MODALIDAD GENERAL
MARTA CORNEJO GALLEGO
Nace en Alicante. Estudió Magisterio y con 20
años empezó a trabajar. Más tarde estudió Filología Hispánica y Filología Inglesa
y ha trabajado como maestra primero y como profesora de Enseñanza Secundaria
más tarde, en diferentes lugares de la
provincia de Alicante. En la actualidad trabaja como profesora de Lengua
Española en un Centro de Formación de
Personas Adultas de la ciudad de Alicante.
Su afición a la literatura empieza muy
pronto, con los cuentos que le contaba
su madre de pequeña en las largas siestas del verano. Como escritora se
considera una aprendiza. Ha leído y lee continuamente; para ella los libros son
una fuente inagotable de placer y de sabiduría, un refugio en el que
guarecerse y una «isla del tesoro» donde
se puede encontrar todo.
Su reconocimiento como escritora le llega
con el Primer Premio Literario para
docentes convocado por el Museo del Prado a finales de 2013. Este premio supuso
un gran estímulo y ha hecho que escriba de manera más constante, por todo ello
su intención es seguir escribiendo y sobre todo, aprendiendo.
UNA TOTILLA DE PATATA
PARA Mr. O’TOOLE
Las callejuelas tortuosas de la
medina se estrechan cada vez más. Las
paredes, encaladas de un blanco brillante, se retuercen en un laberinto
interminable. Cada vez aquel hombre gira en una esquina, su túnica, también
blanca, deja una estela que permanece un segundo ante mi vista, pero se retira
rápidamente, como la espuma de una ola que retrocede mar adentro. Yo sigo esa
estela, perdiéndome en el dédalo de callejones de una ciudad desierta. A veces
adivino la figura al doblar una esquina,
unos segundos antes de que desaparezca en el callejón siguiente; pero las más
de las veces solo aprecio una visión sin forma definida, una nube, un destello…
Píter… Píter…
Píter…
—¡Niña, qué haces, que parece que tienes
las manos de manteca!
Eso me gritó mi padre cuando una bandeja llena de vasos y tazas de café se me escurrió de las manos y se
estrelló contra el suelo, con un estrépito que hizo volverse a los cuatro
parroquianos que jugaban una partida de dominó junto a la barra.
—¡Si es que no estás en lo que tienes que
estar, Lupe! ¿No ves que no puedes pasar entre esas dos mesas? ¡Da la vuelta,
caray!
Al señor Paco, mi padre, le gustaba pensar
que gobernaba el bar La Perla como el califa de Córdoba reinaba en su territorio. Un ligero levantamiento de
ceja, un leve giro del cuello, una mirada insistente, una pequeña indicación
con la barbilla mientras secaba vasos y
tazas detrás de la barra, y todos, mi madre, Ramiro, yo, debíamos tener claro
lo que el señor Paco decretaba.
Pero, en el fondo, lo del señor Paco era
pura fachada. La que de verdad llevaba las riendas de todo, la que decidía,
ponía y quitaba era mi madre, la señora Lola; pero lo hacía de tal forma que mi
padre siempre quedaba bien. A veces lo convencía con argumentos prácticos: «¿Ves?
Ya nos ha puesto tres tomates podridos debajo de los buenos. Ya te dije que a
la Filo esta la tenía yo calada. Le compraremos la verdura a Esteban»; otras
veces le pedía confianza en su buen criterio: «Tú hazme caso, Paco, que a mí el
de los refrescos no me la da». Y mi padre se rendía a la evidencia. Mi madre
era más lista que el hambre. Y, además, cocinaba como los ángeles.
—¡Deja ya a la niña, hombre! Y tú—se
dirigió a mí—, ten la escoba y recoge
esto en menos que canta un gallo, que los ingleses están a punto de llegar—dijo
mi madre saliendo del cuartito de atrás.
Mi madre se había puesto un delantal blanco
con puntillas y parecía un monaguillo. Otro día le habría gastado la broma de
siempre: «¿Qué vas a hacer, decir misa o servir sardinas, madre?»; pero yo no
estaba para bromas. Y mi madre tampoco. Y mi padre, menos; las cuentas del
negocio no estaban muy boyantes últimamente y su humor fluctuaba entre la melancolía y el enfado.
¡Ay, los ingleses! Eso es lo que me traía a
mí a maltraer, me quitaba el sueño, me resecaba la boca y me dejaba las manos
de manteca. Bueno, los ingleses, en general, no. Era uno en concreto: Píter. Mi Píter.
Mi padre ya había dispuesto una mesa para doce en la
terraza. A los ingleses les gustaba achicharrarse al sol, porque el chamizo que
cubría las mesas de fuera era tan fino que apenas atenuaba el sol del mediodía.
Y en Almería el sol del mediodía era una cosa muy seria; vamos, tan seria que
te podía dar una insolación si te encantabas más de la cuenta. Pero ellos,
nada, «Itsokei, itsokei», le dijeron
a mi madre con su acentillo pastoso cuando vinieron la vez anterior. «Bueno, si
prefieren las mesas de fuera a las de dentro, ellos sabrán.Y, oye, si pasan más
calor, pues beben más, y eso nos viene de maravilla», dijo mi madre.
Bar La
Perlaponía en el tablón de madera que colgaba junto a la puerta. Y
debajo: «Tortilla de patatas, croquetas, gazpacho, pipirrana, papas aliñás, jibia en salsa, sardinas,
chirlas, boquerones, salmonetes, caballas. Todo fresco y casero».
Casi siempre escribía yo en el tablón. «Niña, pon lo que
tenemos hoy, tú que tienes buena letra», me decía mi padre. Pero hoy lo había
escrito Ramiro y algunas letras parecían culebrillas y se juntaban con las de
la línea de abajo, dando una aspecto bastante exótico al cartel. «Este parece
que escriba en moro», decía mi madre. Ramiro, desde luego, no estaba dotado
para la caligrafía, pero era un muchacho trabajador y servicial, y ayudaba a
mis padres en el bar cuando había más trabajo. Ramiro me ponía un poco nerviosa
porque siempre me miraba muy fijo y me hacía preguntas que no venían a cuento.
—¿Tú qué dices? ¿Qué es más grande el
águila macho o el águila hembra?
—Y yo qué sé, Ramiro.
—Nooo, dime, dime, a ver para qué vais al
instituto si nooo…
—Pueees… el águila macho.
—No señora, el águila hembra.
Y los ojillos se le reían con aquel triunfo
bajo el flequillo rebelde, porque había dejado claro que él sabía muchas cosas,
aunque no fuera al instituto como yo.
—¿Y tú qué dices, que la comadreja
come carne o come hierba?
—Déjame en paz, Ramiro, que no estoy para
comadrejas.
—No lo sabes…
Pues no, no lo sabía.
Ramiro, que tenía un par de años más que
yo, en el fondo, era un buen chico, pero a veces se ponía muy pesado y tenía el
don de sacarme de quicio. Por no hablar de la querencia obsesiva que tenía por
la fauna, heredada de un tío suyo con el
que se iba de caza a su pueblo de vez en
cuando.
A Ramiro lo había mandado mi padre a un
recado y era yo quien estaba ayudando con las mesas de fuera, mientras mi padre
trajinaba en el mostrador.
Al llegar
al espacio abierto de una pequeña plaza,
la figura se dirige a uno de los extremos en el que se abre una puerta bajo
unos soportales sombríos y desaparece tras una
cortina rayada… Yo la sigo, atravieso la plaza desierta y penetro en la
sombra de los soportales. Dudo un momento antes de precipitarme tras la cortina,
que ondea suavemente…No sé qué voy a
encontrar… Pero la atracción que ejerce en mí
la figura evanescente me obliga a entrar en la oscuridad de un pequeño
cuarto. Me detengo para que mis ojos se acostumbren a la falta de luz…
Píter… Píter…
Píter… Píter…
—¡Que le vas a desgastar el nombre, hija!
—¡Ay, Maca, es que lo tengo metido en la
cabeza y no puedo pensar en otra cosa! Tú no has visto esos ojos, Macarena. Es
que dan ganas de zambullirse en ellos y ponerse a nadar.
—Qué exagerada eres, ya será menos.
—Que sí, Maca, que yo no había visto nunca
unos ojos así, azules, pero azules como el agua, qué digo azules,
transparentes…
—Bueno, ¿y qué? Mi primo Tomás tiene los
ojos azules y no es para tanto.
—¡No vas a comparar, Macarena!
Esa era la conversación desde hacía días, cuando
Macarena y yo íbamos andando al instituto. Ella vivía dos casas más arriba y
pasaba cada día a recogerme para ir juntas a clase.
—¡Señora Lola, dígale a Lupe que baje! —gritaba
mi amiga por el hueco de la escalera cuando mi madre le abría el portal.
—Venga Lupe, que tienes a tu amiga abajo.
Y yo bajaba las escaleras desde el primer
piso, con mis libros y mis cuadernos, saltando los escalones de dos en dos,
para contarle a Maca que había soñado con Píter
otra vez.
Y así desde el día en que los ingleses
vinieron al bar de mis padres.
Estaban rodando una película, Lawrence de Arabia, en algunos lugares
de Almería y ahora el equipo se había instalado en el parque que había muy
cerca del bar. Algunos conocidos trabajaban de
extras en el rodaje. Los actores se quedaban en hoteles de la ciudad y,
de vez en cuando, se les veía en algún restaurante o en alguna cafetería
cercana al puerto.
Un día había aparecido un grupo del equipo
de rodaje en La Perla. Eran diez o doce ingleses, altos y rubios casi todos. Alguno
de ellos hablaba español y era quien hacía de traductor. Sus ropas eran
extrañas, vestían colores claros y vivos que no se veían mucho por aquí. Yo ese
día había vuelto más tarde del instituto porque nos habían castigado a Maca y a
mí a quedarnos una hora más, por no llevar el uniforme. Llegaba andando deprisa
al bar para comer allí, como todos los días, y vi que el grupo se despedía de mi madre en
la puerta. Ella sonreía y daba cabezazos, asintiendo a lo que alguno de ellos
le decía:
—Muy bien, muy bien. Cuando quieran ustedes,
señores. Gracias. Gracias. Hasta el sábado. Con dios. Con dios.
Y entonces… le vi. Me crucé con él. Pasé a
un palmo de distancia de él… Era…¡Peter
O’toole! Sí, era él, lo había visto en fotos. ¡Dios mío, yo no me había
encontrado a un hombre tan guapo en mi vida! Era altísimo y un poco desgarbado.
Estaba bronceado por el sol y caminaba
con las manos en los bolsillos de un pantalón blanco y arrugado. Llevaba una
camisa blanca también y un jersey azul claro sobre los hombros. Se dirigía a
uno de sus compañeros hablándole con una ligera sonrisa en el rostro. Un rostro
delgado, en el que, de repente, vi unos ojos que no podían ser de verdad. Eran azules, azules como el mar en
calma cuando acaba de amanecer. Azules como el cielo limpio del verano. Azules
con una luz que iluminaba el mundo.
—¡Niña! ¿Qué haces ahí como un pasmarote?
Venga a comer, que ya es tarde.
Yo no podía moverme. No podía dejar de
mirar al grupo que se alejaba, y la cabeza rubia que adivinaba entre las demás.
Fue la primera vez que vi a Peter O’toole.
Mi Píter.
La
estancia está vacía. Una pequeña puerta de madera desvencijada se abre a un
patio. La puerta entreabierta permite escuchar el relincho de un caballo. Cuando me asomo, contemplo una visión imponente: un precioso caballo negro y
brillante se encabrita montado por el hombre de la túnica. El jinete intenta
controlar a su montura, pero el caballo alza sus patas delanteras y relincha…
—¡Vamos, Lupe! ¿Qué ha pasado que vienes
tan tarde?
—Madre, ¿eran los ingleses de la película,
verdad? ¿Qué te han dicho? ¿Qué han comido? ¿Van a rodar aquí? ¿Les ha gustado
la comida? ¿Uno de ellos era Peter O’toole, verdad? ¿Van a volver?
Mi madre me miraba entre divertida y
cansada.
—Vamos, hija, ahora te cuento.
Y me contó todo. Que había venido uno de
ellos primero para encargar una mesa. Que querían comer bajo el chamizo a pesar
del calor. Que les había gustado todo mucho, menos el gazpacho, porque decían
que sabía mucho a ajo. Que le habían
pedido tortilla de patatas, pero que se había terminado. Que iban a volver
a la semana siguiente a comer.
Que eran muy amables. Que se habían entendido con uno de ellos que hablaba
español, aunque con mucho acento. Que querían comer tortilla de patatas el
próximo día…
—¡Jolín, y yo en el instituto!
—Otro día, vete con el uniforme, como te
tengo dicho, y no seas tan presumida.
—¡Pero si solo ha sido un día…! ¡Y no me lo
he puesto porque tenía una mancha en la falda!
La semana pasó en un suspiro. Cuando estaba
en clase, mi cabeza volaba al desierto, a
las calles estrechas de una medina, a unos ojos azules en un rostro
moreno, hasta que Maca me daba un codazo y volvía a aterrizar en el asiento de
mi pupitre.
—Señorita Lozano, le he preguntado qué es una bisectriz—inquiría
hoscamente don Pascual, el profesor de Matemáticas.
—Lo siento, don Pascual, no he tenido
tiempo de estudiar.
—Muy distraída está usted últimamente. Haga
el favor de aplicarse o nos veremos las caras en septiembre.
En casa me pasaba igual, no estaba en lo
que tenía que estar, como decía mi padre a cada momento: «¿Dónde tendrá la
cabeza esta chiquilla?». Pues la tenía en Píter,
¿dónde la iba a tener?
Poco
apoco el caballo va dejándose llevar y el
hombre de la túnica consigue dar unas cuantas vueltas con él por el patio. Yo
observo todo desde un rincón, medio escondida tras unos cestos. La visión del
caballo y el jinete me hipnotiza. La espada que el hombre luce en su cinto
refleja la luz de la tarde, que empieza a caer…El hombre, de pronto, dirige su
mirada hacia mí. Unos enormes ojos azules se clavan en los míos; luego aparta su
mirada para dirigirla a lo lejos, hacia las dunas que se dibujan en la distancia…
Para mí aquellos días pasaron en un estado
de ensoñación, en el que el tiempo se medía por las veces en que podía quedarme
a solas para pensar en él sin que me importunaran: Píter caminando por el parque, Píter
sonriendo, Piter vestido con una
túnica blanca, Píter montando a
caballo…Píter, Píter… Mi Píter…
Y por fin llegó el gran día, el día en que
los ingleses volvían a La Perla. Era
sábado y no tenía clase, así que estaba toda la mañana ayudando a mi madre en
la cocina y a mi padre con las mesas.
Mi madre, la señora Lola, era una gran
cocinera, sus frituras y, sobre todo, su tortilla de patatas tenían fama. Venía
gente de otros barrios, y también turistas a probar las comidas y las tapas de
mi madre.
—Niña, la tortilla de patatas ha de estar
jugosa, que tenga bastante huevo… Las patatas se fríen, pero luego se escurren
muy bien de su aceite… Hay a quien le gusta con cebolla y a quien no. Yo le
pongo un poquito de cebolla, para que dé sabor, pero sin que se note mucho…
Yo seguía las indicaciones de mi madre con
atención.
—Aunque tú vas a estudiar y no te vas a
pasar la vida en los fogones como yo, saber cocinar siempre te va a venir bien.
Cuando te cases y lleves tu casa, tendrás que cocinar y ya verás cómo te dará mucho gusto que te salgan las cosas ricas. Por
no decir que eso de que «a los hombres se les gana por el estómago» es una
verdad como una casa.
Ramiro
entró corriendo en la cocina y nos dio un susto de muerte:
—¡Ya vienen, ya vienen!
—¡Madre
del amor hermoso, no me digas que son los ingleses!—se alarmó mi madre—. ¡Corre
y dile a mi marido que los vaya sentando cuando lleguen, que yo salgo
enseguida! ¡Qué manía de comer tan temprano tiene esta gente!
A mí se me había encogido el estómago y me
había puesto de todos los colores cuando escuché a Ramiro. Me faltó tiempo para
ir a asomarme a la puerta. Sí, eran ellos. Se veía el grupo a lo lejos. Venían
paseando y charlando bajo la sombra de los ficus del parque. Pero no distinguía
a mi Píter. «Dios mío, ¿sería posible
que no viniera hoy?»
Ramiro se quedó mirándome:
—Te interesan mucho los ingleses, ¿no?
—¿A mí? Lo normal. Además, ¿a ti que más te
da?
—Bueno, me da y no me da—contesto,
enigmático como siempre—. Si los ingleses nos devuelven Gibraltar, me parecerán
bien; pero si no, pues no. ¿O es que a ti te parece bien que no nos devuelvan
el Peñón?
—¡Ay, yo que sé, Ramiro! Déjate de peñones.
—¿Tú sabías que el peñón está lleno de
monos?
—Sí, hombre, y de elefantes también.
—Que te digo yo que sí, mujer, que hay
muchos monos…
—Bueno, pues vale. Si tú lo dices…
A mí los monos me importaban muy poco, y
menos en ese momento. Así que me metí para adentro mientras mi padre salía a
recibir al grupo.
—¡Mamá, están llegando!
—Hija, tendrás que cuajar tú la tortilla,
que a mí no me da tiempo.
—¿Yoooo? Pero si lo he hecho muy pocas
veces, a ver si no me va a salir…
—¡Claro que te saldrá! Venga, manos a la
obra. Recuerda que la sartén tiene que estar bien caliente para que no se
pegue, ¿estamos?
Y salió, dejándome con la palabra en la boca,
mientras se alisaba el delantal y se colocaba el moño.
—¡Dios mío, que me salga bien!
Respiré hondo y logré que dejaran de
temblarme las piernas. Iba a hacer una tortilla para Píter, mi Píter, y tenía
que salirme requetebién, vamos, que Píter
tenía que chuparse los dedos al probarla. Venga, la sartén. Había que poner unas
gotas de aceite, esperar a que empezara a soltar algo de humo, bajar a fuego medio y echar la mezcla de los huevos
batidos con un poco de sal y las patatas bien escurridas. La mezcla no podía
pegarse a la sartén. Había que remover de vez en cuando para asegurarse. Cuando
estaba ya cuajada por una parte, venía la delicada maniobra de dar la vuelta a
la tortilla. Eso me daba un poco de respeto, pero lo había hecho otras veces y
la clave estaba en hacerlo rápido. Plas,
plas. Ya estaba. Después había que cuajar la otra parte hasta lograr un
bonito tono dorado.
—Lupe, saca la tortilla. Tu padre ya les ha
puesto unas aceitunas y unas papas con la bebida. Mientras se lo toman, yo haré el
pescado. ¡Ah!, se la pones al del fondo, a míster
Otul, creo que han dicho.
Y allí iba yo, con la tortilla de patatas en una fuente, la más bonita que
encontré en la cocina, directa hacia Peter O’toole, mi Píter.
Mister O’toole estaba en un extremo de la
mesa y sonreía con gesto tranquilo. Dijo algo que no entendí y me miró un
segundo…
—How lovely! This must be the
famous Spanish omelette they told me about.
Thankyou.
El
jinete consigue dominar por completo a su montura y, al inclinarse para acariciar
el cuello del animal, se vuelve a mirarme un instante. Sus ojos son azules, tan
claros como un cristal a través del cual se puede adivinar el cielo. Sonríe
y me hace un gesto con la mano. Después
comienza a trotar con el magnífico caballo, dando vueltas por el reducido
espacio hasta que acaba saltando una pequeña barda que circunda el patio de la
casa…
—Fabulous! Really first
class! Your omelette is exquisite. Simply
fabulous.
No
sabía qué me estaba diciendo, pero había probado la tortilla y, por su cara y
sus gestos, ¡le estaba gustando! Yo tenía la sensación de flotar y
sonreía embobada.
—Venga, ve a por más sangría que estos
están secos —me urgió mi padre.
Ramiro venía ya con la sangría en la mano y
casi choqué con él, así que me quedé junto
a la puerta, haciendo como que barría, pero sin perder de vista a Píter. Piter sonreía, Píter hablaba,
Píter escuchaba, miraba a lo lejos,
volvía a sonreír… Así toda la comida… hasta que los ingleses decidieron
marcharse, un poco achispados por la sangría.
Pagaron y dejaron una buena propina.
—Gra-si-as,
gra-si-as, una comida ec-se-lent, ma-dam—le decía el que hablaba español a
mi madre.
—Gracias a ustedes. Y ya saben, cuando
quieran volver, les atenderemos con mucho gusto. Adiós, señores, hasta cuando
ustedes quieran. Vayan ustedes con dios.
—A-di-osss, a-di-osss.
Píter
se levantó de la silla y, antes de marcharse, se giró, me buscó con la mirada y
me hizo un gesto de despedida con la mano. Yo respondí también con la mano y
con la misma cara de arrobo con la que había estado mirándole todo el tiempo.
—Bueno, ya se han ido los ingleses.—Ramiro se plantó a mi lado mientras se secaba el sudor de
la frente con un pañuelo—. Tú qué dices, ¿qué van a volver o que no?
—No sé… ojalá vuelvan…—suspiré, mientras
los veía alejarse hacia el parque.
—Mucho te interesan los ingleses a ti.
—¿A míííííí? ¡Qué vaaaa!
—Entonces no querrás una foto firmada que
me ha dado el que estaba al final de la mesa.
—¿Quiéeeen? ¿Píteeeeer?¿Píter Otuuuuul?
—Bueno… algo así creo que pone, pero con
unas letras muy raras…
—¿Y tú hablas de letras raras? ¡Venga,
enséñamela!
—Bueno, bueno, calma…
—Ramiro, por lo que más quieras, déjame ver
esa foto.
—Vale…., pero puedo hacer más.
—¿Qué?
—Dártela.
—Pues dámela.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que vengas
conmigo al cine.
Vaya, Ramirito se había destapado. ¡Me
estaba invitando al cine! No salía de mi asombro. Había que reconocer que era
lanzado, aunque me lo dijo bajito, para que mi padre no le oyera. No es que me
hiciera mucha gracia, pero ir al cine con Ramiro era una menudencia,comparado
con tener una foto de Píter.
—Tú enséñame la foto primero.
— Solo si me dices que vendrás.
—Vale, iré.
Ramiro se metió la mano en el bolsillo del
pantalón y sacó una foto algo doblada en las esquinas. Sí, era Peter O’toole.
Mi Píter.
Se la quité de un manotazo y salí
corriendo.
—¡Dime cuándo iremos al cine!—me gritó, ya
sin disimulo.
—¡Cuando pongan Lawrence de Arabia!—le respondí sin dejar de correr, mientras
sujetaba fuertemente la foto contra mi blusa.
Poco
después, el jinete se perdía en la
lejanía, como un fulgor de luz blanca, como una estrella fugaz que desaparece
en el infinito…No sé cómo ocurrió, pero un caballo blanco vino hacia mí. Con su
hermosa cabeza me hacía un gesto inconfundible, me invitaba... Lo monté y, con una gran suavidad, como si galopara sobre
las nubes, se dirigió hacia la línea
lejana del horizonte, hacia el destello que aún se adivinaba entre las luces
doradas del crepúsculo.
Theend
Marta
C. Gallego
julio 2014
Agradecimientos
Gracias, Asunción, por hacer una tortilla
de patatas para Piter O’toole en Londres, y contármelo.
Gracias, Kevin, por tus elocuentes palabras
en boca de Mr. O’toole.