lunes, 28 de septiembre de 2015

XX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2015

MODALIDAD GENERAL

MARTA CORNEJO GALLEGO



Nace en Alicante. Estudió Magisterio y con 20 años empezó a trabajar. Más tarde estudió Filología Hispánica y Filología Inglesa y ha trabajado como maestra primero y como profesora de Enseñanza Secundaria más tarde,  en diferentes lugares de la provincia de Alicante. En la actualidad trabaja como profesora de Lengua Española  en un Centro de Formación de Personas Adultas de la ciudad de Alicante.

Su afición a la literatura empieza muy pronto,  con los cuentos que le contaba su madre de pequeña en las largas siestas del verano. Como escritora se considera una aprendiza. Ha leído y lee continuamente; para ella los libros son una fuente inagotable de placer y de sabiduría, un refugio en el que guarecerse  y una «isla del tesoro» donde se puede encontrar todo.

Su reconocimiento como escritora le llega con  el Primer Premio Literario para docentes convocado por el Museo del Prado a finales de 2013. Este premio supuso un gran estímulo y ha hecho que escriba de manera más constante, por todo ello su intención es seguir escribiendo y sobre todo, aprendiendo.


UNA TOTILLA DE PATATA 

PARA Mr. O’TOOLE


Las callejuelas tortuosas de la medina se estrechan  cada vez más. Las paredes, encaladas de un blanco brillante, se retuercen en un laberinto interminable. Cada vez aquel hombre gira en una esquina, su túnica, también blanca,  deja una estela  que permanece  un segundo ante mi vista, pero se retira rápidamente, como la espuma de una ola que retrocede mar adentro. Yo sigo esa estela, perdiéndome en el dédalo de callejones de una ciudad desierta. A veces adivino la figura  al doblar una esquina, unos segundos antes de que desaparezca en el callejón siguiente; pero las más de las veces solo aprecio una visión sin forma definida, una nube, un destello…
     Píter…  Píter…  Píter…        
     —¡Niña, qué haces, que parece que tienes las manos de manteca!
     Eso me gritó  mi padre cuando una bandeja llena de vasos y  tazas de café se me escurrió de las manos y se estrelló contra el suelo, con un estrépito que hizo volverse a los cuatro parroquianos que jugaban una partida de dominó junto a la barra.
     —¡Si es que no estás en lo que tienes que estar, Lupe! ¿No ves que no puedes pasar entre esas dos mesas? ¡Da la vuelta, caray!
     Al señor Paco, mi padre, le gustaba pensar que gobernaba el bar La Perla como el califa de Córdoba reinaba  en su territorio. Un ligero levantamiento de ceja, un leve giro del cuello, una mirada insistente, una pequeña indicación con la barbilla  mientras secaba vasos y tazas detrás de la barra, y todos, mi madre, Ramiro, yo, debíamos tener claro lo que el señor Paco decretaba.
     Pero, en el fondo, lo del señor Paco era pura fachada. La que de verdad llevaba las riendas de todo, la que decidía, ponía y quitaba era mi madre, la señora Lola; pero lo hacía de tal forma que mi padre siempre quedaba bien. A veces lo convencía con argumentos prácticos: «¿Ves? Ya nos ha puesto tres tomates podridos debajo de los buenos. Ya te dije que a la Filo esta la tenía yo calada. Le compraremos la verdura a Esteban»; otras veces le pedía confianza en su buen criterio: «Tú hazme caso, Paco, que a mí el de los refrescos no me la da». Y mi padre se rendía a la evidencia. Mi madre era más lista que el hambre. Y, además, cocinaba como los ángeles.
     —¡Deja ya a la niña, hombre! Y tú—se dirigió a mí—, ten la escoba  y recoge esto en menos que canta un gallo, que los ingleses están a punto de llegar—dijo mi madre saliendo del cuartito de atrás.
     Mi madre se había puesto un delantal blanco con puntillas y parecía un monaguillo. Otro día le habría gastado la broma de siempre: «¿Qué vas a hacer, decir misa o servir sardinas, madre?»; pero yo no estaba para bromas. Y mi madre tampoco. Y mi padre, menos; las cuentas del negocio no estaban muy boyantes últimamente y su humor fluctuaba entre  la melancolía y el enfado.
     ¡Ay, los ingleses! Eso es lo que me traía a mí a maltraer, me quitaba el sueño, me resecaba la boca y me dejaba las manos de manteca. Bueno, los ingleses, en general, no. Era uno en concreto: Píter. Mi Píter.
     Mi padre  ya había dispuesto una mesa para doce en la terraza. A los ingleses les gustaba achicharrarse al sol, porque el chamizo que cubría las mesas de fuera era tan fino que apenas atenuaba el sol del mediodía. Y en Almería el sol del mediodía era una cosa muy seria; vamos, tan seria que te podía dar una insolación si te encantabas más de la cuenta. Pero ellos, nada, «Itsokei, itsokei», le dijeron a mi madre con su acentillo pastoso cuando vinieron la vez anterior. «Bueno, si prefieren las mesas de fuera a las de dentro, ellos sabrán.Y, oye, si pasan más calor, pues beben más, y eso nos viene de maravilla», dijo mi madre.
     Bar La Perlaponía en el tablón de madera que colgaba junto a la puerta. Y debajo: «Tortilla de patatas, croquetas, gazpacho, pipirrana, papas aliñás, jibia en salsa, sardinas, chirlas, boquerones, salmonetes, caballas. Todo fresco y casero».
     Casi siempre  escribía yo en el tablón. «Niña, pon lo que tenemos hoy, tú que tienes buena letra», me decía mi padre. Pero hoy lo había escrito Ramiro y algunas letras parecían culebrillas y se juntaban con las de la línea de abajo, dando una aspecto bastante exótico al cartel. «Este parece que escriba en moro», decía mi madre. Ramiro, desde luego, no estaba dotado para la caligrafía, pero era un muchacho trabajador y servicial, y ayudaba a mis padres en el bar cuando había más trabajo. Ramiro me ponía un poco nerviosa porque siempre me miraba muy fijo y me hacía preguntas que no venían a cuento.
     —¿Tú qué dices? ¿Qué es más grande el águila macho o el águila hembra?
     —Y yo qué sé, Ramiro.
     —Nooo, dime, dime, a ver para qué vais al instituto si nooo…
     —Pueees… el águila macho.
     —No señora, el águila hembra.
     Y los ojillos se le reían con aquel triunfo bajo el flequillo rebelde, porque había dejado claro que él sabía muchas cosas, aunque no fuera al instituto como yo.

     —¿Y tú qué dices, que la comadreja come carne o come hierba?

     —Déjame en paz, Ramiro, que no estoy para comadrejas.

     —No lo sabes…
     Pues no, no lo sabía.
     Ramiro, que tenía un par de años más que yo, en el fondo, era un buen chico, pero a veces se ponía muy pesado y tenía el don de sacarme de quicio. Por no hablar de la querencia obsesiva que tenía por la fauna, heredada de  un tío suyo con el que  se iba de caza a su pueblo de vez en cuando.
     A Ramiro lo había mandado mi padre a un recado y era yo quien estaba ayudando con las mesas de fuera, mientras mi padre trajinaba en el mostrador.      
     Al llegar al espacio abierto de una  pequeña plaza, la figura se dirige a uno de los extremos en el que se abre una puerta bajo unos soportales sombríos y desaparece  tras una  cortina rayada… Yo la sigo, atravieso la plaza desierta y penetro en la sombra de los soportales. Dudo un momento antes de precipitarme tras la cortina, que ondea suavemente…No sé  qué voy a encontrar… Pero la atracción que ejerce en mí  la figura evanescente me obliga a entrar en la oscuridad de un pequeño cuarto. Me detengo para que mis ojos se acostumbren a la falta de luz…
     Píter…  Píter…  Píter… Píter…        
     —¡Que le vas a desgastar el nombre, hija!
     —¡Ay, Maca, es que lo tengo metido en la cabeza y no puedo pensar en otra cosa! Tú no has visto esos ojos, Macarena. Es que dan ganas de zambullirse en ellos y ponerse a nadar.
     —Qué exagerada eres, ya será menos.
     —Que sí, Maca, que yo no había visto nunca unos ojos así, azules, pero azules como el agua, qué digo azules, transparentes…
     —Bueno, ¿y qué? Mi primo Tomás tiene los ojos azules y no es para tanto.
     —¡No vas a comparar, Macarena!
     Esa era la conversación desde hacía días, cuando Macarena y yo íbamos andando al instituto. Ella vivía dos casas más arriba y pasaba cada día a recogerme para ir juntas a clase.
     —¡Señora Lola, dígale a Lupe que baje! —gritaba mi amiga por el hueco de la escalera cuando mi madre le abría el portal.
     —Venga Lupe, que tienes a tu amiga abajo.
     Y yo bajaba las escaleras desde el primer piso, con mis libros y mis cuadernos, saltando los escalones de dos en dos, para contarle a Maca que había soñado con Píter otra vez.
     Y así desde el día en que los ingleses vinieron al bar de mis padres.
      Estaban rodando una película, Lawrence de Arabia, en algunos lugares de Almería y ahora el equipo se había instalado en el parque que había muy cerca del bar. Algunos conocidos trabajaban de  extras en el rodaje. Los actores se quedaban en hoteles de la ciudad y, de vez en cuando, se les veía en algún restaurante o en alguna cafetería cercana al puerto.
     Un día había aparecido un grupo del equipo de rodaje en La Perla. Eran diez o doce ingleses, altos y rubios casi todos. Alguno de ellos hablaba español y era quien hacía de traductor. Sus ropas eran extrañas, vestían colores claros y vivos que no se veían mucho por aquí. Yo ese día había vuelto más tarde del instituto porque nos habían castigado a Maca y a mí a quedarnos una hora más, por no llevar el uniforme. Llegaba andando deprisa al bar para comer allí, como todos los días,  y vi que el grupo se despedía de mi madre en la puerta. Ella sonreía y daba cabezazos, asintiendo a lo que alguno de ellos le decía:
     —Muy bien, muy bien. Cuando quieran ustedes, señores. Gracias. Gracias. Hasta el sábado. Con dios. Con dios.
     Y entonces… le vi. Me crucé con él. Pasé a un palmo de distancia de él…  Era…¡Peter O’toole! Sí, era él, lo había visto en fotos. ¡Dios mío, yo no me había encontrado a un hombre tan guapo en mi vida! Era altísimo y un poco desgarbado. Estaba bronceado por el  sol y caminaba con las manos en los bolsillos de un pantalón blanco y arrugado. Llevaba una camisa blanca también y un jersey azul claro sobre los hombros. Se dirigía a uno de sus compañeros hablándole con una ligera sonrisa en el rostro. Un rostro delgado, en el que, de repente, vi unos ojos que no podían ser  de verdad. Eran azules, azules como el mar en calma cuando acaba de amanecer. Azules como el cielo limpio del verano. Azules con una luz que iluminaba el mundo.
     —¡Niña! ¿Qué haces ahí como un pasmarote? Venga a comer, que ya es tarde.
     Yo no podía moverme. No podía dejar de mirar al grupo que se alejaba, y la cabeza rubia que adivinaba entre las demás.
     Fue la primera vez que vi a Peter O’toole. Mi Píter.
     La estancia está vacía. Una pequeña puerta de madera desvencijada se abre a un patio. La puerta entreabierta permite escuchar el relincho de un caballo.  Cuando me asomo, contemplo una visión  imponente: un precioso caballo negro y brillante se encabrita montado por el hombre de la túnica. El jinete intenta controlar a su montura, pero el caballo alza sus patas delanteras y relincha…
     —¡Vamos, Lupe! ¿Qué ha pasado que vienes tan tarde?
     —Madre, ¿eran los ingleses de la película, verdad? ¿Qué te han dicho? ¿Qué han comido? ¿Van a rodar aquí? ¿Les ha gustado la comida? ¿Uno de ellos era Peter O’toole, verdad? ¿Van a volver?
     Mi madre me miraba entre divertida y cansada.
     —Vamos, hija, ahora te cuento.
     Y me contó todo. Que había venido uno de ellos primero para encargar una mesa. Que querían comer bajo el chamizo a pesar del calor. Que les había gustado todo mucho, menos el gazpacho, porque decían que sabía mucho a ajo.  Que le habían pedido tortilla de patatas, pero que se había terminado. Que  iban a volver  a la semana siguiente  a comer. Que eran muy amables. Que se habían entendido con uno de ellos que hablaba español, aunque con mucho acento. Que querían comer tortilla de patatas el próximo día…
     —¡Jolín, y yo en el instituto!
     —Otro día, vete con el uniforme, como te tengo dicho, y no seas tan presumida.
     —¡Pero si solo ha sido un día…! ¡Y no me lo he puesto porque tenía una mancha en la falda!
     La semana pasó en un suspiro. Cuando estaba en clase, mi cabeza volaba al desierto, a  las calles estrechas de una medina, a unos ojos azules en un rostro moreno, hasta que Maca me daba un codazo y volvía a aterrizar en el asiento de mi pupitre.
     —Señorita Lozano,  le he preguntado qué es una bisectriz—inquiría hoscamente don Pascual, el profesor de Matemáticas.
     —Lo siento, don Pascual, no he tenido tiempo de estudiar.
     —Muy distraída está usted últimamente. Haga el favor de aplicarse o nos veremos las caras en septiembre.
     En casa me pasaba igual, no estaba en lo que tenía que estar, como decía mi padre a cada momento: «¿Dónde tendrá la cabeza esta chiquilla?». Pues la tenía en Píter, ¿dónde la iba a tener?
     Poco apoco el caballo va dejándose llevar  y el hombre de la túnica consigue dar unas cuantas vueltas con él por el patio. Yo observo todo desde un rincón, medio escondida tras unos cestos. La visión del caballo y el jinete me hipnotiza. La espada que el hombre luce en su cinto refleja la luz de la tarde, que empieza a caer…El hombre, de pronto, dirige su mirada hacia mí. Unos enormes ojos azules se clavan en los míos; luego aparta su mirada para dirigirla a lo lejos, hacia las dunas que se dibujan en la distancia…
     Para mí aquellos días pasaron en un estado de ensoñación, en el que el tiempo se medía por las veces en que podía quedarme a solas para pensar en él sin que me importunaran: Píter caminando por el parque, Píter sonriendo, Piter vestido con una túnica blanca, Píter montando a caballo…Píter, Píter… Mi Píter
     Y por fin llegó el gran día, el día en que los ingleses volvían a  La Perla. Era sábado y no tenía clase, así que estaba toda la mañana ayudando a mi madre en la cocina y a mi padre con las mesas.
     Mi madre, la señora Lola, era una gran cocinera, sus frituras y, sobre todo, su tortilla de patatas tenían fama. Venía gente de otros barrios, y también turistas a probar las comidas y las tapas de mi madre.
     —Niña, la tortilla de patatas ha de estar jugosa, que tenga bastante huevo… Las patatas se fríen, pero luego se escurren muy bien de su aceite… Hay a quien le gusta con cebolla y a quien no. Yo le pongo un poquito de cebolla, para que dé sabor, pero sin que  se note mucho…
     Yo seguía las indicaciones de mi madre con atención.
     —Aunque tú vas a estudiar y no te vas a pasar la vida en los fogones como yo, saber cocinar siempre te va a venir bien. Cuando te cases y lleves tu casa, tendrás que cocinar y ya verás cómo te dará  mucho gusto que te salgan las cosas ricas. Por no decir que eso de que «a los hombres se les gana por el estómago» es una verdad como una casa.
                 Ramiro entró corriendo en la cocina y nos dio un susto de muerte:
     —¡Ya vienen, ya vienen!
—¡Madre del amor hermoso, no me digas que son los ingleses!—se alarmó mi madre—. ¡Corre y dile a mi marido que los vaya sentando cuando lleguen, que yo salgo enseguida! ¡Qué manía de comer tan temprano tiene esta gente!
     A mí se me había encogido el estómago y me había puesto de todos los colores cuando escuché a Ramiro. Me faltó tiempo para ir a asomarme a la puerta. Sí, eran ellos. Se veía el grupo a lo lejos. Venían paseando y charlando bajo la sombra de los ficus del parque. Pero no distinguía a mi Píter. «Dios mío, ¿sería posible que no viniera hoy?»
     Ramiro se quedó mirándome:
     —Te interesan mucho los ingleses, ¿no?
     —¿A mí? Lo normal. Además, ¿a ti que más te da?
     —Bueno, me da y no me da—contesto, enigmático como siempre—. Si los ingleses nos devuelven Gibraltar, me parecerán bien; pero si no, pues no. ¿O es que a ti te parece bien que no nos devuelvan el Peñón?
     —¡Ay, yo que sé, Ramiro! Déjate de peñones.
     —¿Tú sabías que el peñón está lleno de monos?
     —Sí, hombre, y de elefantes también.
     —Que te digo yo que sí, mujer, que hay muchos monos…
     —Bueno, pues vale. Si tú lo dices…
     A mí los monos me importaban muy poco, y menos en ese momento. Así que me metí para adentro mientras mi padre salía a recibir al grupo.
     —¡Mamá, están llegando!
     —Hija, tendrás que cuajar tú la tortilla, que a mí no me da tiempo.
     —¿Yoooo? Pero si lo he hecho muy pocas veces, a ver si no me va a salir…
     —¡Claro que te saldrá! Venga, manos a la obra. Recuerda que la sartén tiene que estar bien caliente para que no se pegue, ¿estamos?
     Y salió, dejándome con la palabra en la boca, mientras se alisaba el delantal y se colocaba el moño.
     —¡Dios mío, que me salga bien!
     Respiré hondo y logré que dejaran de temblarme las piernas. Iba a hacer una tortilla para Píter, mi Píter, y tenía que salirme requetebién, vamos, que Píter tenía que chuparse los dedos al probarla. Venga, la sartén. Había que poner unas gotas de aceite, esperar a que empezara a soltar algo de humo, bajar  a fuego medio y echar la mezcla de los huevos batidos con un poco de sal y las patatas bien escurridas. La mezcla no podía pegarse a la sartén. Había que remover de vez en cuando para asegurarse. Cuando estaba ya cuajada por una parte, venía la delicada maniobra de dar la vuelta a la tortilla. Eso me daba un poco de respeto, pero lo había hecho otras veces y la clave estaba en hacerlo rápido. Plas, plas. Ya estaba. Después había que cuajar la otra parte hasta lograr un bonito tono dorado.
     —Lupe, saca la tortilla. Tu padre ya les ha puesto  unas aceitunas y unas papas con  la bebida. Mientras se lo toman, yo haré el pescado. ¡Ah!, se la pones al del fondo, a míster Otul, creo que han dicho.
     Y allí iba yo, con la tortilla  de patatas en una fuente, la más bonita que encontré en la cocina, directa hacia Peter O’toole, mi Píter.
     Mister O’toole estaba en un extremo de la mesa y sonreía con gesto tranquilo. Dijo algo que no entendí y me miró un segundo…
     —How lovely!  This must be the famous Spanish omelette they told me about.  Thankyou.
     El jinete consigue dominar por completo a su montura y, al inclinarse para acariciar el cuello del animal, se vuelve a mirarme un instante. Sus ojos son azules, tan claros como un cristal a través del cual se puede adivinar el cielo. Sonríe y  me hace un gesto con la mano. Después comienza a trotar con el magnífico caballo, dando vueltas por el reducido espacio hasta que acaba saltando una pequeña barda que circunda el patio de la casa…
     —Fabulous!  Really first class!  Your omelette is exquisite. Simply fabulous.
     No sabía qué me estaba diciendo, pero había probado la tortilla y, por su cara y sus gestos, ¡le estaba gustando! Yo tenía la sensación de flotar  y  sonreía embobada.
     —Venga, ve a por más sangría que estos están  secos —me urgió mi padre.
     Ramiro venía ya con la sangría en la mano y casi choqué con él, así que me  quedé junto a la puerta, haciendo como que barría, pero sin perder de vista a Píter. Piter sonreía, Píter hablaba, Píter escuchaba, miraba a lo lejos, volvía a sonreír… Así toda la comida… hasta que los ingleses decidieron marcharse, un poco achispados por  la sangría. Pagaron y dejaron una buena propina.
     —Gra-si-as, gra-si-as, una comida ec-se-lent, ma-dam—le decía el que hablaba español a mi madre.
     —Gracias a ustedes. Y ya saben, cuando quieran volver, les atenderemos con mucho gusto. Adiós, señores, hasta cuando ustedes quieran. Vayan ustedes con dios.
     A-di-osss, a-di-osss.
     Píter se levantó de la silla y, antes de marcharse, se giró, me buscó con la mirada y me hizo un gesto de despedida con la mano. Yo respondí también con la mano y con la misma cara de arrobo con la que había estado mirándole todo el tiempo.
     —Bueno, ya se han ido los ingleses.—Ramiro se plantó a mi lado mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo—. Tú qué dices, ¿qué van a volver o que no?
     —No sé… ojalá vuelvan…—suspiré, mientras los veía alejarse hacia el parque.
     —Mucho te interesan los ingleses a ti.
     —¿A míííííí? ¡Qué vaaaa!
     —Entonces no querrás una foto firmada que me ha dado el que estaba al final de la mesa.
     —¿Quiéeeen? ¿Píteeeeer?¿Píter Otuuuuul?
     —Bueno… algo así creo que pone, pero con unas letras muy raras…
     —¿Y tú hablas de letras raras? ¡Venga, enséñamela!
     —Bueno, bueno, calma…
     —Ramiro, por lo que más quieras, déjame ver esa foto.
     —Vale…., pero puedo hacer más.
     —¿Qué?
     —Dártela.
     —Pues dámela.
     —Con una condición.
     —¿Cuál?
     —Que vengas  conmigo al cine.
     Vaya, Ramirito se había destapado. ¡Me estaba invitando al cine! No salía de mi asombro. Había que reconocer que era lanzado, aunque me lo dijo bajito, para que mi padre no le oyera. No es que me hiciera mucha gracia, pero ir al cine con Ramiro era una menudencia,comparado con tener una foto de Píter.
     —Tú enséñame la foto primero.
     — Solo si me dices que vendrás.
     —Vale, iré.
     Ramiro se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una foto algo doblada en las esquinas. Sí, era Peter O’toole. Mi Píter.
     Se la quité de un manotazo y salí corriendo.
     —¡Dime cuándo iremos al cine!—me gritó, ya sin disimulo.
     —¡Cuando pongan Lawrence de Arabia!—le respondí sin dejar de correr, mientras sujetaba fuertemente la foto contra mi blusa.
     Poco después, el jinete se perdía  en la lejanía, como un fulgor de luz blanca, como una estrella fugaz que desaparece en el infinito…No sé cómo ocurrió, pero un caballo blanco vino hacia mí. Con su hermosa cabeza me hacía un gesto inconfundible, me invitaba... Lo monté y,  con una gran suavidad, como si galopara sobre  las nubes, se dirigió hacia la línea lejana del horizonte, hacia el destello que aún se adivinaba entre las luces doradas del crepúsculo.
     Theend                                              

Marta C. Gallego
 julio 2014



Agradecimientos
     Gracias, Asunción, por hacer una tortilla de patatas para Piter O’toole en Londres, y contármelo.
     Gracias, Kevin, por tus elocuentes palabras en boca de Mr. O’toole.

XX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2015

AUTOR LOCAL


ÁFRICA FRESNEDA ROCA


África Fresneda Roca nació en Guardamar del Segura el 1 de febrero de 1989. Está licenciada como Profesora Superior especializada en interpretación de Piano por el Conservatorio Superior de Música “Óscar Esplá” de Alicante. Ha actuado en diferentes concientos programados por el Conservatorio en aulas de la CAM, MUBAG, Teatro Arniches y en diferentes pueblos. En agosto de 2010 forma el Trío Vysehrad, como pianista actuando en el Palacio de la Música de Torrevieja. También en 2010 obtiene el primer premio en el XII Certamen de Interpretación de Orihuela.

Además de sus estudios musicales, cursa estudios de inglés y alemán en la Escuela de Idiomas de torrevieja, así como imparte clases particulares de música y es pianista acompañante en la Banda de Música de San Fulgencio.


LA ESPERA

Tan sólo la oscuridad y el ambiente caldeado por el vapor que desprende la madera del suelo de la habitación. Tan sólo el silencioso murmullo de una respiración profunda, de una tranquilidad mullida entre acolchados blancos. Cualquier movimiento estropearía ese delicado momento. Pero las ganas de correr la cortina para ver más allá pueden con ella. Los ojitos se le llenan de magia al contemplar el escenario. Se abre el telón, y comienza el espectáculo en la Bohemia… Minúsculos trocitos de algodón caen muy despacio del cielo, y es inevitable abrir el ventanal para extender la mano y dejar que se posen en ella algunas de esas delicias. Hace frío, pero un frío agradable, porque en todo momento cabe la posibilidad de volver a cerrar el ventanal para sumergirse de nuevo entre el vapor. Cae la nieve muy deprisa, pero aunque no se puedan distinguir las casas del otro lado de la plaza, y aunque tan sólo se pueda ver el suelo helado tiñéndose de blanco cristalino y un ambiente en continuo oleaje por el vaivén de los copos, sigue habitando el más absoluto silencio… Esta es la magia que guarda Praga para quienes la habitan.
Penélope desea salir, esta vez sí. Cuánto tiempo hacía que no se sentía tan viva, tan ansiosa y tan extrañamente feliz. Ahora necesita saborear la ilusión que le regala el día, aunque no sabe muy bien por qué. Cada trece de octubre le pasa lo mismo…
Siempre había sido una persona muy activa, con ganas de exprimir la vida, de alcanzar sus metas, de planear viajes y hacer maletas, yendo a ninguna parte o a todos los sitios, tenía que tenerlo todo pensado: rutas, tiempo, accesorios, comida, cama… y a disfrutar. Siempre caminando. Varias circunstancias la frenan ahora, sobre todo la salud. Hace ya unos tres meses desde aquel… “lapsus”. Mientras su físico de mujer inquieta la llevaba donde quería, su mente de sesenta y dos años había sufrido ya su primer deterioro, pero Penélope no le daba gran importancia a la gravedad de su enfermedad.
“Mira sus caras, les oye hablar… Para ella son muñecos”, decía una canción.
-Los años pasan, y con estas edades ya se empieza a tener despistes… Lo raro sería que no me pasaran, ¿no? -reflexionaba para sus dos viejos amigos, Claire y Albert, cuando se juntaban para recorrer, una y otra vez, el parque del barrio de Kampa, justo a la derecha de la casa de Penélope. Claire y Albert estaban casados desde hacía treinta y cinco años, y siempre que podían, aprovechaban las ventajas de su jubilación para regalarse largos paseos a lo largo del río Moldava. Por lo demás, no tenían la vivacidad de la que había gozado Penélope. Hasta hacía unos diez años, todavía subían los tres a las colinas para ver anochecer, y observar y estudiar el cielo estrellado. Albert conocía mejor a Penélope que a su propia mujer. Sus pasiones, sus sentimientos, sus penas, sus reflexiones… y la historia que la empujó a no volver a España, su país natal, y asentarse en Praga, con tan sólo veintidós años.
-No entras en razón… -le replicaba Albert- ¿Aún sigues creyendo que son simples despistes?
-Albert, no deberías hablarle así -murmuraba Claire a su marido aparte, sintiendo compasión por Penélope-. ¿Cómo quieres que entre en razón? En pocos días, las palabras que estás diciendo habrán caído en el olvido para ella. Esto ya no tiene vuelta atrás, y por desgracia no podemos ayudarla.
-Yo creo que ella, haciendo un esfuerzo, aún puede recordar lo que le pasó –Albert parecía ver más allá de su enfermedad, como si pudiera curarla fácilmente-. ¡Si se acuerda de la historia que le hizo quedarse a vivir aquí, y fue hace cuarenta años! La misma historia que la ha ido consumiendo todo este tiempo. 
-Pero ya sabes que… ha avanzado más rápido durante estos tres meses. Es lo que tiene este infierno mental –le explicaba con calma Claire-. ¿Cómo quieres que recuerde cómo se perdió para volver a su casa? Sólo es un hecho puntual. Pero su historia ha vivido con ella toda la vida, y aún sigue convencida de que él volverá, y creo que ese recuerdo vivirá con ella aún estando en el peor de los momentos. Antes olvidará su propio nombre que el de él, hazme caso.
-Bueno, lo mejor de esto es que todavía desprende esa ilusión que tenía cuando la conocimos, y eso la mantiene feliz, sobre todo cuando se acerca el mes de octubre… 
Qué frío hace en lo alto de la Torre de Petrin, el mirador de la colina, desde donde se ve toda la ciudad fundiéndose a lo lejos con la niebla, y pasando del color más cálido de los tejados rojos hasta un azul pardo, característico de las lloviznas en Praga. Desde allí arriba se puede observar a la gente pequeña andando muy despacio por el Puente de Carlos, siempre con caras largas y serias, como si sus vidas consistieran solamente en pasar desgracias una tras otra. A lo lejos, también se oyen las trompetas y los tambores que indican el cambio de guardia. El aroma del frío de la mañana se mezcla con los sones lejanos de la música y el lúgubre paisaje, y eso le provocaba a Penélope un estado de nostalgia y tristeza, que muchos años después se transformarían en soledad y rutina.
Pero no en estos tiempos. Penélope no está sola. Sus veintidós años le proporcionan una imagen radiante y llena de alegría, y la compañía de aquel chico le hace olvidarse del fúnebre paisaje, y hasta le hace disfrutar del frío, insoportable para cualquiera. Julián había sido para ella mucho más que un amigo inseparable. Desde que escuchó su voz arriba de un escenario, declarando su amor a Tosca entre lágrimas del más puro deseo, además de convertirse en una apasionada de la ópera, se enamoró de él.
Los años no pasaban para ella desde entonces. Desde lo alto de aquella torre, recuerda fugazmente todos los momentos que había pasado junto a Julián, los innumerables viajes que habían realizado por su trabajo, la infinidad y variedad de besos que habían experimentado… Todo se recopiló de pronto en su mente, como si intuyera en los ojos vidriosos de él que alguna mala noticia se avecinaba aquel día. 
Julián era un hombre bueno, demasiado bueno. Siempre atendió a las necesidades de Penélope, y siempre procuró que ella fuera feliz, preocupado constantemente por su diferencia de edad. Él era mucho mayor que ella, y su cara, sobre todo, lo demostraba claramente. Sus rasgos indicaban experiencia, templanza y un ligero toque de tristeza, como si las lágrimas le fueran a brotar de un momento a otro. Nunca llegó a ocurrir eso, hasta ese día…
-Julián, ¿qué te pasa? Tus ojos hablan por ti… ¿Te ha deprimido el tiempo, la ciudad… o yo? –le inquirió Penélope, inocentemente, después de un largo silencio interrumpido por el repiqueteo de sus besos esporádicos. 
-Hace frío… Deberíamos bajar ya –añadió sin darle importancia a la pregunta, haciendo un gesto de incomodidad que ella nunca había visto en él.
Por primera vez en ese día, Penélope empezó a darse cuenta del frío que hacía, un frío que se apoderó de ella desde ese trece de octubre, y en el cual quedó sumergida hasta muchos años después…
Ese viaje a Praga había sido una sorpresa. Por primera vez no viajaban por motivos de trabajo. Tenía el presentimiento de que esa ciudad les despertaría muchos sueños, incluso el posible sueño de quedarse a vivir entre alguna de sus calles.
“Pobre infeliz…”, decía una canción.
Su paseo por el empedrado que bordeaba el río Moldava fue largo y lento. Hubo un momento en que se hizo agónico, porque ella esperaba una respuesta a los ojos de Julián, que expresaban un querer sonreír, y a la vez un no poder hacerlo. 
Cada vez, se oía más próximo el sonido de un saxofón, que parecía huir de la esclavitud que le provocaba su propia melodía. Esa melodía expresaba perfectamente la apariencia de Praga, y parecía la marcha fúnebre que anunciaba el final de algo que todavía no se sabía.
El rumor del gentío se hacía más cercano; estaban llegando, en silencio invernal, al Puente de Carlos, con su aspecto tan sombrío y tétrico, y a la vez, animado por la cantidad de músicos, que recibían a los que pasaban por él con ánimos de apaciguar los malos pensamientos que pudieran existir en ellos.
Julián escogió mal el momento para hablar, y sus primeras palabras hicieron confirmar los miedos de Penélope:
-Te quiero… Lo siento mucho.
-¿Ahora?
Con el intercambio de miradas se decían lo suficiente para que a Julián le entrara la desesperación y rabia de no poder hacer nada, y lo suficiente para que a ella se le empezaran a cristalizar los ojos, y la luna del contorno de sus labios pasó bruscamente de crecer a menguar.
-Al final, me dieron el trabajo en Barcelona… Son cuatro años. Tus estudios en Praga serán también cuatro años. El tiempo pasa rápido…
-¿Quieres decirme que te espere? ¿Quieres decirme que te olvide para siempre? ¿Quieres que te olvide mientras te espero?
-No quiero que me esperes, no sería justo. Pero tampoco me gustaría que me olvidaras… Es sólo un trabajo. Yo lo único que espero es volver aquí dentro de cuatro años… y verte. No quiero despedirme, no puedo despedirme, pero tengo que decirte adiós. No quiero que digas nada, no llores, no me des un último beso. Guárdalo para mi vuelta… pero no me esperes.
-No quiero pensarlo…
-No lo pienses… Me conoces lo suficiente, sabías que esto pasaría porque sabes de sobra cómo están nuestras situaciones. No puedo rechazar mi trabajo, y tú no puedes abandonar tus estudios. Me gustaría que nos volviéramos a encontrar, y empezar de nuevo otra vez, para poder vivirlo todo por primera vez… 
-Entonces no me digas que no te espere. Te quiero esperar, no quiero olvidarte… ¿Tú sí?
-No… -Las palabras de Julián se contradecían, pero Penélope, en el fondo, parecía entenderle muy bien, así que asintió y calló, volviendo a mostrar su careta de la sonrisa- Te quiero… Lo siento mucho.
No tuvieron valor de decirse nada más. No podían separar sus miradas, como si quisieran aprendérselas de memoria antes de separarse. Sentían miedo al rozarse, y no lo volvieron a hacer. Antes de que los dos corazones explotaran de rabia, él le dio a Penélope un libro con las páginas en blanco, para que lo llenara de sueños y pensamientos, para cuando se reencontraran, poder cumplirlos.
-Como no quieres decirlo, te lo diré yo… Estaré esperándote, escribiendo nuestra historia para que me la puedas leer algún día, y poder volver a recordar este absurdo momento… 
Mientras decía estas últimas palabras, sus cuerpos se iban distanciando uno del otro, poco a poco, aún con las miradas fijas, como dos grandes esfinges enfrentadas.
-No sé si volverás, pero ya estoy tachando minutos en mi reloj…
Ya entre ellos había un cuarteto de cuerda, un inspirado pintor y dos de las grandes estatuas del puente.
-Dentro de cuatro años, vendré al mismo muro donde me dijiste adiós, y te robaré el beso que me debías en tu despedida.
La figura de Julián se perdió entre la música y la multitud del puente.
-Por favor, vuelve… 
El saxofonista siguió tocando hasta muy tarde, pero la mente de Penélope quedó en absoluto silencio. Esa noche, mientras contemplaba las hojas en blanco del libro, dibujó en la primera página sus ojos.
Julián trabajaba demasiado. Toda una vida dedicada a los demás, al teatro, a sus dos criaturas de un matrimonio infeliz, a la preparación de un hogar secreto para su amor furtivo, que le esperaría toda una vida. Pasaron cuatro años, una ópera en decadencia y dos criaturas que crecían. Pasaron diez años más, un sueldo mísero como repartidor de propaganda y dos adolescentes problemáticos. Pasaron veinte años más, un hijo drogadicto, una mujer con absoluta dependencia y una hipoteca interminable de una casa con telarañas para un amor con telarañas. 
“Tristes, a fuerza de esperar, sus ojos parecen brillar”, decía una canción.
Pasaba el tiempo y se agotaba, y Julián entregó su cuerpo a una última voluntad: Praga.
Trece de octubre. Ilusión y unos ojos que la miraban desde una hoja en blanco, ya un tanto estropeada por la vejez que otorga siempre el tiempo. ¿Qué significarían esos ojos? Su mente divagaba y repetía constantemente “ve al puente y espera”. Su cuerpo respondía con unas piernas ya faltas de juventud, mientras sus manos, temblorosas, se agarraban fuertes a un bastón. Su pelo, del color de la nieve, empezó a revolotear en el frío viento. Sus ojos, faltos de visión, todavía brillaban. 
Julián reconoció su figura tan amada y recordada en años, tan deteriorada y a la vez, tan viva, tosiendo con ímpetu en mitad del puente de Carlos. Se acercó entre una melodía conocida y lejana de un saxofón, con una ilusión renovada, una sonrisa rozando un llanto desesperado y unos brazos que pedían amor. A dos metros de su amada Tosca, sus labios se entreabrieron y dejaron saborear cada letra de su palabra ideal:
-Penélope, mi fiel Penélope… He vuelto.
“Se marchitó en su huerto hasta la última flor”, decía una canción. Y con los ojitos ya vacíos del ayer, Penélope respondió:
-¿Quién es usted?