miércoles, 23 de agosto de 2017

XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2017

 XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA 

“REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017

MODALIDAD: GENERAL

GANADOR: JORGE SAIZ MINGO

Jorge Saiz Mingo nació en Burgos en 1964. Está licenciado en Filología Francesa por la Universidad del País Vasco. Se define como un auténtico esclavo de la literatura y un iluso que cree que algún día la gente volverá a leer como antes. Lector voraz y cuentista disciplinado fantasea a diario con tramas reales y ficticias para eludir el acoso de la televisión y el fútbol.

Dentro de su trayectoria literaria destacan, entre otros,  el Premio de El Rosario de Santa Cruz de Tenerife en el 2016 y el Premio del Ateneo Sanlúcar de Barrameda en el 2017.

Tiene diversos libros de narrativa publicados, como Registro de Penados, La hora de los padrastros, Usted no se acordará de mí y Por decirlo de alguna manera.  

SALVACIÓN

Francisco había dormido fatal, sitiado por un ejército de pesadillas horrorosas, como todas las noches de los viernes de los últimos veinticuatro meses. Sin embargo, se levantó a las siete y media de la mañana, siempre fiel a la disciplina del sábado, el día que visitaba a su esposa por la tarde en el siquiátrico. Desayunó un zumo de naranja y una manzana, se lavó los dientes y se puso el traje de ciclista. Cogió la bicicleta de la terraza, la metió de pie en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Empotrado en el habitáculo junto al vehículo, contento de poder hacer lo que realmente le apetecía, pensó en el chaparrón de reproches incesantes que ella le regalaba cada vez que iba a verla. No le había quedado más remedio que ingresarla, dos años antes, en una clínica dedicada en exclusiva a las patologías mentales. Desvariaba a diestro y siniestro, confundía la leche con el vino y lanzaba andanadas de juramentos inefables sin venir a cuento. No reconocía los hechos a posteriori, rezaba el rosario a diario arrodillada en el bordillo de cualquier calle y escribía cartas al director del diario de la ciudad con quejas inverosímiles propias de un ser desnortado. En el centro asistencial seguía armándolas pardas. Chinchaba e insultaba a todo bicho viviente y, a las primeras de cambio, se contoneaba por las instalaciones con el culo al aire. Repetía citas filosóficas copiadas de sus abundantes lecturas, apiladas sin tino ni concierto en la superficie ilimitada de la memoria, y se creía una deidad en pleno apogeo zambullida en el cosmos ignorante de los humanos. Comía de cualquier manera, macerada en una descortesía inaudita, a veces con los dedos, en un intento de rebeldía adolescente contra las reglas del poder establecido. A menudo tiraba por el retrete las cuatro pastillas que precisaba ingerir a diario y, si nadie lo impedía, se las ingeniaba para atascar adrede cualquier lavabo que estuviera a su alcance. Tras la periodicidad de las charlas con el director, esgrimía una cara de cordera degollada y luego, al salir a la frescura del jardín, se bajaba las bragas con agilidad de gacela, mostraba la gallardía rosada de los glúteos a los presentes y orinaba con afán destructivo sobre los esquejes de las flores plantados por la mañana por el operario de servicios.

            

    Me pones en el disparador, Paco, y las carantoñas de antaño desaparecían por el sumidero del delirio, la paz inverosímil, los empellones de la cordialidad estampados contra el muro de la insolencia.

            

    Francisco llegó al zaguán y, dado que ya había amanecido del todo, vio la luz del día filtrada a través del cristal de la puerta del portal. Nada más pisar la acera, se ajustó el casco, se calzó las gafas de sol y comenzó a pedalear. Se trataba de una afición que le venía desde la niñez. En aquel entonces, además de al ciclismo, consagraba el tiempo libre a jugar al escondite con los chavales del barrio, a desear toquetear las partes pudendas de las compañeras de correrías y a repasar las tablas de multiplicar con los naipes en los rellanos de la escalera de la casa paterna. No había sido un chico conflictivo. Sacaba notas dignas, obedecía a bote pronto y no exasperaba a los progenitores con ristras de peticiones rocambolescas. Se enamoró de una vecina coetánea de ojos saltones y curvas prematuras que vivía dos portales más allá del suyo. Ella no le hizo el menor caso y él se creó un universo de fantasías pueriles desembocadas en el aluvión de las poluciones nocturnas. Con frecuencia la celaba, de matute, disfrazado de espía al servicio de los impulsos hormonales, y nunca se atrevía a dar el paso definitivo de abordarla. Jamás habló con ella. Le escribió docenas de cartas (todavía conservadas en un altillo dentro de una caja de recuerdos impúberes) que no envió por miedo a la catatara de las consecuencias. Dos veranos antes, por azar, la había visto transformada en una madre redondeada por el torno irrebatible de los lustros. Se saludaron con las cejas, separados por un paso de cebra con el muñeco del semáforo a punto de rojear, sin ninguna mercancía que intercambiarse en las alforjas de la existencia. Ella llevaba un rapaz prendido de la mano derecha y una bolsa de la compra atestada de verduras en la izquierda. No se detuvieron, pero al cruzarse en medio de la calzada, él percibió un olor a colonia antigua, un aroma agradable que encendió las alarmas del pasado en sus fosas nasales de hombre melancólico.

            

    Me pones en entredicho, Paco, y el ronroneo de las mentiras patinaba en el hielo de las desavenencias, el futuro avinagrado, el fulgor de las payasadas deslumbrante durante las visitas sabatinas.

            

    Cincuenta minutos más tarde, con las nubes de contaminación de la ciudad dejadas atrás, emprendió la ascensión de un puerto de montaña. Acompasó la respiración con el ritmo de las pedaladas y conjuntó el frufrú de los resuellos con la belleza pletórica de las laderas. Conocía la zona al dedillo, de otros sábados, pero no se cansaba de admirar la quietud sin parangón de los cajigos ni el matiz ocre de las mohedas. Hizo una parada técnica tras superar un repecho especialmente empinado y bebió un trago largo del agua con minerales que portaba en el bidón adosado al cuadro de la bicicleta. Escupió sobre las chinas de la gravilla del margen de la carretera y continuó con la subida. Tres horas después de haber empezado a pedalear, llegó a la meta de la cumbre. La vista desde allí arriba era magnífica. Los campos se extendían infinitos, sosegados, clasificados en polígonos asimétricos verdes o amarillos, planos como tablas de río. Una bandada de buitres volaba en cercanos círculos majestuosos, sin duda alrededor de una carroña divisada con el don de la vista prodigiosa, atentos a la exclusividad indomesticada de las circunstancias. No había nadie en lontananza, ni coches ni personas, solo la madre naturaleza empecinada en exhibir lo mejor de sí misma. Se comió el plátano y las nueces ya peladas con hambre auténtica, la pureza del aire mirífica, los sentimientos de la soledad indescriptibles. Le hubiera encantado quedarse allí todo el día, lejos de las garras de los compromisos conyugales, sin tener que acudir a la penitencia semanal del siquiátrico. Sabía que era imposible de todas todas, pero el perfil de una sonrisa se dibujó en la satisfacción del gesto mientras se lo figuraba. Amusgó los ojos y vio cómo las rapaces, posadas ya en torno al animal muerto, disfrutaban de un banquete de órdago gracias a la potencia de los picos. La peculiaridad de la escenografía se asemejaba a un documental de la televisión y el imperio tajante del silencio la pintaba con el lustre impoluto de la autenticidad.

            

    Me sacas de mis casillas, Paco, y la pujanza de la antipatía se esponjaba rauda, las tardes eternas, el tiento de las bromas cortado a cercén.

            

    Bajó por otro sitio para completar una ruta circular y volver a la ciudad. Moderó un poco la velocidad al advertir una franja de niebla en medio de la calzada, las zapatas revisadas, el egoísmo de los peligros real. Controlaba el manillar con precisión de puntillista gracias a la firmeza de los brazos y gozaba al romper el aire con el espolón de la bicicleta. Algún que otro insecto se le estrellaba contra las arrugas de la frente, pero eso era lo de menos. Ningún placer en el mundo mejoraba al ir a toda pastilla cuesta abajo. No pensaba en nada ni en nadie, solo se regocijaba, a palo seco. El firme, alquitranado recientemente por una máquina de competencias provinciales, según un cartel alardoso clavado a la vera de la cuneta, se imponía en las escasas y cerradas curvas. Al llegar a una de ellas, frenó con suavidad y, en el momento de girar, la vista se le fue hacia los arbustos de la derecha. Entonces, a unos veinte metros de la carretera, le pareció ver un coche patas arriba. De entrada imaginó que era un espejismo provocado por los rayos arrogantes del sol, pero cuando se detuvo del todo, vio que no se había equivocado con la primera impresión. Se quedó perplejo durante unos segundos, la magia del descenso rota, las ramificaciones de la sorpresa inesperadas. No se oían gemidos que alertaran de presencias humanas y los trinos de los pájaros colindantes interpretaban la melodía aparatosa de la normalidad. Se apeó de la bici y se acercó al lugar del desastre con lentitud de depredador, empapado de sudor, desconcertado, tratando de no ortigarse la desnudez de las piernas. Avanzó entre los matorrales a través del pasaje creado por las vueltas de campana del vehículo, sintiendo miedo de encontrarse de sopetón con cadáveres decapitados o extremidades escindidas. Nunca le habían agradado las películas de terror que incluían sangre a tutiplén, los monstruos hematófagos, los detalles de las mutilaciones escabrosos. Entretanto la tranquilidad del lapso descollaba inconmensurable y los porqués del accidente deambulaban invisibles entre las hojas dentadas de los árboles.

            

    Me pones del hígado, Paco, y el quiquiriquí de las rencillas se deslizaba por el tobogán de la hartura, las contradicciones chamuscadas, las llamas del desabrimiento azuzadas por el atizador de la rabia.

            

    El todoterreno era un modelo moderno, de color gris marengo, dotado de cuatro ruedas gigantescas, y parecía intacto a primera vista. No había lunas destrozadas ni parachoques abollados. En el asiento del conductor, boca abajo, se apreciaba la presencia de un bulto inerte. Francisco se arrimó más y vislumbró una cabellera cobriza despeluzada pegada a la cuadratura de la ventanilla. Era una fémina joven, desmayada o muerta, con el cuerpo de espaldas encogido en una postura insólita, y no se le veía el rostro. El tictac de las luces de avería, acaso automáticamente disparado a raíz del golpe, imprimía una cadencia de muelle bien engrasado a la fatalidad del momento. Tomó el móvil de la mochila que llevaba en la espalda, pero por desgracia no había cobertura en la zona. Buscó un pedrusco para intentar liberar a la mujer de la cárcel de la carrocería y no halló ninguno en las inmediaciones. Tornó a la carretera con los nervios a flor de piel, echó un vistazo a ambos lados por si alguien se aproximaba y asumió que estaba solo en el mundo ante la dictadura vehemente del siniestro. Quería reaccionar y no sabía por dónde empezar. Al cabo cogió una piedra de aristas puntiagudas y regresó hasta el coche. Aporreó el vidrio con brío de coloso, obtuvo la recompensa ridícula de unas grietas externas y se quedó más decepcionado que un infante sin chocolate con churros en una tarde decembrina. Entonces vio un portabebés medio oculto en el asiento del copiloto. Los cinco dedos minúsculos de una manita blanca como la leche surgían de la penumbra y trocaban la calma de la atmósfera por una balumba de urgencias. Rodeó el vehículo vapuleado por una prisa de histérico y descubrió con estupor que el cristal de la ventanilla estaba un poco bajado. Metió el brazo por el espacio libre, palpó la ropa que envolvía a la criatura y tocó la blandura de una carne facial aún sin hacer del todo.

            

    Me pones en un brete, Paco, y el zambombazo de las recriminaciones estallaba durante el mal trago de las visitas, los embrollos peliagudos, el busilis de las remembranzas finiquitado.

            

    Francisco se agachó más para poder actuar con mayor eficacia y se topó con las facciones atónitas de la mujer. No cabía ninguna duda del óbito, los iris petrificados, el arrebol de los mofletes abolido de un plumazo. No obstante, el niño estaba vivo y en ese instante los espeluznos del silencio se quebraron con el aguijonazo de un llanto inopinado. Fue un sonido agudo, límpido, casi irritante, sumergido en el maremagno tormentoso de la desdicha. Introdujo el otro brazo y trató de sacar al bebé con meticulosidad de tasador de rubís. Apretó el cristal hacia abajo con todas sus fuerzas, pero era literalmente imposible, con la contundencia del accidente bloqueando a conciencia todos los sistemas eléctricos. Pasó la yema de los dedos por la epidermis del rorro, sin poder verle la cara, y se le puso la piel de gallina al constatar que el porvenir de aquel angelito dependía de su capacidad de reacción. Fue hasta el maletero, por si encontraba una barra o algún otro utensilio apropiado para hacer palanca, aunque también estaba cerrado a cal y canto. Probó de nuevo con el maldito móvil, pero estaba claro que ese sábado la tecnología se ponía al servicio del infortunio. Pensó que el crío quizás llevaría toda la noche a la intemperie y fue a por el bidón de la bici para aliviarle la sed. Se mojó los dedos, los posó sobre la inocencia de los labios infantiles y, estremeciéndose, percibió cómo la lengua diminuta le lamía el estropicio de los padrastros. Estaba delante de la vida y de la muerte, transformado en otro dios distinto al de unos minutos antes mientras descendía a toda mecha por el abajadero de la carretera. Colocó al chiquilín lo más cómodo posible mediante una maniobra compleja y fue a buscar otro pedrusco mayor. Al fin encontró un ejemplar adecuado, sepultado a medias, y le costó horrores extraerlo porque la tierra estaba dura y reseca. Ante la posibilidad de herir al bebé, se plantó delante de la ventanilla de la conductora y, con las manos empercudidas como un hombre de las cavernas, observó de qué modo la impasibilidad del cielo se mantenía ajena a las tribulaciones de la humanidad.

            

    Me pones de mil colores, Paco, y el miramiento de la relación se hundía en el naufragio de las jornadas, las vicisitudes fraudulentas, la importancia del pretérito quebrantada.

            

    A fuerza de un sinfín de golpetazos, Francisco logró romper el cristal. Quitó los añicos con delicadeza supina y comenzó a sacar el cuerpo de la mujer. Pesaba de lo lindo. Tiró de las axilas con vigor de titán, las muñecas frías, la alianza del anular amustiada. En la pernera derecha del pantalón vaquero se apreciaba una mancha numular oscura y en los pies, descalzos, destacaban unas uñas pintadas con un fucsia vívido. La blusa malva se desabotonó y dejó a la vista la turgencia de dos senos de primípara joven. Era guapa, sin aditamentos cosméticos, convertida en esos momentos de tensión extrema en una heroína de carne y hueso dentro de una película con desenlace trágico. Sin embargo, no tenía tiempo para soñar con la dispersión del sexo. La tumbó al lado del tronco de un quejigo, la calibró durante un instante efímero, consciente de que aquel visaje de hermosura extinta jamás se le borraría de las páginas de la memoria, y retornó enseguida a la tarea de libertador. Penetró a rastras en el vehículo volcado y se rozó la desnudez de los muslos con diminutos trozos de vidrio todavía pegados a la ventanilla. No sintió dolor al reptar por el interior en busca del crío que continuaba llorando, pero se quedó de piedra nada más verle la cara. En los ojos rasgados del querubín se adivinaba un origen oriental. Anclado en medio del océano de la estupefacción, Francisco repasó en una fracción de segundo las capitales de unos cuantos países del continente asiático y tuvo auténticos problemas para recordar que Yakarta era la de Indonesia. Su mente se alejó de la adversidad a la velocidad de la luz, viajó hacia atrás entre el amasijo de los años y se detuvo en la tarde de un otoño remoto. Estaba sentado junto a su mujer, mucho antes de la ingratitud cruel de los descarríos, en el sofá donde disfrutaban de las películas de los domingos, turbados ambos con la historia de una pareja francesa que había ido a Camboya para adoptar un niño. Los incordios de la burocracia estatal se complicaban hasta límites insospechados y el amor de los futuros padres se agitaba por el zarandeo crudo de las incertidumbres. Ese día, tras apagar la tele, se fueron a la cama con la sensación de haber compartido la ambigüedad de una ficción con final chocantemente infausto y durmieron más juntos que nunca.

            

    Me pones de los nervios, Paco, y el barco de papel de las reconvenciones zozobraba en el pozo de las discrepancias, el varapalo de las marejadas categórico, el porqué de la incomunicación despotricado.

            

    A pesar de aquellos recuerdos venturosos, cuando tuvo al bebé en los brazos fuera del todoterreno, no supo qué hacer con él, con el cricrí de los vagidos, terminado por arte de magia, aliándose con el gobierno impiadoso del astro rey bajo el azul cerúleo del cielo. Su mujer siempre había querido tener hijos, incluso desde el principio de la relación, pero él se negó en redondo, arguyendo que ya existían demasiados desgraciados en el planeta para encima traer uno más. Ahora, a punto de cumplir la nada despreciable edad de medio siglo, pensó que quizás aquellos noes tozudos habían contribuido a desatar o a espolear la enfermedad mental de su consorte. Contempló la criatura que emergía con vitalidad incólume entre el desgarro de los padrastros y se emocionó como cuando, siendo un mocoso que apenas levantaba un palmo del suelo, se padre le regaló su primer triciclo. A renglón seguido, echó una última ojeada a la madre exánime que ya no podría desempeñar las funciones de genitora y regresó hasta donde permanecía la bicicleta, a sabiendas de que los avatares de aquel sábado iban a cambiarle la vida. Vació la mochila, se la colocó delante del pecho, arropó al bebé con el chal en el que estaba envuelto y lo encajó dentro de ella con escrúpulo de cirujano. Dejó la tapa abierta para facilitar la respiración y continuó con el descenso, más despacio que nunca, sin volver la vista atrás, con las pupilas hincadas en el éxtasis del horizonte y el corazón afincado en la heredad de la esperanza. No se sentía un ladrón de niños, sino un hombre consecuente en pos de la salvación, capaz de ir al siquiátrico a ver a su esposa y presentarle al nuevo miembro de la familia.

XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2017

 XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA 
“REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017

MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO

GANADOR: CARLOS FERNÁNDEZ SALINAS

Carlos Fernández Salinas, natural de Gijón, es marino y trabaja en el campo de la seguridad marítima. Ha publicado artículos relacionados con su profesión en la práctica totalidad de publicaciones del sector. Es autor del libro Los abordajes en la mar y coautor de Los servicios de tráfico marítimo


En narrativa ha resultado vencedor de treinta y dos premios literarios entre ellos el de Guardamar del Segura, premio que obtuvo en el año 2011 con el relato titulado Elisa. Es autor del libro de cuentos Lo que la mar esconde y de la novela Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis, editada por RBA.



AL SOCAIRE DEL VIENTO

Siempre que el viento de la sierra descuidaba sus quehaceres para descender jadeando entre las copas de los pinsapos y las herrumbres del cortijo, mi madre se despertaba con el corazón agitado. El mismo suspiro, la eterna duda: «¡Mi niña! ¿Qué será de mi niña?». Con los pies desnudos, mamá caminaba hasta la ventana y tras abrir los pesados postigos(en Grazalema ninguna hacienda tenía persianas), pegaba la nariz al frío cristal. En movimientos certeros los brazos del viento doblegaban árboles y matorrales. Ella volvía a suspirar: «¡Mi niña! ¿Qué será de ella?». Desde la cama mi padre le rogaba que volviera junto a él al lecho, que yo ya tenía edad suficiente para cuidar de mí misma. Pero ella seguía escudriñando tras el cristal en un intento desesperado por calcular el espesor de las nubes, de noche siempre lóbregas.

            Días después, cuando la distancia a tierra me permitía llamar por teléfono a casa, sus palabras derramaban angustia:

            —¿De verdad que estás bien, mi niña? Pero dime, ¿dónde te sorprendió la tormenta?

            Por enésima vez yo tenía que explicarle que el viento que hiciera en la sierra de Grazalema nada tenía que ver con el que pudiera soplaren mar abierto a cientos de millas de distancia, pero mi madre no entendía, o no quería entender, más bien esto último. Era su particular manera de recordarme que ella nunca aprobó aquella estrafalaria idea de hacerme marino.

            Un marino de la sierra de Grazalema, ¡para colmo mujer!, demasiadas novedades para una familia de ganaderos acostumbrada a vivir durante generaciones de la cordura que impone la prudencia. La gente del campo le tiene tirria a las novedades. Para ellos es tentar a la suerte, cosa de tahúres. Bastante tienen con enfrentarse a los caprichos de la naturaleza, que no son pocos. Desde que tengo uso de razón mi madre soñó con que yo fuera enfermera. En sus fantasías me veía regresando a Grazalema de brazos de un joven médico que se habría enamorado de mí nada más verme trabajando en el Hospital General de Jerez. Él viajaría hasta el pueblo para pedir solemnemente mi mano, porque mi futuro marido tenía que ser tradicional ya ser posible de buena familia, si bien esto último no era condición sine quanon. En cualquier caso celebraríamos la boda en Grazalema yo vestida de blanco y él de riguroso chaqué, como mandan los cánones. En sus quimeras mi madre no dejaba nada al azar. De ahí lo importante fuese que primero me hiciese enfermera. En cuanto tenía ocasión me dejaba entrever que ella y mi padre habían ahorrado, no sin esfuerzo, una cantidad de dinero suficiente para que yo pudiera estudiar sólo preocupándome de los exámenes. En mi inocencia yo me prestaba a ese juego, pero según pasaban los años descubrí lo poco que me gustaban los estetoscopios, las jeringas y los guantes de látex, y lo mucho que deseaba conocer el mundo oculto tras los riscos de la sierra. Paradójicamente cuanto yo más me alejaba del dispensario, más cerca veía mi madre a su hija enfermera del brazo de su gentil yerno, manojo de virtudes donde los hubiere. Bajo el panorama descrito, ¿cómo osar a dejar caer el más mínimo comentario acerca de mi verdadera vocación?

Una vez terminaban el instituto, los jóvenes de la comarca que tenían pensado seguir estudiando viajaban a Cádiz, Málaga o Sevilla a preinscribirse en aquellas facultades en que deseaban matricularse. Eso sucedía a finales de junio, tras haber superado la selectividad. Como la Escuela de Náutica de Cádiz apenas tenía solicitudes, no era necesario hacer preinscripción alguna, pero la ausencia del viaje hubiera levantado sospechas, así que le dije a mi madre que me iba a prematricular en enfermería y me acerqué a Cádiz a hacer el paripé. Regresé asegurando que lo había dejado todo atado y bien atado, pues habida cuenta de mi expediente académico no iba a tener problema alguno para entrar. La idea no era otra que matricularme en Náutica y decir en casa que estaba estudiando enfermería, al fin y al cabo las dos carreras se cursaban en la misma ciudad. Pero según se acercaba la hora de partir la conciencia me impidió continuar con la farsa. Además de injusto, aquello era una temeridad, pues cualquier joven de la comarca que estudiase en Cádiz podría hacer un comentario que tarde o temprano llegaría a oídos de mi madre. Así que senté a mis padres en el escaño y les anuncié que desechaba la idea de ser enfermera para convertirme en marino mercante. Papá se aupó de hombros, como si aquello no fuera con él, bastante tenía con preocuparse de las cuitas del ganado, pero el efecto que mis palabras causaron en mi madre fue equivalente al de una bomba de napalm. Llegó incluso a ridiculizarme:

            —¡Pero qué piensas hacer tú en un barco entre tanto hombre! ¿Realmente crees que es una profesión para una mujer respetable?

            Yo era joven y obstinada. Mi padre siempre decía que mi carácter más le recordaba a una mula del establo que a una hija suya. Aunque por motivos de protocolo familiar papá y mamá formaban un frente único e inexpugnable, obviamente él no era el problema. Centré todas mis fuerzas en el verdadero escollo y durante días mantuve un pulso titánico con mi madre. Al verme tan decidida, ella decidió cambiar de estrategia. Debió calcular que lo de hacerme marino era una fantasía de niñata y que la cordura que caracterizaba a las mujeres de mi familia acabaría imponiéndose. Así que una semana antes de que finalizara el periodo de matrícula, en una de mis arremetidas me dijo que hiciera lo que me viniera en gana, dando por zanjada la contienda. No obstante, más que a un armisticio, aquello dio comienzo a una guerra fría. Cierto que durante los años que estudié la carrera puntualmente me giraron dinero suficiente para que estudiase con dignidad, y que cuando subía a Grazalema me recibían con la alegría propia de unos padres que quieren a su hija por encima de todas las cosas. Ahora bien, jamás me preguntaron cómo iba en los estudios o qué perspectivas de futuro se me presentaban. Jamás. Aquello era tema tabú. Tal vez mamá seguía aguardando a que en unas vacaciones yo llegara a casa y le comunicara que me rendía a la evidencia y que el curso siguiente me matricularía en enfermería. Pero para su pesar aprobé año tras año, y aunque peque de inmodestia, en Navegación, Teoría del Buque y Maniobra, obtuve las máximas calificaciones de mi promoción.

            Y llegó la hora de mi primer embarque como oficial en prácticas, lo que en los buques mercantes se denomina “alumno de puente”. Encontré plaza en un buque quimiquero llamado el “Patricia del Mar”. A bordo era la primera vez que enrolaban a una mujer, y como había otro alumno, con el que teóricamente me correspondía compartir camarote, en una decisión sin precedentes me cedieron el camarote del armador. El camarote era muy espacioso, casi tanto como el del capitán, y como el dueño del barco nunca había pernoctado en el “Patricia del Mar”, el mobiliario estaba a estrenar. Yo temía que tal prebenda a la larga jugara en mi contra, que la envidia es una planta venenosa que florece en el corazón de las personas, así que me esforcé en estar al nivel de las circunstancias, y he de confesar que no fue fácil, pues en la carrera nos habían preparado para todo salvo para lo más importante: cómo convivir en un espacio tan reducido, porque en un barco, te caigan mal o bien, te encuentras por los pasillos con tus compañeros de trabajo las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Cualquier mínimo roce, por nimio que éste sea, se magnifica hasta los límites del absurdo. Si tras una desavenencia entre tripulantes se formaban dos bandos, o estabas con unos o con los otros, la famosa equidistancia aristotélica brillaba por su ausencia.

Uno de los aspectos inherentes a la vida a bordo era la división jerarquizada del trabajo. Por una parte estaban los oficiales, grupo al que yo pertenecía en su rango inferior. Nuestros camarotes se ubicaban en las partes altas del buque, y comíamos en una cámara aparte, con el capitán. Los subalternos se alojaban en los camarotes bajos, y tenían su propia cámara, donde reinaba un ambiente festivo y jovial que a mí me llamaba poderosamente la atención, por lo que me dejé caer por ahí en más de una ocasión. Los oficiales me resaltaban la importancia de mantener las distancias con la marinería. Ya ven cómo le puede sonar esto a una chica de poco más de veinte años, así que poca atención le presté a lo que para mí era un rancio consejo. Una tarde que navegábamos a la altura de Las Sisargas, el capitán me llevó a un aparte.

—Al que ostenta el mando no se le respeta por sus cualidades personales, sino por el cargo que representa. Sé que esto te será difícil de entender, pero más vale una mediocre decisión tomada a tiempo por un incompetente, que cinco brillantes soluciones flotando en el aire en espera de un consenso. El mar es rápido y violento, además de impaciente. Quien ha de obedecerte en una situación de peligro, antes que a un amigo, debe ver los galones que luces en las hombreras.

Las prácticas para la obtención del título profesional duraban un año. Yo las hice en tres tandas, entre las cuales regresaba a Grazalema. Como era de esperar allí mis padres me esperaban con los brazos abiertos, no obstante, nunca me preguntaban nada sobre mis viajes. Por contra, los vecinos del pueblo sí que querían saber sobre peripecias marinas, pues de todos los jóvenes de la sierra yo había escogido la profesión más exótica. Era muy frustrante hablar con todos sobre mis aventuras por los mares, y llegar a casa y no poder pronunciar palabra. A veces forzaba la situación y bajo la más banal de las disculpas les empezaba a contar a mis padres mi vida a bordo. Entonces de repente a mi madre le surgía algo urgente que hacer en otra habitación y mi padre (por no contrariar a su esposa) regresaba al establo. Llevando la situación al límite, yo perseguía a mi madre por los pasillos y mientras ella se ponía a limpiar un mueble o hacía que buscaba cualquier utensilio, le recitaba los puertos que había visitado, anécdotas hilarantes de los tripulantes, los menús del cocinero… Había que vernos a los dos. Una hablando como una metralleta y otra haciendo como si no escuchaba. Tal que así, que cuando yo la llamaba desde el barco sólo había un tema náutico sobre el que ella estuviera dispuesta a hablar: el viento y la fuerza con la que nos acometía.

La compañía armadora donde hice las prácticas me contrató al final de las mismas. El escalafón establece que empieces de tercer oficial, si bien al cabo de dos campañas ascendí a segundo. Las cosas me iban viento en popa, valga la redundancia. Tenía dinero en el bolsillo y un trabajo que me apasionaba. Cierto que un nombre femenino destacaba en la lista de tripulantes con luces de neón, si bien he de puntualizar que a veces no era la única mujer a bordo. Me explico: de aquélla era frecuente que las esposas de los marinos los acompañasen en sus viajes por un espacio de una o dos semanas, a veces más. La reacción de éstas al verme desempeñando un cargo hasta entonces reservado a sus maridos era dispar. Tras la sorpresa inicial la mayoría me animaba a seguir en el empeño, pero también sé que algunas lo reprobaban para sus adentros. Es triste reconocerlo, pero muchas de las miradas desalentadoras que percibí, pertenecían a ojos de mujer.

Otras de las ocasiones en las que los familiares pernoctaban a bordo era cuando el barco tocaba puerto español. Había escalas que sólo duraban unas horas, pero para ellos el esfuerzo merecía la pena. Mis padres nunca vinieron a visitarme mientras estuve embarcada, y eso que hice varias entradas en Algeciras y Málaga, que quedaban relativamente cerca de Grazalema. El ver cómo los familiares de mis compañeros subían por la escala con la ilusión prendida en sus rostros me hacía sentirme terriblemente sola.

Al cabo de un tiempo la compañía armadora compró un buque de segunda mano y me ofreció que yo fuera la primer oficial. El vértigo me atenazó durante días. Aquello eran palabras mayores. El primer oficial es el alma de un barco. Es él quien organiza el día a día. Los trabajos, la limpieza, el arranche de las bodegas. Demasiada responsabilidad para una joven que no había cumplido los treinta. Hablé por teléfono con el jefe de personal de la naviera, y aunque le agradecí la deferencia que había tenido conmigo, le comuniqué mi negativa a asumir el cargo. Su respuesta estuvo exenta de cualquier atisbo de cariño.

—Llevas cinco años con nosotros. Muchos hombres han ascendido en menos tiempo. ¿Pretendes decirme que he de ser más paciente con vosotras?

Acepté pero no por mí, sino por las miles de mujeres que luchan cada día por abrirse un hueco. De esta manera tan pusilánime me hice primer oficial de un buque portacontenedores. El trabajo era exigente hasta la extenuación. Las guardias me rompían el sueño y los imprevistos aún más. Los contenedores se cargan y descargan muy deprisa. En puerto apenas estábamos un día, a veces media jornada, y los festivos en que las terminales no trabajaban, la compañía se las arreglaba para que el buque se mantuviese navegando. Profesionalmente crecí muchísimo, tanto que al cabo de año y medio la empresa me ofreció ser capitán de ese mismo barco. En esta ocasión no le di al jefe de personal la oportunidad de humillarme.

El nombramiento de una mujer capitana supuso una auténtica revolución, no sólo en mi barco. Cuando arribábamos a puerto, algunos periódicos locales querían hacerme entrevistas, a las que siempre me negué. Ningún periodista supo refutar mi argumento:

—En este puerto entran cada semana decenas de barcos mandados por hombres y nunca les hacéis un reportaje. Sólo se consigue verdadera igualdad cuando se deja de ser noticia.

Me es muy difícil describir qué se siente cuando se es capitán de un navío. Tú tomas en solitario las decisiones pero cualquier error condena a toda la tripulación. Y lo más llamativo es que un capitán no puede dudar. Mejor dicho, nadie debe verte dudar. Todo lo tienes que hacer como si estuvieras plenamente segura de lo que te traes entre manos. Da igual el asunto del que se trate. Eres una suerte de oráculo. No puedes siquiera consultar a quien tienes a tu lado, pues esa mínima consulta se interpreta como un síntoma de debilidad. Cuántas veces me acordé de aquel sabio consejo que en su día me dio el capitán del “Patricia del Mar”, lo que él denominó la soledad del mando. Los tripulantes se deshacen en atenciones, te adulan, se ríen de tus chistes sosos, pero apreciarte, lo que se dice apreciarte, uno o dos a lo sumo.

Fue durante mi primer embarque como capitán cuando recibí la noticia de la enfermedad de mi madre. Yo sabía que andaba con sus achaques, pero no que la situación fuese grave. Mi padre me puso un escueto telegrama en el que me pedía que le llamara lo antes posible. Lo hice en cuanto el barco estuvo a una distancia de tierra que permitía mantener una conversación. Papá me confesó que no me había dicho el verdadero alcance de la enfermedad porque poco iba a poder hacer yo en la distancia sino preocuparme. Desgraciadamente, la situación que en principio se creía estable, de repente se complicó hasta el punto de que la habían internado. «Tienes que venir», terminó diciendo y yo sabía que papá nunca hubiera pronunciado esas palabras de no haber sido absolutamente necesarias.

Desembarqué en Las Palmas donde tomé un avión para Jerez. Nada más aterrizar le rogué a un taxista que se dirigiera a toda prisa al Hospital General. En el puesto de enfermeras de la 8ª planta pregunté en qué habitación se encontraba mi madre. Me atendió una chica que tendría más o menos mi edad. Inevitablemente pensé que aquella enfermera bien podía haber sido yo, y que de ser así, mi madre hubiese sido la mujer más feliz del mundo. Me entraron unas ganas irreprimibles de llorar. Cuando balbuceando le apunté el nombre de la paciente, la enfermera elevó el rostro con expresión de sorpresa:

—¡No me lo puedo creer! —La joven se giró hacia la compañera que estaba sentada en el puesto contiguo—. ¡Mira quién tenemos aquí, la hija de Remedios!

—¿La capitana? —Las dos se levantaron y tras darme un beso se ofrecieron a acompañarme hasta la habitación.

—Qué ganas teníamos de conocerte. Tú madre no deja de hablarnos de ti. No veas lo orgullosa que está de su hija, “la capitana”.

Yo no daba crédito. Las enfermeras llamaron la atención a un médico que caminaba presuroso por el pasillo. Cuando le informaron que yo era la hija de Remedios, el hombre se detuvo en seco.

—Podría recitarte de memoria los barcos en los que has estado. ¿Cómo se llamaba aquel capitán que te daba consejos ¿don Guillermo? Gracias a tu madre aquí eres toda una celebridad. —El médico terminó la frase con un halo de tristeza en sus ojos que yo supe interpretar.

Entré en la habitación trastabillando. Mi padre estaba en la cabecera, acariciando el rostro de mi madre, consumido y pálido. Cuando me acerqué para besarla, mamá tuvo fuerzas para abrir los ojos:

—Ayer estuvo soplando mucho viento… mucho, mi niña. Retumbaban los ventanales. Tuviste que oírlo…

Entonces lo entendí todo. Mi madre siempre había tenido razón: allá donde yo estuviese por fuerza soplaría el mismo viento que ella tenía a su alrededor, porque en realidad yo no navegaba en mar abierto a cientos de millas de distancia, sino junto a ella, en un lugar privilegiado de su corazón. Al socaire del viento, madre, al socaire.

—Fin—

XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2017

 XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA 
“REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017
MODALIDAD: AUTOR LOCAL

GANADORA: GALINA ÁLVAREZ

Galina Álvarez es de origen ruso y nacionalidad sueca y ha vivido en cuatro países: Rusia, Cuba, Suecia y España. Actualmente reside con carácter permanente en Guardamar del Segura, Alicante. Es ingeniera química jubilada.

Siempre se ha interesado por los idiomas y la palabra escrita. Habla libremente cuatro lenguas: ruso, español, sueco e inglés. Ha publicado cuentos y artículos en los periódicos y revistas de diferentes países: Rusia, Suecia, Chile, Alemania y España. Es autora del libro de cuentos para adultos Prefiero que me pongan a volar y del libro de cuentos para niños Aventuras de una estrella perdida, con el que ha obtenido el premio convocado por la editorial Circulo Rojo al mejor libro infantil. Ha participado en varios talleres de creación literaria y actualmente es miembro de la Tertulia literaria de Guardamar del Segura.

En la edición de 2016 de este concurso también obtuvo el premio de Mejor Relato de Autor Local con la obra titulada El cumpleaños.

 

El desayuno

 

Corre el año 1992 y el llamado “Período especial en tiempos de paz” azota, como una plaga, a la pobre isla de Cuba. En medio de sus penurias y vicisitudes, Nereida Martínez se reconcome y sufre. Está en su puesto de trabajo en una fábrica de producción de papel, sumida en reflexiones sobre la vida y susdilemas.

Todavía falta una hora para almorzar. Nereida trata de no pensar en ello. Quiere concentrarse en el trabajo; pero no puede.Su estómago, poseído por el hambre, no la deja distraerse. Tampoco la tareaque está haciendo la ayudaa olvidarse de sus tripas vacías. Si hiciera algo interesante, quizás… Pero loque ella realizano podría inspirar a nadie;ya que no hay cosa más tediosa en el mundo del laboratorio que hacer un inventarioen un almacén de productos químicos.Uno a uno, Nereida saca los polvorientos frascos de reactivos y,fijándose en la fecha de caducidad, pasa lista. Los caducadosse apartan para enviarlos a la destrucción. Y los buenosse ponende nuevo en su sitio,hasta que caduquen un día de estos. Es poco probable que se gasten: la fábrica lleva parada dos años, desde que empezó el período especial con su escasez total,sin petróleo ni materia prima. Entre los trabajadores hayrumores de quemuy prontose va a firmar un contrato con unaempresa sueca, para una producción de un volumen reducido.Debe de tratarse dealgunos suecos extravagantes que simpatizan con el gobierno y quieren brindarle su apoyo.Eso todavía sucede, aunque cada vez menos. Pero poca gentecree que ese contrato hipotético se firme alguna vez. ¿Será posible que en aquel país existancapitalistaslo suficientemente locos como para producir un poco de papel cartucho en una fábrica en paro,en la isla deCuba, tan alejada de su país? Tendrán industria propia;seguramente, más moderna y eficiente que la cubana. Sin embargo, analizandolos tortuosos rumbos de la vida,muchas cosas ocurren sin razón aparente. Y ellos, los trabajadores, necesitan tener una esperanza. La esperanza de arrancar las máquinas y escuchar el ruido de los talleres. Porque el ruido en estas paredes significa vida;mientraselsilencio es la muerte. Esta fábrica, realmente, parece estar en coma.Sumergida en un letargo, con la maquinariaparalizada,con grandes almacenes donde no quedan ni cucarachas, la empresa recuerda una ciudad abandonada en vísperas de una catástrofe. Sólo hay que ver el laboratorio:las mesetas vacías, los equipos cubiertos con fundas y los reactivos químicos sin abrir.

¿Qué hora será? se pregunta Nereida y mira el reloj. ¡Caramba! ¡Ya es la una!Es tiempodeque abran el comedor. Sale apresurada del almacén yexclama:

―¡Chicas, la hora del almuerzo!

Con un rechinado de patas metálicas de las sillas contra el piso, Matilde y Betty se ponen de pie y se dan prisa para salir: hay que marcar en la cola para entrar entre los primeros.

Cinco minutos decamino bajo el sol del mediodía le parecen a Nereida unsuplicio. Frente a la puerta de la entrada hay una muchedumbre.

―¡No lo puedo creer! ―exclama Betty― ¡Está cerrado todavía!

Nereidamaldice al comedor, a la revolución y a su maldita vida, todo eso sin pronunciar una palabra. Tiene un hambre tan atroz que le duele hasta el pecho, no sólo las tripas. Cree que se va a desmayar si no come algo inmediatamente. Desde que se levantó por la mañana, sólo ha tomado agua y una pequeña taza de café. El pan,como siempre, se había acabado la tarde anterior. No puedoseguir así, día tras día, se reprocha de nuevo, hay que buscar otra cosa para la merienda deJorgito. Y dejar el pan para el desayuno de los dos; no se debe ir al trabajo sin echarse nada a la boca. Pero ¿cómo va a decirle a su hijo de diez años, siempre hambriento, que hay que tener más disciplina para comer? Recuerda los ojos ávidos del niño en el momento de regresar ella de la tienda conlos dos panecillos en las manos, uno para cada uno, que les tocan por la libreta. No tiene corazón paranegarle una meriendaa Jorgito después de sus clases; por eso,en cuanto entra por la puerta, le ofrece uno. El otro, lo guarda para su desayuno, quedándose ella misma sin comer nada por la mañana.Un muchacho en pleno crecimiento no puede ir al colegio con el estómago vacío.

La gente frente a la entrada está muy animada, a pesar del retraso con el almuerzo. Todos están mirando unos impresos muy llamativos. ¡Qué milagro! En la fábrica, no sólo en la fábrica, en todo el pueblohace tiempo que no hay papel de ningún tipo, ni para ir al baño. Los periódicos apenas circulan. Son pequeñosy amarillentos, de muy mala calidad; pero resuelven mucho. La gente los corta en pequeños trozos y los pone en el servicio para las visitas. Curiosa, Nereida se acerca a un joven conocido que trabaja en el almacén de materia prima. Este tiene en las manos una revista que pareceextranjera y la inspeccionacon mucha atención.

―Oye,¿qué es eso? ―intervieneNereida―. ¿Qué son todos esos folletos?

―Es la materia prima queacaba de llegar de Suecia ―explica él alegremente―. ¿A que no sabes nada? ¡Resulta que el contrato con los suecos se firmó! Hoy ha llegado del puerto el primer camión conel material para procesar; la gente lo vio y ha podido robarvariospaquetesde revistas.Pero los custodios se dieron cuenta y cerraron el almacén.

―¡No me digas! ¿Será verdad lo del contrato?

―Tan verdad como estas revistas que ves. Son tan hermosas que me da pena que las destruyan. En mi vida he visto nada tan bonito ―dice el chico alegremente y le ofreceunas hojas lustrosas―: ¡Mira esto!

Nereidaobserva la foto en colores y se llena de admiración. Una bola entera de jamón cocido, cortada en trozos por un costado, con su mostaza y perejilde adorno, muestra las carnes rosadas y jugosas. A la derecha la imagen llevaunas letras raras y un número impreso. Debe de ser el precio. Nereidase da cuenta de que se trata de un folleto comercial y lo sigue inspeccionando. Más abajo en la misma páginahay otra imagen, esta vez se muestra unagrancuña de queso con unos agujeros muy apetitosos en la masa dorada, igualitos que en las películas de Mickey Mouse.  Sin poder apartar la vista del folleto, Nereida vuelve la hoja y quedarealmente deslumbrada;una fotogrande a pleno color ocupa dos páginas enteras. El protagonista de esta maravilla es un pan blancode tamaño natural.Una baguette cortadaal medio y convertida en un suculento bocadillo. Sobre el frescor de las hojas delechuga reposan, unos encima de otros,múltiples trozos de jamón, el mismo jamón cocido de la página anterior. Y para rematar, encima deestese acomodanvarias lonchas de queso, unas lonchas finas pero abundantes. El pan se ve fresco y crujiente, un pan que no se ha visto por allí en muchos años. Incapaz de vencer la tentación, Nereida le pregunta al joven:

―¿Podrías dejarme el folleto?

―Claro―acepta solícito―. Quédate con este, tengo más en el cajónde mi mesa. Pude aprovechar para coger unos cuantos.―Después, baja la voz y añade en tono confidencial―: Los hay hasta pornográficos. Hay unos tipos tan listos, que loscogieron para vender en el pueblo. ―Y agrega aún más bajito, demostrándole confianza total―: Se los compran hasta en dólares.

―A mí no me interesa eso ―se ríe Nereida y guarda el folleto con mucho cuidado, no lo quiere estropear. En ese momento se acerca Matilde.

―Ya abrieron ―comunicasatisfecha―. Dicen que se les había roto la hornilla. Tuvieron que cocinar con leña, por eso se handemorado.

La cola del comedor se anima. La gente va sacando sus tarjetas para marcar el consumo y se dirige a la cantina para recoger las bandejas con los alimentos servidos.

Nereida recibe su ración y la observa con tristeza: un plátano verde hervido, un poco de caldo apestoso, debe de estar hecho conlas vísceras de cerdo, y un poco de mermelada de repollo. Ayer la hicieron de berenjena. Como no hay frutas, las sustituyen con verduras. ¡Los cocineros tienen tanta imaginación! En este país surrealista pueden faltar muchas cosas, pero la imaginación, jamás, piensa Nereida.Su hambre ya ha llegado a tal puntoque ella no aguanta más espera y toma rápidamente el caldo, pues necesita echarsealgo caliente en el estómago.El cocido está asqueroso, con una peste a podrido que es difícil de soportar; pero, tratando no aspirar los vapores, Nereida se lo toma todo con la ayuda de una cuchara de aluminio mal lavada. Matilde también lo hace, pero Betty no. Dice que le provoca náuseas. ¿No estará embarazada? Es que no se puede despreciar la comida, ni siquiera una tan repugnante. Ahora le llega el turno al plátano. Nereida lo mastica con avidez.La fruta es verde y dura;hervida, no sabe a nada, pero a ella no le importa. Necesita algo para masticar y tragar; de otra manera, cree que se muere. El plátano desaparece de la bandeja en dos minutos. Pero su estómago sigue igual, exigiendo a gritos más alimento. Tendrá que aguantar hasta la hora de comer en casa. La única y modesta comida del día que Nereida puede preparar para ella y para su hijo con las escasas viandas que se consiguen.

Por fin llega el turno del postre. Nereida lo prueba, pero no puede seguir. ¡Qué asco, Dios mío! ¿A quién se le ocurre mezclarel repollo con el azúcar? ¡Qué fantasíatanretorcida!En esta ocasión a los cocineros se les fue la mano. Mejor hubieran dejado el repollo sin cocinar, como una ensalada. No, ella no puede comer estaporquería. Si la come, vomita. Terminado el almuerzo, Nereida mira alrededor. En el local del comedor hay mucha animación;todo el mundo habla sobre el contrato sueco y la materia primarecién llegada. La gente pasa las publicaciones de mano en mano y las mira con fascinación.

―¡Mira, macho, qué clase de salchichón! ―comenta un obrero en la mesa vecina.

―¡Québistec tan grande, alabado sea Dios―se oye por otro lado―, y con la cebolla frita!

 Hace tiempo que Nereida no había visto a la gente tan alborozada.

Al regresar al laboratorio, ella saca el folleto del bolsillo de su blusa y lo abre con cuidado. Retira las grapas y libera la fotografía grande que muestra el bocadillo.

―¡Vamos a colgarla en la pared! ―propone ella a sus compañeras. Después la fija bien con unas tachuelas.

Las muchachas, embelesadas, contemplan el cuadro.

―Es la foto más hermosa que he visto jamás ―señala Matilde. 

―Yo también ―afirma Betty―. Si soy sincera, no solo la foto. Nunca he visto un bocadillo verdadero tan grande y tan apetitoso.

―Fíjate bien, ¡cuántos trozos de jamón tiene! ―exclama Matilde― ¡Y de queso!

―Esta lechuga verde le da un toque tan especial ―añade Betty.

Las tres mujeres, calladas, se quedan frente a la imagen durante un rato. Ahora Nereida está satisfecha. Ya tiene resuelto el problema del desayuno. Cada mañana, al entrar, puede ponerse aquí y contemplar este bocadillo hermoso durante el tiempo que sea, sin racionamiento ni límites. ¿Qué mejor comienzo del día que este?