MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA DE IGUALDAD DE
OPORTUNIDADES ENTRE MUJERES Y HOMBRES
GANADOR: FAUSTINO LARA IBÁÑEZ
TÍTULO: EL CIELO EN FRAGMENTOS
Faustino Lara Ibáñez es Arquitecto
Técnico por la Universidad Politécnica de Madrid. Ha logrado reconocimientos
literarios por sus novelas breves publicadas: El fulgor de las estrellas
y El
arquitecto prudente. Además, ha hecho una incursión en el terreno
infantil con la novela El rescate de la princesa Galiana y ha obtenido primeros premios en
certámenes literarios de narrativa breve como el “Ategua”, “José María Franco
Delgado”, “Hermandad Pandorgos”y “Eneida”, entre otros. Además, en 2019 ha
publicado “Especies en extinción”, una
obra galardonada con el prestigioso premio literario cántabro “Manuel Llano” y ha quedado finalista en el premio Setenil al
mejor libro de relatos publicado en castellano durante 2019.
Entre sus
publicaciones tiene relatos englobados en recopilaciones y en revistas
literarias.
También en el
campo de la poesía ha ganado primeros premios como el Rafael Fernández Pombo
y tiene publicados algunos poemas reconocidos en distintos certámenes poéticos
como, entre otros, en una selección de jóvenes artistas castellano-manchegos.
El
cielo en fragmentos
Faustino Lara Ibáñez
La
hoguera se consume de una manera rápida, inexorable, como tu vida. Sabes que
podrías avivarla fácilmente como has hecho durante las últimas semanas
añadiendo a las brasas algunas ramas de los árboles y arbustos que crecen desordenados
en la isla, en esta isla remota del Pacífico a la que Fred y tú llegasteis el 2
de julio tras un amerizaje forzoso. Sin embargo, ya no tienes las fuerzas
necesarias para mover un solo músculo, para incorporarte, desovillar tu cuerpo entumecido,
enfermo, y luchar por la vida, por esta vida intensa y maravillosa que has
vivido y que hoy, precisamente hoy, en el día de tu 40º aniversario parece
esfumarse, volatilizarse de un modo tan irremisible como doloroso. Sientes que
tu cuerpo languidece hacia una agonía siniestra, infame, que te vas quedando
sin fuerzas, sin aplomo, sin la voluntad de decidir por ti misma mientras
observas con detenimiento esta hoguera frágil, anémica, en la que, como si de
una visión premonitoria se tratase, crees ver reflejado el rostro de la muerte,
esa desagradable imagen fosforescente que has esquivado en múltiples ocasiones
mientras surcabas esos cielos de leyenda que tanto te apasionan y en los que,
si pudieras, habitarías eternamente pilotando un aeroplano, atravesando las
nubes, meciéndote entre los brazos de los vientos, de esas corrientes aéreas
que te han ayudado a vivir un espléndido carrusel de sueños extraordinarios.
Sin embargo, ya no hay vuelta atrás. Ya no hay redención posible. Sabes que llega
el fin, aunque no te guste la idea, aunque siempre hayas sido una luchadora
infatigable que nunca se ha arredrado ante ninguna dificultad. Ahora que Fred,
tu apoyo, tu ilusión, ha muerto y el Electra
ha sido devorado definitivamente por las bravas e insaciables fauces del Pacífico,
crees que es el momento de empezar a asumir que ya no hay posibilidad de
abandonar esta isla de apenas diez acres, que tu deseo de ser la primera mujer
en completar la vuelta al mundo a bordo de un aeroplano siguiendo la línea imaginaria
del Ecuador no va a poder verse cumplido porque, muy a tu pesar, estás retenida
en esta isla sin escapatoria posible. Ojalá el mago Houdini pudiera
transmitirte todo su saber desde el más allá para dejar de vivir esta pesadilla
y, virando de una manera radical, descaminar todo el trayecto realizado hasta
el momento y aparecer de nuevo en Los Ángeles. ¿Para qué han servido tantos
esfuerzos? ¿Para qué tanto trabajo, tanto empeño en ser la mejor y más
importante aviadora de la Historia? ¿Para qué han valido tantos reconocimientos
multitudinarios, tantos vítores, ovaciones y aplausos? ¿Para qué tantas
entrevistas en los medios de comunicación más importantes del mundo narrando
tus gestas imposibles, tus sueños de aviadora pionera siguiendo la estela de nombres
tan señalados como la Baronesa de Laroche y Harriet Quimby? ¿Para qué tantas
conferencias, tantas ilusiones puestas en el empeño terco y obstinado de
reivindicar la posición de la mujer, su derecho inherente para conseguir todo
aquello que se proponga y que te inoculó tu madre desde que eras una niña? Hoy
ya nada de todo esto tiene sentido. No le encuentras ningún sentido. Ya no.
–Sé
fuerte, Amelia –te dijo Fred días atrás con una serenidad abrumadora, desde un
sosiego inquietante, perturbador, tumbado sobre un lecho de hojas secas bajo el
cobertizo de ramas que habilitamos como improvisado refugio–. Si hay alguien en
esta isla con la suficiente fuerza como para lograr salir de aquí esa eres tú.
Confía en ti misma, como siempre has hecho. Yo ahora te dejo. Vuelo hacia el
más allá.
Te
pidió con un gesto que le dieras la mano. Sus dedos estaban fríos. Sentiste
decepción. Pena. Sus labios temblaban al mismo tiempo que empezaron a supurar
una letanía de palabras inconexas e inaprensibles. Podías sentir cómo tu buen
amigo Fred se iba quedando sin fuerzas de una manera gradual, sencilla,
austera, hasta que llegó el instante en el que su corazón no pudo más y su vida
se extinguió. Giró la cabeza hacia su izquierda. Su cuerpo empezó a
rigidizarse, a comprimirse. Cerraste sus ojos inmensos como prados y, entre
lágrimas, recordaste los primeros días que pasasteis en esta isla tras aquel
arriesgado amerizaje después de perder la comunicación con el guardacostas Itaca.
–Lo
siento, Fred –le dijiste mirándole el rostro, observando su palidez, el sudor
que recorría su rostro–. No me quedaba otra opción. No nos quedaba
combustible. Ni un solo galón. Dentro de unos minutos se te habrán pasado las
náuseas y el dolor de oídos.
No
te contestó. Aún estaba impactado por un descenso tan vertiginoso. Le ofreciste
una lata de zumo de tomate, sonriéndole, con una complicidad generosa, franca.
–Te
vendrá bien.
–Gracias,
Amelia –dijo con un hilo de voz, como si le costase un esfuerzo sobrehumano
pronunciar aquellas dos palabras.
–Seguro
que vienen en nuestra ayuda –dijiste a Fred con la esperanza sincera, pura, de
que así sería, mientras, atravesando un arrecife coralino de múltiples y
oníricas tonalidades, os dirigíais sobre la balsa de salvamento a la playa que
estaba a unas doscientas yardas.
–¿Cómo
puedes estar tan segura, Amelia? –te preguntó dejando vislumbrar en sus
palabras una especie de pesimismo inarticulable en el que se traslucía cierta
vanidad burlona tras la euforia y alegría del primer instante después de haber salvado
la vida de una manera milagrosa.
–El
guardacostas Itaca vendrá en nuestra
ayuda –dijiste con una especie de naturalidad taxativa con la que pretendías
hacerle ver cierta revelación celebrativa, luminosa, como si quisieras hacer
partícipe a Fred de tu positivismo y de tus ganas de luchar por vuestras vidas.
–¿Y
si no vienen?
–Hay
que confiar. ¿Tú nunca has confiado en tu fortuna?
Fred
no respondió. No dijo nada. Sabía que no podía decir nada, que se trataba de
una guerra perdida: siempre se encontraría con tu optimismo vital.
–Amelia,
¿y ahora de qué viviremos aquí? –te preguntó Fred con cierta socarronería
después de varias horas, tras las primeras inspecciones de aquella isla
desconocida, mientras, sentados en la orilla, observabais cómo estallaban las
olas sobre la cárdena arena de la playa en presencia de un agitado viento
noroeste.
–La
naturaleza es sabia: ella sabrá proveernos convenientemente.
Durante
los siguientes días, a pesar del cansancio y el agotamiento que ambos acumulabais
después de haber recorrido más de veinte mil millas volando a través de más de
medio mundo y de que tú padecieras una angustiosa disentería, gracias a un
clima benévolo, conseguiste insuflar en Fred el ánimo necesario para sobrevivir
pescando peces de múltiples y variadas tonalidades entre los maravillosos
arrecifes de coral, cazando pájaros y otros animales menudos con trampas muy arcaicas
pero efectivas. Fue vuestra manera de sobrevivir durante dos semanas.
Al
comienzo de la tercera semana de vuestra estancia en esta isla remota y olvidada
del Pacífico en la que teníais claro que no había signos de vida humana ni
pasada ni presente, el tiempo cambió de una manera radical. La lluvia no os
daba una sola tregua y no había manera de no estar calados hasta los huesos. La
salud de Fred cayó en picado. De repente empezó a sentirse muy débil. Tan
pronto era consciente de la realidad como su cuerpo sufría terribles
convulsiones y su mente se nublaba entre delirios que te hacían temer lo peor.
Fueron tres días angustiosos en los que su vida sucumbió de una manera
irremediable. De nada sirvieron tus esfuerzos por intentar mantenerle con vida.
Era el fin. Su fin. Sin fuerzas para mover su cuerpo, decidiste permanecer a su
lado. Era tu particular homenaje hacia un hombre bueno, un hombre que siempre
confió en ti y en tus aptitudes como aviadora y que incluso había sido capaz de
renunciar a su viaje nupcial para embarcarse contigo en esta aventura pionera
en el mundo de la aviación. En cierto modo te sentías en deuda con él.
Sabías
que tenías que ser fuerte, empezar una nueva vida sin Fred y confiar en que
George estaría moviendo los hilos necesarios para que los equipos de rescate
dieran contigo. Estabas convencida de que tu incansable esposo no cejaría en su
empeño hasta dar con tu paradero y sería capaz de hablar con el mismísimo
Roosevelt para movilizar los recursos necesarios y venir en tu ayuda. Le
conocías bien. Era muy testarudo y disciplinado, tanto como para haber sido
capaz de conquistarte a pesar de tus recurrentes y, bien es cierto, poco expeditivas
negativas. Además, aún os quedaba por cumplir el sueño más importante de
vuestras vidas: ser padres.
–Cuando
vuelva de este pequeño viaje por el mundo, te prometo que seremos padres
–dijiste con ironía a George, abrazándole y besándole en los labios, calibrando
la temperatura de su inquietud, de una ansiedad que, en el fondo, sabías que
sentía y que le generaba el hecho de que finalmente insistieras en tu deseo de
intentar realizar con éxito esta proeza a pesar de haber tenido un primer
fracaso y de que algún mecánico lenguaraz hubiera puesto en entredicho tu capacidad
para pilotar aeroplanos.
–No
lo dudo.
Tras
la muerte de Fred, empezaste a perder la mirada en el cielo durante largas
horas, en ese cielo majestuoso en el que esperabas con ahínco encontrarte con
algún avión que sobrevolase la zona y diera la voz de alarma para que un barco
acudiera a tu rescate. Sin embargo, las horas pasaban y no se materializaba ese
deseo. Jugabas a interpretar las nubes que a veces, de repente, se formaban encima
de ti y emborronaban ese prístino azul celeste. Y como si se tratara de un
repetitivo deseo infantil, volvías a anhelar que tras alguna de ellas
apareciera, surgiera por fin ese avión que descubriese que estabas allí y se
convirtiera en tu salvación.
No
podías hacer grandes esfuerzos. Era inevitable que cada hora que pasaba te
sintieras más frágil, más vulnerable, menos confiada, que el miedo comenzara a
ganar un terreno vital que no querías dejar escapar, aunque para evitar estas
caídas y que cundiera la desesperación, el desánimo, no dejabas de pronunciar
el nombre de George, aunque fuera de una manera vana, baladí, aunque supieras
que no podía oírte, aunque te aferraras a las manos sin vida de Fred, aunque
buscaras en sus dedos fríos, rígidos, ese vínculo perfecto, ideal, que te
hiciera creer que no estabas viviendo una ficción, que, aunque era muy probable
que no pudieras escapar de aquel presidio, necesitabas crear tu propia lógica,
un lenguaje que te aportara serenidad y calma para buscar apoyo en la creencia
de que tú sí que estabas viva, tú sí que eras una superviviente y, mientras te
quedara un partícula de ese bien tan preciado que era la vida, albergarías la
esperanza de poder volver a Los Ángeles.
Aunque
no podías mirarte a un espejo, los constantes viajes de tus dedos por tu rostro
te devolvían la radiografía de un cuerpo menudo y frágil al borde del desahucio
que empezaba a mostrar síntomas de debilidad extrema y que, en cierto modo,
comenzaba a volatilizarse. Todas tus ilusiones, poco a poco, se iban
evanesciendo; te dolía ser consciente de que ya no podías contar con esos
deseos de luchar por la vida, de soñar que aún serías capaz de seguir volando
hasta que te lo permitiera tu condición física, esos anhelos de querer seguir
siendo una pionera, una persona adelantada a este tiempo convulso que te ha
tocado vivir.
La
falta de medicamentos, las lluvias copiosas, intensas, que se calan hasta los
huesos y te hacen tiritar, los demoledores efectos de la disentería, la maldita
sinusitis crónica que te ha acompañado toda tu vida desde que la padeciste por
primera vez cuando ayudaste como enfermera en Toronto a los lisiados de la
Primera Guerra Mundial y la fiebre que te atormenta y te engulle por momentos,
hacen que tus ilusiones, sueños y esperanzas, poco a poco, se vayan evaporando,
que empieces a flaquear y que ya no reconozcas en ti a esa otra Amelia Earhart
vital y optimista que siempre has sido y que era capaz de comerse el mundo a
dentelladas por muy adversas que fueran las circunstancias que se presentaran.
La fortaleza. El pundonor. El
esfuerzo. La lucha. Sientes que todos estos pilares, que te han ayudado a
perseverar en tus sueños durante tantos años, se diluyen y se derrumban en esta
isla solitaria y perdida en el Pacífico. Cuando miras hacia atrás descubres que
queda muy alejado en el tiempo ese primer día en el que, gracias a tu padre,
lograste montar por primera vez en un biplano y descubriste una imagen
fascinante de Los Ángeles, una panorámica aérea maravillosa. Era sentirte como
un pájaro. Sentir su libertad. Después de aquellos minutos mágicos,
espléndidos, tuviste claro que tu vida siempre estaría ligada al aire, al
cielo, a las nubes.
–¿Te
ha gustado la experiencia, jovencita? –te dijo con una sonrisa entusiasta el
experimentado piloto americano que participó en la Primera Guerra Mundial y que
ahora se ganaba la vida haciendo exhibiciones junto a otros compañeros de
escuadrón.
–Me
ha fascinado –respondiste, sabiendo en tu fuero interno que, desde ese instante,
querrías ser aviadora, pero no una aviadora cualquiera, una mujer como tantas
otras con un sueño irrealizable, utópico, una mujer que acabaría convirtiéndose
en la esposa de algún aristócrata inglés con sueños de grandeza emigrado a los
Estados Unidos, no, tú querías ser una pionera, una persona capaz de grabar su
nombre y sus gestas a fuego en el cielo.
–Ya
sabes lo que se siente al estar en el aire.
Claro
que lo sentiste. ¡Y de qué manera! Ese aire que ahora te falta. Ese aire que
ahora te induce a no sentir tristeza, miedo ni dolor. Ese aire que es vacío,
que es quietud y desasosiego. Que es abismo. Ese aire que se muestra
indiferente, que desmitifica cualquier deseo, cualquier anhelo por muy
vehemente y sincero que este pueda ser. Apartas la vista de esta hoguera que
agoniza y sientes que el cielo hacia el que miras, ese cielo salpicado de estrellas
titilantes hacia el que enfocas tu mirada, una mirada enferma, ajironada, se
descompone en miles de partículas que caen sobre ti en forma de una lluvia
fina, menuda; ahora, sí, ya, 24 de julio de 1937, día de tu 40º aniversario, mientras
sientes una templanza y una entereza que aportan a tu alma una serenidad
agradable, benéfica; ahora que pronto, muy pronto, vas a emprender un nuevo y
definitivo vuelo en busca de un paraíso eterno; ahora, sí, ya, de una manera
definitiva, tajante, incuestionable, sientes que ese aire que te falta eres tú
y que tú pronto serás polvo, nada, vacío, soledad, en medio de un cielo
deshecho en fragmentos en esta isla remota del Pacífico.
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