miércoles, 24 de septiembre de 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”
MODALIDAD 2


                                            AUTOR LOCAL
GANADOR: JOSÉ VIUDES AMORÓS


José Viudes Amorós nace en Guardamar en 1953. En 1971 ingresó en la Escuela Profesional Naútico Pesquera, donde obtiene el título de Mecánico Naval de 2ª y de 1ª. Desde 1976 trabaja en Johnson Control como técnico de laboratorio eléctrico. Su interés por el estudio le lleva a ingresar en la UNED a través de las pruebas para mayores de 25 años, donde ha obtenido la licenciatura en Historia.

Desde el año 2007 y hasta la actualidad compagina su actividad profesional con la de Juez de Paz de nuestra localidad.

Su interés por la historia le ha llevado a publicar varios artículos de investigación e interés histórico en revistas locales tales como:

 * Baluard que es la revista del Institut d’Estudis Guardamarencs;

 * en la revista Couché,

 * así como en la Revista de Moros y Cristianos.

Sus publicaciones se pueden seguir en su blog personal joseviudesamoros.blogspot.com


El Elegido

Las primeras luces del día se abrían camino entre las angostos picos de las montañas pirenaicas del País d’Oc. Los pájaros redoblaban sus cantos anunciando la pronta venida de la primavera.

La guarnición de la pequeña fortaleza de Montsegur estaba exhausta y hambrienta, después de nueve meses de asedio por las tropas de Simón de Roquefort, comandante de la Santa Cruzada promulgada por el Papa Inocencio III a principio del siglo XIII contra la herejía Cátara.

En Montsegur se habían refugiado los últimos Cátaros, un movimiento religioso que discrepaba de los métodos de la Iglesia Católica, dada a los ritos fastuosos y al exhibicionismo de las riquezas terrenales. <<El Papa Inocencio III era conde. Fue nombrado por su tío, el Papa Clemente III, Cardenal a los 28 años y proclamado Papa por la Curia Romana a los 37 años de edad >>

Ante los abusos de las clases dirigentes de la nobleza y el clero -muy dados a los placeres terrenales- los Cátaros promulgaban una vida más espiritual y sencilla predicando que el cuerpo físico de las personas era una creación dominada por el diablo. Por lo tanto, Cristo debió de tener un cuerpo etéreo, no material. No aceptaban que Jesús hubiera nacido para perdonar el pecado original de Adán y Eva, sino para enseñar a los humanos a abandonar su entidad terrenal y alcanzar la dimensión angelical. Para los Cátaros, el cuerpo era una carga que no les permitía llegar a la divinidad; para conseguirla debían pasar por varias fases e, incluso, reencarnarse; los que llegaban a la última fase de este proceso se les denominaba Perfectos -llevaban una vida ascética fuera de los placeres terrenales-, y se les consideraba herederos de los apóstoles, con la facultad de anular los pecados.

En la noche del 15 de marzo de 1244, el Perfecto de la Congregación de Montsegur hizo llamar a su celda a un joven novicio –Andreu de Alulayés i Liyó- hijo del señor feudal de un pequeño valle de los Pirineos meridionales.

Andreu de Alulayés i Liyó quedó sorprendido cuando el bonachón de Bernard le comunicó el deseo del Perfecto.

–¿Qué querrá el viejo a estas horas?- le preguntó a Bernard.

-¡No sé! Pero algo muy importante debe ser si quiere hablar contigo, cuando los cruzados están a punto de entrar en la fortaleza, –le respondió.

El muchacho tomó la lámpara de aceite y se dirigió a la sala superior de la torre del Homenaje, donde estaba situada la celda del Perfecto, Guillés de Albí.

La noche era muy oscura y soplaba una ligera brisa que hacía temblar la diminuta llama de la lámpara, al pasar por delante de las estrechas troneras de la torre. Después de avanzar por un oscuro pasillo, llegó ante la puerta del aposento del Perfecto y tocó suavemente con sus nudillos la rugosa madera.

-Pasad, hijo mío-. Sonó una débil pero férrea voz.

El muchacho empujó la pesada y quejosa puerta que emitió un lastimero sonido, y entró en el aposento. Al fondo, entre sombras, vislumbró a un anciano vestido con un hábito blanco, irradiaba una especie de luz en toda su silueta. Su rostro tenía una tonalidad rojiza como si emanara calor del interior de la piel.

Al ver al novicio intentó dibujar una sonrisa, pero le salió una mueca de amargura y tristeza. La estancia carecía de muebles, sólo tenía una pequeña mesa que servía de escritorio, una silla y una esterilla en el suelo que usaba como cama; la ropa colgaba de una cuerda situada en un ángulo del rincón de la habitación; de la pared, donde estaba ubicada la austera cama, pendía la cruz de los Cátaros presidiendo la pequeña sala.

¡Hijo! -le dijo el Maestro- comprendo tu extrañeza al requerir tu presencia ante mí a esta hora tan intempestiva y más, si cabe, por la situación tan crítica que estamos atravesando. Tengo que comunicarte un secreto de suma importancia, secreto que si cayera en manos impías cambiaría el destino del mundo, pero -¡Siéntate!, le dijo, ofreciéndole la única silla de la estancia. Él permaneció erguido en el centro de la habitación levantando ligeramente la cabeza, como si intentara buscar la inspiración Divina para iniciar el relato:

-Tendrás referencias, por las murmuraciones de otros novicios, que los Perfectos poseemos un gran Tesoro, tesoro que transmitimos de generación en generación. He de confesarte que no están muy alejados de la verdad, pero ese Tesoro no es terrenal sino espiritual, es un legado que nos viene dado desde el momento mismo de la muerte de nuestro Señor Jesús. Como sabes, -prosiguió- hoy puede ser el último día para todos “nosotros”. Los hombres del Papa de Roma nos van a exigir que renunciemos a nuestra creencia, ¡cosa que no vamos a cumplir!; en consecuencia nuestros enemigos nos van a mandar a la hoguera para “limpiar nuestros pecados”. -¡Tú bien sabes que los pecadores son ellos!-

El Perfecto continuó exponiendo los motivos de su llamada.

-Después de deliberar con los otros miembros del Consejo de ancianos, hemos decidido poner a salvo el Tesoro de los Cátaros y por tus cualidades eres el “Elegido”. Debes guardar y transmitir nuestro legado hasta que el Verbo vuelva a renacer, que, según la profecía, será dentro de 777 años.

Al oír las palabras del viejo Perfecto, Andreu se quedó extasiado, a punto de desmayarse; las piernas le temblaban y le costaba emitir palabra. Cuando se recuperó de la sorpresa inicial, dijo:

-Pero señor, ¿por qué yo?, solamente soy un joven novicio y no sé si podré llevar a cabo tan trascendental misión; además ¿cómo podré salir si estamos sitiados?

El Perfecto le respondió -No te preocupes por eso, todo está planeado. Esta misma noche burlarás el cerco de nuestros enemigos; te deslizarás con ayuda de unas cuerdas por la muralla que está situada en el Barranco del Diablo, que es la zona mas inaccesible y menos vigilada por lo abrupto del terreno. Una vez en el fondo del barranco, un acólito nuestro, infiltrado entre los sitiadores, te prestará toda la ayuda necesaria, proporcionándote un caballo con el que podrás llegar hasta las posesiones de tu padre. Bien; no perdamos más tiempo. ¡Acompáñame!

El anciano cogió una lámpara de aceite con dos mechas y las encendió acercándolas a la que había en el aposento; abrió la vetusta puerta y se dirigió sigilosamente hacia la escalera de la torre. Andreu le seguía a pocos pasos, aún estaba inmerso en su confusión. Delante de él, el Perfecto parecía una aparición divina; no andaba, se deslizaba; y en vez de pasos oía el susurro de las caricias de la tela del hábito. Bajaron hasta la estancia principal; la cruzaron dirigiéndose hasta una enorme chimenea que servía para calentar la sala en las frías noches de invierno -aún despedía un ligero calor, a pesar de que las brasas llevaban varias horas apagadas-.

El anciano deslizó con la mano una figurilla que adornaba uno de los extremos de la chimenea y la pared de su fondo se desplazó hacia un lado, dejando al descubierto una nueva escalinata que se adentraba en las profundidades de la roca.

El corazón de Andreu parecía salirse de su cuerpo, la emoción aumentaba en cada nuevo acontecimiento. Bajaron la estrecha escalinata topándose con una especie de Cripta semejante a las catacumbas de los primeros cristianos. Enfrente, había una pequeña hornacina adornada con signos que Andreu, en su ignorancia, no podía descifrar. El asceta abrió la puerta de la hornacina y sacó un pequeño cofre de plomo, se giró y le dijo a Andreu: -¡He aquí nuestro tesoro!

Andreu no podía apartar los ojos del cofrecito y pudo observar que tenía grabados una serie de dibujos, entre ellos: un pez, un Pantocrátor, una cruz Cátara, un pavo real, etc. También pudo comprobar que la tapa estaba sellada con fuego y, ensimismado en sus pensamientos, oyó la voz del anciano que le hizo volver a la realidad.

-¿Verdad que te estás preguntando por el contenido del cofre?.

-¡Sí Maestro! –le respondió.

-Bien; presta atención. Lo que te voy a decir es un secreto muy bien guardado durante siglos, solamente lo saben los Perfectos del Sumo Consejo y, después de esta noche únicamente lo sabrás tú. Hemos decidido abandonar nuestros cuerpos pecadores y unirnos a la Luz Eterna, una vez que hayas cruzado las líneas enemigas.

El Perfecto se sentó en una bancada excavada en la roca de la cripta, Andreu hizo lo mismo a su lado. El monje continuó con su relato.

-Todo empezó cuando Jesús murió en la Cruz (…), José de Arimatea le pidió permiso a Pilatos para descolgar el cuerpo de la misma. Ayudado por Nicodemo lo bajaron y envolvieron en una sábana trasladándolo a un sepulcro que había en la ladera del Gólgota. Cuando se disponían a lavar y ungir con perfumes el cuerpo, percibieron como la sábana que lo envolvía olía a quemado, desprendiendo pequeños hilillos de humo como si ardiera. Levantaron la sábana y vieron el rostro de Jesús iluminado; por su boca salía una sustancia muy densa y brillante; José cogió un recipiente de cristal de perfume para ungir y, después de vaciar su contenido, lo colocó en la comisura de los labios de Jesús recogiendo todo el líquido que pudo. Después lo selló y lo guardó.

Posteriormente, se lo entregó al Apóstol Santiago; éste lo colocó en un cofre de plomo -el recipiente de cristal quemaba a quien estuviera cerca de él-. Cuando el Apóstol fue enterrado en Santiago de Compostela, se depositó el cofre con la reliquia en su sepulcro. Después de rendirle culto en la catedral durante cerca de 700 años, temiendo que los musulmanes en sus razias la encontraran, unos monjes Cistercienses, que posteriormente se convirtieron al catarismo, trasladaron el cofrecillo hasta Montsegur.

Andreu escuchó el relato del anciano con mucha atención, y cuando éste acabó preguntó con voz entrecortada: -¿Pero…, por qué no se puede abrir el cofre?

-Porque el soplo divino –le respondió el maestro- se extendería por el mundo, exterminando la especie humana sin estar preparada y sin tiempo para arrepentirse de sus pecados. Por ello no se puede abrir hasta la llegada del año 2021. En este año, según la “profecía”, el Verbo se reencarnará de nuevo dando una segunda oportunidad al género humano y, así, alcanzar la vida eterna.

Andreu, después de colocar el cofre y una bolsa de monedas de oro en un zurrón, se dispuso a partir. Subió hasta la muralla y, después de comprobar que la cuerda estaba bien afianzada, la cogió y empezó a deslizarse por su lienzo; en un par de minutos alcanzó el suelo. Agazapado, se escondió en un arbusto esperando la señal acordada. De pronto oyó un silbido que imitaba a un autillo, salió de su escondite y vio una silueta acercarse, que le preguntó:

-¿Quién eres?

-¡El Elegido! –contestó Andreu.

La silueta se hizo cada vez más nítida; Andreu pudo comprobar que era una persona muy robusta; vestía cota de malla de soldado recubierta con jubón de tela burda, su rostro estaba cubierto por una espesa barba. En su mano portaba las riendas de un negro y nervioso corcel. Se las ofreció diciendo:

-Monta a caballo, sal a galope por esta senda y no vuelvas la vista atrás.

Tras varias horas galopando, detuvo el sudoroso corcel en lo alto de una colina, giró su cabeza y oteó el horizonte en la dirección por la que había venido. Al fondo, pudo distinguir una pequeña columna de humo blanco que se confundía con las nubes; en lo más hondo de su ser sintió un gran vacío y una gran pena se apoderó de él. Ahora era la única persona que conocía el secreto de los Cátaros.
·—·—·—·—·


París amaneció con cielo plomizo la mañana del 14 de enero de 1829, este día no se diferenciaba de otras mañanas del crudo invierno parisino.

Gerald, el archivero, rebuscaba en el fondo de un cajón lleno de documentos y legajos que intentaba catalogar para exponerlos en el museo del Louvre. De pronto, un documento escrito en piel de cabra llamó su atención por el colorido y la perfección de una cruz dibujada en la cabecera. Era una carta fechada a finales del siglo XIII, escrita por el monje Albigense Michel de Segny.

Inició su lectura y quedó fascinado por el relato. En ella se narraba la historia de un joven que se escapó de la hoguera, llevándose el secreto de los Perfectos Cátaros.

Según relataba el monje, el muchacho se había mezclado con las tropas del Rey Jaime I de Aragón, acompañado de un grupo de siervos de su padre, con intención de establecerse al sur del nuevo Reino de Valencia. Tanto le fascinó la historia que, tras su lectura, decidió emprender viaje para intentar recuperar el tesoro.

Se documentó sobre la época en la que se desarrollaron los hechos. Después de la lectura de múltiples fuentes comprobó que, a los pocos días de haber entrado Andreu en el reino de Aragón, se había firmando el Tratado de Almizra, (posiblemente se dirigió hacía esta zona meridional). Además, el rey castellano había ofrecido a su suegro Jaime I repoblar la parte sur de Murcia, reino vasallo suyo, para controlar las revueltas de los musulmanes que habitaban en él.

Gerald inició el largo viaje que le llevo dos meses por caminos tortuosos y llenos de bandoleros. Por fin, después de pasar por una ciudad muy exótica repleta de huertos de palmeras semejante a un oasis del norte de África llamada Elche, se adentró en un fértil valle. Allí las aguas del río Segura transcurrían bulliciosas y trasparentes por las acequias, en busca de la tierra ansiosa y sedienta. Los caminos estaban flanqueados por desnudos árboles, en espera de la pronta venida de la primavera para vestirse de nuevo, aunque los almendros y cerezos estaban en flor. Los campesinos trabajaban la tierra desde el amanecer hasta la puesta del sol, siempre expectantes y vigilantes ante la amenaza del viejo, pero vigoroso río durante esta época del año, dónde las inundaciones eran frecuentes.

Gerald se dirigió a Orihuela, que era la capital de la Gobernación. Una vez instalado en esta ciudad episcopal, inició sus pesquisas; se dirigió a los archivos de la ciudad e inicio la lectura de varios documentos sobre el repartimiento de tierras de los colonos cristianos del siglo XIII.

Pasó varias semanas examinando los viejos legajos llenos de polvo. El tiempo trascurría sin sentir. Apasionadamente iba leyendo documento tras documento, intuyendo que la solución al enigma estaba cerca. De pronto encontró una carta de petición al Rey Alfonso X para fundar un asentamiento, cuya fecha no se podía leer bien [127?]. La carta estaba firmada por un tal Andrés de Alulayes casado con Clara de Claramunt. A Andrés le acompañaban unas 50 familias, originarias algunas de los valles pirenaicos, como las de Sempol, Vives, Claramunt etc.; otras de la zona de Lleida: Ivars, Verdú, Amorós, Puigcerver, Pons, Torre-Grossa etc.

No cabía ninguna duda, ¡había encontrado la pista que le llevaría hasta el tesoro!. Ávidamente, devoró la lectura de la carta. En sus párrafos finales, Andrés de Alulayes especificaba que el nombre de la nueva villa sería GUARDAMAR.

-¿Por qué Guardamar? –se preguntó Gerald. Tenía que haber una relación entre este nombre y la clave para descubrir el secreto de los Cátaros. Gerald comenzó a relacionar todos los elementos que poseía: Mont-segur, significaba “monte seguro”, por eso estuvo allí depositado el secreto; por lo tanto -dedujo- en el topónimo guarda-mar debía estar contenida la clave. Descompuso todas las sílabas combinándolas entre ellas, buscando un significado que le diera alguna pista. Después de varias noches en vela, agotado por el esfuerzo, entró en estado de sopor (….). Y de repente lo “vio”.

-¡Mon Dieu!-, ¡-Cómo he sido tan tonto! –exclamó. En el cuaderno donde tomaba las notas estaba la clave: GUARDA-M.A.R. - M = Mistyca; A = Ánima; R = Redemptor.

Ánima Mística del Redentor

“¡Estaba guardada allí, el soplo “Divino”, la Luz de los Cátaros.. Dios mío! –pensó-, mientras que su corazón aumentaba súbitamente de pulsaciones. A su mente le vinieron las imágenes de todos esos retratos de clérigos naturales de Guardamar, colgados en las paredes del Archivo de Orihuela. -¡Ellos eran los “Guardianes” del Secreto, los nuevos Perfectos, no cabía ninguna duda!

Era la madrugada del primer día de la primavera de 1829. Gerald no había pegado ojo en toda la noche; cuando se levantó, no serían más allá de las cuatro. En el patio, el posadero estaba preparando la pequeña y ligera tartana, que él mismo conduciría hasta su destino. La Villa de Guardamar estaba a poco más de cuatro leguas de camino. Se puso en marcha sin demora para poder llegar a misa primera.

El cielo estaba encapotado; una gran nube negra se cernía sobre la Vega; un extraño silencio dominaba el ambiente, sólo se oía los cascos del caballo golpetear en el camino. A las dos horas de camino pasó por Almoradí. La plaza estaba llena de jornaleros esperando el ansiado jornal en las plantaciones de hortalizas; las pesados carretas tiradas por bueyes avanzaban con cadencioso paso marcado por los cencerros. Los rayos de sol asomaban tímidamente entre las nubes a su paso por Rojales. Tomó el camino que bordeaba el río. Los sauces y moreras se abrían como un túnel vegetal, mientras las ranas croaban entre el fenás. El camino giró bruscamente a la derecha para tomar el viejo puente de piedra flanqueado por los Patronos de la Villa. A lo alto destacaba la enorme y erguida torre del campanario. Gerald exigió el último esfuerzo al caballo para subir la empinada cuesta. Una vez en la plaza del Arrabal, bajó de la tartana, amarró el caballo a una argolla en la pared de la muralla y cruzó la oxidada puerta de hierro. Con paso firme se dirigió a la iglesia. La misa de la mañana había finalizado y los últimos feligreses salían raudos. Se dirigió al altar mayor; allí vio una lápida en el suelo con un gran pavo real grabado, se agachó y pudo leer una inscripción en la lengua d’Oc:

Hui em xafes. Demà et xafaran a tu” “Andreu de Alulayes”.
Desplazó la pesada losa de piedra; su corazón parecía salirse del pecho. Estaba cerca de desvelar el secreto de los Cátaros; bajó siete escalones topándose con un sarcófago tallado en piedra caliza; deslizó la tapa (…), ¡allí estaba! El pequeño cofre yacía junto a los huesos de Andreu. Se puso de rodillas y, con sus manos, lo tomó delicadamente. Cuando se disponía a abrirlo, la tierra tembló; las rocas de la cripta se desprendieron sobre Gerald y, después, sólo si

XIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA "REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA ". 2014

MODALIDAD 1


GANADOR: ANTONIO MUÑOZ FRANCO

 Natural de Murcia, Antonio Muñoz Franco es Doctor en Veterianaria y Licenciado en Ciencia y  Tecnología de los Alimentos. En la actualidad trabaja en el Servicio de Gestión de Calidad de la Universidad Politécnica de Cartagena. La formación científica no está reñida, en este caso, con la afición por las letras, habiendo escrito varios relatos breves y una novela inacabada. Ha sido galardonado en varios concursos literarios, de los que vamos a destacar:

* En 2009 y 2011, premio Galileo de relatos de ciencia-ficción.

* En 2012 Premio en el Certamen literario Albaricoque de oro de Moratalla.

* En 2013 Premio en el Concurso Internacional de relatos cortos “Ciudad de Torremolinos”.

* También en 2013 Premio en el concurso de Relatos Cortos “Ateneo de Sanlúcar de Barrameda.   


 EL EXPRESO

La pasión por el ferrocarril marcó mi niñez.  Coleccionaba miniaturas de locomotoras de vapor, construía maquetas, miraba con embeleso los trenes en la estación… Pero todo cambió. Hasta el punto de aborrecer el universo que deslumbró mi infancia.
Durante año y medio, esa serpiente colosal, ruidosa y humeante que se deslizaba sobre raíles fue el purgatorio para llegar a las puertas del infierno; ese averno en el que los moradores vestían de caqui, portaban armas y eran comandados por un Belcebú déspota que gritaba y daba órdenes sin tregua. El tren expreso entre Barcelona y Cartagena era la quina de los reclutas que penábamos a seiscientos kilómetros de casa nuestras obligaciones con la patria en los años setenta, la que nos abría a la fuerza el apetito castrense necesario para soportar los avatares del cuartel. El vaivén eterno del convoy, la línea férrea infinita que partía en dos el horizonte, la vigilia en literas del tamaño de un ataúd, la compañía de desconocidos que dormían como marmotas y expedían una sinfonía de ronquidos, no eran sino rutinas que hacían perpetuo y tedioso el trayecto. Cada viaje se hacía más insoportable que el anterior, más monótono, pero aquel domingo de octubre de 1973 se antojaba diferente, me disponía a realizar el último desplazamiento a Cartagena. Si todo iba bien, me licenciaría en unas semanas y la ciudad portuaria solo sería un recuerdo asociado indefectiblemente en mi memoria con los acuartelamientos militares.
Apenas entré al coche cama, me dirigí al compartimento en el que dejaría mi impronta esa noche. No había nadie. Quizá tuviera suerte y pudiera realizar el trayecto sin padecer la compañía de cualquier zascandil. La soledad me permitió elegir litera e instalarme con cierta comodidad, recreándome en los detalles parcos del habitáculo. Mas no tardé en acostarme. Ansiaba caer en los brazos de Morfeo, que me asiera con fuerza hasta que las costillas me crujieran. Las noches de jarana de los días de permiso me derrotaron sin denuedo y tuve miedo de hibernar como un oso sin que nadie advirtiera mi presencia en el tren. Presumí una noche plácida. Solo una patulea de homínidos vociferantes, al final del pasillo, turbaba de cuando en cuando el somnífero sonido de la ruedas del tren arañando los raíles.
De súbito, me golpeé la cabeza contra la pared y escuché una cascada de ruidos. Quizá una maniobra forzada del maquinista fue la causa de que las maletas rodaran por el suelo. Me incorporé aturdido, expulsado de un sueño profundo y reparador, incapaz de destilar ideas lúcidas. Pero el movimiento del tren rápidamente me transportó a la realidad: otro pesado viaje para ponerme a las órdenes del alférez Ortega. Había perdido completamente el sentido del tiempo; no sabía si el convoy ya aguijoneaba la provincia de Murcia o si Barcelona aún quedaba a tiro de piedra. Decidí, pues, incorporarme y asomarme al pasillo del vagón. A tientas, con los pies desnudos, busqué mis zapatillas arrastrando las puntas de los dedos. Noté algo. Una sensación extraña me llevó a encender la tenue bombilla que a media luz alumbraba el habitáculo, esperando encontrar mis bártulos esparcidos por el piso, y el estupor me hizo blasfemar cuando hallé una persona tendida en el suelo. La ausencia de respuesta y la pequeña manta que la cubría me hicieron creer que dormía, de modo que guardé silencio: pensé que algún otro viajero habría entrado después de que me durmiera. Durante unos segundos, dudé entre respetar su descanso o despertarlo para que se acostara de manera ortodoxa en una litera. La curiosidad, sin embargo, me envolvió como la madeja pegajosa de un capullo de seda, y escruté la figura tumbada. Un amargo rictus se apoderó de mí; junto al cuerpo de aquel varón había un pequeño charco de sangre disimulado por la manta que lo cubría. Retiré la frazada con un movimiento seco y vi una mancha de color rojo carmesí cubriendo la sien del individuo, que yacía sobre un costado. La mezcla de torpeza y nerviosismo se resolvió con mi pijama manchado de sangre. No pude evitar que el líquido viscoso que otrora recorrió las venas de aquella persona y ahora permanecía en el suelo, inasible como mercurio derramado, me impregnara hasta convertirme en el sospechoso del devenir de aquel pobre desgraciado.
El pavor se adueñó de mí, me abrazó con fuerza. La única ocurrencia entreverada en las tinieblas del temor era la de abandonar el compartimento; un recluta involucrado en un caso de homicidio no podía sino contar el resto de sus días en la prisión militar de Carranza. Asomé la cabeza y oteé el pasillo, huérfano de pobladores. Todo el mundo debía estar durmiendo, o al menos a refugio de una noche que se había tornado tormentosa, tanto en lo meteorológico como en los acontecimientos que deparaba. La penumbra, la lluvia de fondo y la angustia delimitaban mi escenario. A través de los cristales, podía observar los relámpagos deshaciendo la oscuridad y las gotas de lluvia estrellándose contra las ventanillas, mientras el tren avanzaba ajeno a mi zozobra, raudo, como si pretendiera escapar de la tormenta cuanto antes. Asalté el pasillo con la intención de pedir ayuda o de huir; nunca lo supe con certeza. Al cabo de unos minutos de piernas trémulas, y dada mi precaria vestimenta para la evasión, decidí introducir a algún vecino en el lodazal de mi desventura.
Un viejo de aspecto ermitaño respondió a mi llamada inquietante, pero su única preocupación era que el sobresalto nocturno había tirado al suelo un caballete y otros aperos de pintura que cuajaban su cuarto. Cuando comenzó a divagar acerca de la posibilidad de que el maquinista estuviera ebrio, ahogué un improperio en mi garganta y traté de tranquilizarme, buscando un efecto balsámico en sus pequeños ojos hundidos; lo último que necesitaba en ese instante era consolar a un anciano preocupado por sus naderías. Desanduve mis pasos y volví al ambiente gélido del pasillo, aderezado por ese olor a humedad típico de las noches de tormenta. El anciano, extrañado por mi actitud, se asomó a la puerta. Un relámpago de los que resquebrajan el cielo e iluminan la noche puso al descubierto con claridad espectral su menuda arquitectura, una vetusta silueta coronada por mechones plateados que le cubrían la cerviz y profundas arrugas que surcaban su rostro.
–Te veo asustado –me dijo–. No te preocupes. Las noches de tormenta distorsionan la realidad. Cuando escampe, lo verás todo de otra manera.
El mensaje no me tranquilizó demasiado. El anciano, adornado por un aire intelectual, bohemio, parecía interesado en que me fuera cuanto antes y no lo perturbara con fruslerías. Esbozó una sonrisa y seguramente pensó que yo era un quinto borracho de los que atemperan con alcohol las horas previas a la subordinación castrense.
De nuevo acompañado por la soledad del pasillo. El bamboleo del convoy, la noche borrascosa y el miedo fermentando en mi interior como el mosto en el lagar no ayudaban a pensar con nitidez; más bien invitaban a sacar la cabeza por alguna ventanilla del vagón y esperar a que un rayo compasivo acertara en mi pescuezo. Pero no tenía el valor suficiente para ello. Caminé al menos una hora, pasillo arriba, pasillo abajo. El funesto concierto procedente del exterior sonaba en mis oídos como una marcha fúnebre, como un réquiem que se acompañaba de voces y cánticos al desfilar frente a uno de los compartimentos: deduje que algún grupo de juerguistas pasaba la velada fustigando sus cuerdas vocales. La coyuntura me roía las entrañas, y el limbo de la vacilación se hizo insufrible.
Decidí arrostrar el drama llamando al habitáculo contiguo al del anciano; pese al silencio sepulcral que propalaba, el paso del tiempo iba mutilando las alternativas. Una chica joven abrió la puerta. No dijo nada, mas el ceño fruncido y sus legañosos ojos entreabiertos evidenciaban que yo debía tener poderosas razones para estar allí, o bien atenerme a la ira que irradiaba su mirada. Me sentí atrapado como un barco entre las compuertas de una esclusa. Mis dientes rechinaban, el corazón se desbocaba y mis labios parecían lacrados por la trementina de la aflicción. Tragué saliva con el propósito de deshacer el nudo que me oprimía la garganta y supliqué auxilio, con gestos más desmedidos que los utilizados con el anciano. Mis aspavientos no modificaron el rostro hermético a las emociones de la bella joven, pero al menos suscitaron la atención de una segunda adolescente, menor que la anterior y más interesada en mi desdicha. El parecido físico conducía a una irrefutable sentencia: eran hermanas. La más aniñada de las muchachas, envuelta en un camisón que parecía el atuendo de un fantasma, exhibía un desparpajo que transmitía sosiego. Aproveché su oído caritativo para explicar los detalles de mi hallazgo, pero la mayor de las chicas, que hasta ese momento no había abierto la boca, me sorprendió con una revelación que descompuso mis anhelos y cercenó mi intervención: entre el susurro y la confesión, declaró que se habían escapado de casa, huían en el tren y no querían saber nada de nadie. La hermana menor miró atónita, sus pupilas se hicieron casi tan grandes como la del cíclope Polifemo para Ulises, y yo inferí que acababa de escuchar la milonga más grande de mi vida o que la joven del camisón no conocía las intenciones de su hermana.
Las macilentas luces del vagón contemplaban la secuencia como centinelas ebrios de soledad. La mayor de las hermanas cerró la puerta y yo me quedé otra vez a la intemperie del pasillo, a merced de los relámpagos que dibujaban quebradas cicatrices sobre las ventanas, de los hilos de agua resbalando por los cristales, del repiqueteo de la lluvia al golpear contra todo lo que se cruzaba en su itinerario. La conjugación de elementos creaba un clima sofocante y viscoso como el que proporcionan las pesadillas, y yo seguí paseando mi angustia de un lado a otro del vagón, flirteando con el desvarío, viendo desmigajarse los enjutos pilares del consuelo.
Colegí que las personas que dormitaban no me ayudarían; probablemente en esa situación yo también recibiría a un extraño con las uñas afiladas y los colmillos salivando. Así que me decanté por los jaraneros. Golpeé la puerta con los nudillos, me armé de valor y me atavié con el entusiasmo trágico de encarar mi destino sin más armadura que la disposición de comerme el mundo a dentelladas. Asomó la cabeza un hombre, y enseguida otros dos. Los visajes laxos de aquellos jóvenes me recordaron los del cuadro Los borrachos, que mi padre me llevó a ver al museo del Prado; en ese momento me percaté de la calidad pictórica de Velázquez. Las caras de despreocupación de los tres personajes eran un placebo a mi desgracia, y su actitud indolente, un analgésico para el dolor que me estrujaba el pecho. Rápidamente me invitaron a entrar sin preguntar quién era ni qué buscaba. Casi sin querer, me vi acorralado por tres individuos desconocidos en el interior de un diminuto habitáculo, ocupado además por instrumentos musicales. Me interrumpían continuamente con sus chanzas y chascarrillos, me daban a probar tragos de unos licores que olían a demonios y pretendían incorporarme a sus cánticos y balanceos armónicos. Cuando el más sereno de los tres se dio cuenta de que yo estaba realmente asustado y no era un beodo en busca de la última copa, frenó el ímpetu de sus compañeros y me pidió que tomara asiento. Patricio –así se identificó– dijo que eran músicos y acababan de terminar una pequeña gira de verbenas. Otro de los personajes, del que solo recuerdo sus largas patillas, no cesaba de interrumpir; todo lo que corría por sus venas debía ser alcohol. Las palabras ininteligibles que acertaba a pronunciar bailaban entre sus carrillos antes de ser expedidas como ecos envueltos en efluvios vaporosos de destilería. De entre los escasos mensajes descifrables que abandonaban su gaznate, nunca olvidaré su porfía en llamarme Bartolo y pedirme que tocara la guitarra.
Cuando mi pulso arterial pasó del galope al trote, alumbré la congoja que me corroía por dentro. El habitáculo se empachó de silencios. Los músicos no decían nada; se miraban con disimulo por el rabillo del ojo y exhibían una expresión entre compungida y expectante. Las interrogantes golpeaban contra los cristales como pájaros ateridos. Las respuestas se escapaban como el humo entre las manos.
El tiempo se detuvo hasta que el fulano de las patillas, haciendo jirones el remanso de mutismo, bramó una carcajada que debió despertar al anciano, a las adolescentes con ínfulas de mujeres rebeldes y a todos los moradores del vagón. Me arrastré al refugio de la duda y la desesperación, pero, lejos de encallar en la costa donde las hordas de la derrota se hacen irreductibles, exploté, gritando con vehemencia: «¡Hay un muerto en mi habitación!». No sé de dónde saqué las fuerzas para vocear de aquella manera. Quizá el estado de ansiedad, la imagen taraceada en mi mente del cuerpo exangüe, los surrealistas viajeros del tren… Daba igual. Los discípulos de Apolo compusieron el gesto y se enderezaron como ajos, como si el mismísimo alférez Ortega hubiera dado la orden. La sazón me permitió evacuar los detalles del macabro hallazgo y proveerme de una comitiva con la que reconquistar mi compartimento. El primer voluntario fue Patricio. Los camaradas lo siguieron a modo de dóciles ovejas.
Avanzamos por el pasillo desierto, unos con más dificultad que otros. Algunos ni siquiera sabían que la noche era tormentosa y miraban de soslayo las ventanas del vagón. Al llegar al epicentro de mi infortunio, me cedieron el primer lugar en la procesión; me temo que no por cortesía. Yo no podía rechazar tan amable ofrecimiento. Aunque la escolta se meciera al son del movimiento del tren y contagiara poca confianza, debía sentirme agradecido por el amparo. «Al menos, borrachos no estarán tan asustados como yo», pensé antes de asomar la cabeza a la escena del macabro suceso. Cuando por fin me atreví, quise morirme. No había nadie. No sabía si alegrarme o salir corriendo. Estaba convencido de que los músicos me estrangularían allí mismo y mi cuerpo sustituiría al del pobre infeliz que alfombró los pies de mi cama.
El de las patillas me interpeló por el finado, lanzando al aire un deje con aroma a venganza. Yo era consciente de que mi osadía, en plena noche, no quedaría en anécdota, en una broma de reclutas. Miré a los tres tipos con cara circunspecta, pidiendo clemencia con la mirada. Los músicos transmutaron el rostro bobalicón en una mueca pendenciera; me sentí como un ratoncillo bajo la zarpa de un felino. Traté de explicar lo inexplicable, apaciguar los ánimos, pero mi garganta reseca no me acompañaba, y el alcohol no otorga paciencia a sus fieles. Cuando la situación fue irremediable y me dispuse a guarecer mi anatomía de los golpes, avisté un haz de esperanza en el suelo: la sangre del cuerpo inanimado seguía allí. El descubrimiento amansó a los músicos. Aunque recelaban de mis palabras, entraron a confirmar que la mancha de color bermellón efectivamente decoraba los pies de mi cama. Exhalé un suspiro de alivio al tiempo que la tormenta se transformaba en una lluvia más liviana y los primeros rayos de sol peinaban el paisaje exterior.
Un grito en uno de los habitáculos contiguos volvió a traer la zozobra. Se trataba de un alarido femenino, apenas púber, y enseguida pensé en las jóvenes díscolas a las que rendí visita durante la noche. Antes de alcanzar su compartimento, un hombre con la cara ensangrentada salió del interior. El sujeto de las patillas le ordenó sin conturbarse que cogiera la guitarra. La ingenua y balbuceante petición iluminó mi mente del mismo modo que los rayos de luz aclaraban los rostros de los presentes, eliminando ese velo nocturno que imponen las sombras. Me apeé de una ensoñación trágica y me instalé en la realidad cristalina que convierte las pesadillas en banalidad. El individuo, aún inmerso en su descarrío nocturno, fue identificado inmediatamente: para las chicas, un borracho que se había colado en sus literas; para los músicos, el guitarrista de la banda, desaparecido casi toda la noche; y para mí, el cadáver que hallé junto a mi cama y desapareció sin dejar más rastro que la sangre. Incluso el anciano se unió al coro de noctívagos y escrutó al fulano que asaltó a sus fantasiosas nietas, que viajaban en el compartimento contiguo.
Bartolo era el cuarto músico, el más bebido de los cuatro, e iba desplomándose allí donde sus piernas y su cabeza no le permitían tenerse en pie. Durante la maniobra brusca del convoy, la que hizo que me golpeara la cabeza, el guitarrista tropezó y se desvaneció junto a mi litera. Cuando pudo incorporarse, en plena ceguera de los sentidos, acabó con sus huesos en el habitáculo de las hermanas. Los tres juerguistas a los que abordé en plena noche ya tenían suficiente con soportar su estado etílico, cualquier otro desvelo suponía un dispendio neuronal inasumible. El único que a su manera se acordó de Bartolo fue el músico de las patillas; anegado por el alcohol, me confundió con el guitarrista durante la velada.
El aparecido desfiló trastabillando entre los espectadores que aguardábamos en el pasillo, rodeado de una expectación que para sí quisiera en sus actuaciones. Su ceja aún sangraba y tenía el cuerpo magullado, aunque tuve la impresión de que los licores dispensados con generosidad surtían un efecto analgésico mayor que el de los opiáceos. A pesar del cansancio de unos y la perturbación de otros, todos concluimos el mismo desenlace; no obstante, las emociones expresadas discordaron: el viejo recriminó a los parranderos su estado y sus acciones; las chicas se sonrojaron, supongo que por mentirosas y por lo que pudo pasar en el interior su compartimento; los músicos batían sus mandíbulas provocando la ira del abuelo; y yo…, yo me fui cabizbajo a recoger mis cosas para abandonar aquel tren expreso cuanto antes, embestido por decenas de sentimientos contradictorios, con la única idea de no volver a subirme en mi vida a un convoy.
Llegué a mi destino; al encuentro con el tirano Ortega y la disciplina castrense. La experiencia de la noche anterior se ancló en mi memoria con la intención de perpetuarse. Al anochecer, de nuevo lluvioso y tormentoso a raudales, vagué de forma desmañada por el cuartel, atrayendo las miradas de curiosos reclutas. Cuando Felipe, un compañero de barracón, quiso saber si mi estado derrengado se debía a la farra del fin de semana, únicamente me vino a la cabeza la frase del abuelo: «Las noches de tormenta distorsionan la realidad. Cuando escampe, me verás de otra manera».
La pasada semana, veinte años después, quebranté mi promesa y subí de nuevo a un tren. Solo la invitación de Felipe a su boda podía arrancar un compromiso de tal calibre. Si bien el tiempo ha mitigado la desazón que me provocaba el ferrocarril, no pude evitar ver en cada cara, en cada pasajero, al abuelo, a sus nietas, a Bartolo y a todos los espectros de aquella noche tormentosa.