XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA
“REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017
MODALIDAD:
GENERAL
GANADOR: JORGE SAIZ MINGO
Jorge
Saiz Mingo nació en Burgos en 1964. Está licenciado en Filología Francesa por
la Universidad del País Vasco. Se define como un auténtico esclavo de la
literatura y un iluso que cree que algún día la gente volverá a leer como antes.
Lector voraz y cuentista disciplinado fantasea a diario con tramas reales y
ficticias para eludir el acoso de la televisión y el fútbol.
Dentro
de su trayectoria literaria destacan, entre otros, el Premio de El Rosario de Santa Cruz de
Tenerife en el 2016 y el Premio del Ateneo Sanlúcar de Barrameda en el 2017.
Tiene
diversos libros de narrativa publicados, como Registro de Penados, La
hora de los padrastros, Usted no se acordará de mí y Por
decirlo de alguna manera.
SALVACIÓN
Francisco había dormido fatal,
sitiado por un ejército de pesadillas horrorosas, como todas las noches de los
viernes de los últimos veinticuatro meses. Sin embargo, se levantó a las siete
y media de la mañana, siempre fiel a la disciplina del sábado, el día que
visitaba a su esposa por la tarde en el siquiátrico. Desayunó un zumo de
naranja y una manzana, se lavó los dientes y se puso el traje de ciclista.
Cogió la bicicleta de la terraza, la metió de pie en el ascensor y pulsó el
botón de la planta baja. Empotrado en el habitáculo junto al vehículo, contento
de poder hacer lo que realmente le apetecía, pensó en el chaparrón de reproches
incesantes que ella le regalaba cada vez que iba a verla. No le había quedado
más remedio que ingresarla, dos años antes, en una clínica dedicada en
exclusiva a las patologías mentales. Desvariaba a diestro y siniestro,
confundía la leche con el vino y lanzaba andanadas de juramentos inefables sin
venir a cuento. No reconocía los hechos a posteriori, rezaba el rosario a
diario arrodillada en el bordillo de cualquier calle y escribía cartas al
director del diario de la ciudad con quejas inverosímiles propias de un ser
desnortado. En el centro asistencial seguía armándolas pardas. Chinchaba e
insultaba a todo bicho viviente y, a las primeras de cambio, se contoneaba por
las instalaciones con el culo al aire. Repetía citas filosóficas copiadas de
sus abundantes lecturas, apiladas sin tino ni concierto en la superficie
ilimitada de la memoria, y se creía una deidad en pleno apogeo zambullida en el
cosmos ignorante de los humanos. Comía de cualquier manera, macerada en una
descortesía inaudita, a veces con los dedos, en un intento de rebeldía
adolescente contra las reglas del poder establecido. A menudo tiraba por el
retrete las cuatro pastillas que precisaba ingerir a diario y, si nadie lo
impedía, se las ingeniaba para atascar adrede cualquier lavabo que estuviera a
su alcance. Tras la periodicidad de las charlas con el director, esgrimía una
cara de cordera degollada y luego, al salir a la frescura del jardín, se bajaba
las bragas con agilidad de gacela, mostraba la gallardía rosada de los glúteos
a los presentes y orinaba con afán destructivo sobre los esquejes de las flores
plantados por la mañana por el operario de servicios.
Me
pones en el disparador, Paco, y las carantoñas de antaño desaparecían por el
sumidero del delirio, la paz inverosímil, los empellones de la cordialidad
estampados contra el muro de la insolencia.
Francisco
llegó al zaguán y, dado que ya había amanecido del todo, vio la luz del día
filtrada a través del cristal de la puerta del portal. Nada más pisar la acera,
se ajustó el casco, se calzó las gafas de sol y comenzó a pedalear. Se trataba
de una afición que le venía desde la niñez. En aquel entonces, además de al
ciclismo, consagraba el tiempo libre a jugar al escondite con los chavales del
barrio, a desear toquetear las partes pudendas de las compañeras de correrías y
a repasar las tablas de multiplicar con los naipes en los rellanos de la
escalera de la casa paterna. No había sido un chico conflictivo. Sacaba notas
dignas, obedecía a bote pronto y no exasperaba a los progenitores con ristras
de peticiones rocambolescas. Se enamoró de una vecina coetánea de ojos saltones
y curvas prematuras que vivía dos portales más allá del suyo. Ella no le hizo
el menor caso y él se creó un universo de fantasías pueriles desembocadas en el
aluvión de las poluciones nocturnas. Con frecuencia la celaba, de matute,
disfrazado de espía al servicio de los impulsos hormonales, y nunca se atrevía
a dar el paso definitivo de abordarla. Jamás habló con ella. Le escribió
docenas de cartas (todavía conservadas en un altillo dentro de una caja de
recuerdos impúberes) que no envió por miedo a la catatara de las consecuencias.
Dos veranos antes, por azar, la había visto transformada en una madre
redondeada por el torno irrebatible de los lustros. Se saludaron con las cejas,
separados por un paso de cebra con el muñeco del semáforo a punto de rojear,
sin ninguna mercancía que intercambiarse en las alforjas de la existencia. Ella
llevaba un rapaz prendido de la mano derecha y una bolsa de la compra atestada
de verduras en la izquierda. No se detuvieron, pero al cruzarse en medio de la
calzada, él percibió un olor a colonia antigua, un aroma agradable que encendió
las alarmas del pasado en sus fosas nasales de hombre melancólico.
Me
pones en entredicho, Paco, y el ronroneo de las mentiras patinaba en el hielo
de las desavenencias, el futuro avinagrado, el fulgor de las payasadas
deslumbrante durante las visitas sabatinas.
Cincuenta
minutos más tarde, con las nubes de contaminación de la ciudad dejadas atrás,
emprendió la ascensión de un puerto de montaña. Acompasó la respiración con el
ritmo de las pedaladas y conjuntó el frufrú de los resuellos con la belleza
pletórica de las laderas. Conocía la zona al dedillo, de otros sábados, pero no
se cansaba de admirar la quietud sin parangón de los cajigos ni el matiz ocre
de las mohedas. Hizo una parada técnica tras superar un repecho especialmente
empinado y bebió un trago largo del agua con minerales que portaba en el bidón
adosado al cuadro de la bicicleta. Escupió sobre las chinas de la gravilla del
margen de la carretera y continuó con la subida. Tres horas después de haber
empezado a pedalear, llegó a la meta de la cumbre. La vista desde allí arriba
era magnífica. Los campos se extendían infinitos, sosegados, clasificados en
polígonos asimétricos verdes o amarillos, planos como tablas de río. Una
bandada de buitres volaba en cercanos círculos majestuosos, sin duda alrededor
de una carroña divisada con el don de la vista prodigiosa, atentos a la
exclusividad indomesticada de las circunstancias. No había nadie en lontananza,
ni coches ni personas, solo la madre naturaleza empecinada en exhibir lo mejor
de sí misma. Se comió el plátano y las nueces ya peladas con hambre auténtica,
la pureza del aire mirífica, los sentimientos de la soledad indescriptibles. Le
hubiera encantado quedarse allí todo el día, lejos de las garras de los
compromisos conyugales, sin tener que acudir a la penitencia semanal del
siquiátrico. Sabía que era imposible de todas todas, pero el perfil de una
sonrisa se dibujó en la satisfacción del gesto mientras se lo figuraba. Amusgó
los ojos y vio cómo las rapaces, posadas ya en torno al animal muerto,
disfrutaban de un banquete de órdago gracias a la potencia de los picos. La
peculiaridad de la escenografía se asemejaba a un documental de la televisión y
el imperio tajante del silencio la pintaba con el lustre impoluto de la
autenticidad.
Me
sacas de mis casillas, Paco, y la pujanza de la antipatía se esponjaba rauda,
las tardes eternas, el tiento de las bromas cortado a cercén.
Bajó por otro sitio para completar
una ruta circular y volver a la ciudad. Moderó un poco la velocidad al advertir
una franja de niebla en medio de la calzada, las zapatas revisadas, el egoísmo
de los peligros real. Controlaba el manillar con precisión de puntillista
gracias a la firmeza de los brazos y gozaba al romper el aire con el espolón de
la bicicleta. Algún que otro insecto se le estrellaba contra las arrugas de la
frente, pero eso era lo de menos. Ningún placer en el mundo mejoraba al ir a
toda pastilla cuesta abajo. No pensaba en nada ni en nadie, solo se regocijaba,
a palo seco. El firme, alquitranado recientemente por una máquina de
competencias provinciales, según un cartel alardoso clavado a la vera de la
cuneta, se imponía en las escasas y cerradas curvas. Al llegar a una de ellas,
frenó con suavidad y, en el momento de girar, la vista se le fue hacia los
arbustos de la derecha. Entonces, a unos veinte metros de la carretera, le
pareció ver un coche patas arriba. De entrada imaginó que era un espejismo
provocado por los rayos arrogantes del sol, pero cuando se detuvo del todo, vio
que no se había equivocado con la primera impresión. Se quedó perplejo durante
unos segundos, la magia del descenso rota, las ramificaciones de la sorpresa
inesperadas. No se oían gemidos que alertaran de presencias humanas y los
trinos de los pájaros colindantes interpretaban la melodía aparatosa de la
normalidad. Se apeó de la bici y se acercó al lugar del desastre con lentitud
de depredador, empapado de sudor, desconcertado, tratando de no ortigarse la
desnudez de las piernas. Avanzó entre los matorrales a través del pasaje creado
por las vueltas de campana del vehículo, sintiendo miedo de encontrarse de
sopetón con cadáveres decapitados o extremidades escindidas. Nunca le habían
agradado las películas de terror que incluían sangre a tutiplén, los monstruos
hematófagos, los detalles de las mutilaciones escabrosos. Entretanto la
tranquilidad del lapso descollaba inconmensurable y los porqués del accidente
deambulaban invisibles entre las hojas dentadas de los árboles.
Me pones del hígado, Paco, y el
quiquiriquí de las rencillas se deslizaba por el tobogán de la hartura, las
contradicciones chamuscadas, las llamas del desabrimiento azuzadas por el
atizador de la rabia.
El todoterreno era un modelo
moderno, de color gris marengo, dotado de cuatro ruedas gigantescas, y parecía
intacto a primera vista. No había lunas destrozadas ni parachoques abollados.
En el asiento del conductor, boca abajo, se apreciaba la presencia de un bulto
inerte. Francisco se arrimó más y vislumbró una cabellera cobriza despeluzada
pegada a la cuadratura de la ventanilla. Era una fémina joven, desmayada o
muerta, con el cuerpo de espaldas encogido en una postura insólita, y no se le
veía el rostro. El tictac de las luces de avería, acaso automáticamente
disparado a raíz del golpe, imprimía una cadencia de muelle bien engrasado a la
fatalidad del momento. Tomó el móvil de la mochila que llevaba en la espalda,
pero por desgracia no había cobertura en la zona. Buscó un pedrusco para
intentar liberar a la mujer de la cárcel de la carrocería y no halló ninguno en
las inmediaciones. Tornó a la carretera con los nervios a flor de piel, echó un
vistazo a ambos lados por si alguien se aproximaba y asumió que estaba solo en
el mundo ante la dictadura vehemente del siniestro. Quería reaccionar y no
sabía por dónde empezar. Al cabo cogió una piedra de aristas puntiagudas y
regresó hasta el coche. Aporreó el vidrio con brío de coloso, obtuvo la
recompensa ridícula de unas grietas externas y se quedó más decepcionado que un
infante sin chocolate con churros en una tarde decembrina. Entonces vio un
portabebés medio oculto en el asiento del copiloto. Los cinco dedos minúsculos
de una manita blanca como la leche surgían de la penumbra y trocaban la calma
de la atmósfera por una balumba de urgencias. Rodeó el vehículo vapuleado por
una prisa de histérico y descubrió con estupor que el cristal de la ventanilla
estaba un poco bajado. Metió el brazo por el espacio libre, palpó la ropa que
envolvía a la criatura y tocó la blandura de una carne facial aún sin hacer del
todo.
Me pones en un brete, Paco, y el
zambombazo de las recriminaciones estallaba durante el mal trago de las
visitas, los embrollos peliagudos, el busilis de las remembranzas finiquitado.
Francisco se agachó más para poder
actuar con mayor eficacia y se topó con las facciones atónitas de la mujer. No
cabía ninguna duda del óbito, los iris petrificados, el arrebol de los mofletes
abolido de un plumazo. No obstante, el niño estaba vivo y en ese instante los
espeluznos del silencio se quebraron con el aguijonazo de un llanto inopinado.
Fue un sonido agudo, límpido, casi irritante, sumergido en el maremagno
tormentoso de la desdicha. Introdujo el otro brazo y trató de sacar al bebé con
meticulosidad de tasador de rubís. Apretó el cristal hacia abajo con todas sus
fuerzas, pero era literalmente imposible, con la contundencia del accidente bloqueando
a conciencia todos los sistemas eléctricos. Pasó la yema de los dedos por la
epidermis del rorro, sin poder verle la cara, y se le puso la piel de gallina
al constatar que el porvenir de aquel angelito dependía de su capacidad de
reacción. Fue hasta el maletero, por si encontraba una barra o algún otro
utensilio apropiado para hacer palanca, aunque también estaba cerrado a cal y
canto. Probó de nuevo con el maldito móvil, pero estaba claro que ese sábado la
tecnología se ponía al servicio del infortunio. Pensó que el crío quizás
llevaría toda la noche a la intemperie y fue a por el bidón de la bici para
aliviarle la sed. Se mojó los dedos, los posó sobre la inocencia de los labios
infantiles y, estremeciéndose, percibió cómo la lengua diminuta le lamía el
estropicio de los padrastros. Estaba delante de la vida y de la muerte,
transformado en otro dios distinto al de unos minutos antes mientras descendía
a toda mecha por el abajadero de la carretera. Colocó al chiquilín lo más
cómodo posible mediante una maniobra compleja y fue a buscar otro pedrusco
mayor. Al fin encontró un ejemplar adecuado, sepultado a medias, y le costó
horrores extraerlo porque la tierra estaba dura y reseca. Ante la posibilidad
de herir al bebé, se plantó delante de la ventanilla de la conductora y, con
las manos empercudidas como un hombre de las cavernas, observó de qué modo la
impasibilidad del cielo se mantenía ajena a las tribulaciones de la humanidad.
Me pones de mil colores, Paco, y el
miramiento de la relación se hundía en el naufragio de las jornadas, las
vicisitudes fraudulentas, la importancia del pretérito quebrantada.
A fuerza de un sinfín de golpetazos,
Francisco logró romper el cristal. Quitó los añicos con delicadeza supina y
comenzó a sacar el cuerpo de la mujer. Pesaba de lo lindo. Tiró de las axilas
con vigor de titán, las muñecas frías, la alianza del anular amustiada. En la
pernera derecha del pantalón vaquero se apreciaba una mancha numular oscura y
en los pies, descalzos, destacaban unas uñas pintadas con un fucsia vívido. La
blusa malva se desabotonó y dejó a la vista la turgencia de dos senos de primípara
joven. Era guapa, sin aditamentos cosméticos, convertida en esos momentos de
tensión extrema en una heroína de carne y hueso dentro de una película con
desenlace trágico. Sin embargo, no tenía tiempo para soñar con la dispersión
del sexo. La tumbó al lado del tronco de un quejigo, la calibró durante un
instante efímero, consciente de que aquel visaje de hermosura extinta jamás se
le borraría de las páginas de la memoria, y retornó enseguida a la tarea de
libertador. Penetró a rastras en el vehículo volcado y se rozó la desnudez de
los muslos con diminutos trozos de vidrio todavía pegados a la ventanilla. No
sintió dolor al reptar por el interior en busca del crío que continuaba
llorando, pero se quedó de piedra nada más verle la cara. En los ojos rasgados
del querubín se adivinaba un origen oriental. Anclado en medio del océano de la
estupefacción, Francisco repasó en una fracción de segundo las capitales de
unos cuantos países del continente asiático y tuvo auténticos problemas para
recordar que Yakarta era la de Indonesia. Su mente se alejó de la adversidad a
la velocidad de la luz, viajó hacia atrás entre el amasijo de los años y se
detuvo en la tarde de un otoño remoto. Estaba sentado junto a su mujer, mucho
antes de la ingratitud cruel de los descarríos, en el sofá donde disfrutaban de
las películas de los domingos, turbados ambos con la historia de una pareja
francesa que había ido a Camboya para adoptar un niño. Los incordios de la
burocracia estatal se complicaban hasta límites insospechados y el amor de los
futuros padres se agitaba por el zarandeo crudo de las incertidumbres. Ese día,
tras apagar la tele, se fueron a la cama con la sensación de haber compartido
la ambigüedad de una ficción con final chocantemente infausto y durmieron más
juntos que nunca.
Me pones de los nervios, Paco, y el
barco de papel de las reconvenciones zozobraba en el pozo de las discrepancias,
el varapalo de las marejadas categórico, el porqué de la incomunicación
despotricado.
A pesar de aquellos recuerdos
venturosos, cuando tuvo al bebé en los brazos fuera del todoterreno, no supo
qué hacer con él, con el cricrí de los vagidos, terminado por arte de magia, aliándose
con el gobierno impiadoso del astro rey bajo el azul cerúleo del cielo. Su
mujer siempre había querido tener hijos, incluso desde el principio de la
relación, pero él se negó en redondo, arguyendo que ya existían demasiados
desgraciados en el planeta para encima traer uno más. Ahora, a punto de cumplir
la nada despreciable edad de medio siglo, pensó que quizás aquellos noes
tozudos habían contribuido a desatar o a espolear la enfermedad mental de su
consorte. Contempló la criatura que emergía con vitalidad incólume entre el
desgarro de los padrastros y se emocionó como cuando, siendo un mocoso que
apenas levantaba un palmo del suelo, se padre le regaló su primer triciclo. A
renglón seguido, echó una última ojeada a la madre exánime que ya no podría
desempeñar las funciones de genitora y regresó hasta donde permanecía la
bicicleta, a sabiendas de que los avatares de aquel sábado iban a cambiarle la vida.
Vació la mochila, se la colocó delante del pecho, arropó al bebé con el chal en
el que estaba envuelto y lo encajó dentro de ella con escrúpulo de cirujano.
Dejó la tapa abierta para facilitar la respiración y continuó con el descenso,
más despacio que nunca, sin volver la vista atrás, con las pupilas hincadas en
el éxtasis del horizonte y el corazón afincado en la heredad de la esperanza.
No se sentía un ladrón de niños, sino un hombre consecuente en pos de la salvación,
capaz de ir al siquiátrico a ver a su esposa y presentarle al nuevo miembro de
la familia.