MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO
GANADORA: NURIA GARCÍA GONZÁLEZ
TÍTULO: ESA NO SOY YO
Nuria García González, nacida en
Madrid en 1971, es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad
Complutense de Madrid y Máster en Comunicación e Información Audiovisual por la
Universitat de Barcelona.
Literariamente hablando ha
conseguido numerosos galardones, entre los que destacamos: Premio de Narrativa
en castellano “Vila de L’Eliana” en 2014; un 2º premio en el X Certamen de
Relato Breve “José Luís Gallego” en 2015, donde en 2014 consiguió ser
finalista; Finalista del Premio Atzavares 2015 de la Universidad de Elche;
Accésit en el Certamen Internacional de Relatos “Filando Cuentos de Mujer”
también en 2015; 1º Premio del Certamen literario para la Igualdad del
Ayuntamiento de Burgos en 2016 y 2º Premio de Relatos del distrito de Usera
(Madrid) en 2017.
Esa no soy yo
Toy
Costello
Mi padre moja los
últimos trozos de solomillo en la crema de mostaza, lenta y concienzudamente. Vuelve
a hacer la misma pregunta de hace un rato. Que se esté haciendo mayor no es excusa;
esto ocurría también cuando éramos niños y preguntaba - pregunta retórica -
dónde habíamos estado jugando ese día y con qué amigos, siempre sin esperar contestación
porque su atención se desviaba inmediatamente hacia el parte que daban en la
tele o al comentarista deportivo de turno.
-
¿Cuándo dices que vuelve Catalina de Alemania?
-
El viernes, papá.
-
¿Y cómo te estás apañando con los críos?
Enarca las cejas entre incrédulo y alarmado.
-
Pues como puedo. Me
llevo a la peque al estudio por las tardes porque es aún muy chiquita para
dejarla tantas horas en la guardería. A Marcos le llevo y le traigo del cole, a
ratos pasa las tardes en el estudio conmigo cuando no tiene deporte. ¿Qué otra
cosa puedo hacer? Intento estar en casa no más tarde de las 7… luego los baños
y las cenas…ya sabes. A veces me llevo el trabajo a casa para seguir por la
noche cuando acuesto a los críos.
Me interrumpe mientras mastica con dificultad el último trozo de carne.
-
Pero esto es un despropósito, Jorge. Tú solo, con dos
críos. ¿Y tus visitas a los clientes? ¿Cómo puedes rendir si te pasas las
noches sin pegar ojo? Mira la cara que tienes hoy.
Hago un gesto
quitando peso al asunto. Es cierto que daría lo que fuera por echarme una buena
siesta hoy después de comer, pero se me echa encima la hora de la merienda de la
nena y luego me vuelvo al estudio. Hoy tengo
que acabar como sea el dichoso diseño, así que estoy rezando para que mi hija no
tenga gases y no nos desconcentre en el estudio con sus gritos.
Mi padre pide dos
cafés. Está dándole vueltas a algo. Saca un cigarrillo de un paquete de tabaco
astutamente oculto en un bolsillo interior. Como yo le miro con reprobación, se
lo piensa dos veces y vuelve a guardarse el cigarro de inmediato.
-
Mira, Jorge, aprovecha que he venido del pueblo y déjame
esta tarde a los niños. Puedes ir con tranquilidad a ver a tu cliente, no
pospongas más la visita. Me quedo en tu casa con la niña y después vamos a
buscar a Marcos a la escuela. ¿No te fías de tu viejo padre?
-
No es eso. Una cría tan pequeña es mucha responsabilidad.
¿Tú te acuerdas de cómo se cambia un pañal? ¿Sabes preparar un biberón?
Mi padre pone la cara
de vendedor de seguros convincente, pura deformación profesional, como diciendo
“todo controlado”. Pero sé que se ahogará
en un vaso de agua si le encomiendo a dos niños. Al final, acordamos que él vaya al colegio a
recoger a Marcos y le lleve un rato al parque mientras yo termino el trabajito
para entregarlo mañana. La nena se viene conmigo al estudio. Catalina pondría
el grito en el cielo si dejase a un bebé en manos inexpertas.
Insiste en pagar la
cuenta. Le doy mi juego de llaves. Le observo con sus pantalones de pana enfilar
la calle hacia el cole de Marcos y le grito: “Papá, queda una hora para el
toque de campana. Date un paseo por el barrio para bajar la comida”. Hace un
gesto de despedida desentendiéndose de mí y sigue su rumbo. Empujo el cochecito
hacia mi lugar de trabajo para continuar la jornada. Cuando me vuelvo para
mirar a mi padre de lejos, veo un hombre envejecido con un abrigo pasado de
moda, una silueta que ha ganado varios kilos en el pueblo. Advierto que en la
parte trasera del cráneo apenas le queda pelo y, por primera vez, noto cómo
cojea de la pierna derecha. Me embarga algo parecido a una ternura inmensa que
en cualquier momento puede estallar y ahogarme el gaznate. Pero mi benjamina se
ha despertado ya de la siesta y se arranca con unos graciosos gorgoritos para
atraer mi atención. Y dejo de ser el hijo para ser de nuevo lo que me toca: padre.
Nadie en casa
recordará el episodio que voy a contar. Mi padre por olvidadizo, mi hermano
porque era unos cuantos años menor que yo en esos primeros años 80. La controvertida
cantante Mari Trini apareció en TVE con un corte de pelo muy de la década, un
ligero cardado algo descuidado, y esos ojos suyos claros e incisivos. El
locutor presentó a la cantautora y llovieron aplausos en el plató. Mamá nos
gritó desde la cocina:
“¿Va a salir la Mari
Trini?”
“Ven, mamá”. Mi
hermano y yo cenábamos en el salón mientras papá, inmerso en el Diario 16, nos rogaba que bajásemos el volumen de la
televisión.
Y ahí mamá perdió la
cabeza y se dejó llevar. Se despeinó el pelo y acompañó con un bailoteo
provocador a Mari Trini, que interpretaba con pasión la famosa canción “Yo no
soy esa” ante los televidentes. Mamá usó un pañuelo a modo de turbante para la
cabeza y cantó bien alto al ritmo de esa melodía. Parecía poseída. Al final,
aplaudió con entusiasmo: “Esa niña sí, noooo, esa no soy yo”. Papá miraba a mi
madre como si hubiera perdido la razón: “Tiene pinta de loca. Es una tía rara”.
“Como sois los hombres, concho. Mari Trini es una progre, que no te enteras” retrucó ella.
Este episodio es un
recuerdo anecdótico en un año marcado por el despido de mi madre y su posterior
transformación. Se había quedado embarazada de nuestra hermana pequeña y ese
error de cálculo – no contaban con un tercero - trajo cola. Pasó las
correspondientes semanas de maternidad cuidando de nuestra hermanita y cuando
se incorporó a la peluquería pidiendo una reducción de jornada, sus jefes se lo
tomaron a chiste. Ella porfió, pero se encontró una escueta carta y un finiquito
encima de la mesa. Lo tomas o lo dejas. Después de muchos años de servicio, la
echaron.
“Estaba cantado”. Fue
lo que le escuché a mi padre. “Con Jorge pasó lo mismo. También te echaron del
otro sitio. Es lo que hay”. Mi madre pasó algún tiempo contrariada y hermética
hasta que puso en marcha sus “maquinaciones”, como decía mi padre. Se apuntó a un
misterioso curso a distancia, recibía extraños
fascículos por correo y completaba unos retorcidos ejercicios en la mesa
camilla todas las noches después de cenar. A mí me desaparecían los portaminas
y las gomas de borrar por su culpa. De tanto en tanto, papá se inmiscuía en los
deberes de mi madre: “Añade esa partida a los gastos también”. Yo, a mis 11
años, era testigo de ese trajín de cuadernos, del trasiego de hojas desparramadas
por el hule de la mesa camilla, de su teclear sobre la calculadora.
Al cabo de unos meses,
mamá llegó contenta con un título debajo del brazo, le puso un marco que andaba
por casa y lo colgó en el cuarto de estar.
Carmen Fernández Zafra ha superado el Curso de Contabilidad
y Gestión de Empresas Familiares, con un sello
estampado en la parte inferior. Papá se quedó mirando el papel de color sepia
en la pared y se encogió de hombros, sin sospechar lo que vendría después.
Las “maquinaciones”
de mi madre se prolongaron todo ese año 1983.
Una sensación de intriga se mascaba por la casa. A menudo la pillaba yo
haciendo citas telefónicas en la cocina, casi clandestinamente, vestía a mi
hermana corriendo, la metía en el carrito y se la llevaba a visitar locales.
Cuando tuvo la certeza de cuál era el espacio ideal para su negocio, convenció
a mi padre, no sin que previamente hubiera más de un cruce de palabras en casa.
Mi padre se mostró desconfiado pero accedió a regañadientes a acompañarla.
Varias veces acudieron al local juntos para cerciorarse de que era el adecuado.
Mi madre andaba efervescente de un lado a otro haciendo sus cálculos, mi padre
era presa de la preocupación. No estaban las arcas familiares para reparaciones
ni para material, pero en el momento preciso, como caída del mismo cielo, llegó
una buena nueva en un año realmente difícil para la economía doméstica: un tío
materno vendió los terrenos de la abuela y a nuestra madre le correspondió su
parte. Mi padre presionaba para que ese dinero familiar pudiera servir para la
entrada de un piso más grande, ahora que éramos cinco. Mi madre no se desvió de
su objetivo. Llamó a un albañil y se dispuso a arreglar ese local de barrio con
una inversión modesta, pero con gusto y una alta dosis de imaginación.
Un día se presentó el
rotulista, quitó el antiguo letrero comercial y colocó el nuevo. “Peluquería
Estética Carmina”. Muchos vecinos se acercaron a desearnos la mejor de
las suertes con el negocio. Recuerdo que mi hermano y yo corrimos al parque a
informar a todos nuestros amigos de que ya “teníamos” peluquería propia con
gabinete de estética, por nombrar con un eufemismo a ese cuartucho pintado de
azul donde las mujeres de mi barrio se harían cera y manicura por un módico
precio y donde, alguna que otra tarde, nos tocaba hacer los deberes hasta que
mi madre echaba el cierre.
Así pasaron 30 años.
El negocio funcionó, con varios altibajos en tiempos de coyuntura delicada,
pero siempre salió a flote. Nuestra empresaria de barrio amplió el local años
después y contrató a una peluquera veterana, a dos jóvenes oficialas y una
esteticista. No fue la crisis que arrancó en 2008, ni ninguna de las
circunstancias y vicisitudes anteriores. Fue un diagnóstico descarnado escrito
en una hoja de papel con el membrete de un hospital público lo que puso punto
final a una empresa donde a ella le hubiese gustado cumplir los 65 años.
Decidió cerrar las puertas de la peluquería
sin mirar atrás, sin asomo de pena y sin dramatismos. Empezaba otra
etapa. Se montó en un avión y se fue a Viena con mi padre – siempre había sigo
su sueño y nunca entendimos por qué no prefería París o Roma – con una cámara
digital que le regalamos ese último verano para inmortalizar sus vacaciones.
Mi padre y Marcos ya
están en casa cuando llego del estudio empujando el carrito de la peque.
Catalina me ha llamado desde Alemania para avanzarme que la semana próxima
tendrá que pasar dos días en Barcelona para un congreso. Cuando se lo comento a
mi padre – en buena hora – bufa con fastidio:
-
Es como si estos críos tuvieran una madre a tiempo
parcial…la vuestra siempre os llevaba a la peluquería y os entretenía hasta la
hora de cerrar, se ocupaba de vosotros…
No voy a abrir un
debate estéril para hacer entender a mi padre el tipo de trabajo que tiene
Catalina, mi mujer. Mando a mi hijo Marcos a colocar sus cuadernos para el cole
y luego a la ducha.
-
Papá, te quedas a cenar con nosotros. Voy a dar la cena a
la niña. Mientras, ponte a batir unos
huevos.
Acepta sumiso.
Mientras suministro el último biberón del día, oigo un estruendo que procede de
la cocina. Tres huevos han ido a parar al suelo, huevera incluida. Mi padre
pasa una bayeta por el suelo. Le recuerdo desde el salón que hay que ponerse
las gafas de vez en cuando. “Suerte que quedan cinco huevos todavía, si no,
adiós tortilla”, masculla arrodillado, respirando con dificultad por culpa del tabaquismo,
frotando el suelo primero con la bayeta pringosa y luego con papel de cocina.
Acuesto a la pequeña
para que nos deje cenar tranquilos. Marcos se ha puesto el pijama y empuña una
espada láser que su abuelo le ha comprado esta misma tarde. Oigo las risas de abuelo y nieto que llegan
desde la habitación mientras cuajo una tortilla con atún. Saco el pan de la
tostadora, pongo el queso fresco y el salami en una bandeja con los vasos. Por
el camino se me ocurre sacar esa botella de Rioja decente que está esperando
una buena ocasión para ser descorchada. Me digo a mí mismo que un buen vaso de
vino por la noche no puede hacer mal a nadie, así que me la traigo a la mesa
del salón y saco dos copas nuevas. Mi padre se planta la servilleta alrededor
del cuello, su ritual de toda la vida, y paladea el vino.
-
Hoy justo he pasado por ahí. Ahora es una sucursal
bancaria.
Engulle su porción de
tortilla. Parece algo contrariado.
-
¿?
-
Me refiero a la peluquería de tu madre. Una sucursal de
no sé qué bank, no sé qué gaitas de
banco.
-
¿?
-
Tu hermana Sonia, que andaba siempre jugando con los
rulos y los cepillos cuando era niña, bien podría haber continuado con el
negocio.
-
Sonia valía para estudiar, papá…
-
¡Una arquitecta en paro que se ha tenido que marchar para
ganarse el pan! ¡A Finlandia, nada menos!
He evitado estos años
pasar por la peluquería solo por no ver esa puerta y esas paredes repletas de
publicidades de conciertos, de pintadas obscenas y graffitis incoherentes. Por
evitar que el abandono de esa esquina me taladre el corazón, doy un rodeo siempre
que puedo. El material y todo el mobiliario que había dentro se liquidaron
deprisa en una tienda de segunda mano. Era el local de Carmina, de su mujer, y
eso es lo que le perturba a mi padre hoy.
Intento cambiar de
tercio hablándole de los resultados de la liga, de los fichajes del mercado de
invierno, de la salud de los viejos vecinos que voy encontrando en el
supermercado o en el ambulatorio. “Todos te mandan recuerdos, ¿ves como no se
olvidan de ti aunque tú te hayas querido exiliar en el pueblo?” El rostro se le
va animando gracias al vino. Al final de la cena, mi padre parece haberse
acordado de algo de repente. Comenta con aire soñador:
-
Tú no te acordarás, eras un chavalín. Tu madre nos dio el
espectáculo un día cantando y bailando en medio del salón con un pañuelo atado
en la cabeza…ella, una mujer tan seria y tan recatada. Y la pobre no tenía nada
que celebrar ese día porque justo la habían echado sus jefes. Tú no te acuerdas.
Venga a cantar como una loca…
Papá apura su copa,
sacude la cabeza y se queda con la vista fija en la librería.
-
Claro que me acuerdo. Salió Mari Trini en la tele y a
mamá le pirraba esa canción.
Respondo contento de
que haya sacado a colación ese retazo de mi infancia. Papá chasquea la lengua.
-
A lo que voy. Ese día dejé adrede un folleto de no sé qué
academia de estudios. Lo puse en la cocina bien a la vista. Yo no la creía nada
tonta, me refiero a tu madre, por eso pensé que había que animarla a aprender
algo para que se entretuviera mientras encontraba otro trabajo. Y de aquellos
polvos llegaron esos lodos… ¡La señora se montó su propio negocio!
Se le han empañado
las gafas y también los ojos. Intenta contener la ráfaga de emoción (no ha pasado
tanto tiempo desde que mamá nos dejó) disertando sobre los malos momentos que
pasaron juntos en los 80 cuando llegaban las implacables letras del piso. Y
luego en la década de los 90, pagando mi universidad y después la de mi hermano
y la de mi hermana más tarde, sacando a flote la peluquería…y él, que a duras
penas lograba vender seguros por culpa de una mala racha. Le dejo perorar un
buen rato porque sé que lo necesita.
Cuando se cansa, mira el reloj, se quita la servilleta y hace ademán de
levantarse.
-
No te vayas a casa, que ha estado cerrada mucho tiempo y
estará helada. Quédate a dormir aquí. En la habitación de invitados vas a estar
cómodo. Mañana puedes pasar a recoger a Marcos del cole.
Él ya ha cogido el
abrigo y se encamina hacia la puerta.
-
Abuelito, quédate, porfa, mañana podemos jugar a las espadas.
Este que habla con
cara somnolienta y un pijama del Hombre Araña es Marcos. El abuelo le mira, me
mira a mí y luego de nuevo se queda observando a su nieto. Después de un largo
silencio, responde muy formal:
-
En ese caso, caballerete, me tendrás que prestar tu
pijama de Superman y un cepillo de dientes.
-
Eso está hecho, abuelo.
Abuelo y nieto chocan
sus manos para sellar el acuerdo. Mi hijo se abraza con efusividad a la maltrecha
pierna de su abuelo desestabilizándole.
[A todas esas ‘Carminas’ anónimas – madres, esposas, hermanas – que nos han
procurado una vida mejor]
Mi padre moja los
últimos trozos de solomillo en la crema de mostaza, lenta y concienzudamente. Vuelve
a hacer la misma pregunta de hace un rato. Que se esté haciendo mayor no es excusa;
esto ocurría también cuando éramos niños y preguntaba - pregunta retórica -
dónde habíamos estado jugando ese día y con qué amigos, siempre sin esperar contestación
porque su atención se desviaba inmediatamente hacia el parte que daban en la
tele o al comentarista deportivo de turno.
-
¿Cuándo dices que vuelve Catalina de Alemania?
-
El viernes, papá.
-
¿Y cómo te estás apañando con los críos?
Enarca las cejas entre incrédulo y alarmado.
-
Pues como puedo. Me
llevo a la peque al estudio por las tardes porque es aún muy chiquita para
dejarla tantas horas en la guardería. A Marcos le llevo y le traigo del cole, a
ratos pasa las tardes en el estudio conmigo cuando no tiene deporte. ¿Qué otra
cosa puedo hacer? Intento estar en casa no más tarde de las 7… luego los baños
y las cenas…ya sabes. A veces me llevo el trabajo a casa para seguir por la
noche cuando acuesto a los críos.
Me interrumpe mientras mastica con dificultad el último trozo de carne.
-
Pero esto es un despropósito, Jorge. Tú solo, con dos
críos. ¿Y tus visitas a los clientes? ¿Cómo puedes rendir si te pasas las
noches sin pegar ojo? Mira la cara que tienes hoy.
Hago un gesto
quitando peso al asunto. Es cierto que daría lo que fuera por echarme una buena
siesta hoy después de comer, pero se me echa encima la hora de la merienda de la
nena y luego me vuelvo al estudio. Hoy tengo
que acabar como sea el dichoso diseño, así que estoy rezando para que mi hija no
tenga gases y no nos desconcentre en el estudio con sus gritos.
Mi padre pide dos
cafés. Está dándole vueltas a algo. Saca un cigarrillo de un paquete de tabaco
astutamente oculto en un bolsillo interior. Como yo le miro con reprobación, se
lo piensa dos veces y vuelve a guardarse el cigarro de inmediato.
-
Mira, Jorge, aprovecha que he venido del pueblo y déjame
esta tarde a los niños. Puedes ir con tranquilidad a ver a tu cliente, no
pospongas más la visita. Me quedo en tu casa con la niña y después vamos a
buscar a Marcos a la escuela. ¿No te fías de tu viejo padre?
-
No es eso. Una cría tan pequeña es mucha responsabilidad.
¿Tú te acuerdas de cómo se cambia un pañal? ¿Sabes preparar un biberón?
Mi padre pone la cara
de vendedor de seguros convincente, pura deformación profesional, como diciendo
“todo controlado”. Pero sé que se ahogará
en un vaso de agua si le encomiendo a dos niños. Al final, acordamos que él vaya al colegio a
recoger a Marcos y le lleve un rato al parque mientras yo termino el trabajito
para entregarlo mañana. La nena se viene conmigo al estudio. Catalina pondría
el grito en el cielo si dejase a un bebé en manos inexpertas.
Insiste en pagar la
cuenta. Le doy mi juego de llaves. Le observo con sus pantalones de pana enfilar
la calle hacia el cole de Marcos y le grito: “Papá, queda una hora para el
toque de campana. Date un paseo por el barrio para bajar la comida”. Hace un
gesto de despedida desentendiéndose de mí y sigue su rumbo. Empujo el cochecito
hacia mi lugar de trabajo para continuar la jornada. Cuando me vuelvo para
mirar a mi padre de lejos, veo un hombre envejecido con un abrigo pasado de
moda, una silueta que ha ganado varios kilos en el pueblo. Advierto que en la
parte trasera del cráneo apenas le queda pelo y, por primera vez, noto cómo
cojea de la pierna derecha. Me embarga algo parecido a una ternura inmensa que
en cualquier momento puede estallar y ahogarme el gaznate. Pero mi benjamina se
ha despertado ya de la siesta y se arranca con unos graciosos gorgoritos para
atraer mi atención. Y dejo de ser el hijo para ser de nuevo lo que me toca: padre.
Nadie en casa
recordará el episodio que voy a contar. Mi padre por olvidadizo, mi hermano
porque era unos cuantos años menor que yo en esos primeros años 80. La controvertida
cantante Mari Trini apareció en TVE con un corte de pelo muy de la década, un
ligero cardado algo descuidado, y esos ojos suyos claros e incisivos. El
locutor presentó a la cantautora y llovieron aplausos en el plató. Mamá nos
gritó desde la cocina:
“¿Va a salir la Mari
Trini?”
“Ven, mamá”. Mi
hermano y yo cenábamos en el salón mientras papá, inmerso en el Diario 16, nos rogaba que bajásemos el volumen de la
televisión.
Y ahí mamá perdió la
cabeza y se dejó llevar. Se despeinó el pelo y acompañó con un bailoteo
provocador a Mari Trini, que interpretaba con pasión la famosa canción “Yo no
soy esa” ante los televidentes. Mamá usó un pañuelo a modo de turbante para la
cabeza y cantó bien alto al ritmo de esa melodía. Parecía poseída. Al final,
aplaudió con entusiasmo: “Esa niña sí, noooo, esa no soy yo”. Papá miraba a mi
madre como si hubiera perdido la razón: “Tiene pinta de loca. Es una tía rara”.
“Como sois los hombres, concho. Mari Trini es una progre, que no te enteras” retrucó ella.
Este episodio es un
recuerdo anecdótico en un año marcado por el despido de mi madre y su posterior
transformación. Se había quedado embarazada de nuestra hermana pequeña y ese
error de cálculo – no contaban con un tercero - trajo cola. Pasó las
correspondientes semanas de maternidad cuidando de nuestra hermanita y cuando
se incorporó a la peluquería pidiendo una reducción de jornada, sus jefes se lo
tomaron a chiste. Ella porfió, pero se encontró una escueta carta y un finiquito
encima de la mesa. Lo tomas o lo dejas. Después de muchos años de servicio, la
echaron.
“Estaba cantado”. Fue
lo que le escuché a mi padre. “Con Jorge pasó lo mismo. También te echaron del
otro sitio. Es lo que hay”. Mi madre pasó algún tiempo contrariada y hermética
hasta que puso en marcha sus “maquinaciones”, como decía mi padre. Se apuntó a un
misterioso curso a distancia, recibía extraños
fascículos por correo y completaba unos retorcidos ejercicios en la mesa
camilla todas las noches después de cenar. A mí me desaparecían los portaminas
y las gomas de borrar por su culpa. De tanto en tanto, papá se inmiscuía en los
deberes de mi madre: “Añade esa partida a los gastos también”. Yo, a mis 11
años, era testigo de ese trajín de cuadernos, del trasiego de hojas desparramadas
por el hule de la mesa camilla, de su teclear sobre la calculadora.
Al cabo de unos meses,
mamá llegó contenta con un título debajo del brazo, le puso un marco que andaba
por casa y lo colgó en el cuarto de estar.
Carmen Fernández Zafra ha superado el Curso de Contabilidad
y Gestión de Empresas Familiares, con un sello
estampado en la parte inferior. Papá se quedó mirando el papel de color sepia
en la pared y se encogió de hombros, sin sospechar lo que vendría después.
Las “maquinaciones”
de mi madre se prolongaron todo ese año 1983.
Una sensación de intriga se mascaba por la casa. A menudo la pillaba yo
haciendo citas telefónicas en la cocina, casi clandestinamente, vestía a mi
hermana corriendo, la metía en el carrito y se la llevaba a visitar locales.
Cuando tuvo la certeza de cuál era el espacio ideal para su negocio, convenció
a mi padre, no sin que previamente hubiera más de un cruce de palabras en casa.
Mi padre se mostró desconfiado pero accedió a regañadientes a acompañarla.
Varias veces acudieron al local juntos para cerciorarse de que era el adecuado.
Mi madre andaba efervescente de un lado a otro haciendo sus cálculos, mi padre
era presa de la preocupación. No estaban las arcas familiares para reparaciones
ni para material, pero en el momento preciso, como caída del mismo cielo, llegó
una buena nueva en un año realmente difícil para la economía doméstica: un tío
materno vendió los terrenos de la abuela y a nuestra madre le correspondió su
parte. Mi padre presionaba para que ese dinero familiar pudiera servir para la
entrada de un piso más grande, ahora que éramos cinco. Mi madre no se desvió de
su objetivo. Llamó a un albañil y se dispuso a arreglar ese local de barrio con
una inversión modesta, pero con gusto y una alta dosis de imaginación.
Un día se presentó el
rotulista, quitó el antiguo letrero comercial y colocó el nuevo. “Peluquería
Estética Carmina”. Muchos vecinos se acercaron a desearnos la mejor de
las suertes con el negocio. Recuerdo que mi hermano y yo corrimos al parque a
informar a todos nuestros amigos de que ya “teníamos” peluquería propia con
gabinete de estética, por nombrar con un eufemismo a ese cuartucho pintado de
azul donde las mujeres de mi barrio se harían cera y manicura por un módico
precio y donde, alguna que otra tarde, nos tocaba hacer los deberes hasta que
mi madre echaba el cierre.
Así pasaron 30 años.
El negocio funcionó, con varios altibajos en tiempos de coyuntura delicada,
pero siempre salió a flote. Nuestra empresaria de barrio amplió el local años
después y contrató a una peluquera veterana, a dos jóvenes oficialas y una
esteticista. No fue la crisis que arrancó en 2008, ni ninguna de las
circunstancias y vicisitudes anteriores. Fue un diagnóstico descarnado escrito
en una hoja de papel con el membrete de un hospital público lo que puso punto
final a una empresa donde a ella le hubiese gustado cumplir los 65 años.
Decidió cerrar las puertas de la peluquería
sin mirar atrás, sin asomo de pena y sin dramatismos. Empezaba otra
etapa. Se montó en un avión y se fue a Viena con mi padre – siempre había sigo
su sueño y nunca entendimos por qué no prefería París o Roma – con una cámara
digital que le regalamos ese último verano para inmortalizar sus vacaciones.
Mi padre y Marcos ya
están en casa cuando llego del estudio empujando el carrito de la peque.
Catalina me ha llamado desde Alemania para avanzarme que la semana próxima
tendrá que pasar dos días en Barcelona para un congreso. Cuando se lo comento a
mi padre – en buena hora – bufa con fastidio:
-
Es como si estos críos tuvieran una madre a tiempo
parcial…la vuestra siempre os llevaba a la peluquería y os entretenía hasta la
hora de cerrar, se ocupaba de vosotros…
No voy a abrir un
debate estéril para hacer entender a mi padre el tipo de trabajo que tiene
Catalina, mi mujer. Mando a mi hijo Marcos a colocar sus cuadernos para el cole
y luego a la ducha.
-
Papá, te quedas a cenar con nosotros. Voy a dar la cena a
la niña. Mientras, ponte a batir unos
huevos.
Acepta sumiso.
Mientras suministro el último biberón del día, oigo un estruendo que procede de
la cocina. Tres huevos han ido a parar al suelo, huevera incluida. Mi padre
pasa una bayeta por el suelo. Le recuerdo desde el salón que hay que ponerse
las gafas de vez en cuando. “Suerte que quedan cinco huevos todavía, si no,
adiós tortilla”, masculla arrodillado, respirando con dificultad por culpa del tabaquismo,
frotando el suelo primero con la bayeta pringosa y luego con papel de cocina.
Acuesto a la pequeña
para que nos deje cenar tranquilos. Marcos se ha puesto el pijama y empuña una
espada láser que su abuelo le ha comprado esta misma tarde. Oigo las risas de abuelo y nieto que llegan
desde la habitación mientras cuajo una tortilla con atún. Saco el pan de la
tostadora, pongo el queso fresco y el salami en una bandeja con los vasos. Por
el camino se me ocurre sacar esa botella de Rioja decente que está esperando
una buena ocasión para ser descorchada. Me digo a mí mismo que un buen vaso de
vino por la noche no puede hacer mal a nadie, así que me la traigo a la mesa
del salón y saco dos copas nuevas. Mi padre se planta la servilleta alrededor
del cuello, su ritual de toda la vida, y paladea el vino.
-
Hoy justo he pasado por ahí. Ahora es una sucursal
bancaria.
Engulle su porción de
tortilla. Parece algo contrariado.
-
¿?
-
Me refiero a la peluquería de tu madre. Una sucursal de
no sé qué bank, no sé qué gaitas de
banco.
-
¿?
-
Tu hermana Sonia, que andaba siempre jugando con los
rulos y los cepillos cuando era niña, bien podría haber continuado con el
negocio.
-
Sonia valía para estudiar, papá…
-
¡Una arquitecta en paro que se ha tenido que marchar para
ganarse el pan! ¡A Finlandia, nada menos!
He evitado estos años
pasar por la peluquería solo por no ver esa puerta y esas paredes repletas de
publicidades de conciertos, de pintadas obscenas y graffitis incoherentes. Por
evitar que el abandono de esa esquina me taladre el corazón, doy un rodeo siempre
que puedo. El material y todo el mobiliario que había dentro se liquidaron
deprisa en una tienda de segunda mano. Era el local de Carmina, de su mujer, y
eso es lo que le perturba a mi padre hoy.
Intento cambiar de
tercio hablándole de los resultados de la liga, de los fichajes del mercado de
invierno, de la salud de los viejos vecinos que voy encontrando en el
supermercado o en el ambulatorio. “Todos te mandan recuerdos, ¿ves como no se
olvidan de ti aunque tú te hayas querido exiliar en el pueblo?” El rostro se le
va animando gracias al vino. Al final de la cena, mi padre parece haberse
acordado de algo de repente. Comenta con aire soñador:
-
Tú no te acordarás, eras un chavalín. Tu madre nos dio el
espectáculo un día cantando y bailando en medio del salón con un pañuelo atado
en la cabeza…ella, una mujer tan seria y tan recatada. Y la pobre no tenía nada
que celebrar ese día porque justo la habían echado sus jefes. Tú no te acuerdas.
Venga a cantar como una loca…
Papá apura su copa,
sacude la cabeza y se queda con la vista fija en la librería.
-
Claro que me acuerdo. Salió Mari Trini en la tele y a
mamá le pirraba esa canción.
Respondo contento de
que haya sacado a colación ese retazo de mi infancia. Papá chasquea la lengua.
-
A lo que voy. Ese día dejé adrede un folleto de no sé qué
academia de estudios. Lo puse en la cocina bien a la vista. Yo no la creía nada
tonta, me refiero a tu madre, por eso pensé que había que animarla a aprender
algo para que se entretuviera mientras encontraba otro trabajo. Y de aquellos
polvos llegaron esos lodos… ¡La señora se montó su propio negocio!
Se le han empañado
las gafas y también los ojos. Intenta contener la ráfaga de emoción (no ha pasado
tanto tiempo desde que mamá nos dejó) disertando sobre los malos momentos que
pasaron juntos en los 80 cuando llegaban las implacables letras del piso. Y
luego en la década de los 90, pagando mi universidad y después la de mi hermano
y la de mi hermana más tarde, sacando a flote la peluquería…y él, que a duras
penas lograba vender seguros por culpa de una mala racha. Le dejo perorar un
buen rato porque sé que lo necesita.
Cuando se cansa, mira el reloj, se quita la servilleta y hace ademán de
levantarse.
-
No te vayas a casa, que ha estado cerrada mucho tiempo y
estará helada. Quédate a dormir aquí. En la habitación de invitados vas a estar
cómodo. Mañana puedes pasar a recoger a Marcos del cole.
Él ya ha cogido el
abrigo y se encamina hacia la puerta.
-
Abuelito, quédate, porfa, mañana podemos jugar a las espadas.
Este que habla con
cara somnolienta y un pijama del Hombre Araña es Marcos. El abuelo le mira, me
mira a mí y luego de nuevo se queda observando a su nieto. Después de un largo
silencio, responde muy formal:
-
En ese caso, caballerete, me tendrás que prestar tu
pijama de Superman y un cepillo de dientes.
-
Eso está hecho, abuelo.
Abuelo y nieto chocan sus manos para sellar el acuerdo. Mi hijo se abraza con efusividad a la maltrecha pierna de su abuelo desestabilizándole.
[A todas esas ‘Carminas’ anónimas – madres, esposas, hermanas – que nos han
procurado una vida mejor]