EL BAILE DE LAS ESTRELLAS
—¡Vamos Duna, es hora de volar!
—¡No puedo, mamá!
—¡Venga!, tus compañeras ya están listas, hay que entrenar. La migración es
dentro de tres semanas.
—¡Pero, mamá, no puedo!, mi ala…
—¡Bueno, vale, pero si no estás preparada no podrás venir con la colonia!
—¡Jooo!
Manuel Felipe Sánchez Córdoba
Duna es una polluela de Gaviota de Audouin nacida hace unos meses, junto
con otros cientos de pollos, en las inmediaciones de las salinas del Parque
Natural de Las Lagunas de La Mata y Torrevieja. Un espacio protegido en el que,
desde hace años, anidan varias especies de gaviotas en convivencia pacífica y
colaborativa con distintas aves nidificantes: flamencos, charranes, chorlitejos
o cormoranes, entre otras.
Durante sus primeras semanas, Duna era una gaviota feliz, jugando con su
hermana y otras amigas de la colonia en una vida de cría, sencilla y libre de
preocupaciones. Desde pequeña se veía que era diferente;
alegre y dicharachera, generosa y solidaria. Su corazón era más grande que la
pequeña gaviota que lo contenía y brillaba con luz propia. Madre y todas las
demás lo sabían.
La
vegetación salobre próxima a las salinas era el hábitat natural de las aves,
pero la zona no estaba exenta de peligros. Algunos temibles depredadores, como
las serpientes, lo recorrían a diario en busca de presas fáciles. Una de ellas,
a la que llamaron Culebra, era grande, malvada y mucho más astuta que el resto.
A pesar de las advertencias de las mayores, las jóvenes gaviotas no eran
conscientes de esa amenaza. Un día en el saladar, cuando más tranquilas estaban,
jugando al escondite entre unos matorrales de salicornia algo alejados del
nido, apareció Culebra. Distraída en sus juegos, Duna no oyó a Madre que graznaba
desesperada para que se protegiese en el canal, un espacio bajo unas tablas que
la familia tenía dispuesto como escondrijo donde amagarse en caso de peligro. La
malvada Culebra se llevó a la pequeña a rastras, pero Madre ya había alertado a
una patrulla de amigos charranes que se fueron a por ella. A picotazos, consiguieron
liberar a la polluela de los siniestros anillos de Culebra, pero la joven
gaviota ya había sufrido daños irreparables. Duna sobrevivió a duras penas, con
el radio de un ala partido y algunas costillas aplastadas. A causa de esas
heridas, no puede salir a entrenar con los otros polluelos volantones y mira al
cielo con envidia sana, embelesada en sus vuelos y piruetas.
Habían
pasado varios meses y Duna no conseguía superar sus lesiones. Se había resignado
a ser un ave discapacitada para el vuelo. La colonia estaba lista para la
migración, y también para el doloroso momento de abandonar a las pequeñas polluelas
que no podían viajar. A Madre se le encogía el corazón.
—¡Duna, cuídate de Culebra y de las tormentas!— le gritaba Madre, angustiada,
mientras partía hacia la gran travesía—. ¡Ya sabes, el escondite! Te dejo al
cuidado de Hermana; ella es fuerte y se ocupará de ti.
—¡Sí, mami, no te preocupes! —gritaba Duna, mirando al cielo, casi consolando
a Madre—. Estaré bien.
Aquel día, la colonia emprendió el vuelo en dirección a las costas
Atlánticas del Sáhara Occidental. Duna y otras siete jóvenes con diversidad
funcional se quedaron atrás en el saladar. Una pequeña comunidad de aves abandonadas
a su suerte, asustadas ante un futuro incierto y lleno de peligros. A partir de ese
momento, serpientes y rapaces buscarían a las pequeñas como manjares para su
mesa. Duna y
las demás estaban muertas de miedo; se refugiaron en sus escondites y solo asomaban
el pico para buscar algo de comida. No se atrevían ni a salir a jugar. Todas
tenían alguna deficiencia y escasas posibilidades de sobrevivir en un lugar que
se había convertido en un orfanato, en donde, sin la protección de los adultos,
las jóvenes inexpertas serían víctimas propiciatorias para los reptiles y otros
depredadores. Culebra, astuta, pronto advirtió la soledad de las jóvenes y se
dispuso a optimizar sus planes de captura.
Duna, estaba siempre atenta a los peligros y, a la mínima señal, se
refugiaba en su escondite. A los pocos días, alertada por un extraño siseo, llegó
justo a tiempo de esconderse en el canal. La cabeza de Culebra estaba tan cerca
que Duna no podía dejar de temblar, horrorizada, observando la lengua bífida de
la temible serpiente preparada para atacar a una incauta que permanecía ajena
al peligro. Hermana, que andaba vigilante, intentó proteger a la ingenua y
arriesgó con valentía, pero entonces… Culebra se fue a por ella.
—¡Hermana, hermana! —graznaba Duna, desesperada, corriendo tras la «ladrona»
que se alejaba con su presa colgando de los dientes.
Los amigos charranes ya se habían marchado a la migración, y las pobres gaviotas,
indefensas, no tenían con qué hacer frente a la amenaza de Culebra. Estaban
asustadas y se sentían tristes e impotentes. Para ellas, Hermana era la primera
sacrificada en su lucha por la supervivencia y presentían que quizás no sería
la última. Pero Duna no estaba dispuesta a dejar correr el destino, inexorable,
que se cernía sobre las polluelas. Todo era muy injusto, tenía que hacer algo
para que lo que había vivido no volviese a ocurrir. Reunió a las otras seis desamparadas
y les explico sus planes. Estaban solas, expuestas a enfermedades y convertidas en
comida para serpientes y otros depredadores, pero no se iban a quedar de alas
caídas esperando que el destino viniese a buscarlas. Había que jugársela y Duna
tenía claro cómo sobrevivir y llevar una vida digna hasta el regreso de las
adultas.
El primer objetivo sería su seguridad; encontrar un refugio en el que
sentirse a salvo. Había una madriguera abandonada —muy probablemente por una
familia de conejos salvajes que habrían marchado a otro territorio—. Parecía amplia,
pero no lo suficiente para las siete. Durante más de una semana estuvieron
escarbando para ensanchar las galerías, y asegurarse que dentro de ella habría
espacio suficiente para todas. Si alguna de ellas descubría la presencia de un enemigo,
tenía que avisar rápidamente y las demás acudirían a esconderse en la guarida. Desde
dentro, sellaban la boca de la cueva con palos y pinchos para asegurarse de que
Culebra no pudiese acceder. Así lo hicieron y, a partir de ese momento, la “ladrona” se
tuvo que resignar a su suerte.
—¡Diablos, estas pequeñas son muy inteligentes! —Pensaba Culebra, mientras se
arrastraba por los alrededores de las salinas—. Tendré que buscar otra cosa que
comer en el Parque.
El segundo problema que se les planteaba era la alimentación. A pesar de sus
maltrechas patas—que en algunos casos eran un muñón sin dedos—, tres de ellas
habían aprendido a pescar y, aunque con dificultad, conseguían alimentarse de los
descartes de la flota pesquera de Torrevieja. Las otras cuatro, Duna entre
ellas, malvivían de restos orgánicos, ratoncillos, lombrices y pequeños
crustáceos. Para nuestra amiga, aquella era una situación injusta que había que
resolver, así que hizo una propuesta arriesgada, pero ingeniosa. Cada gaviota
podría comer solo la mitad de lo que consiguiese, y otro tanto debería traerlo a
la puerta de la madriguera. Esa comida se repartiría y todas comerían de todo. De
esa forma se premiaba el esfuerzo y la iniciativa de cada una, pero las
obligaba a compartir parte de sus beneficios. Así es como los diferentes
talentos de las aves empezaron a funcionar como una verdadera comunidad, alegre
y dinámica, cohesionada, en la que el equipo era más importante que cada una de
ellas.
Resueltos los dos principales retos: supervivencia y alimentación, deberían
enfocarse en solucionar sus problemas emocionales. Necesitaban superar el miedo,
la incertidumbre, el estrés por la falta de protección… y por supuesto,
necesitaban recuperar la confianza en ellas mismas. Hacía semanas que no se
divertían, tenían que volver a los juegos y la interacción social que eran
básicos para su bienestar emocional y, de paso, superar el estado de ansiedad que
les generaban tanto la amenaza de Culebra como sus propias limitaciones.
Abrieron un debate para aportar propuestas y empezaron a probar diferentes
juegos: escondite, palos, caracolas… pero les faltaba algo; unas no podían
participar en las actividades por sus problemas físicos y otras no se sentían a
gusto con ciertos juegos. Además, necesitaban que la dinámica les generase las
suficientes endorfinas para contrarrestar el cortisol producido por el estrés,
pero sus acaloradas discusiones no las acercaban a ninguna solución consensuada.
Estaban en un callejón sin salida, pero Duna lo tenía claro…
—¡Chicas, escuchad! —llamó a las siete a una reunión urgente—, tenemos que
encontrar una actividad en la que todas podamos participar y que nos ayude a librarnos
de los déficits emocionales que arrastramos.
—¡Si, sí, en eso estamos de acuerdo! —contestaron las seis, casi a coro—,
pero ¿cuál es tu propuesta?
—Todas nosotras tenemos alguna discapacidad —exponía Duda, mientras las otras
asentían con la cabeza—, pero todas podemos hacer algo que nunca antes hemos
intentado: ¡BAILAR!
Un silencio cómplice revelaba que la propuesta de Duna les había llegado al
corazón —¡Eso es, bailar! ¿Por qué no? —, podían hacerlo y lo hicieron. Decidieron
salir a bailar de noche cuando el sol ya se había acostado y las estrellas iluminaban
el cielo de noviembre. Júpiter, Venus y la lluvia de Leónidas, miraban con
asombro sus danzas a la luz de la luna. Así fue como instituyeron el baile
de las estrellas. Cada media noche la comunidad del baile se entregaba a su
actividad para promover la valentía, el gozo y la empatía. Las coreografías
eran un poco estrafalarias dadas sus limitaciones físicas, pero reían y se
divertían. Las tres que podían volar hacían saltos y cabriolas en el aire, a
veces rodando con sus muñones por el suelo, otras dos, taconeaban con cierto
salero y alguna giraba sobre una pata tensando alas de ángel. Eran felices.
Para nada se sentían unas aves diferentes. Culebra las observaba desde una
atalaya, sin conseguir superar su frustración.
Duna era un ejemplo. A pesar de sus limitaciones —pues aún seguía
arrastrando secuelas y una de sus alas por el suelo—, se convirtió en la
lideresa de la comunidad. A su lado, las jóvenes gaviotas fueron aceptando sus diferentes
capacidades y adaptándose a una vida en la que ya nadie les podría arrebatar su
dignidad.
Así fueron pasando las semanas y el invierno llegó como otros años, pero
para ellas fue especial, era su primera invernada. Casi sin darse cuenta, ya
estaban despertando al día de Navidad. Las gaviotas salieron de su madriguera desperezando
alas, listas para disfrutar del tibio sol de la mañana de diciembre en la
laguna rosa, pero pronto se dieron cuenta de que algo raro pasaba.
—¿Alguna ha visto a Duna?
—¡No, yo no! —¡Yo tampoco!
—¡Duna, Duna! —gritaron casi todas a coro por las salinas y alrededores,
pero su compañera no aparecía. Es como si se la hubiese tragado la tierra, o
desaparecido entre el agua rosada y el azul del cielo.
Las jóvenes estaban angustiadas, les inundó la tristeza de haber perdido a Duna
y la duda de si regresaría algún día, pero se quedaron con la lección que habían
aprendido de ella para sobrevivir como verdaderas valientes.
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Han pasado más de cinco meses desde que la colonia marchó a la migración. Madre
acaba de regresar junto con otros cientos de parejas para la puesta de huevos.
Duna no está en la charca. Hermana, tampoco.
—¡Duna, Duna! —grita Madre, desesperada—. ¡Soy mamá! ¿Dónde estás, hija?
—¡Duna!
Nada.
Las seis supervivientes dan crónica emocionada a Madre sobre la audaz Duna
y el trágico destino de Hermana. La gaviota no puede evitar emocionarse por la
valentía de sus pequeñas; temerosa de haber perdido a ambas, pero confiada en
que, por lo menos Duna, aparecerá. Ahora lo importante es localizarla, aunque
hace tres meses que desapareció y sus compañeras creen que, a pesar de todas
las precauciones, Culebra se la llevó.
Es una cálida mañana de abril y el sol refleja su alegría en el agua de la
laguna rosa. Madre está en el nido empollando los tres huevos. Sigue muy
apenada por la falta de sus pequeñas y no acaba de superar el dolor que le
amarga la primavera.
—¡Mamá, mamá! —Una preciosa gaviota sobrevuela el cielo de la laguna.
—¡No puede ser! —Madre salta fuera del nido entre emocionada y angustiada—.
¿Eres tú, Duna?
—¡Soy yo, mami!... ¡Duna! —contesta la joven mientras planea hasta posarse al
lado de mamá; ambas apoyan sus cabezas y se arrullan con ternura—. ¡Soy Duna,
mami! ¡Estoy viva!
—Ayyy mi hija preciosa, cuanto te he echado de menos. Te necesitaba Duna.
—Y yo a ti, mamá
—Pero dime, veo que puedes volar de nuevo ¿cómo has conseguido reparar tu
ala? ¿Cómo ha ocurrido el milagro?
—Mira, mamá… aquel hombre allí de pie en las salinas —Le cuenta Duna a
Madre, con la emoción iluminando su plumaje y señalando con el pico un punto al
pie de la montaña de sal—. Él es Juan, mi salvador. Nos acabamos de despedir. Ha
visto que la colonia regresaba de la migración y me ha liberado para volver
contigo.
—Juan es uno de los encargados de mantenimiento del parque —continúa Duna con
su relato—. Aquélla mañana, llegó muy temprano para controlar a las jóvenes que
no habíamos podido marchar a la migración. Me encontró a la puerta de la madriguera
y se dio cuenta de mis problemas físicos. No me preguntes porqué, pero me dejé acariciar
sin espanto alguno porque el hombre se acercó con cariño y compasión. Luego me llevó
con él y durante dos largos meses me alimentó, curó mis heridas y me enseñó a
volar.
—¡Ha sido un ángel para mí, mami!
—¡Madre está contenta por ti, Duna! La próxima migración vendrás con la
colonia a conocer el Mediterráneo, el Océano Atlántico y las maravillosas
costas del África Sahariana y Senegal.
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