MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO
TÍTULO: LIMONES PARA ENDULZAR
Raúl
Castañón del Río, natural de Oviedo, es escritor. Cuenta en su haber con
distintas novelas como Sueños en conserva, publicada por la Fundación Alberto
Jiménez-Becerril contra el Terrorismo y la Violencia, como ganadora del X
Certamen Creadores por la Libertad y la Paz, y por la editorial Ringo Rango en
su segunda edición. También ha publicado colecciones de relatos temáticos como
Cuaderno andaluz, Dorsal 12 o Territorio WhatsApp (disponible en las
plataformas de Amazon).
En su
andadura literaria, Raúl Castañón ha obtenido premios de novela, de relato
corto y de poesía. Está asociado a la Asociación de Escritores de Asturias y a
CEDRO. Tiene relatos publicados en distintos libros de antologías y revistas
culturales. Ha sido miembro del jurado en distintos premios literarios y
también colaborador y corrector ocasional de publicaciones diversas, así como
partícipe en programas de radio, articulista deportivo y autor de letras
musicales.
LIMONES PARA ENDULZAR
Porque aunque la virtud
esté en lugar oscuro, jamás se esconde.
De la tranquilidad del ánimo.
Lucio Anneo Séneca
–Los limones, los
huevos, el azúcar, el hojaldre para la base, la mantequilla, la leche
condensada, o el merengue… Los ingredientes son más o menos los mismos en todas partes –solía decir Marga–. El
secreto está en la proporción y en el
toque personal que le des.
–Pues eso
tendrá que ser. Algún secreto tiene que haber, porque nunca había probado una
tarta de limón tan deliciosa.
Siempre le contestaban más o menos lo mismo quienes probaban por primera
vez la tarta estrella de la casa. En aquella ocasión el comentario también fue
elogioso y creíble. No exageraba, ni tampoco lo decía
por cumplir, la joven estudiante recién avecindada de alquiler en el pueblo. Bastaba escucharla para casi verla
relamerse de gusto con aquella deliciosa tarta recién
horneada, la enseña dulce comestible
del restaurante. La otra dulzura no se comía, pero
alimentaba con su buen trato sonriente.
–Pues entonces cómete otro trozo. A este invita la casa –le ofreció Marga desde
detrás de la barra, haciendo gala de su obsequiosidad habitual–. Cuando puedas disfrutar de lo que te gusta, tú no te prives, que ya amarga
bastante la vida cuando le da.
–Muchas gracias, pero mejor no. La línea, ya sabe. Aunque sí que me tomaría un poco más de café. Con sacarina, por
favor.
–La línea, la línea… A tus años la línea se te mantiene sola, hija. La única línea
que debería preocuparte aquí es la del autobús, que cada día pasa con más
retraso. Y otra cosa, jovencita; como me vuelvas a tratar de usted, te quedas
sin tarta y sin café para los restos. Yo aviso –escenificó índice en alto y acentuando la sonrisa
permanente de la cara. No sabía reñir de verdad, Marga.
El café estaba casi vacío y la risa de las dos mujeres
resonó entre las paredes iluminadas.
Joven una, la otra también, pero menos, envejecida de
más por los trabajos de la vida y el
sedentarismo. Pero nada había podido apagar nunca la sonrisa
fresca y jovial que Marga exhibía a cada momento. Una sonrisa que brillaba más que el ámbar
tubular de los neones anunciando café
con su nombre.
Marga sabía ponerle buena cara al mal tiempo y trabajar de firme. Se le daba
bien, había tenido poco tiempo para aprenderlo hace mucho. Por eso era que ahora en el pueblo todo el mundo la conocía y la valoraba por ello. Su
vida no había sido nada fácil, pero allí estaba ella, donde siempre: al pie del cañón un día tras otro, sin apenas descansos ni mucho
menos vacaciones. Ya podía llover, nevar o socarrar el solo como hoy, que ella abría y se despachaba siempre
con la simpatía voluntariosa que la caracterizaba. Atendía a solas su negocio
en la carretera general, un pequeño café-hamburguesería que destellaba su nombre al
estilo anglosajón: Marga’s. Allí, en plena profundidad ibérica fin de siglo, un rótulo
luminoso como de película americana
que congregaba a camioneros y adolescentes por igual,
invitando a todo el mundo a sentirse tan a gusto
como en su casa.
–Así
que un curso de verano en el Colegio Mayor –repitió Marga, asentando sobre la mesa de la joven una cafetera
casi llena para que se sirviese a discreción. El aroma del café se expandía incitante por el local. Desde
luego que se hacía muy difícil no encontrarse bien allí.
–Pues sí –respondió la
chica estudiante–. Un curso de extensión universitaria. Yo estudio Periodismo en Madrid y este año no quería pararme del todo en verano. Preferí tomarme unas vacaciones activas. Así que aquí estoy,
aprendiendo un poco y de paso conociendo algo de esta
tierra que ya llevaba tiempo con ganas de visitar por influencia de mis padres. Ellos vivieron aquí un tiempo hace muchos años. Por cierto, me llamo Rocío.
A Marga le
producía una satisfacción indefinible que aquella joven estuviese allí,
estudiando sin mayor urgencia ni preocupaciones. Era
una chica simpática y agradable, de bonita sonrisa hermoseada por el realce de la juventud en flor. Físicamente le recordaba a ella misma a su edad, con aquel tipo de sílfide que tenía. Mirarla era como verse en un espejo de veinte años atrás, pensaba Marga con un punto de nostalgia en la mirada. Tenía su encanto, un encanto comparativo y contrastante, el jugar a darle al reloj
tanta cuerda hacia el pasado; aunque según qué nostalgias podían volverse también un ejercicio agridulce por momentos. Y es que era lógico. El pasado, al recordarlo,
nunca pasaba del todo y a veces volvía
por vericuetos insospechados. Y con efectos de lo más sorprendente.
Aquellos fueron otros tiempos, tiempos más duros; sobre
todo para una mujer. La desigualdad
intersexual era mucho más pronunciada, a la par que invisible por omitida. A
Marga le tocó criarse en una época de estrechez de miras y no pocos sinsabores,
donde los limones solo podían ser ácidos y las dulzuras se cocinaban a fuego
muy lento todavía. Y al salirse del guion, las dificultades se multiplicaban
por mucho. Si, como fue su caso, la vida te deparaba una maternidad en la soltería.
Entonces la acrimonia subía muchos grados y las expectativas de fuego dulce se
apagaban deprisa. Todas las miradas alrededor, aun las desconocidas, se
tornaban de acritud y falsa moralidad. Parecía no haber penitencia suficiente
por deshonrar a una familia, a un colegio, a un pueblo entero, a decir de las
malas lenguas peores. Un acto impulsivo natural se censuraba cual atentado
intolerable contra las buenas costumbres, y la mujer señalada por el pecado
quedaba en evidencia, oscurecida y sola, completamente a merced de la
murmuración. Y si, para colmo, por juventud no se llegaba ni a ser mujer, todo se ponía más cuesta arriba aún. Pero Marga ya tenía mucho amor propio desde muchacha y no se
resignó a su mala suerte. Porque la suerte buena no caía del cielo ni
crecían en los limoneros, sino que había que pelearla y cocerla con tesón
paciente. Ya se lo decía su madre desde bien niña: “Marga, hija
mía, tú ten en cuenta siempre que por el mundo hay dos clases de personas: las
que, queriendo o sin querer, son
capaces de amargarlo todo a su alrededor, y las
que con muy poquita cosa consiguen endulzar hasta los limones más agrios”. Y pronto habría de
comprobar Marga cuán acertada estaba su madre. La vida le confirmaba que quienes habían nacido
para amargar, podían amargar la más almibarada de las macedonias sin esfuerzo ni conciencia; y, lo que era peor, también sin
remordimiento alguno. Por el contrario, había podido observar igualmente que
las personas del otro grupo acostumbraban a prodigar su don sin medida y casi sin querer; y, desde luego, sin
esperar nada a cambio. Pero a ella ni siquiera su propia madre tenía la receta para endulzarle un poco aquel mal trago. También
ella estaba
sola, empobrecida y marcada desde que el marido la
abandonase por otra. Así, ese consejo materno fue de la poca luz que sirvió de orientación a Marga en el
apagón sobrevenido. Notó un vacío social lleno de dobleces que se iba deslizando con ella a su paso apartado. Sin posibilidad de ayuda económica familiar, ni responsabilidades paternas,
ni mayoría de edad, Marga comprendió que nunca
sería tomada en serio por sí misma. Era casi una niña, pero ya lo bastante mujer para darse cuenta de
que bajo tales condiciones no podía haber mucho futuro ni para su hija ni para
ella. De modo que tendría que despejarse
el camino por su cuenta y riesgo exclusivos. Había que
ponerse manos a la obra deprisa si quería
abrirse paso en la vida.
Pronto pudo entrever el camino a través de las
lágrimas. Del otro lado de la mampara
aislante se
transparentaba la posibilidad, tan oportuna como oportunista, de la entrega en adopción de la niña por nacer. La mujer del médico del pueblo vecino estaba incapacitada
–cuando menos a ella se le achacaba en
los mentideros locales la incapacidad reproductiva– para
tener descendencia, y una mediadora convincente se le acercó con el acuerdo. Acogerse a la sensatez por el bien del bebé:
un entorno seguro y acomodado siempre pintaba mejor que un presente de escasez y oprobio hereditario. La niña tendría así un padre reconocido, solvente y
respetado, con apellidos completos que le abrirían puertas que de otra manera
siempre encontraría cerradas al crecer.
Marga tuvo tiempo a pensárselo bien con la criatura en el vientre todavía. Transcurrieron días
y días de reflexión solitaria con las miras puestas únicamente en el futuro de
la niña. Un
futuro que acabaría por decidir. Para Marga no era una elección fácil. Le resultaría muy doloroso y duradero el sarpullido que resquemaría su instinto
maternal a raíz de aquella decisión suya, pero terminó por aceptar la alternativa que se le ofrecía. Una vez llevado a término el acuerdo, a la joven
madre le pesó sobremanera no haber podido ni siquiera bautizar a su hija. Ya
estaba hecho, y hecho para bien, así que mejor no pensar más en el nombre que
ella le hubiese dado de no haberle cambiado los apellidos esos avatares del
destino. Además del vacío del corazón, del vientre y de los brazos, le quedó la
letra pequeña del acuerdo. Una pequeña compensación
económica y una carta de recomendación para un coqueto restaurante de la
capital, propiedad de un paciente agradecido del médico, quien había conseguido
priorizarle una operación mediante sus contactos en el hospital comarcal. Para bien y para mal, en un universo tan pequeño
todos sus habitantes compartían ligaduras.
Objeciones de
maternidad al margen, lo cierto es que el trato era
ventajoso y discreto. Al médico lo trasladarían pronto a su lejana ciudad natal
y la pequeña se quedaba en buenas y pudientes manos, estuviese donde estuviese. Cuando la vida no te ofrecía naranjas, había que tratar de dulcificar en
lo posible los limones que te caían
encima de golpe. Al final todo se reducía a eso, a algo tan fácil y tan difícil
como mejorar lo mejorable; ya contenía bastantes amarguras incontestables la
vida. Era natural, pura y dura supervivencia. El
dinero compensatorio no sumaba gran cosa, pero Marga mantenía intactos su vigor
juvenil y una fuerte voluntad matriarcal para salir adelante por sus propios
medios, por limitados que estos fuesen, que lo eran por
todas las coyunturas. Era cuestión de mantener encendidas las pocas luces del camino para no
perderse. Porque aunque la virtud estuviese en lugar
oscuro, jamás se escondería si era virtud verdadera. Y Marga atesoraba
auténticas virtudes laboriosas para ganarse una vida
digna, la que cualquier ser humano merecía por el simple hecho de serlo.
Pasaron años duros de privaciones, pero siempre pasaron hacia delante. Para
cosechar el futuro había que cultivarlo primero. Los madrugones y las muchas
horas de trabajo en el restaurante la
hacían caer rendida cada noche en brazos del agotamiento. Pero a la mañana
siguiente volvía a levantarse muy temprano, enérgica
y sonriente como un amanecer de primavera; siempre amanecía una sonrisa invencible en su
cara.
La Marga empleada seguía cocinando para los dueños y clientes del
restaurante mientras ahorraba para emprender un
proyecto propio. Hasta que pudo reunir lo suficiente para volver al pueblo de la
incomprensión con la cabeza muy alta y el ánimo bien dispuesto de siempre. La restauración había
sido su medio de vida desde su exilio
en la ciudad, y se había decidido a abrirse camino desde la cocina también en el pueblo que la
viese nacer. No había podido elegirle nombre a la
hija que le arrebataron los tiempos, pero al menos sí podría darle nombre, su
nombre de madre, tan limpio como el que más, al negocio hijo de sus muchos esfuerzos
de años. Marga había aprendido a desenvolverse por su
cuenta y a sacar lo mejor de cada situación, por adversa que pareciera. Así,
comprobó que los limones de la vida agriaban menos si se
les aplicaba una receta dulce. Y eso valía tanto para las personas como para los
postres. Su tarta de limón se hizo pronto famosa por la mucha aceptación que encontró entre la
gente, ya fuesen del pueblo, de los alrededores o
completos forasteros. No había distinciones de paladar: el gusto
especial de la tarta de limón de Marga’s andaba de boca en boca por toda la comarca.
Todos querían probar aquella receta casera, de dulzor tan agradable y
equilibrado que hacía imposible no
repetir la visita ni la recomendación. Lo que nadie
imaginaba era que el ingrediente secreto, lo que de verdad dotaba de
personalidad propia a la repostería de Marga, era la metáfora contenida en su factura. Una metáfora de
lucha, de ir hacia delante y de frente, con fe en uno mismo y con el empeño,
también, de humanizar la adversidad sin trazas de acritud hacia el mundo.
Hoy
las cosas han mejorado en muchos
aspectos, aunque lo ideal siga siendo eso, un ideal, una luz esperanzada empequeñecida en el
horizonte. Pero ver a esta chica, Rocío, tan resuelta y
espontánea a la hora de conducirse en la vida demuestra un claro avance
igualitario. Sus palabras exentas de imposiciones, sus estudios y su atuendo de libre elección
ejemplificaban bien el cambio de los tiempos. Un cambio que reafirmaba sin
saberlo el brillo inteligente de sus ojos claros y curiosos. El curso de la
vida del país se normalizaba hacia la igualdad de
oportunidades natural y Marga se congratulaba por
ello.
Y una vez más volvió a pasar pronto el tiempo,
volando como en los años rescatados del recuerdo. Durante aquella estancia de verano,
se habían ido estrechando con el roce diario los lazos entre Marga y la joven estudiante.
Rocío acudía al café todos los días, bien para comer o cenar, bien para tomar café y charlar un poco
con Marga. Sin duda la joven había encontrado allí una calidez de hogar sustitutiva, entrañable, diferente. Las confidencias entre ambas mujeres menudearon y dieron en
acentuar la afinidad apuntada ya desde el primer momento. Así fue como Rocío pudo conocer día a día los contornos
de la historia personal de Marga. Una historia de marcada cercanía, y no solo por
los retazos cara a cara de su relato. Lo que Marga
solía destacarle a Rocío era el hecho significativo de una coincidencia de
edades, de lugares, de destinos entrecruzados por algún signo circunstancial y al cabo favorable; tan favorable como el albur que auspiciaron en su día los padres
adoptivos de Rocío. La joven
estudiante tenía ahora la misma edad que Marga cuando
volvió de la ciudad para abrir el restaurante. De
alguna manera Marga’s, tendía un vínculo privado y fuera de carta entre ellas, y también entre los
tiempos tan dispares de sus respectivos veintiún años. Rocío le contaba
a Marga lo que había aprendido cada día, en el curso o fuera de las aulas, en esa otra universidad de obligada matrícula
que era la vida. Le hablaba con toda naturalidad de
sus proyectos: un viaje por Europa en InterRail, unas prácticas no remuneradas
pero formativas en una agencia de prensa, una revista digital de información universitaria a coordinar junto con otros
compañeros de facultad...
El curso acababa para Rocío con un poso de pena externa. Marga y ella
habían llegado a tomarse verdadero afecto y confianza. Marga, por su parte, la había ido ahijando poco a poco en su fuero
interno y también lloraría –más– en la despedida.
Cuando aquella noche de poco antes del adiós Rocío
apareció en compañía de Roberto, un guapo muchacho del pueblo con cierta –y merecida–
fama de haragán Marga no se
sorprendió demasiado.
–Ya
nos conocemos –dijo al decirle Rocío su nombre con
limones soleados en la voz y en la mirada tierna–.
Demasiado bien nos conocemos, ¿verdad, perillán?–. <<En realidad lo conocía ya desde antes,
incluso, de que naciera>>, añadió Marga para sus adentros.
Rocío
no dijo nada, solo sonrío por el reflejo de
Marga. Nunca dejaba de ver en ella a alguien capaz de
plantar limoneros dulces y madurar los frutos en el seno de su cosecha.
El
pasado de Marga se iba dulcificando poco a poco en el espejo retrospectivo que el verano le había puesto delante. Se la habían
encaminado con sutileza y la habían llamado Rocío. El nombre le gustaba, y los apellidos
coincidentes le habían corroborado al punto la certeza del instinto de la primera visita.
Claro que más gusto daba todavía constatar la educación recibida por la niña, una educación de la
que también ella había tomado parte, aunque fuese por delegación.
Era un verdadero placer verla conducirse por la vida con aquella frescura y cercanía tan admirables, sin una mala cara con nadie, tratando a todo el
mundo por igual independientemente de su condición.
Cómo no alimentarla y cuidarla con un extra de esmero durante su estancia en el
pueblo insospechado de sus orígenes, cómo no hacerla partícipe de aquella recóndita historia familiar. Por fin tanto
trabajo y desvelo se resarcían con una compensación a la altura, pensaba Marga preparando más café.
Si en el pasado no pudo darle un techo propio a su hija y tuvo que abrigarla en otro lugar,
hoy podía congratularse de la dura
decisión del ayer. Por fin un verano de vacaciones,
aunque fuera sin moverse del
sitio; aunque fuera así, por las cabriolas de un destino rocambolesco y coincidente hasta lo
increíble. Parecía que Rocío también se sentía atraída por los genes, tan irresistibles para
ciertas jovencitas
a lo que se veía, de aquel golfo de su padre. Un padre reconocido a su vez de ese otro hijo
de otra mujer que eligió llamarlo Roberto. Bueno,
nadie era perfecto, y de las atracciones fatales
también se aprendía; todo en la vida
enseñaba a vivir. Y hasta en eso se parecían las dos,
no solo en
la caída de ojos y la forma de reír.
Cuando
el muchacho salió del café y volvió a quedarse a solas con
Rocío, Marga se reconoció como nunca en sus ojos de
agua. Entonces vio definitivamente
claro que todo había merecido la pena y que podría
poner, de viva voz y con orgullo, toda una vida a nombre
de Rocío. Sus padres adoptivos la habían dejado libre para
conocer por sí misma aquella verdad recién nacida y no iba a ser su madre
biológica quien se la ocultase, se había ido persuadiendo Marga a lo largo del
curso. Tan solo le pidió a cambio que volviese a visitarla siempre que quisiese
o, en su defecto, llamarla por teléfono algún día. Bueno, eso y la
promesa honorífica de que si algún día la hacía abuela se lo haría saber.
Y así se completaron, con sorpresa y emotividad
fuera de programa, las enseñanzas de aquel verano revelador en las raíces, junto a la cafetera siempre dulce y humeante de Marga’s.