LA ORUGA QUE NO QUERÍA SER MARIPOSA
DAVID MARCH CHULVI
David March Chulvi es natural de Tavernes Blanques, Valencia, aunque
está afincado en Madrid. Comenzó sus estudios de Comunicación Audiovisual en
Valencia para terminarlos en Madrid, donde también se interesa por las artes
escénicas, disciplina en la que también está titulado. Este hecho hace que se
interese por la escritura de guiones tanto para cortometrajes como
largometrajes, entre los que destaca Los
Hermanos Cousos (2011), basada en la historia real del cámara José Couso.
Actualmente compagina su trabajo de quiromasajista con la creación y
elaboración de relatos cortos.
No. La historia no es así. Yo quería
ser mariposa, como todas las demás. Todas las orugas queremos un día llegar a
ser mariposas, nacemos para eso; y aunque tampoco es que tengamos un propósito
predefinido en la vida, el orden natural que nos ha tocado vivir muchas veces
dicta dentro de nosotros, sin que nosotros mismos nos demos cuenta. No sé si
todas las orugas se convierten en mariposas, pero al menos todas las orugas que
yo conocí quisieron llegar algún día a serlo, lo que no quiere decir que todas
lo consiguieran… Pero dejen que les cuente la historia.
Al principio mi madre me colocó
junto con mis otras cien hermanas -diez arriba diez abajo- en forma de
minúsculo huevo sobre la hoja de una enredadera llamada Aristolochi Pipevine; una planta venenosa que crece en las selvas
tropicales del extremo oriental de la isla de Nueva Guinea. Nací en un lugar
privilegiado -he de reconocer- hermoso, con todas las comodidades que una oruga
pueda necesitar: un clima cálido y acogedor durante todo el año; copiosas y
refrescantes lluvias que hacían crecer tiernos brotes con los que alimentarnos,
y pocos depredadores que pudieran molestarnos. Pues así, en forma de huevecito verde y calentito, me pase
unos cuantos días, no recuerdo cuantos -ni necesidad que tengo de recordarlo-
perfectamente mimetizada con la hoja de la enredadera, y si algún indeseable
pajarraco nos descubría, y se atrevía a meternos el pico encima, aparecía
nuestra madre para espantarlo. No lo he mencionado pero, nuestra especie es la
más grande de las mariposas diurnas. Las hay más grandes que nosotras, pero a
esas solo se las ve de noche, y de noche no se ve nada. Nuestras hembras pueden
llegar a tener una envergadura de 30 centímetros, y con su aleteo pueden llegar
a espantar a un pájaro de pequeño tamaño. No vayáis a creer que vamos por ahí
chuleando con halcones, pero sabemos como defendernos. Así que, imaginaos, para
ser un macho de esta especie, y estar a la altura de una hembra, hay que ser
muy macho, y yo por ahora, era solo una larva.
He de advertiros que no todo era, ni
es, tan bucólico como parece, pues a escasos metros de donde nacimos había, y
sigue habiendo, una inmensa plantación de palmas; planta de la que se extrae un
valiosísimo aceite, aceite que yo, personalmente, nunca tuve el placer de
probar, pero ese no es el caso. Lo que importa es, que la quema descontrolada
de bosque virgen, y la quema también de los residuos que quedaban de la planta,
terminaban en nuestros insignificantes pulmones en forma de una espesa y
desagradable ceniza. Esto está haciendo que nuestra especie cada vez vaya a
menos, pero esa también es otra historia. Las plantaciones de palma eran algo
que se había instalado en nuestro espacio, de forma permanente, y que con el
tiempo formó parte de nuestras vidas y tuvimos que acostumbrarnos a ellas; o
por lo menos a nuestras vidas les tocó vivirlo, a las generaciones futuras no
sé lo que les pasará, quizá con el tiempo desaparezcan las plantaciones, o
quizá con el tiempo terminen por destrozar totalmente nuestro mundo, o quizá
simplemente sigan ahí, como algo nocivo, como un inconveniente con el que todas
las orugas que estén por llegar deberán aprender a convivir, para el resto de
sus vidas, para el resto de la vida de la oruga. No sé qué será de lo que nos
rodea, pues de eso, apenas puedo especular.
Cuando salí del huevo, al igual que
mis hermanas, nuestro único objetivo en la vida, por ahora, era comernos la
tierna hoja que la planta en la que habíamos nacido nos brindaba. Comer para
engordar y vernos hermosas. Cuando naces, lo único que tienes que hacer es comer,
no tienes otra obligación, y todo te alimenta, y por todos los sentidos, por
los oídos, por la boca, por las manos, por la nariz, por los ojos… pero también
es verdad, que llega un momento en que alimentarse ya no es suficiente, y
quieres algo más, pero no adelantemos acontecimientos, sigamos con el ciclo
natural de la oruga… Tan rápido comíamos, y tanto, que no tardamos en
convertirnos en unas preciosas orugas de un negro puro y brillante, con un
exquisito antojo amarillo en el lomo. De nuestras piel se proyectaban unas
espinitas afiladas y puntiagudas que nos daban un aspecto rudo y feroz, lo cual
tampoco nos servía de mucho, pues apenas teníamos enemigos. Además de lo
comentado anteriormente sobre la envergadura de nuestras hembras, y de que la zona
que habitábamos apenas contaba con depredadores potencialmente peligrosos, la Aristolochi Pipevine, la planta de la
que nos alimentábamos, era una planta
venenosa, que al ingerirla, sus toxinas pasaban a nosotras, convirtiéndonos
entonces en orugas letales para aquellos que
nos quisieran comer. A nosotras no nos afectaba, para nosotras solo era
alimento y no veneno, o eso creíamos, pues nunca, ninguna de nosotras, llegó a
saber si de verdad aquel veneno en nuestro alimento no nos afectaba de una
manera u otra. Nunca lo supimos, y mucho me temo que nunca lo sabremos. Los
depredadores sabían de nuestra toxicidad, y por eso nos dejaban en paz, o al
menos la mayoría lo hacía, porque, la estupidez universal no tiene limites, e
incluso se filtra dentro del reino animal, por lo que algún insensato, sabiendo
de nuestra condición asesina, se aventuró alguna vez a hincarnos el diente, o
el pico en este caso, e irremediablemente acababa enfermo y moría… ¡Ay! ¡Que
grande puede ser la estupidez humana, digo, la universal, la estupidez
universal¡ Por culpa de estos estúpidos -estúpidos por ignorancia o también
porque el hambre aprieta demasiado- algunas de nosotras ya no llegaría nunca a
convertirse en una mariposa.
Desde aquella mortífera planta,
nuestro lugar privilegiado del mundo, desde allí, las vi por primera vez, a las
mariposas macho de nuestra especie, y, tan solo decir, que no es que ellas
intentaran honrar el nombre que los hombres les habían impuesto: Reina Alexandra… sino que era el nombre
el que intentaba inútilmente reflejar lo que eran: ¡MAJESTUOSAS! Pero el nombre
se queda corto, pues en su vuelo, las mariposas macho de nuestra especie, eran
más monarcas de lo que la propia reina sería jamás; monarcas del aire para el
resto de los tiempos, y no solo el recuerdo suspirado de una marchita reina
olvidada, y sí un suspiro enamorado que nunca dejará de ascender. ¡Qué suavidad
al cortar el aire! ¡Elegantes y gráciles, cómo mostraban al mundo entero sus
colores! Su verde esmeralda arropado por el sincero negro de sus bordes… Y el
amarillo de su torso, antiguo antojo de nuestro lomo… La coraza del más
valiente de los guerreros, el traje más elegante del más apuesto de los
modelos… Majestuosas, realmente majestuosas. Las veía, y sabía que un día yo
sería como ellas. ¡No! Como ellas no, mejor. Miraba mi cuerpo todavía de oruga
y sabía que mis colores iban a ser los más intensos, mi aleteo el más elegante,
y mi cuerpo el más apuesto. Cortaría el aire con las formas más exquisitas y
deliciosas, y ninguna hembra se me resistiría, toda mariposa me admiraría. Mi
prole sería larga, grande, y bien recordada. Se hablaría de mí durante
generaciones y generaciones de mariposas, y nunca, ¡nunca! volvería a haber
otra como yo. Así que, además de alimentarme, que ya no era suficiente, había
nacido en mí una nueva obligación.
Cuando la primera de nosotras se
convirtió en una crisálida, una mañana de cielo raso, mi rabia solo fue
superada por mi sorpresa. Por aquel entonces gran parte de nuestras hermanas ya
habían perecido en el intento de la vida, bien a manos de un inconsciente y
desesperado depredador, bien por ser incapaces de respirar el cenizo humo que a
veces nos llegaba desde las plantaciones de palma; o, simplemente, no estaban
hechas para aguantar esta vaga vida de oruga; sea como fuere, ya nos habíamos
adueñado totalmente de la enredadera en la que habíamos nacido, y cada una se
encontraba en el sitio que más le apetecía estar. Cuando nos llegó la noticia
de que la primera crisálida había aparecido, la noticia de que una de nosotras,
la primera, ya había entrado en el proceso de maduración, todas corrimos -o nos
arrastramos más bien- para ver el inesperado (entre comillas), “inesperado”
acontecimiento. No tenía nada de espectacular, pero a todas nos fascinó ver
aquello en lo que nos íbamos a convertir. Cogida con extremo cuidado por un
pequeño apéndice de piel seca, como una campana de cristal, la crisálida
quedaba suspendida en el aire, sujeta a uno de los tallos más maduros de la
planta. Parecía delicada y consistente a la vez, y no decía ni hacía nada.
Ninguna de nosotras sabía quien había sido la afortunada primeriza, ni en que
momento había ocurrido tal milagro de la vida, seguramente durante la noche,
porque nadie lo vio, y cuando se dio la noticia la crisálida ya estaba formada.
¡Qué rabia! Siempre creí que sería yo la primera en convertirse en crisálida,
pues siempre se recuerda más a la primera persona que hace algo, y ese podría
haber sido el motivo por el que fuera recordada, reconocida, por ser la primera
oruga en entrar en el proceso de ser mariposa, al menos era un buen punto de
partida. Pero bueno, pronto se me pasó el enfado, pues ser la primera no
significa que tengas que ser la mejor, y aquella crisálida ni tenía nada de
peculiar ni de espectacular. Dejad que aquella semi-desconocida se incube en su
caparazón de cristal. Dejad que disfrute de sus escasos cinco minutos de fama,
que cuando yo me convierta en mariposa, eso sí que será un espectáculo
grandioso, mucho mayor que todo este circo improvisado.
Yo seguía con lo mío. Me hartaba
hasta cansarme (que tampoco tardaba mucho) de las hojas de aquella enredadera
venenosa para que el día de mañana mi cuerpo estuviera bien grande y hermoso,
bien formado y con todo lo necesario para convertirme en la mariposa más espectacular
del lugar, ¡qué digo del lugar! ¡Del mundo entero! ¡De todos los tiempos! Y
cuando llegaban a mis oídos, -aquellos oídos que metafóricamente me habían
alimentado durante la niñez, y que ahora ya ni siquiera eso sabían hacer,
también porque yo estaba a otras cosas-, pues cuando a ellos llegaban rumores
de que otras orugas habían comido más que yo, o que incluso habían comido de
las hojas de otras plantas, algo que a mí ni por asomo se me había pasado por
la cabeza, y algunos decían que era cosa buena para la formación de la
crisálida, cosa que yo no creía, pensaba que aquello era un exceso. ¡Exceso!
Por más que comas o pruebes otras plantas no por ello vas a ser mejor mariposa.
El camino es este, lo estoy haciendo bien, ni más ni menos, en su justa medida,
en la línea correcta, así es como se hace. Yo estaba perfectamente cómoda y
bien en mi hoja de Aristolochi,
haciendo lo que allí debía hacer, y así es como se llega a ser grande. ¿Me
equivoco? No.
El tiempo pasaba y el sol salía y se
ponía cada vez más deprisa. Yo seguía sin convertirme en aquella mariposa que
quería destacar en el cielo, como lo nunca visto, y sin embargo, sí seguía
siendo la simple oruga de siempre, la que era igual a las demás. Algo estaba
fallando. Veía como otras de mis hermanas crisalidaban
y yo no; y si entonces no fui la primera, tampoco fui la segunda, ni la
tercera, que ya de la cuarta nadie se acuerda porque las tres anteriores han
sentado precedente. Algunas de aquellas, incluso yo he de reconocer, que se
convirtieron en grandes y hermosas mariposas de colores vivos y puros, aunque
en su momento no quise reconocerlo. Otras eran simples mariposas, corrientes y
normales, a las que apenas prestaba atención. También vi morir a otras de mis
hermanas orugas, lo que en su momento no me hizo derramar ni una sola lágrima,
y que sin embargo ahora recuerdo con dolor, no por no haber llorado en su
momento, sino por no haber compartido más hojas verdes con ellas; pero por
entonces yo no venía nada más que mi objetivo a alcanzar, y las majestuosas
mariposas que cegaban mis ojos herrados. Otras compañeras sin embargo se vieron
forzadas a convertirse rápidamente en mariposas, sin tener en cuenta la belleza
o la grandeza que pudieran alcanzar; y no lo hicieron porque su propia naturaleza
se lo dictara, sino porque existe otra naturaleza, una que primeramente domina
el ambiente y que luego, irremediablemente le domina a uno. También, de ellas,
enseguida dejé de saber nada. Cada vez mi mundo se convertía más en mí, mi hoja
de Aristolochi Pipevine, y mi fuerte
deseo de convertirme en la mariposa Reina Alexandra que jamás había visto el
mundo. Eso, y nada más.
Empecé a preocuparme. Ya la mayoría
de mis hermanas se habían convertido en mariposas, solo quedaba yo; y si
quedaba alguna más en mi misma situación, yo no lo sabía, de esas no tenía
conocimiento… Con el tiempo me di cuenta de la gran cantidad de orugas que
habían querido convertirse en las más grande mariposa de todos los tiempos,
como yo, y que en su momento no lo consiguieron, y todavía hoy, algunas siguen
sin conseguirlo, y otras que, por mucho que se empeñen, ni nunca lo
consiguieron, ni lo consiguen, ni lo conseguirán jamás. Pero por entonces, este
en mi orugil estado de
“adolescencia”, a mí las demás orugas me daban igual. A mí solo me preocupaba
saber qué era lo que estaba haciendo mal, por qué no me había convertido ya en
la más virtuosa de todas las mariposas, la adorada por todos, ¡Con el tiempo
que había pasado! ¡Con todo lo que había hecho! ¡Cómo era posible que siguiera
siendo la misma oruga que comía día tras día de la misma hoja en la que había
nacido! ¡Ya debería estar surcando los aires… y no arrastrándome cual gusano! Y
entonces, me pudo el exceso. Empecé a comer más de lo que podía, muchísimo más,
incluso creo que alguna vez me quedé inconsciente de la cantidad de hoja que
ingerí, incluso me tragué mi orgullo, me resigne de mis palabras y también
comencé a comer de otras plantas, de todas las plantas que estaban a mi
alcance, como habían hecho con anterioridad algunas de mis hermanas, quizás ahí
estuviera la clave, quizás comiendo de todo, y mucho, pudiera por fin
transformarme. ¿Cuál era la planta que albergaba tal misterio? Creo que
incluso, sin darme cuenta, llegué a probar la carne humana, pero esa sí que es
otra historia. Y llegados ya a este punto, en el que lo único que me faltaba
era saltar hasta la luna, y comer de allí los arbustos que encontrara, pues una
vez me dijeron que vacas en la luna pastaron, todo lo que hiciera era poco, o
inútil, que es menos que poco. Y nada, absolutamente nada, por minúsculo que
fuera, cambiaba en mí. Ya harta, lo dejé por imposible.
Un
día me cansé de todo, de esa absurda obsesión por convertirme en la mariposa
más hermosa. No me rendí, o sí, mírenlo como quieran, pero acepté el hecho de
que nunca lo conseguiría, o sí, no lo sabía pero no podía seguir viviendo de
esa manera, anhelando todo el rato algo que nunca llegaba, viviendo con un
gusano en el estómago que me iba comiendo poco a poco. Aquello no era vida.
¿Dejé de luchar? Quizás algunos lo vean así, aunque las luchas siempre se
llevan por dentro, están ahí, aunque no las veamos, aunque ya las hallamos
aceptado. Y es que, si no llego a deshacerme de este ímpetu forzoso,
inalcanzable e inconcluso, nunca hubiera disfrutado tanto como disfruté de todo
lo que me rodeaba: del sabroso jugo de aquella planta que pocos animales pueden
decir que han probado y hayan salido con vida; de los lejanos amaneceres en el
mar que de vez en cuando las hojas de palma dejaban vislumbrar, o de los infortunios
y aventuras de sobrevivir a una lluvia de ceniza gris; o de la exquisita
cascada que caía de la roca en la que se enganchaba nuestra enredadera
venenosa, que nos salpicaba y formaba un pequeño lago en el suelo, para luego
alejarse en forma de riachuelo de agua cristalina (nada de esto lo mencioné
antes, pero supongo que el lugar era mucho más bucólico de lo que en un
principio pensé). Mi mundo seguía siendo yo, y mi hoja de Aristolochi Pipevine, pero al desaparece en mí ese obsesivo anhelo,
mi mundo de repente se hizo mucho más grande. Sí, las gráciles mariposas Reina
Alexandra macho seguían ahí, y seguían fascinándome, y de vez en cuando volvía
a mí el recuerdo de un deseo tan deseado… pero por primera vez podía disfrutar
en toda su plenitud del vuelo de aquellas maravillosos criaturas, pues por
primera vez era consciente de lo que era, y era maravilloso; era una oruga, ni
más ni menos, ni más ni menos que una mariposa, simplemente una oruga, y
repito, era maravilloso. También seguí comiendo de las hojas de otras plantas,
ahora de verdad las degustaba, las comía por puro placer, o quizás también por
necesidad, pero con ningún otro propósito superior que no fuera disfrutar o
alimentarme. Como he dicho, poco a poco lo de ser mariposa se me fue olvidando,
y me rendí al gozo de los rayos del sol sobre mi esponjosa piel, cálidos,
reconfortantes, sin ataduras, sin presiones ni agobios, con el único fin de ser
una oruga, una oruga feliz, y quizás por eso es que dicen que fui la oruga que
no quiso ser mariposa; no sé. Pero lo que sí es cierto, es que fueron grandes
días, grandes momentos, y así como los días en lo que fui huevo no los
recuerdo, estos días de oruga completa, los puedo rememorar con una sincera
sonrisa de orgullo; y entonces un día…
Sin
darme cuenta, casi sin recordar que en cualquier momento podía ocurrir, me vi
suspendida boca abajo, colgando del tallo fino de una hojita; mi acolchada piel
se cuarteó y se desprendió de mí, apareciendo un cuerpo gordito, sabroso y
verde. Por fin me estaba convirtiendo en una mariposa, y si todo salía bien, lo
conseguiría. ¿Aquello era el resultado de mi cambio, de mi nueva disposición
despreocupada ante la vida? Supongo que en parte, pues no puedo afirmar con
precisión cual de todas las cosas me llevó a la maduración. Tanto tiempo
anhelando, tanto tiempo apretando mi cuerpo forzándolo a ser algo que no era,
que finalmente, lo conseguí cuando menos me lo esperaba. Mientras estaba
resguardada en mi crisálida pensé qué, y sigo suponiendo, que en verdad nunca
había llegado a olvidar del todo mi objetivo, como ya dije: las luchas se llevan por dentro; pero
había conseguido que mi desesperado anhelo no me dominara, y eso fue lo que me
dio alas. No os mentiré diciendo que la ocasión ni me sorprendió ni me
emociono, pues dentro de mi caparazón, un gusanillo, pero de otro tipo, este
más amable, me hacía cosquillas en el estomago con ilusión infantil,
preguntándose: ¿y si de verdad me convierto en la mariposa más espectacular de
todos los tiempos?
No
os daré más rodeo y os diré que por fin llegó el día, aunque el día no fue solo
uno, sino varios, pues una no se convierte de oruga a mariposa de la noche a la
mañana. No sabría deciros con exactitud en que momento mi cuerpo estuvo
preparado para convertirse en crisálida, así como tampoco puedo deciros en que
momento me vi a mi misma y me reconocí como mariposa. Lo que sí puedo deciros
es que pasó, y aquí me tenéis, una estupenda y maravillosa mariposa que
revolotea por las copas de los árboles. Ya lejos ha quedado mi querida enredadera
venenosa, que de vez en cuando visito para ver cómo le va a las siguientes
generaciones, y quizás así como yo me prendí en su momento, quizás ahora ellas
se prendan de mi vuelo; aunque, no soy la más espectacular de la zona ni la más
admirada de todos los tiempos; soy como todas las demás, hermosa, con sus
colores negro y verde esmeralda, con el elegante aleteo propio de nuestra
especia. Mediocre, podrían llegar a pensar algunos que soy, una más entre las
cientos de mariposas que vuelan a mi alrededor. Qué piensen lo que quieran, yo
puedo decir que he llegado a ser mariposa, y eso ya es más de lo que algunas de
mis más de cien hermanas –diez arriba diez abajo- podrán decir jamás.