi corazón y mostrarle sus pústulas. Me ha guiado en las tinieblas, sanando algunas heridas que yo creía incurables. Todo esto es idea suya. Dice que a fuerza de repetición acabas por asumir tus tragedias y las pérdidas y vas expulsando el veneno que llevas dentro. Se va diluyendo en el río de la vida diaria; aprendes a vivir con las cosas malas que te han sucedido, incluso con las más terribles, viéndolas desde miles de ángulos distintos. Yo no estoy muy seguro de compartir sus ideas al respecto. Aun así sigo sus consejos. Y cuando le digo que me parece una desconsideración olvidar a los seres queridos; a mi madre, despojo de amor y enfermedad; a mi padre, apaleado y tiroteado en plena calle; a mi hermana violada, preñada por el enemigo como una retorcida forma de tortura y control, que abrazó la muerte cuando apenas despertaba a la vida porque no pudo soportar esa condena injusta que no comprendía, la contundencia de Estrella me desarma. Yo no estaba allí para protegerles. Estudiaba en la Universidad, lejos del pueblo. Si hubieras estado allí no estarías ahora aquí para contármelo. Mira el lado bueno. Tú eres el testigo, la herencia, la memoria viva que puede servir para  que nada de esa tragedia caiga en el olvido, que esas personas anónimas como tus padres y tu hermana sigan viviendo, aunque sólo sea en el interior de tu corazón. La repetición mental de los hechos no implica el olvido de los seres queridos, me asegura.
  Yo también tengo las manos manchadas de sangre. No tuve elección. La locura me empujó a ello. Después de la aniquilación tomé partido activo en aquella estúpida contienda. Yo, que en un principio fui partidario del posicionamiento pacífico de Ibrahim Rugosa, me alisté en el UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo. Y también cometimos nuestras atrocidades, nuestras vengativas matanzas. Nosotros éramos más en nuestra tierra, acobardados por la minoría serbia. Ellos vinieron con su poderosa maquinaria bélica el día que las cosas se les empezaron a poner feas. Fue entonces que todo se complicó en exceso. Así que cuando las fuerzas de interposición de la ONU y de la OTAN finalmente dijeron aquí estamos para poner fin a las monstruosidades, encontré el camino para abandonar las armas, mi tierra, las raíces que pretendían aferrarme a la sangre derramada y huir del horror. Tenía los ojos hinchados, como los de una rana o un sapo, millones de duros fotogramas suturados a fuego lento uno a uno en la retina, la mente en ebullición: una olla a presión a punto de explotar. Primero recalé en la vecina y hermana Albania, y luego en distintas ciudades europeas. Hasta que me instalé en España. Aquí encontré cierta paz y alegría de vivir. Justo lo que yo más necesitaba. Pronto aprendí a buscarme la vida en trabajos temporales. ¡Yo que casi había terminado mis estudios para ser maestro! Quería enseñar a los demás. Moldear el barro tierno de los niños para que en el futuro, cuando fueran mayores, pensaran por sí mismos y fueran mejores personas, comprendieran y respetaran a los demás. Ilusión frustrada por un estúpido conflicto de fronteras, nacionalidades y antiguos imperios decimonónicos descompuestos en los albores del siglo pasado.
  Desde las alturas contemplo el ir y venir de los humanos, sus prisas, sus afanes y preocupaciones, como hormigas atareadas camino de sus labores o su hormiguero. Y tengo tiempo para inventar historias sobre ellos, historias que siempre deseo menos duras que la mía. Ellos, que viven en su burbuja protectora, nada saben de mí. Son europeos; nada deben temer. Pero Yugoslavia también era Europa. Los conflictos suelen tener lugar en otros continentes, en países subdesarrollados, escasamente evolucionados en asuntos políticos, que deben resolver sin dilación sus atrasadas revoluciones. La experiencia contradice esta apreciación. Nadie está libre de la barbarie, de la mecha aletargada que puede prender en cualquier momento, por cualquier razón. Algunos me miran, se paran incluso junto a mi escalera y sonríen, me tiran fotos acaso y depositan monedas en una cajita de cartón para verme trabajar. Correspondo en agradecimiento iluminando sus vidas un instante, antes de volver a mi ocupación en la cima del mundo.
  Amo a Estrella. He progresado muchísimo desde que vivo con ella. Se lo debo todo. Mi vida vuelve a tener sentido. El muro al final del túnel se va descascarillando y ya alcanzo a ver una luz al fondo. ¿Será verdad eso que dicen de que el tiempo todo lo cura? ¿O será el amor el que me ha salvado del naufragio existencial? Sin Estrella no lo habría logrado; sería un paria más, medio loco, arrastrando mi miseria por las calles enlodadas de este mundo. Capas y capas de odio, ansiedad y miedo se han venido abajo entre sus brazos, abrazado a su cuerpo cálido, a su sexo acogedor y vibrante, bajo sábanas que huelen de una manera especial, con un olor que no es del todo suyo ni del todo mío, que pertenece a la fusión de ambos.
  Sin embargo, todavía, en la oscuridad de las noches, cuando la conciencia sucumbe a la llamada de Morfeo y los buitres carroñeros que habitan en el inconsciente planean a sus anchas por mis sueños, me suelo despertar sudoroso, el corazón desbocado, falto de oxígeno, al borde del colapso o las lágrimas. Entonces miro a Estrella, su pelo negro desparramado por la almohada, su respiración pausada, ajena al terror y las pesadillas, y me siento protegido y feliz. Es mi anclaje, me digo, la perfecta barra de funambulista que equilibra mi vida e impide que caiga a un lado u otro de la cuerda floja por la que a veces camino entre la vigilia y el sueño. La abrazo y me pego cuanto puedo a su cuerpo, tanto que diríase quisiera confundirme con ella, habitarla, ser uno indisoluble, y que al despertar, frotándose los ojos ante mi ausencia, se dijera a sí misma Hola León, te quiero. ¿Cómo estás en mí? ¿Te molesta el ruido de mis vísceras, el aleteo de mi alma? En lugar de esta quimera, Estrella ronronea igual que una gatita, separa sus muslos y permite que mi pierna descanse entre las suyas. Nada es comparable a esta sensación de bienestar con la que vuelvo a dormirme con un corte de mangas a los dueños de la carroña. Algún día los venceré. Con las armas de la razón y del amor. Sólo el amor es capaz de redimir a los seres humanos de todas las atrocidades sufridas o perpetradas.  
Pero ese pánico nocturno perdura luego. No se va tan fácilmente como yo deseo. Y me paso el día nervioso mientras trabajo, como si de un momento a otro esta vida impostada se fuera a venir abajo por cualquier nimiedad, como unos papeles que no están en regla, un accidente fortuito o una crisis sentimental. Debo asumir que el miedo forma parte de lo que personalmente soy en conjunto: un armazón hecho de esqueleto, carne, entrañas, piel y miedo.
Hasta la cima del mundo, donde me siento protegido, también escalan terrores que llevo incrustados en algún lugar del corazón. La policía. La policía, por ejemplo. Aunque sé que nada malo he hecho, que no molesto a nadie, que estoy limpio, si alguien con uniforme pasa cerca de mi escalera, notó un temblor interior que sólo desaparece una vez que su figura se pierde en el horizonte, confundida con la de los demás viandantes. Las gotas de sudor asoman a mi frente y por más que me digo León, no temas, aquí estás a salvo, soy incapaz de sustraerme al pequeño espanto que anida de pronto en el palpitar de mis párpados o en el imperceptible baile de mis rodillas.
El otro día, sin ir más lejos, encaramado al penúltimo peldaño de la escalera, aún a riesgo de sufrir una caída, contemplaba yo el pizpireto caminar de una chiquilla con un globo fuertemente prendido con sus pequeños deditos. ¿Tendremos Estrella y yo un hijo algún día? Me gustaría mucho. Siempre que veo a niños felices pienso en el placer y la tremenda responsabilidad de ser padre. Se me pasa enseguida. ¿Es lícito engendrar criaturas y traerlas a este mundo loco e inhumano? La niña no dejó de mirarme un solo instante. Señalaba hacia arriba con su globo y la madre tiraba de ella con un apremiante Ahora no podemos pararnos, cariño, que tengo mucha prisa; ya llegamos tarde. Yo hubiera querido girarme y vigilar sus pasos, robarle la inocencia de su mirada. Me fue imposible: la inmovilidad absoluta es la esencia de mi trabajo. Y cinco segundos después de que desapareciera de mi ángulo visual, una pequeña explosión estuvo a punto de hacerme despeñar escaleras abajo. El corazón se me encogió en el pecho hasta adquirir el tamaño de una nuez y la consistencia de un guijarro de gelatina. El ruido de las balas, los obuses, el disparo de morteros y tanques, todos los terribles sonidos del mundo cruzaron por mi mente. Estaba de nuevo en el centro de la guerra, en el corazón de las tinieblas, sufriéndola, participando de ella, eliminando, odiando, odiando, odiando, odiando, muriendo. Cuando la fugaz visión de Kosovo en llamas desapareció, torcí el cuello y contemplé el llanto de la chiquilla a la que por arte de birlibirloque se le había explotado el globo. Ése había sido el sonido generador de recuerdos que dolían igual que astillas clavadas entre las uñas de los dedos o dientes extirpados sin anestesia con unas mohosas tenazas. La niña, incapacitada por su edad para hallar una explicación plausible a aquel tremendo desastre infantil, lloraba a moco tendido mientras miraba su manita desposeída del globo azulado que una fracción de segundo antes había tenido entre sus dedos. Por ahí se empieza. Sobre peldaños de contrariedades se va encostrando el alma de los humanos.
  No me sentí con fuerzas para continuar trabajando. Recogí la escalera y la recaudación, me desvestí y guardé la bombilla y la pila de petaca en la mochila. Fui a buscar a Estrella a la plaza y esperé en un banco leyendo un libro de cuentos de Saramago que me había regalado por mi cumpleaños. De vez en cuando contemplaba con admiración su pose de sirena varada que expelía burbujas redondas y transparentes soplando a través de un pequeño círculo que antes introducía en un tarrito con agua y jabón.
De camino a casa le conté el suceso del globo, la niña y mis visiones, y se rió de mí. Eso me molestó. No dije nada; dejé que fuera mi rostro el que hablara. Ella me desarmó con un reto:
  - No seas tonto. Olvídate de eso; una anécdota sin importancia. Seguro que mañana traigo más dinero que tú a casa.
  - Trato hecho –dije olvidándome un instante del desasosiego provocado por el incidente. No me asistía ningún derecho a amargarle el día con mis traumas. Teníamos una tarea mucho más importante por delante: construir un universo a imagen y semejanza de nuestro amor.  
  Ese reto me ha obligado a emplearme a fondo, a cambiar de estrategia, a situarme a media altura, con la mano extendida y la bombilla sujeta entre los dedos. Trato de no pensar ahora en el pasado, ni en el presente, ni siquiera en el futuro. Procuro mantener la mente en blanco, concentrarme en atraer a quienes pasan por la calle. Los miro a los ojos uno a uno, imploro en silencio su comprensión, reclamo el óbolo de su generosidad para que mi vida en común con Estrella sea lo más cómoda posible.
  Al final se desencadena una interminable rueda que no me da tregua ni respiro. Subo y bajo sin descanso. Todo empieza con el tímido acercamiento de un muchacho de unos siete años. Contemplando mi pose de estatua, echa unas monedas en la cajita de cartón y espera mi respuesta. Hoy me he embutido en un traje espacial casero de color plateado y un casco viejo de moto que Estrella conservaba de un novio anterior. Con un movimiento casi robótico del cuello lo observo. Sonrío tras el plástico rayado que difumina mis ojos. Desciendo muy despacio los escalones, como si anduviera por el espacio con gravedad cero, y me aproximo a él. Le tiendo a cámara lenta la mano cerrada con el índice derecho extendido; en la otra sostengo la bombilla. El muchacho comprende más allá del silencio y el movimiento y acerca su dedo al mío. En el instante en que nuestras yemas se rozan, la bombilla de mi mano se enciende y también todas las farolas de la ciudad. Luces de esperanza me alumbran. Nada acaba. Todo empieza.
  Luego, despacio, igual que bajé, vuelvo a subir por la escalera para adoptar mi pose de estatua espacial, en la cima del mundo, suspendida en un cielo al que difícilmente podrán trepar ya los fantasmas, los monstruos, los dragones de la sinrazón, los sátrapas de todo el mundo. Al menos hoy.
Abrazo algo muy parecido a la felicidad. Mañana será otro día para pensar o recordar, me digo.