miércoles, 13 de junio de 2018

XXIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2018


MODALIDAD: AUTOR LOCAL


GANADOR: JOAQUÍN GARCÍA PÉREZ

Joaquín García Pérez nació en Guardamar del Segura el verano de 1990. De pequeño siempre le gustaba leer libros, revistas y periódicos, lo que le lleva a estudiar la Licenciatura en Periodismo en la Universidad Miguel Hernández de Elche. Durante sus estudios descubre el libro El Nuevo Periodismo de Tom Wolfe. Este libro hace que comience a interesarse por escribir ficción y comienza a escribir relatos y novelas más allá de los géneros periodísticos. A su vez, cursa varios talleres y cursos de guión cinematográfico, relato breve y novela negra.

En 2014 queda finalista en los XIII Premios Provinciales de la Juventud de Alicante en la categoría de relato breve con el relato Silencio, pero no consigue ganar ninguno de los tres primeros premios. Es en 2017, en la decimosexta edición de los Premios Provinciales de la Juventud de Alicante, cuando logra ganar el segundo premio en la categoría de relato breve con el relato No estoy loca.

Actualmente trabaja de profesor de español como lengua extranjera. 


MI FUNERAL

Otra vez vuelvo a ser una espectadora de mi propio funeral. Mi cuerpo podrido va dentro del ataúd y yo lo puedo observar todo desde fuera como un espectro. Veo a mi hijo llorando, fundido en un amargo abrazo con su mujer que trata de consolarlo. También están mis dos amigas: Dolores y Victoria. Y también ese hombre que hace que me estremezca cada vez que lo veo. Ahí está. Pasivo ante la pena de los demás. Ese hombre alto con media melena canosa que peina con raya en medio, con sus gafas de pasta negra redondas, y vestido con un largo abrigo negro de felpa. Veo que se acerca a mi hijo y le dice algo al oído y él asiente con la cabeza mientras se seca los ojos. Entonces, me despierto alterada en mitad de la noche. Otra vez he tenido el mismo sueño. Sé que el momento se aproxima.
Como cada lunes me levanto y lo primero que hago es tomarme la pastilla diaria que el médico me recetó y tengo que tomar, según sus palabras “hasta que muera”. Luego desayuno y voy a la tiendecita de comestibles cerca de mi casa a comprar. La visita del domingo de mi hijo, mi nuera y mis dos nietos me ha  dejado la nevera semivacía. Compro lo justo para que la bolsa no sea muy pesada y no me cueste mucho esfuerzo subir las escaleras hasta el primer piso donde vivo. Mis rodillas ya no son lo que eran.
Cuando regreso a casa, cocino, como, duermo la siesta un rato y como es habitual en los días de verano, en torno a las seis de la tarde, cuando el sol ha dejado de ser abrasador, voy a la casa de mi amiga Victoria, donde nos reunimos para jugar a las cartas. El verano anterior éramos cuatro, pero María no superó el frío del invierno y una bronquitis se la llevó. Ahora solo quedamos Vicenta, Dolores y yo. Cuando entro al patio interior de la casa de Vicenta, quiero sentarme en mi asiento habitual, pero el perro de Vicenta está durmiendo en ella. La otra silla que queda libre es en la que se solía sentar María.
—Vicenta, ¿puedes quitar al chucho de mi silla?
—Déjalo, Teresa, que ahora está durmiendo. Siéntate aquí, que esta silla está libre —dice señalando con su gordo dedo índice el asiento que queda libre en la mesa de cuatro.
—Ahí se sentaba María — le respondo mientras sigo de pie sujetando mi bolso a la espera de que Victoria quite al perro y con tal de convencerla añado—: Vamos a guardarle respeto.
—¿Respeto? Qué respeto le vamos a guardar ahora a la pobre…
—Que no me quiero sentar ahí, ¡coño! —le replico perdiendo la compostura.
—¡Está bien, mujer! —acepta Victoria a regañadientes que le propina un azote al perro para que baje de la silla.
El perro, que en edad equivalente a la de un humano es más viejo que cualquiera de nosotras tres, se va renqueante y, tras dos intentos,consigue subir a la otra silla para continuar durmiendo. Tras la discusión, empezamos a jugar nuestra partida de chinchón de todas las tardes donde nos apostamos unos cuantos euros de nuestra pensión. Todo va con normalidad hasta que una pregunta interrumpe mi tranquilidad.
—¿Sabéis quién se ha muerto hoy? —pregunta Vicenta mientras tira al centro de la mesa sus cartas ganadoras.
Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Lo siento desde el interior de mis entrañas hasta la punta de mis dedos.
—Yo he oído que las campanas han tocado a muerto. Por el sonido ha sido una mujer, pero no sé quién —dice Dolores.
El tiempo pasa lento mientras espero con incertidumbre la identidad de la mujer muerta que Victoria se dispone a revelar.
—Ha sido Pilar, la mujer de Antonio el Manco, el que fue alcalde—nos dice Victoria mientras baraja las cartas y tras una pausa añade—: Un infarto.
—Pobrecilla, si se la veía bien. ¿Qué edad tenía? —pregunta Dolores.
—Era seis años menor que nosotras. Setenta y dos o setenta y tres —les digo con la mirada perdida en las cartas y en las manos gordas de Victoria barajándolas—. Fue vecina mía, luego se mudó a la parte nueva del pueblo.
—Pues al hoyo ha ido —sentencia Victoria mientras comienza a repartir las cartas para una nueva ronda—. Así, de la noche a la mañana. ¡Pum! Ataque al corazón y adiós. Dicen que la colombiana que la cuida se la encontró tiesa en el suelo de la cocina cuando volvió a la casa.
—¡No hables así! —le replico a Victoria ante sus ramplonas palabras.
—Ay, Teresa… Si nos quedan dos telediarios. Cualquier día nos vamos una de nosotras. Yo cuando me muera quiero que no me traigan flores. ¿Para qué? Si en dos días se pudren. Prefiero que me pongan…
            Victoria continúa hablando, pero he dejado de escucharla. En mi mente está la imagen de Pilar tirada en el suelo. Inmóvil. Sin vida. Y no puedo evitar que las cartas me tiemblen en mis manos salpicadas por manchas de edad cuando recuerdo el sueño de los días anteriores.
            Seguimos jugando hasta el ocaso y después vuelvo a casa. De camino no dejo de darle vueltas a la muerte de Pilar. “¡Pum! Ataque al corazón y adiós”. Las palabras de Victoria se me han quedado grabadas en la cabeza. Cuando llego a casa me preparo la cena: unas tostadas con algo de fiambre. Antaño solía preparar algo más elaborado para mi marido y para mí, pero desde que me quedé viuda hace ocho años me da pereza cocinar para mí sola. Luego veo un rato la televisión y me acuesto a dormir.
En mitad de la noche me despierto sudorosa. Otra vez el mismo sueño. Otra vez mi funeral. Mi hijo llorando y de nuevo ese hombre acompañando a mi hijo. Y yo, o mi cuerpo sin vida, dentro del ataúd. Busco rápidamente el interruptor, busco una luz que ponga fin a la oscuridad que ven mis ojos y a la pesadilla. Enciendo la lámpara de la mesilla de noche y me incorporo en la cama. La angustia me oprime el pecho y me impide respirar bien. Noto como dos lágrimas se derraman de mis ojos y recorren mis mejillas. Por un momento pienso si es solo angustia o una angina de pecho como la del invierno pasado. Recuerdo que tuve que ir al hospital y estar ingresada. Creía que era mi fin. El rostro de mi hijo mostraba que las palabras que el médico le dijo sobre mi estado de salud no eran buenas, sino, todo lo contrario. Finalmente, logré burlar a la muerte en esa ocasión, me recuperé y, tras unos días, volví a casa.
El dolor se va, parece que esta vez es solo angustia y el sobresalto de la pesadilla. Me seco las lágrimas con las sábanas y me levanto de la cama. Lo primero que hago es cerrar la ventana para que la brisa veraniega de la noche no me produzca un enfriamiento que pueda desembocar en algo peor. Sé que mi cuerpo ya es débil. Después voy a la cocina a prepararme una tila que me tranquilice. Mientras el agua se calienta, las palabras de Victoria sobre Pilar regresan a mi cabeza: “se la encontró tiesa en el suelo de la cocina”. Cuando la tila está preparada la dejo enfriar unos minutos antes de tomármela. Regreso con paso lento a la cama y me acuesto de nuevo. Apago la luz y cierro los ojos, pero mi intento de dormir es en balde. La imagen de ese hombre ocupa mi mente.
Trato de evadir esos pensamientos y no sé por qué pienso en las nochebuenas en familia. Recuerdo las primeras noches del veinticuatro de diciembre en familia. Mis hermanos, mis primos, mis padres, mis tíos y mis abuelos. Éramos una gran familia. Luego, conforme me iba haciendo más mayor, con el paso de los años iba faltando gente a esa reunión familiar. Primero fueron mis abuelos. Cuando me hice más mayor, mis padres. Luego mi marido. Y ahora, yo soy la mayor de todos y, por lo tanto, sé que soy la siguiente que faltaré. Trato de dormir, pero sigo sin conseguirlo.
Horas más tarde, los primeros rayos de sol que atraviesan las cortinas de la habitación ponen fin a la oscuridad de la noche. Me levanto y lo primero que hago como cada día es tomarme la pastilla. “Hasta que se muera”. Las palabras del doctor vuelven a resonar en mi cabeza como todas las mañanas cuando saco la pastilla del envoltorio. Me debato entre ir al entierro de Pilar o no. No era mi amiga, tan solo la conocía de vista, pero tras la pesadilla, la idea de ver un ataúd me produce escalofríos.
La semana pasa rápido. Mi hijo, mi nuera y mis dos nietos me visitan y comemos todos juntos el domingo. Por unas horas me abstraigo, me olvido de todo y me siento llena de vida con mi familia.
Cuando termina el día, mi hijo me dice que el domingo siguiente no vendrán a visitarme porque van a casa de unos amigos que viven en la montaña. Nos despedimos y pienso si esta podría ser la última vez que los viera. Dos semanas. Medio mes. Pienso en si me caigo por las escaleras al subirlas o bajarlas, en un infarto en la cocina como Pilar, en un olvido de mi pastilla diaria… Son muchas las opciones. Me veo frágil, sé que mi fin se acerca, que ese sueño de mi funeral, tarde o temprano, se hará realidad.
Otra vez lunes. Ya me he tomado la pastilla y he ido a la tienda a comprar lo justo. Esta vez me ha costado más de lo habitual subir las escaleras por el bochorno que hace. Mientras estoy preparando la comida, dos timbrazos me sorprenden.«Es él», pienso. Me seco las manos y voy apresurada al telefonillo para abrir la puerta del edificio. No me hace falta preguntar quién es, sé que es el hombre de media melena canosa y gafas de mis sueños. Abro la puerta del piso y mientras sube, voy a mi habitación y cojo del cajón de mi mesita un sobre que tengo preparado. Entra directamente al salón de mi casa y me saluda con un leve y formal apretón de manos. Hace casi cuarenta grados, pero siento un helor que quema cuando estrecho su mano. Entonces, saca de su carpeta de polipiel un recibo y lo deja sobre el trinchante del salón que protege un tapete de ganchillo. Como cada dos meses le entrego el sobre con el importe justo para abreviar al menos tiempo posible ese momento. El cobrador de la aseguradora lo guarda en su carpeta llevándose mi dinero y un trocito más de la poca vida que me queda.
—Hasta dentro de dos meses doña Teresa —me dice formalmente.
—Si Dios quiere —le respondo.
Me vuelve a estrechar la mano. Esta vez la siento incluso más fría que hace un momento y sale de la casa produciendo un gran portazo al cerrar la puerta debido a la corriente que se ha formado al tener las ventanas abiertas. El cuerpo me tiembla por partida doble: por el susto del portazo y porque no puedo evitar sentir la misma sensación de angustia cada vez que ese hombre me visita para cobrarme el seguro de defunción. Maldigo el momento en el que lo firmé y comencé a prepararme para mi muerte. Cojo el recibo con mis manos, todavía temblorosas, y lo guardo en el último cajón del trinchante junto a los anteriores. Mientras, los pasos de ese hombre bajando los escalones retumban en la escalera del edificio y dentro de mi cabeza como campanas fúnebres.

XXIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2018

 MODALIDAT: RELATS  ESCRITS EN VALENCIÀ


GUANYADORA: LAURA CABEDO COBO

Sóc Assitent Social i treballadora de l’Administració Valenciana. Estudiant de l’idioma, filla de poeta pintor, mare de bessones i enamorada dels clàssics des de xicoteta.

 Escric en l'aire, a l’autobús, a trenc d’alba… Participe en declamacions, tallers, vetlades poètiques i he tingut la sort de guanyar diversos premis de relat, poesia, cartes d’amor i microrrelats arran de la geografia espanyola, els quals m’han donat el gaudi de conéixer gent apassionada que respecta i estima les lletres. En alguns llocs eixe ha sigut el millor premi.

Done les gràcies a les organitzacions i a les entitats que convoquen certàmens en Valencià. La nostra llengua és una eina imprescindible, un regal per a la creació força encisador i poètic.  Em sent afortunada. Sens dubte, la literatura fa la vida molt més intel·ligible i valuosa.  


PÀGINES DE FUM


—Jo la vaig matar! —afirma entre llàgrimes aquell pobre infeliç.
L'home d'uniforme es remou a la cadira mentres arrossega un mocador pel seu front de banús. Dos hores d'interrogatori davall una calor insofrible pesen com a lloses sobre el convex de la seua esquena. Haguera preferit deixar caure un sol gegant i tranquil després dels versos de Girondo: estime les dones que saben volar, o entretancar els ulls en la línia repuntada de vaixells al final del port, allà on sempre emergix la negra que li va fer perdre la por. Uns pocs instants de cossos enervats engolint-se com ciclops i, després, tanta vida per a l'oblit.
—Sóc el responsable de la seua mort, sergent!
Però està allí, a un mes escàs de la seua jubilació. Per horitzó eixe marrec d'ulls xinesos, eixut i estremit, que va acudir a confessar com embolicat en una tempesta.
El paisatge és un quarter fosc amb estores en les finestres. La marea febril dels carrers havaners es cola a crits pels badalls de llum i, al centre de la sala, sembla girar un engolidor invisible on algunes mosques revolegen la pudor de les paraules.  Sobre la taula un ventilador ondeja el seu lament de xitxarra trista i, a ràfegues, engrunsa la cabellera indígena de Gabriela, la taquígrafa, que transcriu les evocacions de Jesús Li amb una precisió d'autòmat. 
—Està bé, xicot, comença novament pel principi, però, per favor, intenta ordenar les idees. —El sergent se sorprén de la seua pròpia paciència. Sens dubte s'està fent vell.
El principi…Jesús Li toquereja la seua orella com si enfocara un complex projector de records. Després del curt viatge al centre de si mateix arriba als seus onze anys, quan va entrar en la plantació de Pineda del Riu. De sa mare mulata va heretar la força i la diligència pel treball. De son pare oriental el respecte i la discreció. Per tals qualitats el van contractar en els bancals, per a esbrotar les plantes del tabac.
Tornar a aquells dies llunyans és acostumar-se a l'aire dens i humit d'una selva. Les fragants fulles traspuaven rosada, algunes tan frondoses que superaven la mesura d'un braç, dretes més enllà del seu cap en busca de la brillantor solar. Jornades esgotadores de robes amerades, que li deixaven els dits rovellats i la pell en pura crosta.
—Sembla mentira —pensa la taquígrafa. —Només quatre grafismes de la màquina resumixen la infància del mestís, més o menys de la seua mateixa edat, que ara gemeca com un animal ferit. —Que acabe prompte, Mare de Déu del Coure! —prega per als seu endins. —Només anhela abandonar el cau on treballa mecanografiant denúncies i delictes contra la seguretat de l'Estat o crims polítics. Quan acabe anirà a La Rampa amb la colla, a soltar els seus potents malucs, que demanen compassar un son davall la lluna melindrosa de L'Havana.
 —Concreta d'una vegada! Quan vas començar a traficar amb els llibres prohibits? —bramula amb autoritat el d'uniforme per a intimidar al seu interrogat o potser per a afirmar-se en el seu paper dominador.
Jesús Li té la boca seca, fa dos dies que no menja ni dorm, des que va morir la senyora Florinda Suárez i va començar a vagar pels foscos passadissos de la culpa. Si és capaç d'explicar tota la història, podrà descansar i pagar la seua pena.
Als setze anys, un colp de sort li va fer deixar els camps i traslladar-se a la capital. Sens dubte el millor destí per a un mestís pobre: ajudant del jardiner en una mansió de Miramar. El seu amo era un burgés asturià enriquit amb el negoci del tabac.
El xic fa un descans, com si un record se li haguera quedat barrat en la gola. És la imatge d'ella, la filla de l'espanyol, quan tot just dèsset roses fresques l’incendiaven les galtes, assentada davall el plataner amb un llibre en la mà.
La retorna impossible i bella, com sempre s'invoca el que s’ha perdut o allò que mai es va tindre. No es va atrevir a acostar-se al seu cos subtil de randes i ombrel·la blanca. Ni a mirar els seus ulls d'ensomni, que devoraven les línies mentres amb els dits les recorria, igual que s'acaronen els pètals. La veia en cada flor, en cada fruit sucós mossegat d'amagat, amb fruïció, per a aplacar la tebiesa que pujava per les cames, enfilava la columna i se li enquistava en els llavis al pensar-la.
—Senyor, confesse que en eixos mesos vaig tindre els meus primers alleujaments impurs somiant-la. 
El sergent mira de reüll a la taquígrafa que no sap molt bé com anotar aquesta última confidència. Si el jove no es centra tornaran a casa davall les estreles qui sap de quina nit. Finalment, Gabriela escriu d'un sol colp una paraula inusual per a la seua màquina: amor
—Xic, parla'm dels llibres —prega sense adonar-se'n el trastornat policia.
Jesús Li els transporta al temps de revoltes i morts que van acabar en 1959, amb l'eixida dels estrangers i dissidents. El sergent recorda bé aquells anys, inclús Gabriela, que llavors era adolescent, evoca l'algaravia dels partidaris de Fidel que celebraven la victòria en les places. Tot estava per estrenar, la solidaritat, els somnis per un món millor amb eixe eslògan de barbuts “Pàtria o Mort: Vencerem”.
Es van repartir terres i promeses als llauradors que fins llavors només menjaven les sobres. I es va fer pública la cultura. Amb la campanya d'alfabetització, inclús els pobres més allunyats en l'arxipèleg aconseguirien el seu accés a l'escriptura. Però els nous temps no s'avenien amb el capitalisme dels ricassos.
—Ella se’n va anar, senyor. Sense que poguera dir-li ni una paraula.
La seua única comunicació van ser unes senzilles margarides que ell depositava en l'engrunsadora on ella llegia. Les mateixes que la xica guardava en els seus llibres.
 —Abans d'embarcar va manar que deixaren el seu bagul en la caseta de jardineria. Me'ls va regalar. Tots eixos llibres només per a mi! Una nit vaig anar amb el meu cosí i ens emportàrem el bagul en la camioneta. El vaig amagar davall del meu llit. Per a recordar-la, sergent, només això. Ho jure!
Un any després entrà a treballar com a torcedor en una tabaqueria. Encara continuen explotant en llum els seus finestrals alts, i el sostre de bigues amb grans focus il·lumina els torns dels qui amb destres mans fabriquen cigarros. Al xic li va ensenyar l'ofici un tio seu. Col·locava les fulles una sobre una altra, les allisava bé i enrotllava un ruló estret, després tallava la mesura desitjada i donava forma redona a l'extrem del pur. Un acabament d'adragant apegava l'exterior i l'anell, a una polzada del cap, i ja estava el paquet per a les empacadores que posaven el segell de garantia. Tota una obra d'art destinada a cremar als llavis del fumador més exigent.
 En aquella empresa de cinquanta treballadors hi havia torcedors, empunyadores, empacadores i controladores de qualitat, a més dels peons de fardells que venien en camions des dels tendals d'assecat, i els distribuïdors a les empreses de venda o als vaixells del port.
—Sergent, ha de creure'm, tot va ocórrer com li vaig a dir, diguen el que diguen les proves trobades.
Eren jornades d'idèntica rutina i treball dur, monòton. Per això el règim va permetre la continuïtat d'eixa feliç idea: “El lector de tabaqueria”. Una  professió única  amb  més  de  dos-cents empleats en tota l'illa. Florinda Suárez, una antiga mestra, va ser l'encarregada d'informar, alliçonar i omplir de cultura literària aquelles hores de tediosa tasca en la fàbrica objecte de la investigació.
Jesús Li prompte es va convertir en un destre torcedor, però el seu cervell viatjava lluny junt amb la càlida veu de la dona entrada en anys i quilos, amb llengua d'àngel i bondat infinita, disposada a complaure a qui volia escoltar-la.  
 Florinda elevava a la perfecció el seu ofici singular. Mai tocava els productes acabats. Era abstèmia del fum i bona consumidora de paraules. Llegia amb timbre de góspel, des de la taula a l'entrada de la nau, d'on brollaven aventures, passions o venjances ordides en els llibres.
Les notícies del diari oficial eren de lectura obligatòria als matins. Després es recomanaven receptes de cuina i, a petició dels companys analfabets, fins es desxifraven prospectes medicinals. Completaven la jornada novel·les o poemaris permesos pel règim i la cultura oficial. Ella interpretava, convertida en l'esclava, l'assilvestrada, la insurrecta… L'ànsia de llibertat en la seua ànima transportava a cada oient de la realitat, xicoteta i anodina, al món imaginat, indòmit i etern:
Es miren, es pressenten, es desitgen,
s'acaronen, es besen, es despullen,
es respiren, es giten, s'oloren
es penetren, es xuplen, es trasmuden,
s'adormen, desperten, s'il·luminen

 Repetix el xic entre vapors de nostàlgia. La taquígrafa, amb la vista clavada en la seua màquina, acaba mossegant-se el llavi inferior i somiant sense voler.
El militar, que estava avorrit de tanta revolta, desperta catapultat per un ressort. Ha reconegut el seu adorat Oliverio Girondo en eixos verbs que aquell infeliç declama de manera sublim, com si brollaren d'una gramola inserida al seu pit.
   —Llavors se'm va ocórrer, sergent.
Un matí de primavera va decidir abordar Florinda. «Ens llegiria este capítol?, on dorm la margarida seca, per favor». La mestra va esbossar un tendre somriure de dents blanquíssims, emmarcats per la papada fosca i el colorit mocador que embolicava el seu cap i ressaltava més la pell bruna. Quan va fullejar el llibre, el seu semblant es desencaixà. «Americà!». Va mirar al jove amb estupor. «No puc llegir açò públicament, està prohibit, tacat. D'on l’has tret, xic? Guarda’l, que ningú ho veja!»
—No l'entenia, sergent. Per a mi, allò era com una carta d'amor eixida de les mans de la dona que vaig voler. Florinda m'ho va veure als ulls i amagà el llibre davall el calaix de la seua taula. Van passar tres jornades i jo sense esperança, senyor.

Per la reixa, entre els buits de les flors arrissades,
jo els veia donar colps… El soroll i la Fúria. William Faulkner.

            Van ser les solemnes paraules de la lectora al quart dia. Els empleats quedaren perplexos, alguns inclús es van espantar, però Florinda va continuar llegint com si res. El cor del jove torcedor galopava, i els seus esgarrats ulls es van cobrir d'eixa boira de les dolces ferides, que escampa la memòria per a atrapar-nos un poc més.
Amb el temps Florinda va prendre possessió d'un imperi. Tal vegada la causa perduda dels seus somnis literaris:
Paraules, paraules desplaçades i mutilades, paraules d'altres,
va ser la pobra almoina que ens van deixar les hores i els segles…

Va ressonar mesclat amb l'olor acre de la fàbrica una vesprada plujosa. «És L'Immortal de Borges», es murmurava de fila en fila com una onada entre els tabaquers. Tots experimentaven una delícia morbosa davant aquella promiscuïtat del que és prohibit.
—Borges!, però com se t'ocorregué, boig? Eixe anticomunista declarat! —El sergent sua profusament, se servix un gran got d'aigua gelada sense reparar en els ressecs llavis de l'interrogat i pregunta—: Dis-me, fill. Quins altres actes subversius es van dur a terme en eixa fàbrica?
Amb fondo sentiment el torcedor canta uns versos, apresos de memòria, mentres preparava un encàrrec d'havans especials per a la comandància:

I t'estaré esperant com en les estacions
quan en alguna part es van adormir els trens
i tal vegada tot el fum que camina buscant casa
vinga a matar encara el meu cor perdut.

 El policia esbufega; si no fóra pel carbó de la seua pell, s'hauria pogut observar l'incendi en la seua cara al reconéixer Neruda, totalment vetat en l'illa per fer una conferència per als ianquis. Gabriela ja no escriu, ha quedat petrificada, amb els seus enormes ulls fixos en els unflats del mestís.
—Vols dir que es llegia als enemics en temps de treball! —inquirix l'home d'uniforme dempeus.
—Sí, sergent, i… altres, tots trets del bagul. Els forràvem amb diaris per a dissimular, en especial els d'escriptors cubans exiliats o fugits de l'illa: Cabrera Infante, Heberto Pad…
—No seguisques! És prou —lladra el militar iracund.
La taquígrafa accelera per a poder anotar totes aquelles frases infames.
—Va ser la dona d'un empacador, senyor. Quan va veure que Florinda ens tenia tan abstrets li va entrar la banya dels zels a traïció. I la va denunciar!
Jesús Li recorda afligit aquella vesprada. La lectora explicava, segons una revista de cuina, la recepta “de l'arròs congrís” com ho feien els canaris, que li tiraven cansalada als fesols negres i amb ironia l’anomenaven “moros i cristians”, per la confluència dels grans foscos amb el blanc cereal. Ràdio Rellotge havia anunciat les sis en punt i en eixe moment va entrar la policia. No tardaren en requisar a Florinda el doble calaix de la seua taula. Allí s'amagava Vargas Llosa, Severo Sarduy, Joseph Conrad... Vint-i-quatre volums subversius confiscats i la pobra dona ofegada per la sufocació mentres la portaven detinguda.
 —Ella es va deixar anar, sergent, sense delatar-me. Aquest covard, no va saber reaccionar! De segur el seu cor dilatat no aguantà els interrogatoris i per això he sigut jo, senyor:
 Jo la vaig matar amb el meu silenci!
Plora l'infeliç exhaust, recolzat el seu front sobre la taula i l'ànima encabritada, perquè patix dos absències.
Les dades forenses reconeixen l'infart com a causa de la mort. Inexpressiu, l'home d'uniforme les mira. Recorda la seua joventut, quan es deixava arrossegar per les utopies, com eixos éssers que no arriben mai a temps a l'amor o a la felicitat. Pensa llavors en la transparent mordassa que cobrix totes les coses i es convenç: tal vegada la terra i els seus habitants són només paraules que entren i eixen dels somnis. Paraules com a criatures d'illa, rodejats de mar per tot arreu. Després murmura alguna cosa a la taquígrafa, ella dubta un moment i transcriu la sentència a màquina.
La vesprada eleva la llum i tot va quedant-se en silenci, només cimbra la veu de l'oceà i la percussió llunyana dels bars. Gabriela col·loca la confessió sobre la taula, l'interrogador allarga un bolígraf i Jesús Li, analfabet i trist, signa amb una creu.
Davall les últimes brases de l'horitzó és posat en llibertat sense comprendre res. Mai sabrà que el final de l'informe li exonera de culpa. Florinda Suárez és morta sense remei i, a criteri del sergent, l'intent de subversió al règim ha sigut emmudit.
Gabriela hauria remenat els seus poderosos malucs en la timba El Corb a ritme de guaracha, amb la mateixa rapidesa i precisió que gasta a les mans alades. En compte d'això, espera il·lusionada al poètic i tendre Jesús Li després de la reixa del quarter. Ara té una tasca més peremptòria que ballar mambo: ensenyar-li a llegir i escriure amb tota la paciència de l'amor.
Una lluna immensa és prou llum per al sergent que acaricia aquell llibre de fum; ho va dissimular ben bé davall el seu uniforme en la requisa al bagul del «ignorant erudit». Es delecta en veu alta, entre la solitud de la seua hamaca i un cert sucre a la boca com d’aliment per al cor:
El que em va resultar més dur, va ser tindre pensaments d'home lliure...  L'estranger - 1942. Albert Camus.
Per primera vegada en molt de temps somriu i alça un got a la memòria de Florinda. Dona fascinant sens dubte. De les que saben volar.