jueves, 17 de octubre de 2013

XVIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2013

LA ORUGA QUE NO QUERÍA SER MARIPOSA

 DAVID MARCH CHULVI




David March Chulvi es natural de Tavernes Blanques, Valencia, aunque está afincado en Madrid. Comenzó sus estudios de Comunicación Audiovisual en Valencia para terminarlos en Madrid, donde también se interesa por las artes escénicas, disciplina en la que también está titulado. Este hecho hace que se interese por la escritura de guiones tanto para cortometrajes como largometrajes, entre los que destaca Los Hermanos Cousos (2011), basada en la historia real del cámara José Couso. Actualmente compagina su trabajo de quiromasajista con la creación y elaboración de relatos cortos.



            No. La historia no es así. Yo quería ser mariposa, como todas las demás. Todas las orugas queremos un día llegar a ser mariposas, nacemos para eso; y aunque tampoco es que tengamos un propósito predefinido en la vida, el orden natural que nos ha tocado vivir muchas veces dicta dentro de nosotros, sin que nosotros mismos nos demos cuenta. No sé si todas las orugas se convierten en mariposas, pero al menos todas las orugas que yo conocí quisieron llegar algún día a serlo, lo que no quiere decir que todas lo consiguieran… Pero dejen que les cuente la historia. 
            Al principio mi madre me colocó junto con mis otras cien hermanas -diez arriba diez abajo- en forma de minúsculo huevo sobre la hoja de una enredadera llamada Aristolochi Pipevine; una planta venenosa que crece en las selvas tropicales del extremo oriental de la isla de Nueva Guinea. Nací en un lugar privilegiado -he de reconocer- hermoso, con todas las comodidades que una oruga pueda necesitar: un clima cálido y acogedor durante todo el año; copiosas y refrescantes lluvias que hacían crecer tiernos brotes con los que alimentarnos, y pocos depredadores que pudieran molestarnos. Pues así, en forma de huevecito verde y calentito, me pase unos cuantos días, no recuerdo cuantos -ni necesidad que tengo de recordarlo- perfectamente mimetizada con la hoja de la enredadera, y si algún indeseable pajarraco nos descubría, y se atrevía a meternos el pico encima, aparecía nuestra madre para espantarlo. No lo he mencionado pero, nuestra especie es la más grande de las mariposas diurnas. Las hay más grandes que nosotras, pero a esas solo se las ve de noche, y de noche no se ve nada. Nuestras hembras pueden llegar a tener una envergadura de 30 centímetros, y con su aleteo pueden llegar a espantar a un pájaro de pequeño tamaño. No vayáis a creer que vamos por ahí chuleando con halcones, pero sabemos como defendernos. Así que, imaginaos, para ser un macho de esta especie, y estar a la altura de una hembra, hay que ser muy macho, y yo por ahora, era solo una larva.
            He de advertiros que no todo era, ni es, tan bucólico como parece, pues a escasos metros de donde nacimos había, y sigue habiendo, una inmensa plantación de palmas; planta de la que se extrae un valiosísimo aceite, aceite que yo, personalmente, nunca tuve el placer de probar, pero ese no es el caso. Lo que importa es, que la quema descontrolada de bosque virgen, y la quema también de los residuos que quedaban de la planta, terminaban en nuestros insignificantes pulmones en forma de una espesa y desagradable ceniza. Esto está haciendo que nuestra especie cada vez vaya a menos, pero esa también es otra historia. Las plantaciones de palma eran algo que se había instalado en nuestro espacio, de forma permanente, y que con el tiempo formó parte de nuestras vidas y tuvimos que acostumbrarnos a ellas; o por lo menos a nuestras vidas les tocó vivirlo, a las generaciones futuras no sé lo que les pasará, quizá con el tiempo desaparezcan las plantaciones, o quizá con el tiempo terminen por destrozar totalmente nuestro mundo, o quizá simplemente sigan ahí, como algo nocivo, como un inconveniente con el que todas las orugas que estén por llegar deberán aprender a convivir, para el resto de sus vidas, para el resto de la vida de la oruga. No sé qué será de lo que nos rodea, pues de eso, apenas puedo especular. 
            Cuando salí del huevo, al igual que mis hermanas, nuestro único objetivo en la vida, por ahora, era comernos la tierna hoja que la planta en la que habíamos nacido nos brindaba. Comer para engordar y vernos hermosas. Cuando naces, lo único que tienes que hacer es comer, no tienes otra obligación, y todo te alimenta, y por todos los sentidos, por los oídos, por la boca, por las manos, por la nariz, por los ojos… pero también es verdad, que llega un momento en que alimentarse ya no es suficiente, y quieres algo más, pero no adelantemos acontecimientos, sigamos con el ciclo natural de la oruga… Tan rápido comíamos, y tanto, que no tardamos en convertirnos en unas preciosas orugas de un negro puro y brillante, con un exquisito antojo amarillo en el lomo. De nuestras piel se proyectaban unas espinitas afiladas y puntiagudas que nos daban un aspecto rudo y feroz, lo cual tampoco nos servía de mucho, pues apenas teníamos enemigos. Además de lo comentado anteriormente sobre la envergadura de nuestras hembras, y de que la zona que habitábamos apenas contaba con depredadores potencialmente peligrosos, la Aristolochi Pipevine, la planta de la que nos alimentábamos, era una planta venenosa, que al ingerirla, sus toxinas pasaban a nosotras, convirtiéndonos entonces en orugas letales para aquellos que  nos quisieran comer. A nosotras no nos afectaba, para nosotras solo era alimento y no veneno, o eso creíamos, pues nunca, ninguna de nosotras, llegó a saber si de verdad aquel veneno en nuestro alimento no nos afectaba de una manera u otra. Nunca lo supimos, y mucho me temo que nunca lo sabremos. Los depredadores sabían de nuestra toxicidad, y por eso nos dejaban en paz, o al menos la mayoría lo hacía, porque, la estupidez universal no tiene limites, e incluso se filtra dentro del reino animal, por lo que algún insensato, sabiendo de nuestra condición asesina, se aventuró alguna vez a hincarnos el diente, o el pico en este caso, e irremediablemente acababa enfermo y moría… ¡Ay! ¡Que grande puede ser la estupidez humana, digo, la universal, la estupidez universal¡ Por culpa de estos estúpidos -estúpidos por ignorancia o también porque el hambre aprieta demasiado- algunas de nosotras ya no llegaría nunca a convertirse en una mariposa.
            Desde aquella mortífera planta, nuestro lugar privilegiado del mundo, desde allí, las vi por primera vez, a las mariposas macho de nuestra especie, y, tan solo decir, que no es que ellas intentaran honrar el nombre que los hombres les habían impuesto: Reina Alexandra… sino que era el nombre el que intentaba inútilmente reflejar lo que eran: ¡MAJESTUOSAS! Pero el nombre se queda corto, pues en su vuelo, las mariposas macho de nuestra especie, eran más monarcas de lo que la propia reina sería jamás; monarcas del aire para el resto de los tiempos, y no solo el recuerdo suspirado de una marchita reina olvidada, y sí un suspiro enamorado que nunca dejará de ascender. ¡Qué suavidad al cortar el aire! ¡Elegantes y gráciles, cómo mostraban al mundo entero sus colores! Su verde esmeralda arropado por el sincero negro de sus bordes… Y el amarillo de su torso, antiguo antojo de nuestro lomo… La coraza del más valiente de los guerreros, el traje más elegante del más apuesto de los modelos… Majestuosas, realmente majestuosas. Las veía, y sabía que un día yo sería como ellas. ¡No! Como ellas no, mejor. Miraba mi cuerpo todavía de oruga y sabía que mis colores iban a ser los más intensos, mi aleteo el más elegante, y mi cuerpo el más apuesto. Cortaría el aire con las formas más exquisitas y deliciosas, y ninguna hembra se me resistiría, toda mariposa me admiraría. Mi prole sería larga, grande, y bien recordada. Se hablaría de mí durante generaciones y generaciones de mariposas, y nunca, ¡nunca! volvería a haber otra como yo. Así que, además de alimentarme, que ya no era suficiente, había nacido en mí una nueva obligación.
            Cuando la primera de nosotras se convirtió en una crisálida, una mañana de cielo raso, mi rabia solo fue superada por mi sorpresa. Por aquel entonces gran parte de nuestras hermanas ya habían perecido en el intento de la vida, bien a manos de un inconsciente y desesperado depredador, bien por ser incapaces de respirar el cenizo humo que a veces nos llegaba desde las plantaciones de palma; o, simplemente, no estaban hechas para aguantar esta vaga vida de oruga; sea como fuere, ya nos habíamos adueñado totalmente de la enredadera en la que habíamos nacido, y cada una se encontraba en el sitio que más le apetecía estar. Cuando nos llegó la noticia de que la primera crisálida había aparecido, la noticia de que una de nosotras, la primera, ya había entrado en el proceso de maduración, todas corrimos -o nos arrastramos más bien- para ver el inesperado (entre comillas), “inesperado” acontecimiento. No tenía nada de espectacular, pero a todas nos fascinó ver aquello en lo que nos íbamos a convertir. Cogida con extremo cuidado por un pequeño apéndice de piel seca, como una campana de cristal, la crisálida quedaba suspendida en el aire, sujeta a uno de los tallos más maduros de la planta. Parecía delicada y consistente a la vez, y no decía ni hacía nada. Ninguna de nosotras sabía quien había sido la afortunada primeriza, ni en que momento había ocurrido tal milagro de la vida, seguramente durante la noche, porque nadie lo vio, y cuando se dio la noticia la crisálida ya estaba formada. ¡Qué rabia! Siempre creí que sería yo la primera en convertirse en crisálida, pues siempre se recuerda más a la primera persona que hace algo, y ese podría haber sido el motivo por el que fuera recordada, reconocida, por ser la primera oruga en entrar en el proceso de ser mariposa, al menos era un buen punto de partida. Pero bueno, pronto se me pasó el enfado, pues ser la primera no significa que tengas que ser la mejor, y aquella crisálida ni tenía nada de peculiar ni de espectacular. Dejad que aquella semi-desconocida se incube en su caparazón de cristal. Dejad que disfrute de sus escasos cinco minutos de fama, que cuando yo me convierta en mariposa, eso sí que será un espectáculo grandioso, mucho mayor que todo este circo improvisado.
            Yo seguía con lo mío. Me hartaba hasta cansarme (que tampoco tardaba mucho) de las hojas de aquella enredadera venenosa para que el día de mañana mi cuerpo estuviera bien grande y hermoso, bien formado y con todo lo necesario para convertirme en la mariposa más espectacular del lugar, ¡qué digo del lugar! ¡Del mundo entero! ¡De todos los tiempos! Y cuando llegaban a mis oídos, -aquellos oídos que metafóricamente me habían alimentado durante la niñez, y que ahora ya ni siquiera eso sabían hacer, también porque yo estaba a otras cosas-, pues cuando a ellos llegaban rumores de que otras orugas habían comido más que yo, o que incluso habían comido de las hojas de otras plantas, algo que a mí ni por asomo se me había pasado por la cabeza, y algunos decían que era cosa buena para la formación de la crisálida, cosa que yo no creía, pensaba que aquello era un exceso. ¡Exceso! Por más que comas o pruebes otras plantas no por ello vas a ser mejor mariposa. El camino es este, lo estoy haciendo bien, ni más ni menos, en su justa medida, en la línea correcta, así es como se hace. Yo estaba perfectamente cómoda y bien en mi hoja de Aristolochi, haciendo lo que allí debía hacer, y así es como se llega a ser grande. ¿Me equivoco? No. 
            El tiempo pasaba y el sol salía y se ponía cada vez más deprisa. Yo seguía sin convertirme en aquella mariposa que quería destacar en el cielo, como lo nunca visto, y sin embargo, sí seguía siendo la simple oruga de siempre, la que era igual a las demás. Algo estaba fallando. Veía como otras de mis hermanas crisalidaban y yo no; y si entonces no fui la primera, tampoco fui la segunda, ni la tercera, que ya de la cuarta nadie se acuerda porque las tres anteriores han sentado precedente. Algunas de aquellas, incluso yo he de reconocer, que se convirtieron en grandes y hermosas mariposas de colores vivos y puros, aunque en su momento no quise reconocerlo. Otras eran simples mariposas, corrientes y normales, a las que apenas prestaba atención. También vi morir a otras de mis hermanas orugas, lo que en su momento no me hizo derramar ni una sola lágrima, y que sin embargo ahora recuerdo con dolor, no por no haber llorado en su momento, sino por no haber compartido más hojas verdes con ellas; pero por entonces yo no venía nada más que mi objetivo a alcanzar, y las majestuosas mariposas que cegaban mis ojos herrados. Otras compañeras sin embargo se vieron forzadas a convertirse rápidamente en mariposas, sin tener en cuenta la belleza o la grandeza que pudieran alcanzar; y no lo hicieron porque su propia naturaleza se lo dictara, sino porque existe otra naturaleza, una que primeramente domina el ambiente y que luego, irremediablemente le domina a uno. También, de ellas, enseguida dejé de saber nada. Cada vez mi mundo se convertía más en mí, mi hoja de Aristolochi Pipevine, y mi fuerte deseo de convertirme en la mariposa Reina Alexandra que jamás había visto el mundo. Eso, y nada más.
            Empecé a preocuparme. Ya la mayoría de mis hermanas se habían convertido en mariposas, solo quedaba yo; y si quedaba alguna más en mi misma situación, yo no lo sabía, de esas no tenía conocimiento… Con el tiempo me di cuenta de la gran cantidad de orugas que habían querido convertirse en las más grande mariposa de todos los tiempos, como yo, y que en su momento no lo consiguieron, y todavía hoy, algunas siguen sin conseguirlo, y otras que, por mucho que se empeñen, ni nunca lo consiguieron, ni lo consiguen, ni lo conseguirán jamás. Pero por entonces, este en mi orugil estado de “adolescencia”, a mí las demás orugas me daban igual. A mí solo me preocupaba saber qué era lo que estaba haciendo mal, por qué no me había convertido ya en la más virtuosa de todas las mariposas, la adorada por todos, ¡Con el tiempo que había pasado! ¡Con todo lo que había hecho! ¡Cómo era posible que siguiera siendo la misma oruga que comía día tras día de la misma hoja en la que había nacido! ¡Ya debería estar surcando los aires… y no arrastrándome cual gusano! Y entonces, me pudo el exceso. Empecé a comer más de lo que podía, muchísimo más, incluso creo que alguna vez me quedé inconsciente de la cantidad de hoja que ingerí, incluso me tragué mi orgullo, me resigne de mis palabras y también comencé a comer de otras plantas, de todas las plantas que estaban a mi alcance, como habían hecho con anterioridad algunas de mis hermanas, quizás ahí estuviera la clave, quizás comiendo de todo, y mucho, pudiera por fin transformarme. ¿Cuál era la planta que albergaba tal misterio? Creo que incluso, sin darme cuenta, llegué a probar la carne humana, pero esa sí que es otra historia. Y llegados ya a este punto, en el que lo único que me faltaba era saltar hasta la luna, y comer de allí los arbustos que encontrara, pues una vez me dijeron que vacas en la luna pastaron, todo lo que hiciera era poco, o inútil, que es menos que poco. Y nada, absolutamente nada, por minúsculo que fuera, cambiaba en mí. Ya harta, lo dejé por imposible.
Un día me cansé de todo, de esa absurda obsesión por convertirme en la mariposa más hermosa. No me rendí, o sí, mírenlo como quieran, pero acepté el hecho de que nunca lo conseguiría, o sí, no lo sabía pero no podía seguir viviendo de esa manera, anhelando todo el rato algo que nunca llegaba, viviendo con un gusano en el estómago que me iba comiendo poco a poco. Aquello no era vida. ¿Dejé de luchar? Quizás algunos lo vean así, aunque las luchas siempre se llevan por dentro, están ahí, aunque no las veamos, aunque ya las hallamos aceptado. Y es que, si no llego a deshacerme de este ímpetu forzoso, inalcanzable e inconcluso, nunca hubiera disfrutado tanto como disfruté de todo lo que me rodeaba: del sabroso jugo de aquella planta que pocos animales pueden decir que han probado y hayan salido con vida; de los lejanos amaneceres en el mar que de vez en cuando las hojas de palma dejaban vislumbrar, o de los infortunios y aventuras de sobrevivir a una lluvia de ceniza gris; o de la exquisita cascada que caía de la roca en la que se enganchaba nuestra enredadera venenosa, que nos salpicaba y formaba un pequeño lago en el suelo, para luego alejarse en forma de riachuelo de agua cristalina (nada de esto lo mencioné antes, pero supongo que el lugar era mucho más bucólico de lo que en un principio pensé). Mi mundo seguía siendo yo, y mi hoja de Aristolochi Pipevine, pero al desaparece en mí ese obsesivo anhelo, mi mundo de repente se hizo mucho más grande. Sí, las gráciles mariposas Reina Alexandra macho seguían ahí, y seguían fascinándome, y de vez en cuando volvía a mí el recuerdo de un deseo tan deseado… pero por primera vez podía disfrutar en toda su plenitud del vuelo de aquellas maravillosos criaturas, pues por primera vez era consciente de lo que era, y era maravilloso; era una oruga, ni más ni menos, ni más ni menos que una mariposa, simplemente una oruga, y repito, era maravilloso. También seguí comiendo de las hojas de otras plantas, ahora de verdad las degustaba, las comía por puro placer, o quizás también por necesidad, pero con ningún otro propósito superior que no fuera disfrutar o alimentarme. Como he dicho, poco a poco lo de ser mariposa se me fue olvidando, y me rendí al gozo de los rayos del sol sobre mi esponjosa piel, cálidos, reconfortantes, sin ataduras, sin presiones ni agobios, con el único fin de ser una oruga, una oruga feliz, y quizás por eso es que dicen que fui la oruga que no quiso ser mariposa; no sé. Pero lo que sí es cierto, es que fueron grandes días, grandes momentos, y así como los días en lo que fui huevo no los recuerdo, estos días de oruga completa, los puedo rememorar con una sincera sonrisa de orgullo; y entonces un día…
Sin darme cuenta, casi sin recordar que en cualquier momento podía ocurrir, me vi suspendida boca abajo, colgando del tallo fino de una hojita; mi acolchada piel se cuarteó y se desprendió de mí, apareciendo un cuerpo gordito, sabroso y verde. Por fin me estaba convirtiendo en una mariposa, y si todo salía bien, lo conseguiría. ¿Aquello era el resultado de mi cambio, de mi nueva disposición despreocupada ante la vida? Supongo que en parte, pues no puedo afirmar con precisión cual de todas las cosas me llevó a la maduración. Tanto tiempo anhelando, tanto tiempo apretando mi cuerpo forzándolo a ser algo que no era, que finalmente, lo conseguí cuando menos me lo esperaba. Mientras estaba resguardada en mi crisálida pensé qué, y sigo suponiendo, que en verdad nunca había llegado a olvidar del todo mi objetivo, como ya dije: las luchas se llevan por dentro; pero había conseguido que mi desesperado anhelo no me dominara, y eso fue lo que me dio alas. No os mentiré diciendo que la ocasión ni me sorprendió ni me emociono, pues dentro de mi caparazón, un gusanillo, pero de otro tipo, este más amable, me hacía cosquillas en el estomago con ilusión infantil, preguntándose: ¿y si de verdad me convierto en la mariposa más espectacular de todos los tiempos?
No os daré más rodeo y os diré que por fin llegó el día, aunque el día no fue solo uno, sino varios, pues una no se convierte de oruga a mariposa de la noche a la mañana. No sabría deciros con exactitud en que momento mi cuerpo estuvo preparado para convertirse en crisálida, así como tampoco puedo deciros en que momento me vi a mi misma y me reconocí como mariposa. Lo que sí puedo deciros es que pasó, y aquí me tenéis, una estupenda y maravillosa mariposa que revolotea por las copas de los árboles. Ya lejos ha quedado mi querida enredadera venenosa, que de vez en cuando visito para ver cómo le va a las siguientes generaciones, y quizás así como yo me prendí en su momento, quizás ahora ellas se prendan de mi vuelo; aunque, no soy la más espectacular de la zona ni la más admirada de todos los tiempos; soy como todas las demás, hermosa, con sus colores negro y verde esmeralda, con el elegante aleteo propio de nuestra especia. Mediocre, podrían llegar a pensar algunos que soy, una más entre las cientos de mariposas que vuelan a mi alrededor. Qué piensen lo que quieran, yo puedo decir que he llegado a ser mariposa, y eso ya es más de lo que algunas de mis más de cien hermanas –diez arriba diez abajo- podrán decir jamás. 

XVIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2013

"CON LOS OJOS DEL ALMA"

 ÁNGELES-REYES GONZÁLEZ GARCÍA: AUTOR LOCAL



Ángeles-Reyes González García, nació en Madrid pero es Guardamarenca de adopción. Estudió Geografía e Historia, Psicología y Arte en la UNED. Se ha dedicado a la pintura profesional, exponiendo sus obras en salas reconocidas de Cáceres, Toledo, Alicante y Madrid.
    Intenta dotar sus creaciones de cuerpo y espíritu, a la vez que de sentimiento y forma, expresándolos con sencillez y naturalidad.
   Fue  la ganadora del XVII Concurso de narrativa corta “Real Villa de Guardamar del Segura, 2012”, también en la modalidad de AUTOR LOCAL.


           La enfermera entró en la habitación termómetro en mano. Aún no había amanecido y allí estaba ella, arrastrando los zuecos y haciendo con sus movimientos lascivos, recrujir el almidón de su uniforme. O eso era lo que les pasaba cada día por la cabeza en cuanto se abría la puerta y la sentían entrar. Los que ocupaban las dos únicas camas estaban despiertos. Siempre lo estaban. Uno, porque tenía insomnio y el otro, porque decía que tenía el sueño cambiado. El caso es que siempre los pillaba con los ojos como platos. Como un par de búhos.
   Habían ingresado el mismo día, hacía dos semanas, solo con unos minutos de diferencia. Uno, era un hombre de mediana edad que tenía un politraumatismo con varias fracturas  en las costillas y los miembros inferiores hechos picadillo. El otro, era un anciano con la muñeca vendada y enchufado al oxigeno. Al primero, le colocaron en la cama interior y al segundo, pegado a la ventana.
        Las primeras noches que pasaron juntos fueron tranquilas. El del politraumatismo estaba sedado y el anciano, el pobre, enganchado al gas, se entretenía sumido en sus pensamientos. Pero la paz y la tranquilidad de aquél cuarto terminó en cuanto dejaron de meterle en vena al politraumatizado los medicamentos que le dejaban hasta ese momento en el limbo. Su despertar, en un principio sereno, se tornó en un auténtico griterío, en un lamento. Los dolores en sus miembros inferiores eran lacerantes y no tuvieron más remedio que volver al tratamiento anterior. Su familia le visitaba todos los días, por la tarde. Una mujer entraba, a eso de las cinco y se sentaba junto a su cama. Le acariciaba la cara y le cogía la mano apretándola con amor. Él se despertaba un momento, sonreía y volvía a dormir. Entonces, ella, le besaba en la frente y se despedía. El anciano de la otra cama siempre le decía: adiós. Minutos más tarde, entraba Marisa, la enfermera de la tarde con el dichoso termómetro pero también con una misión: incorporar hasta dejar sentado en la cama al anciano. No era un capricho, ni él lo pedía. La causa era más bien médica. Sus pulmones debían drenar y la mejor posición para ello era colocarle en ángulo de noventa grados. Le ayudaba a limpiar de forma rápida sus bronquios atascados y a descansar de la mascarilla del oxígeno. Entonces, el anciano, solía canturrear una melodía que en otro tiempo se parecería a un bolero. Algunas notas desafinadas eran la ocasión para repetir la cancioncilla una y otra vez. Y así pasaban los días…
         El del politraumatismo mejoraba poquito a poco, a su ritmo. Había pasado de estar en el limbo al atontamiento controlado. Cuando tenía sus momentos de claridad mental, conversaba con su compañero de cuarto.
        -Lo que son las cosas…-decía desde su cama tieso como un garrote-con lo activo que yo soy, que no me puedo estar quieto, y mire, ¡mire cómo me he quedado!.
       -Tranquilo hombre, que pronto va a estar en forma para seguir dando lata, en su casa quiero decir -le contestaba el anciano.
      -¿Cómo dando la lata?
      -Es una forma de hablar, no se enfade por dios.-es ese momento entra en la habitación la mujer que le visitaba todas las tardes- ¡Mire, mire, tiene visita!
      La mujer le saludaba efusivamente, le contaba los percances del día, incluso las conversaciones telefónicas con sus familiares y amigos. Le daba ánimos, le acariciaba la cabeza y se marchaba por donde había venido y todo en un tiempo record. Al politraumatizado ni le dejaba abrir la boca, pero se sentía mejor cada vez que venía.
       -¿Es su mujer?-preguntó el anciano.
       -Llevamos veinte años casados y como ha podido comprobar, ella se lo guisa y ella se lo come-dijo con sorna-una cotorra más nerviosa que un tití.
      -¿Está comparando a su mujer con un mono?
      -No lo tome al pie de la letra, me ha entendido perfectamente.-terminó muy serio.
     -Claro…
     La enfermera de las cinco entra rapidito para levantar al anciano.
    -Vamos, don Julián, su horita de recreo.- dijo mientras destapaba la sábana y le ayudaba a incorporarse- Hoy hace un buen día para salir a pasear, a ver si nos ponemos bueno y nos da un poquito el aire.
    -Hija, qué más quisiera… Si por mí fuera, estaría disfrutando sentadito en un banco al sol.
    -¡Qué suerte tiene!-dijo el otro cuando salió la enfermera.
    -¿Suerte?
    -Por lo menos a usted le levantan y encima tiene la cama que está cerca de la ventana.-continuó dando un suspiro- Puede ver el mundo exterior, no como yo, aquí, tirao, tieso. Solo puedo mover la cabeza, como un teleñeco.
     Poco a poco, las horas que pasaban charlando aumentaban.
      -Pues como le dije, don Julián, me casé con la moza más guapa del pueblo-le contaba un día-era hija del maestro, con un montón de pretendientes, pero mira, se casó conmigo. Yo por entonces era maestro albañil y ahora soy constructor. ¿Cómo lo ve?
      -Uy, yo muy bien.... Mi matrimonio fue distinto, hijo. A mí, me casaron.
     -¿No es usted cristiano?
    -Jajajaja-rió el anciano con ganas- ¡si hombre, si!, lo que quiero decir es que me casaron por poderes.
    -Sin conocer a la novia.-Dijo el otro.
    -Exacto.
    -O sea, que le podía tocar una venus o un morlaco…
    -Más o menos, aunque yo ya tenía referencias.
       -En el siglo dieciséis los reyes se casaban más o menos así, se mandaban retratos pintados para conocerse antes del enlace. ¿Usted cuántos años tiene?-preguntó el del politraumatismo aguantándose la risa.
     -Ciento cinco, menos veinte, más nueve. ¡Hala, un ejercicio mental!-aguantándose la risa ahora él.
      Todas las tardes, cuando le sentaban en la cama, el anciano describía lo que podía ver desde su atalaya. Un parque muy hermoso, plagado de árboles con sus ramas rebosantes de hojas de todas las tonalidades verdosas, un lago con su agua cristalina y una pequeña cascada, un puente de madera lo cruza y muchos patos y cisnes juegan a perseguirse en la superficie. Los niños, dan rienda suelta a su vitalidad en un corralito de tierra con juegos infantiles y sus madres los vigilan sentadas en bancos a su alrededor. Las parejas pasean entre las flores,  unas cogidas de la mano, otras abrazadas… Algunos llevan ropa de deporte, van corriendo. Allí, a lo lejos, se ve en el horizonte la ciudad, con sus moles de ladrillo. El cielo despejado hace que los rayos de luz penetren a través de los árboles del parque y bañen con su calor a todo aquel que se deje tocar. Un batiburrillo de pájaros cantores se persiguen por entre las ramas jugando al escondite. Incluso las ardillas suben y bajan de los troncos para coger cualquier cosa comestible.
Mientras el anciano describe, el politraumatizado cierra los ojos e imagina la idílica escena. Se ve a él mismo paseando del brazo de su mujer, cruzando el puente del lago, mientras los niños dan de comer a los patos. Abrazándola y besándola, como cuando eran novios, de forma furtiva. Se recrea en sus pensamientos y sonríe. Es feliz.  Ahora, se imagina sentado en un banco mirando a sus hijos pequeños jugando en la arena. Comprando un helado, un Frigodedo, ese que tanto le gustaba a Juanito, su niño del alma. Su mujer sentada a su lado, le guiña un ojo y le saca la lengua. ¡Cuánto le gusta ese gesto! En el césped hicieron un picnic. Una cesta enorme de mimbre transportaba todo lo necesario, el mantel, los platos de plástico, las bebidas, las viandas…sobre la acolchada yerba desplegaron una manta de cuadritos escoceses que les protegería de las hormigas. Mmm, ese bocata de tortilla de patatas… Sí, todo era idílico hasta que entraron a la habitación a recoger los termómetros.
       -A ver, mozos, veamos la temperatura- dijo la pizpireta enfermera mientras miraba al trasluz y apuntaba en la hoja de control-todo muy bien. ¿Don Julián, le tumbo ya?
     -Si hija, que estoy un poco cansado-contestó el anciano mientras se dejaba hacer.
         En las noches, en esa habitación se descansaba poco. Uno, porque tenía insomnio y el otro, porque decía que tenía el sueño cambiado. En esas noches de vigilia, los dos hombres se contaban sus experiencias de juventud, sus novatadas en la mili, hablaban de sus hijos, de sus familias, de sus trabajos…  El anciano, escuchaba las historias del politraumatizado con atención, con cariño, con los ojos cerrados y asintiendo, oyendo las alegrías o las cuitas de un hijo. El otro, atendía con verdadero fervor cuando el anciano compartía sus batallitas, comprendía que  el hombre le sacaba medio siglo, que iba varias generaciones por delante, que era sabio en muchas cosas y él en esos momentos no tenía nada mejor que hacer. Además, se dio cuenta, que esperaba ansioso día a día el momento mágico en que el hombre de la ventana le describía lo que pasaba al otro lado.
        Una tarde calurosa y ardiente, el sol entraba por la ventana inundando la cama y al anciano sentado en ella.
      -¿No suda, don Julián?-dijo el hombre de la cama en la pared.
     -Me sienta bien el sol, hijo. Hace tanto que no me da de pleno que no siento calor sino placer-contestó mientras se rascaba la pierna-¡mira, un desfile!
  -¿En el parque?
  -Una banda de música está tocando frente al lago.-dijo emocionado- Van vestidos de azul oscuro, el pantalón tiene una raya vertical de color amarillo que va de la cadera al pie, en el lateral, llevan gorras de plato con una cinta roja, como las que llevaba yo en la mili y van en fila de a cuatro. Cinco filas por cuatro hombres, veinte tíos tocando y me parece que es un pasodoble, porque la gente apelotonada a su alrededor se han arrancado a bailar.
       -¡Qué envidia le tengo don Julián!, cómo me gustaría poder asomarme aunque solo sea un ratito. Yo siempre aquí, tieso, con picores, sudando como un gorrino.-Se quejó amargamente el politraumatizado.
      -Hijo, no te impacientes, todo a su tiempo.
      El anciano contaba y el otro podía ver con los ojos de la mente.
     Una mañana la enfermera entró termómetro en mano.
     -Vamos, vamos… ¿Qué pasa don Julián, hoy está dormido?-se acercó a su cama y movió con ternura al abuelo.
     Pero en la cama se encontraba el cuerpo sin vida del anciano. Murió plácidamente, serenamente, mientras dormía.
          Cuando el politraumatizado se enteró que pronto vendría un compañero a su cuarto a ocupar la cama del anciano, rápidamente pidió que le cambiaran a la cama de la ventana. Tal vez pudieran incorporarle un poquito y con suerte vería algo del mundo exterior. La enfermera le cambió encantada, se aseguró que estuviese cómodo y siguió con su ronda.
        Lentamente, con dificultad, el hombre se irguió sobre un codo y lanzó su primera mirada buscando los árboles del parque. Estaba emocionado. Por fin tendría la alegría de verlo él mismo. No veía nada. Tenía que levantarse más y él solo no podía.
      -¡Hombre mujer, por fin has llegado!-recibió con felicidad la visita de todos los días.-Ayúdame a incorporarme un poco para ver el parque de ahí abajo, por favor.
        Con mucho esfuerzo y dolor consiguió incorporarse hasta quedar casi sentado.  Miró con emoción traspasando con su mirada los cristales de la ventana y se encontró con un aparcamiento repleto de coches. Ni rastro de parque, ni lago, ni niños jugando, ni pajarillos, ni ardillas… nada de nada.
       -Pero, ¿esto qué es?-gritó- ¡No es posible!-siguió pensando que estaba alucinando.
       La mujer pensando que algo no iba bien, le ayudó a acostarse y llamó a la enfermera.
      El politraumatizado les relató a las dos mujeres las cosas maravillosas que el anciano muerto le contaba mientras estaba sentado en su cama. Se lo describió con todo lujo de detalles, tal y como él lo hubo contado.
      -¿Qué pudo llevar a don Julián a inventar de esa forma?-dijo pesaroso.
      -Don Julián era ciego, tal vez lo único que le motivó fue animarle a usted…

                                       Ángeles-Reyes González García.