viernes, 24 de agosto de 2018

XXIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2018

MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO



GANADORRAÚL CASTAÑÓN DEL RÍO

TÍTULO: LIMONES PARA ENDULZAR

Raúl Castañón del Río, natural de Oviedo, es escritor. Cuenta en su haber con distintas novelas como Sueños en conserva, publicada por la Fundación Alberto Jiménez-Becerril contra el Terrorismo y la Violencia, como ganadora del X Certamen Creadores por la Libertad y la Paz, y por la editorial Ringo Rango en su segunda edición. También ha publicado colecciones de relatos temáticos como Cuaderno andaluz, Dorsal 12 o Territorio WhatsApp (disponible en las plataformas de Amazon).

En su andadura literaria, Raúl Castañón ha obtenido premios de novela, de relato corto y de poesía. Está asociado a la Asociación de Escritores de Asturias y a CEDRO. Tiene relatos publicados en distintos libros de antologías y revistas culturales. Ha sido miembro del jurado en distintos premios literarios y también colaborador y corrector ocasional de publicaciones diversas, así como partícipe en programas de radio, articulista deportivo y autor de letras musicales.


LIMONES PARA ENDULZAR

 

 

Porque aunque la virtud esté en lugar oscuro, jamás se esconde.

De la tranquilidad del ánimo.

Lucio Anneo Séneca

 

–Los limones, los huevos, el azúcar, el hojaldre para la base, la mantequilla, la leche condensada, o el merengue… Los ingredientes son más o menos los mismos en todas partes –solía decir Marga–. El secreto está en la proporción y en el toque personal que le des.

            –Pues eso tendrá que ser. Algún secreto tiene que haber, porque nunca había probado una tarta de limón tan deliciosa.

Siempre le contestaban más o menos lo mismo quienes probaban por primera vez la tarta estrella de la casa. En aquella ocasión el comentario también fue elogioso y creíble. No exageraba, ni tampoco lo decía por cumplir, la joven estudiante recién avecindada de alquiler en el pueblo. Bastaba escucharla para casi verla relamerse de gusto con aquella deliciosa tarta recién horneada, la enseña dulce comestible del restaurante. La otra dulzura  no se comía, pero alimentaba con su buen trato sonriente.

            –Pues entonces cómete otro trozo. A este invita la casa –le ofreció Marga desde detrás de la barra, haciendo gala de su obsequiosidad habitual–. Cuando puedas disfrutar de lo que te gusta, tú no te prives, que ya amarga bastante la vida cuando le da.

            Muchas gracias, pero mejor no. La línea, ya sabe. Aunque sí que me tomaría un poco más de café. Con sacarina, por favor.

            –La línea, la línea… A tus años la línea se te mantiene sola, hija. La única línea que debería preocuparte aquí es la del autobús, que cada día pasa con más retraso. Y otra cosa, jovencita; como me vuelvas a tratar de usted, te quedas sin tarta y sin café para los restos. Yo aviso escenificó índice en alto y acentuando la sonrisa permanente de la cara. No sabía reñir de verdad, Marga.

            El café estaba casi vacío y la risa de las dos mujeres resonó entre las paredes iluminadas. Joven una, la otra también, pero menos, envejecida de más por los trabajos de la vida y el sedentarismo. Pero nada había podido apagar nunca la sonrisa fresca y jovial que Marga exhibía a cada momento. Una sonrisa que brillaba más que el ámbar tubular de los neones anunciando café con su nombre.

             Marga sabía ponerle buena cara al mal tiempo y trabajar de firme. Se le daba bien, había tenido poco tiempo para aprenderlo hace mucho. Por eso era que ahora en el pueblo todo el mundo la conocía y la valoraba por ello. Su vida no había sido nada fácil, pero allí estaba ella, donde siempre: al pie del cañón un día tras otro, sin apenas descansos ni mucho menos vacaciones. Ya podía llover, nevar o socarrar el solo como hoy, que ella abría y se despachaba siempre con la simpatía voluntariosa que la caracterizaba. Atendía a solas su negocio en la carretera general, un pequeño café-hamburguesería que destellaba su nombre al estilo anglosajón: Marga’s. Allí, en plena profundidad ibérica fin de siglo, un rótulo luminoso como de película americana que congregaba a camioneros y adolescentes por igual, invitando a todo el mundo a sentirse tan a gusto como en su casa.

–Así que un curso de verano en el Colegio Mayor –repitió Marga, asentando sobre la mesa de la joven una cafetera casi llena para que se sirviese a discreción. El aroma del café se expandía incitante por el local. Desde luego que se hacía muy difícil no encontrarse bien allí.

Pues sí –respondió la chica estudiante–. Un curso de extensión universitaria. Yo estudio Periodismo en Madrid y este año no quería pararme del todo en verano. Preferí tomarme unas vacaciones activas. Así que aquí estoy, aprendiendo un poco y de paso conociendo algo de esta tierra que ya llevaba tiempo con ganas de visitar por influencia de mis padres. Ellos vivieron aquí un tiempo hace muchos años. Por cierto, me llamo Rocío.

            A Marga le producía una satisfacción indefinible que aquella joven estuviese allí, estudiando sin mayor urgencia ni preocupaciones. Era una chica simpática y agradable, de bonita sonrisa hermoseada por el realce de la juventud en flor. Físicamente le recordaba a ella misma a su edad, con aquel tipo de sílfide que tenía. Mirarla era como verse en un espejo de veinte años atrás, pensaba Marga con un punto de nostalgia en la mirada. Tenía su encanto, un encanto comparativo y contrastante, el jugar a darle al reloj tanta cuerda hacia el pasado; aunque según qué nostalgias podían volverse también un ejercicio agridulce por momentos. Y es que era lógico. El pasado, al recordarlo, nunca pasaba del todo y a veces volvía por vericuetos insospechados. Y con efectos de lo más sorprendente.

            Aquellos fueron otros tiempos, tiempos más duros; sobre todo para una mujer. La desigualdad intersexual era mucho más pronunciada, a la par que invisible por omitida. A Marga le tocó criarse en una época de estrechez de miras y no pocos sinsabores, donde los limones solo podían ser ácidos y las dulzuras se cocinaban a fuego muy lento todavía. Y al salirse del guion, las dificultades se multiplicaban por mucho. Si, como fue su caso, la vida te deparaba una maternidad en la soltería. Entonces la acrimonia subía muchos grados y las expectativas de fuego dulce se apagaban deprisa. Todas las miradas alrededor, aun las desconocidas, se tornaban de acritud y falsa moralidad. Parecía no haber penitencia suficiente por deshonrar a una familia, a un colegio, a un pueblo entero, a decir de las malas lenguas peores. Un acto impulsivo natural se censuraba cual atentado intolerable contra las buenas costumbres, y la mujer señalada por el pecado quedaba en evidencia, oscurecida y sola, completamente a merced de la murmuración. Y si, para colmo, por juventud no se llegaba ni a ser mujer, todo se ponía más cuesta arriba aún. Pero Marga ya tenía mucho amor propio desde muchacha y no se resignó a su mala suerte. Porque la suerte buena no caía del cielo ni crecían en los limoneros, sino que había que pelearla y cocerla con tesón paciente. Ya se lo decía su madre desde bien niña: “Marga, hija mía, tú ten en cuenta siempre que por el mundo hay dos clases de personas: las que, queriendo o sin querer, son capaces de amargarlo todo a su alrededor, y las que con muy poquita cosa consiguen endulzar hasta los limones más agrios”. Y pronto habría de comprobar Marga cuán acertada estaba su madre. La vida le confirmaba que quienes habían nacido para amargar, podían amargar la más almibarada de las macedonias sin esfuerzo ni conciencia; y, lo que era peor, también sin remordimiento alguno. Por el contrario, había podido observar igualmente que las personas del otro grupo acostumbraban a prodigar su don sin medida y casi sin querer; y, desde luego, sin esperar nada a cambio. Pero a ella ni siquiera su propia madre tenía la receta para endulzarle un poco aquel mal trago. También ella estaba sola, empobrecida y marcada desde que el marido la abandonase por otra. Así, ese consejo materno fue de la poca luz que sirvió de orientación a Marga en el apagón sobrevenido. Notó un vacío social lleno de dobleces que se iba deslizando con ella a su paso apartado. Sin posibilidad de ayuda económica familiar, ni responsabilidades paternas, ni mayoría de edad, Marga comprendió que nunca sería tomada en serio por sí misma. Era casi una niña, pero ya lo bastante mujer para darse cuenta de que bajo tales condiciones no podía haber mucho futuro ni para su hija ni para ella. De modo que tendría que despejarse el camino por su cuenta y riesgo exclusivos. Había que ponerse manos a la obra deprisa si quería abrirse paso en la vida.

Pronto pudo entrever el camino a través de las lágrimas. Del otro lado de la mampara aislante se transparentaba la posibilidad, tan oportuna como oportunista, de la entrega en adopción de la niña por nacer. La mujer del médico del pueblo vecino estaba incapacitada –cuando menos a ella se le achacaba en los mentideros locales la incapacidad reproductiva– para tener descendencia, y una mediadora convincente se le acercó con el acuerdo. Acogerse a la sensatez por el bien del bebé: un entorno seguro y acomodado siempre pintaba mejor que un presente de escasez y oprobio hereditario. La niña tendría así un padre reconocido, solvente y respetado, con apellidos completos que le abrirían puertas que de otra manera siempre encontraría cerradas al crecer.

            Marga tuvo tiempo a pensárselo bien con la criatura en el vientre todavía. Transcurrieron días y días de reflexión solitaria con las miras puestas únicamente en el futuro de la niña. Un futuro que acabaría por decidir. Para Marga no era una elección fácil. Le resultaría muy doloroso y duradero el sarpullido que resquemaría su instinto maternal a raíz de aquella decisión suya, pero terminó por aceptar la alternativa que se le ofrecía. Una vez llevado a término el acuerdo, a la joven madre le pesó sobremanera no haber podido ni siquiera bautizar a su hija. Ya estaba hecho, y hecho para bien, así que mejor no pensar más en el nombre que ella le hubiese dado de no haberle cambiado los apellidos esos avatares del destino. Además del vacío del corazón, del vientre y de los brazos, le quedó la letra pequeña del acuerdo. Una pequeña compensación económica y una carta de recomendación para un coqueto restaurante de la capital, propiedad de un paciente agradecido del médico, quien había conseguido priorizarle una operación mediante sus contactos en el hospital comarcal. Para bien y para mal, en un universo tan pequeño todos sus habitantes compartían ligaduras.

            Objeciones de maternidad al margen, lo cierto es que el trato era ventajoso y discreto. Al médico lo trasladarían pronto a su lejana ciudad natal y la pequeña se quedaba en buenas y pudientes manos, estuviese donde estuviese. Cuando la vida no te ofrecía naranjas, había que tratar de dulcificar en lo posible los limones que te caían encima de golpe. Al final todo se reducía a eso, a algo tan fácil y tan difícil como mejorar lo mejorable; ya contenía bastantes amarguras incontestables la vida. Era natural, pura y dura supervivencia. El dinero compensatorio no sumaba gran cosa, pero Marga mantenía intactos su vigor juvenil y una fuerte voluntad matriarcal para salir adelante por sus propios medios, por limitados que estos fuesen, que lo eran por todas las coyunturas. Era cuestión de mantener encendidas las pocas luces del camino para no perderse. Porque aunque la virtud estuviese en lugar oscuro, jamás se escondería si era virtud verdadera. Y Marga atesoraba auténticas virtudes laboriosas para ganarse una vida digna, la que cualquier ser humano merecía por el simple hecho de serlo.

Pasaron años duros de privaciones, pero siempre pasaron hacia delante. Para cosechar el futuro había que cultivarlo primero. Los madrugones y las muchas horas de trabajo en el restaurante la hacían caer rendida cada noche en brazos del agotamiento. Pero a la mañana siguiente volvía a levantarse muy temprano, enérgica y sonriente como un amanecer de primavera; siempre amanecía una sonrisa invencible en su cara.

La Marga empleada seguía cocinando para los dueños y clientes del restaurante mientras ahorraba para emprender un proyecto propio. Hasta que pudo reunir lo suficiente para volver al pueblo de la incomprensión con la cabeza muy alta y el ánimo bien dispuesto de siempre. La restauración había sido su medio de vida desde su exilio en la ciudad, y se había decidido a abrirse camino desde la cocina también en el pueblo que la viese nacer. No había podido elegirle nombre a la hija que le arrebataron los tiempos, pero al menos sí podría darle nombre, su nombre de madre, tan limpio como el que más, al negocio hijo de sus muchos esfuerzos de años. Marga había aprendido a desenvolverse por su cuenta y a sacar lo mejor de cada situación, por adversa que pareciera. Así, comprobó que los limones de la vida agriaban menos si se les aplicaba una receta dulce. Y eso valía tanto para las personas como para los postres. Su tarta de limón se hizo pronto famosa por la mucha aceptación que encontró entre la gente, ya fuesen del pueblo, de los alrededores o completos forasteros. No había distinciones de paladar: el gusto especial de la tarta de limón de Marga’s andaba de boca en boca por toda la comarca. Todos querían probar aquella receta casera, de dulzor tan agradable y equilibrado que hacía imposible no repetir la visita ni la recomendación. Lo que nadie imaginaba era que el ingrediente secreto, lo que de verdad dotaba de personalidad propia a la repostería de Marga, era la metáfora contenida en su factura. Una metáfora de lucha, de ir hacia delante y de frente, con fe en uno mismo y con el empeño, también, de humanizar la adversidad sin trazas de acritud hacia el mundo.

Hoy las cosas han mejorado en muchos aspectos, aunque lo ideal siga siendo eso, un ideal, una luz esperanzada empequeñecida en el horizonte. Pero ver a esta chica, Rocío, tan resuelta y espontánea a la hora de conducirse en la vida demuestra un claro avance igualitario. Sus palabras exentas de imposiciones, sus estudios y su atuendo de libre elección ejemplificaban bien el cambio de los tiempos. Un cambio que reafirmaba sin saberlo el brillo inteligente de sus ojos claros y curiosos. El curso de la vida del país se normalizaba hacia la igualdad de oportunidades natural y Marga se congratulaba por ello.

Y una vez más volvió a pasar pronto el tiempo, volando como en los años rescatados del recuerdo. Durante aquella estancia de verano, se habían ido estrechando con el roce diario los lazos entre Marga y la joven estudiante. Rocío acudía al café todos los días, bien para comer o cenar, bien para tomar café y charlar un poco con Marga. Sin duda la joven había encontrado allí una calidez de hogar sustitutiva, entrañable, diferente. Las confidencias entre ambas mujeres menudearon y dieron en acentuar la afinidad apuntada ya desde el primer momento. Así fue como Rocío pudo conocer día a día los contornos de la historia personal de Marga. Una historia de marcada cercanía, y no solo por los retazos cara a cara de su relato. Lo que Marga solía destacarle a Rocío era el hecho significativo de una coincidencia de edades, de lugares, de destinos entrecruzados por algún signo circunstancial y al cabo favorable; tan favorable como el albur que auspiciaron en su día los padres adoptivos de Rocío. La joven estudiante tenía ahora la misma edad que Marga cuando volvió de la ciudad para abrir el restaurante. De alguna manera Marga’s, tendía un vínculo privado y fuera de carta entre ellas, y también entre los tiempos tan dispares de sus respectivos veintiún años. Rocío le contaba a Marga lo que había aprendido cada día, en el curso o fuera de las aulas, en esa otra universidad de obligada matrícula que era la vida. Le hablaba con toda naturalidad de sus proyectos: un viaje por Europa en InterRail, unas prácticas ­no remuneradas pero formativas en una agencia de prensa, una revista digital de información universitaria a coordinar junto con otros compañeros de facultad...

El curso acababa para Rocío con un poso de pena externa. Marga y ella habían llegado a tomarse verdadero afecto y confianza. Marga, por su parte, la había ido ahijando poco a poco en su fuero interno y también lloraría más en la despedida.

Cuando aquella noche de poco antes del adiós Rocío apareció en compañía de Roberto, un guapo muchacho del pueblo con cierta –y merecida– fama de haragán Marga no se sorprendió demasiado.

–Ya nos conocemos –dijo al decirle Rocío su nombre con limones soleados en la voz y en la mirada tierna–. Demasiado bien nos conocemos, ¿verdad, perillán?–. <<En realidad lo conocía ya desde antes, incluso, de que naciera>>, añadió Marga para sus adentros.

Rocío no dijo nada, solo sonrío por el reflejo de Marga. Nunca dejaba de ver en ella a alguien capaz de plantar limoneros dulces y madurar los frutos en el seno de su cosecha.

El pasado de Marga se iba dulcificando poco a poco en el espejo retrospectivo que el verano le había puesto delante. Se la habían encaminado con sutileza y la habían llamado Rocío. El nombre le gustaba, y los apellidos coincidentes le habían corroborado al punto la certeza del instinto de la primera visita. Claro que más gusto daba todavía constatar la educación recibida por la niña, una educación de la que también ella había tomado parte, aunque fuese por delegación. Era un verdadero placer verla conducirse por la vida con aquella frescura y cercanía tan admirables, sin una mala cara con nadie, tratando a todo el mundo por igual independientemente de su condición. Cómo no alimentarla y cuidarla con un extra de esmero durante su estancia en el pueblo insospechado de sus orígenes, cómo no hacerla partícipe de aquella recóndita historia familiar. Por fin tanto trabajo y desvelo se resarcían con una compensación a la altura, pensaba Marga preparando más café. Si en el pasado no pudo darle un techo propio a su hija y tuvo que abrigarla en otro lugar, hoy podía congratularse de la dura decisión del ayer. Por fin un verano de vacaciones, aunque fuera sin moverse del sitio;  aunque fuera así, por las cabriolas de un destino rocambolesco y coincidente hasta lo increíble. Parecía que Rocío también se sentía atraída por los genes, tan irresistibles para ciertas jovencitas a lo que se veía, de aquel golfo de su padre. Un padre reconocido a su vez de ese otro hijo de otra mujer que eligió llamarlo Roberto. Bueno, nadie era perfecto, y de las atracciones fatales también se aprendía; todo en la vida enseñaba a vivir. Y hasta en eso se parecían las dos, no solo en la caída de ojos y la forma de reír.

Cuando el muchacho salió del café y volvió a quedarse a solas con Rocío, Marga se reconoció como nunca en sus ojos de agua. Entonces vio definitivamente claro que todo había merecido la pena y que podría poner, de viva voz y con orgullo, toda una vida a nombre de Rocío. Sus padres adoptivos la habían dejado libre para conocer por sí misma aquella verdad recién nacida y no iba a ser su madre biológica quien se la ocultase, se había ido persuadiendo Marga a lo largo del curso. Tan solo le pidió a cambio que volviese a visitarla siempre que quisiese o, en su defecto, llamarla por teléfono algún día. Bueno, eso y la promesa honorífica de que si algún día la hacía abuela se lo haría saber.

Y así se completaron, con sorpresa y emotividad fuera de programa, las enseñanzas de aquel verano revelador en las raíces, junto a la cafetera siempre dulce y humeante de Marga’s.


XXIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2018

 MODALIDAD: RELATO EN CASTELLANO


GANADOR: FRANCISCO DE PAZ TANTE
TÍTULO: CORAZONES DE CORAL

Francisco de Paz Tante es natural de Polan, Toledo. Es catedrático de enseñanza secundaria, de Geografía e Historia, ahora ejerciendo las funciones de inspector de educación en la provincia de Toledo.

Ha obtenido varios premios de novela, como los de las diputaciones de Cáceres y de Córdoba, el de Ciudad Real, y, el último, el “Salvador García Aguilar” premio que concede el Ayuntamiento de Rojales, Alicante..

También ha sido finalista en certámenes de narrativa como el “Fernando Lara”, de la editorial Planeta, El Felipe Trigo, el de Badajoz, el de Barbastro, y el Edebé de literatura infantil.

Además, ha obtenido más de cien premios literarios en distintos certámenes de cuentos y relatos breves. 


CORAZONES DE CORAL
  Francisco de Paz Tante 

 

Al principio, cuando me llamó el jefe de servicio para decirme que habían descubierto en un camión a unos inmigrantes sin papeles, pensé en una actuación médica más, en otra salida de las que a veces hacíamos para colaborar con la policía o los jueces. Aquellos hombres habían hecho el viaje en un doble fondo, hacinados y sin ventilación, me dijo. Por eso necesitaban una revisión médica, antes de internarlos en un centro para extranjeros y proceder a su posterior expulsión.

Fue al salir de su despacho, ya con el maletín del fonendoscopio y otros utensilios médicos de urgencias, a los que añadí mascarillas y guantes, cuando mi jefe amplió la información. «Proceden de Assilah, una ciudad del norte de Marruecos», me explicó. Y, al oír aquellas palabras, la expresión de mi mirada, hasta entonces acorde con lo que suponía el encargo de una salida más, una práctica médica habitual, se tornó en otra más abierta, con relumbres de sorpresa y afectación. Él se dio cuenta y me preguntó, extrañado, si había algún problema. Pero yo no quise compartir lo que sentía en esos momentos, y negué con la cabeza para decirle que no. Pero cuando llegué a la ambulancia, donde me esperaban el conductor y un enfermero, aún seguía ensimismada, sintiendo el pálpito de las emociones que, de nuevo, como tantas otras veces en mi vida, me había provocado el recuerdo de aquella ciudad de donde provenían los inmigrantes.

De Assilah, eran aquellos marroquíes a quienes teníamos que practicar un reconocimiento médico. Como lo era yo también. Y no sólo porque en mi carné de identidad constara que fue allí donde nací, sino también porque aquella ciudad marroquí, en la que viví durante mi infancia y adolescencia, siempre la consideré mía. Por eso, cuando Marruecos se independizó, no entendía por qué teníamos que marcharnos, aunque mi padre, que ejercía de médico militar en aquel Protectorado, se esforzara en hacerme comprender que nosotros éramos españoles, y aquellas tierras ya no eran nuestras. Y nunca olvidaré la impresión que me produjeron sus palabras, la desolación que entonces empecé a sentir como la premonición de una contumaz nostalgia que ya persistiría el resto de mi vida.

Tampoco pude entender entonces la actitud de algunos vecinos que siempre me habían tratado con respeto, y durante aquellos días en que celebraban la independencia me clavaban sus ojos azabaches con desprecio sobrevenido. Algunos incluso me empujaron e insultaron, y pretendieron agredirme, porque, según decían, yo era extranjera. También me dijeron que me expulsarían del país. Hasta que mi amigo Ahmed se puso a mi lado, me protegió y defendió, llamándoles cobardes, retándoles, y gritándoles que yo no era extranjera. 

Aunque continuamos en Marruecos hasta que la nueva administración tuvo capacidad para organizarse, al final se consumó el exilio al que, según decían, era mi país. Luego, en todos aquellos años de ausencia, no había encontrado una ocasión propicia o motivo para regresar. Quizás porque no quería reencontrarme con los paisajes de mi infancia y adolescencia, por temor, tal vez, a constatar que aquel mundo que conocí sólo estaba vigente en las nostalgias de un tiempo ya para siempre pretérito.

Había vivido en Assilah durante los primeros dieciséis años de mi existencia. Y allí se produjo mi enraizamiento con la vida. Aunque tendría que pasar algún tiempo para que fuera consciente de la importancia que tienen los paisajes de nuestra infancia, los que nos ponen en relación con el espacio y lo pueblan de afectos y sentimientos. En ellos está la fuente de nuestra identidad, donde construimos el armazón sobre el que vamos sustentando los avatares de la existencia y la urdimbre de los años. Son lugares, vividos y sentidos, en los que también queda la impronta de quienes los habitamos, en sus ríos, sus calles, sus plazas. Como quedaría mi rastro en quienes compartieron conmigo juegos y emociones, ilusiones y sueños; en un tiempo ya amarillo, en un lugar de la memoria.

Aquel día en que, ya anegada de recuerdos y añoranzas, me dirigía a las dependencias donde permanecían retenidos los marroquíes clandestinos, el conductor de la ambulancia y el enfermero iban hablando sobre la inmigración incesante y sus desastres; pero yo, sin querer entrar en la conversación, prefería seguir inmersa en mis pensamientos.

            Y entre los recuerdos que entonces se me agolpaban, el más persistente era el de mi amigo Ahmed. Junto a él descubrí la ciudad y sus entornos, las calles estrechas con sus casas pintadas de blanco y añil; los campos luminosos que olían a hierbas y a la tierra reventada por las mulas y el arado; la playa inmensa siempre encendida con las luces del océano.

            Durante los años de la infancia, Ahmed y yo nos encontrábamos en la calle, y jugábamos allí, junto a las puertas de nuestras casas, o a veces en los patios, debajo de las higueras y granados, donde tirábamos las tabas, aquellos huesos de cordero que nos servían para apostar cuál de sus caras saldría después de rodar por el suelo.

            Yo tenía otros amigos españoles, y muchas compañeras del colegio, con las que mantenía frecuentes relaciones y visitas. Pero era con Ahmed con quien prefería estar.

            Cuando nos adentramos en la adolescencia, empezamos a notar a nuestro alrededor miradas turbias, susurros y risitas a veces, sofocadas torpemente con las manos. Nosotros también ya sentíamos los primeros brotes de un desconcertante rubor. Fue entonces cuando empezamos a alejarnos, hacia la playa, para sentirnos más libres y anónimos. Era allí donde Ahmed algunas tardes me hablaba de sus viajes a las aguas de El Estrecho para recoger el coral. Por eso su recuerdo siempre lo tengo asociado a esa sensación de aventura y peligro que tenían sus viajes en la búsqueda de aquel oro rojo tan apreciado en los talleres de artesanía de la ciudad.

            Algunas tardes, paseando junto al Atlántico, respirando las brisas del océano, me describía sus inmersiones a las profundidades, y me contaba cómo eran las geografías marinas, aquel mundo mágico bajo el agua, en el que buceaba para recoger las ramas rojas. Luego, con su carga bien amarrada, subía de nuevo hacia la luz, que vislumbraba desde abajo tenue y distante, ayudado por la cuerda de la que tiraban su padre y sus primos.

A pesar de los riesgos y temores, aquel trabajo le gustaba. Se había acostumbrado al mundo submarino, a los espacios del silencio, de la soledad y el peligro, donde sólo se sentía unido al mundo y a la vida exterior por el frágil cordón umbilical de una cuerda. Por eso, cuando dedicaban más tiempo a la pesca, o había problemas para navegar hasta los caladeros del coral, echaba de menos sus inmersiones, sus descensos a los bosques rojos que crecen en las profundidades marinas. Y me decía que en realidad era muy afortunado, porque podía disfrutar de unos paisajes a los que muy pocos tenían acceso. Eran aquellos fondos marinos repletos de plantas siempre en movimiento y de peces de colores, aquel mundo silencioso donde la vida fluye, delirante a veces, y siempre extraña y ajena a las geografías del aire.

            En mi memoria de Assilah siempre está el recuerdo de Ahmed, con quien estuve unida durante muchos años de juegos y descubrimientos, de paseos y emociones junto al Atlántico, y de relatos, siempre fantásticos e inquietantes, de sus viajes al fondo del mar. Hasta que al final también acabamos uniendo los labios, una tarde en que buscamos el refugio de las zonas más alejadas de la playa. Unos besos que volverían a repetirse durante aquellos días finales de mi estancia en Marruecos. Besos miedosos, al principio, temblorosos y estremecidos; mientras aprendíamos a indagar en las caricias cada vez más profundas. Besos salobres, con los labios impregnados por las brisas del Atlántico, que nos adentraron en el misterio del placer, de la piel recorrida con la codicia de unas manos adolescentes, torpes y enfebrecidas.

 Yo sólo tenía entonces dieciséis años, pero siempre tuve la sensación de que fue en aquella playa del Atlántico donde se conformó para mí el molde del deseo y la pasión. Luego he conocido a muchos hombres cuyo recuerdo al final se ha diluido con el paso del tiempo y las cenizas del desamor. Pero siempre he conservado la memoria inalterada de aquellos labios y de aquella piel salada ardiendo junto a la mía.

Fue una de aquellas tardes de estremecimiento y temblorosa pasión cuando me regaló un corazón de coral. Lo había esculpido él mismo, en una de las ramas rojas que recogía en sus inmersiones. En realidad, había hecho dos colgantes, con un corazón rojo cada uno y sendos cordones negros, brillantes. Uno me lo puso a mí, y el otro se lo colocó él. En ellos estaban las iniciales de nuestros nombres. «Siempre lo llevaré en el pecho. Para acordarme de ti», me dijo, cuando nos despedimos, al caer la tarde, encendida con todas las luces que llegaban del océano.

 

            Cuando dejamos Marruecos, nos instalamos en una ciudad del interior de España. Al principio, con los colores y las luces de Assilah siempre en la memoria, tenía la sensación de haberme trasladado a un mundo en blanco y negro. Aquélla era una capital de provincia gris y umbrosa, que durante los primeros meses me provocaba una desolación infinita y profundas melancolías, agravadas con el recuerdo incesante de Ahmed.

            Después el tiempo fue pasando y el dolor de aquella ausencia se fue diluyendo con otros avatares de la vida y los nuevos amores en los que me fui enredando. Estudié Medicina en Madrid, y, cuando acabé y aprobé las oposiciones, me instalé en otra capital de provincia interior, donde seguí sintiendo las nostalgias del mar. Me casé y formé una familia, que acabó rompiéndose por la devastación incesante de la rutina y el desamor. Tuve luego otros amantes, fugaces relumbres de ilusiones y pasiones ya siempre tenues. Y al final acabé sola, cada vez más refugiada en el trabajo y en la memoria de otros tiempos y otras vidas.  

            Esos eran mis pensamientos y mis recuerdos, cuando ya nos acercábamos a las dependencias policiales donde estaban los inmigrantes recién llegados.

            Estaba acostumbrada a esos reconocimientos médicos. Casi siempre eran mero trámite, un protocolo establecido para proseguir con los procedimientos judiciales. Yo les auscultaba con la misma rutina con la que otros funcionarios hacían informes y ponían sellos oficiales.

            Aunque aquel día sentía una incierta emoción, porque sabía que aquellos seres humanos, que me miraban asustados, procedían de mi ciudad, de Assilah, a la que no había querido volver durante todos aquellos años de extrañamiento y ausencia, pero cuyo recuerdo y afectos persistían inalterados en mi memoria. 

            Les fui tomando el pulso, ajustándoles el tensiómetro si les notaba excitados, comprobando con el fonendoscopio el ritmo de los latidos de sus corazones y los ruidos de su respiración, abriéndoles los ojos por si percibía en ellos anomalías que aconsejaran comprobaciones más cuidadosas y prolijas. Así uno detrás de otro. Todos permanecían de pie, en fila. En silencio. En algunos se atisbaban los relumbres fríos de una tristeza infinita. Ellos sabían que las ilusiones y los sueños ya habían caducado. Y ahora sólo quedaba asumir la derrota y los desastres del encierro y el retorno. Aceptar la realidad de sus vidas arruinadas, y ahora más que antes, después de haber invertido todo lo que tenían en aquel viaje frustrado.

            Ya esperaban con la camisa abierta cuando el enfermero y yo nos acercábamos a ellos. Por eso, al arrimarme a uno de los que aguardaban su turno, enseguida vi en su pecho un cordón negro del que colgaba un corazón de coral. Me quedé entonces paralizada, sintiendo los efectos de una conmoción. No me atrevía siquiera a levantar la vista y mirarle a los ojos. El enfermero que me acompañaba se dio cuenta enseguida de mi alteración, que achacó quizás, más que al posible cansancio, al desgaste emocional que siempre conllevan estos reconocimientos médicos. Por eso quiso apartarme y continuar él. Pero no me moví del sitio, y, temblorosa, me dispuse a oír el corazón de aquel marroquí. Al final levanté la vista, le abrí la mirada con mis dedos y me asomé a sus ojos. Y así me quedé un rato, muy cerca de él, sintiendo su aliento, el temblor de sus labios, notando ahora la humedad de sus lágrimas, tal vez causadas por algún recuerdo que le hubiera provocado una cara que no veía desde hacía cuarenta años, o quizás porque hubiera descubierto en el inicio de mi pecho el cordón negro de un colgante como el suyo, del que también pendía un corazón de coral.

            Noté, además, en su cara pálida, en su pecho y en su pulso acelerado, una alteración de su salud, de sus ritmos vitales. Quizás estuviera provocado por el cansancio, o por la desazón de aquella detención. O quizás sólo fuera la consecuencia de verme, de sentirme tan cerca, otra vez, como en aquellos años, tan lejanos, de nuestra adolescencia.

            Cuando acabé con él, no pude seguir. Le pedí a mi compañero que continuara con los reconocimientos que aún quedaban. Me fui a un rincón, me apoyé en la pared y empecé a llorar. Sólo me incorporé cuando los inmigrantes ya salían por la puerta, hacia las furgonetas que los llevarían al centro de internamiento, antes de su expulsión. Él quiso acercarse a mí, con los ojos muy brillantes, pero un policía se interpuso y enseguida lo condujo hacia donde estaban los demás. Y yo, cobarde y aturdida, me quedé parada, en silencio. Me acordé entonces de aquel día en que mi amigo Ahmed, atrevido y valiente, me protegió y defendió cuando me insultaron y amenazaron con expulsarme del país porque decían que era extranjera; y con esos recuerdos en mi memoria, sentí un impulso que me condujo a la fila de los inmigrantes, junto al jefe policial que estaba al mando, a quien dije que uno de aquellos marroquíes tenía un problema. Era una cuestión de corazón, le expliqué. También le dije que aquél era un hombre mayor, con menos resistencia física a las duras condiciones del viaje que habían sufrido. Por eso, para no correr riesgos con su salud, afectada por un excesivo ritmo cardiaco, había que llevarlo al hospital, para hacerle más pruebas y tenerlo durante algunos días en observación.

            Y al día siguiente inicié los trámites, fijando mi propia casa como su domicilio habitual y aportando algunas ofertas laborales, para legalizar la estancia en nuestro país de un inmigrante hospitalizado que estuvo a mi cargo durante varios días por una cuestión de corazón; mientras sentía de nuevo la brisa salobre de aquellas emociones que me brotaron en los albores de la juventud, en las playas de una ciudad blanca y añil.