miércoles, 16 de octubre de 2024

XXIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA REAL VILLA DE GUARDAMAR 2024

MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE
 ESCRITOS EN CASTELLANO


GANADOR: JOSÉ ADOLFO MUÑOZ PALANCAS
TÍTULO: EL ÚLTIMO GANGOSO

EL ÚLTIMO GANGOSO

 

 

            Sí, como le digo, yo soy el último gangoso, el último de mi estirpe. Nieto, hijo y padre de gangosos; aunque mi hijo está curado, gracias a Dios. Sí, está curado y no tendrá que aguantar cómo se pitorrean de él, menos mal. No tendrá que soportar las bromas, ni enervarse al oír ciertos chistes, contados con o sin malicia. No tendrá que, cargado de odio, mirar a nadie, como yo a usted, con intención de matarlo.

            No se mueva, es inútil. Ya sabe que lo he atado bien, más que nada porque quiero que viva un poco más y el movimiento, que se pusiera de pie y tratara de huir, solo serviría para que el veneno actuara más rápido y nos quedaríamos sin tiempo para que usted escuche mi historia, que es lo que quiero, para que comprenda por qué quiero matarlo. Así que, por favor, trate de relajarse; aunque no resulte fácil, inténtelo, pues su corazón acelerado solo lo acerca al fin.

            Como le estaba contando, y si me permite la petulancia, yo no soy un gangoso cualquiera, yo soy el último gangoso, al menos de mi familia. Y, hablando de esta, le puedo referir que a mi abuelo le decían “Alando”, no porque se llamara Armando o Arnaldo y fuera incapaz de pronunciar correctamente su propio nombre —que era Pepe y lo hacía a la perfección— sino porque, cierto domingo que tenía intención de ir al fútbol, alguien le preguntó si pensaba desplazarse hasta allí en bicicleta y él contestó que no, que iría andando. Ya ve, para nosotros, algo tan nimio, una simple respuesta trivial, puede convertirse en un estigma, que se graba en nuestra frente con la trascendencia del apelativo con que los demás se referirán a nosotros para siempre, peor, incluso, que una cadena perpetua, porque no nos librará de ella ni la muerte y la legaremos a nuestros descendientes como otra tara más; otra más, junto a la principal.

            Quizá por eso, a todos los coetáneos de mi abuelo les extrañó sobremanera que un hombre así fuera capaz de conquistar a una mujer como mi abuela, una auténtica beldad       —como él me contaba y atestiguan sus fotos de entonces— y también a usted le extrañaría, a pesar de la pretendida tolerancia hacia la diferencia de la que todo el mundo hace gala hoy con descarada hipocresía, de toda la corrección política, la presunta igualdad e integración con las que usted, casi seguro, también comulgará, verme con mi mujer, porque —con sus años— también es muy hermosa y me miraría con cierta suspicacia y malicia y, seguro, lo achacaría a atributos ocultos y obscenos, como se hace con los negros —otros que, como los gangosos, también suelen protagonizar numerosos chistes— para contrarrestar la tara evidente, la virilidad que nos resta nuestro hablar ridículo, porque es imposible que hayamos conquistado a nuestras mujeres con la conversación, ¿verdad? Mas, ¿y si le digo que sí, que fue la conversación la que obró el milagro? ¿No me cree? Pues puedo también ratificarlo con mi padre, aunque bien es cierto que mi madre, que en paz descanse, nunca fue bella; pero eso nada importa en lo que digo, porque sí que la enamoró mediante la palabra y eso avala mi tesis.

A papá le decían “Áncamo”, mote que heredé y sufrí en el colegio y el instituto, porque tuvo la mala suerte de trabajar de joven en una ferretería y, antes de que se le ocurra preguntármelo, se lo digo: no tengo ni idea de si inspiró el famoso chiste de Arévalo o fue casualidad que este lo pusiera de moda por entonces y se limitara, como supongo, a sufrirlo, y yo también, dicho sea de paso.

Sin embargo, en cuanto pudo, montó su propio negocio: una mercería, el mismo que yo regento y tras cuyo mostrador usted me encontró. ¿Por qué eligió ese en lugar de otro? Porque siempre creyó en la naturaleza bondadosa de las mujeres, en su mayor inclinación hacia la piedad y menor hacia la burla o, al menos, a la versión de esta más hiriente, más descarnada, más masculina, que tiende al escarnio en lugar de a la chanza; y cuando alguna lo hacía, reírse me refiero, él consideraba su mohín chistoso de labios pintados más un sutil coqueteo que una mofa.

Sí, a mi padre le encantaban las mujeres, pero no era mujeriego. Seguro estoy de que con mi madre, que en paz descanse, estuvo servido. Lo suyo era fascinación, incluso devoción, pero distante, analítica, como la del fotógrafo, escultor o científico; aunque, quizá, con más humildad y cariño, más parecida a la del admirador discreto y tímido que nunca se atrevería a molestar a su ídolo pidiéndole un autógrafo y se limita a aproximarse, a respirar el mismo aire o, quizá, a acariciar los mismos objetos que el admirado antes tocó. Y el respeto que él sentía por ellas era recíproco y, fíjese, me atrevería a sostener que, en parte, nacía de su tara —nuestra tara— porque lo tornaba más próximo, más vulnerable y menos amenazador. Y eso que mi padre era un individuo muy masculino, no se vaya usted a creer, de buena planta y mandíbula cuadrada y fuerte y hasta se gastaba un mostacho negro y espeso, que le daba cierto aspecto de militar turco y a mi madre le recordaba a Omar Sharif.

Sí, aunque le parezca ridículo, nuestro defecto vuelve crédula a la gente, hace que bajen la guardia, es un camuflaje perfecto contra el fondo gris de estupidez del mundo, que todos intuyen en los demás sin vérselo encima. De forma automática, nuestro hablar grotesco, nuestra fonación imperfecta, nos ingresa, ante los listos que nos escuchan, en el pelotón de los torpes y tullidos y nos granjea, en el caso de los corazones más nobles, piedad y, en el de los de piedra, desdén pero nunca cautela. ¿No recuerda todas esas películas en blanco y negro del franquismo en las que los timadores y granujas se hacían pasar por retrasados para engañar a los listos? ¿No ha visto a Tony Leblanc y Antonio Ozores realizando el célebre timo de la estampita? ¿No? Quizá usted es muy joven, pero es la tara fingida del timador la que hace que el timado se confíe, la que lo vuelve crédulo, creído, la que venda los ojos del avaro malicioso, que se relame ante la presa fácil, y hace posible que el cazador sea cazado: la tara es el cebo. ¿Cómo va a engañarme este tío? ¿Cómo me la va a meter este pobre desgraciado, este tonto? La credulidad hacia el gangoso es, sin duda, una bendición para nosotros. Y, fíjese, aunque me alegro de que mi hijo sea normal, ¡faltaría más!, me preocupa que vaya por la vida tan confiado, tan al descubierto, sin ninguna máscara que lo proteja, que haya perdido la de su estirpe; la misma, ancestral, que salvó la vida y entronizó al Emperador Claudio. A mi hijo lo despojé de su máscara y lo dejé expuesto ante un mundo en que todos los tontos se creen y pasan por listos.

Sí, como le digo, nuestro defecto a ustedes, a los listos, a los engreídos, los vuelve confiados, se agigantan; por eso insistió en la entrevista, a pesar de mis excusas y negativas, continuó telefoneándome y dándome la vara, seguro de que al final yo aceptaría, ¿cómo iba a atreverme yo a rechazar semejante honor? Por eso cuando le dije que sí, cuando le propuse el encuentro, no hubo gratitud sino condescendencia, y cuando le he dicho, hace poco más de una hora, tras cerrar mi local, que pasara a la trastienda y se sentara, lo ha hecho sin dudar, confiado, y, cuando le he ofrecido café y bollitos, los ha devorado sin pudor ni cortesía, ¡qué menos!, mísero tributo para con el celebérrimo escritor en ciernes, ¿verdad?, para con la nueva promesa del proceloso mundo de las letras que, fíjate por dónde, se ha dignado a fijarse en mí. Ha bebido y comido sin atisbo de precaución, sin preguntarse por qué yo no le acompañaba, por qué yo no me servía otra taza y, a pesar del aspecto sórdido de mi trastienda —sin ventanas, con solo una mesa de chapa, dos sillas desvencijadas y estanterías a rebosar de cajas y cacharros polvorientos y sucios—, se ha limitado a decirme refiriéndose al café: «Un poco fuerte, ¿no?», sin desconfiar del sabor del líquido oscuro aderezado con el veneno. Lo he dejado solo con la excusa de que tenía que regresar un momentito a la tienda, no sin antes servirle una taza más y animarle a que siguiera con los bollitos, también cargados de veneno, aunque ya apenas quedaban, y, mientras tanto, le he invitado a que empezara a leer los folios dispuestos sobre la mesa, en los cuales, le he explicado, había intentado plasmar algunas de mis vivencias e ideas con la esperanza de que le resultaran útiles en su empresa, en su entrevista. Ha asentido con la cabeza, sin mirarme siquiera, mientras se chupaba los dedos manchados de crema. Desde la puerta, lo he vigilado mientras se acababa los bollitos y el café, mientras leía confiado, porque usted tampoco ha sospechado del gangoso, hasta que ha llegado al párrafo fatídico donde enseño mis cartas, donde había puesto en negro sobre blanco mis intenciones hacia usted. Ahí, con brusquedad, ha tratado de levantarse, pero sin éxito y, con pánico, ha descubierto que las palabras escritas eran ciertas, que iba en serio. Entonces, ha perdido la conciencia y yo he aprovechado para atarlo y para escribir estos folios que complementan los que ya tenía sobre la mesa porque, como ve, nuestro relato se escribe en tiempo real. A usted que es escritor, ¿no le parece original mi propuesta? Pues siga leyendo, entonces.

Ya ve, como usted mismo ha experimentado, al gangoso no se le percibe como una amenaza. Al contrario, pegarle a un gangoso parece incluso innoble. En la mili, los veteranos se burlaban de mí, claro, pero no sufrí novatadas salvajes como otros de mis compañeros. Mas no se trata solo de la credulidad que nos reporta nuestra peculiar dicción. Al igual que el ciego desarrolla el oído, el gangoso, la escucha. Le he dicho antes que fue la conversación la que obró el milagro, que conquistamos a nuestras mujeres mediante la palabra, ¿no?, pues ahí está la clave: no en las que damos, sino en cuanto a nuestra generosidad para recibirlas. Usted me preguntó cómo era ir por la vida hablando así. Pues bien, el secreto está en hablar menos y escuchar más, lo que sería un consejo perfecto para la mayoría, ¿no cree?, incluido usted, que se plantó delante de mí y, desde el otro lado del mostrador, me soltó semejante preguntita a bocajarro, aunque es cierto que tuvo la deferencia de esperar a que la tienda quedara desierta, de aguardar el momento mientras disimulaba mirando los muestrarios de botones y cremalleras y los pósteres de guapas modelos vistiendo lencería, mientras yo atendía a mis clientas. Me dije, al verlo, si no sería usted algún tipo de pervertido que me iba a solicitar alguna clase de prendas “especiales”, sado-maso o para travestirse, o es que simplemente era tímido y, aunque se limitaría a comprar un modelito para su mujer o novia, prefería hacerlo sin testigos, que no quería hablar mientras todas ellas no se marcharan y que, cuando lo hicieran, se dirigiría a mí en un susurro, como cuando comprábamos condones en la farmacia hace cuarenta años.

«¿Cómo es ir por la vida hablando así?», me espetó. Y yo me quedé estupefacto, mirándolo de hito en hito. Ya le digo, menuda pregunta. Sonaba casi a ¿cómo se atreve a ir por la vida hablando así? Y a mí se me transfiguró el presente y retorné de súbito a mis años de colegio, de instituto, a las bromas de los chicos y de los grandes, al mote heredado de mi padre y que me privó de mi nombre. Al escuchar a aquel desconocido hablarme de esa manera, pensé, se lo juro, en mi hijo; me dije, Dios me perdone, si el recuperar la habilidad con las palabras, no le haría quizá perder el miedo a las mismas, como pasa a la mayoría de la gente, si también él las repartiría como patadas a diestro y siniestro, sin reparar en su significado, en su daño, si el ser normal no lo convertiría en otro despiadado que las dispara sin clemencia ni tino.

Sí, mi hijo es parte importante, fundamental, de esta historia. Como ya le he dicho, está curado, no será otro gangoso más que continúe mi estirpe, el siguiente eslabón de esta horrible cadena; aunque en sus genes arrastre la maldición, nadie lo sabrá, nadie lo señalará y no sufrirá las burlas. A cambio, yo también tuve que sucumbir a la epidemia de la normalidad e hice todo lo posible para que fuera normal. Recorrimos logopedas, foniatras, otorrinos y otros especialistas médicos y, finalmente, cirujanos. Me hipotequé de por vida para conseguir que un cirujano alemán reconstruyera su paladar hendido, y lo curó, lo curó para siempre. ¿Habría sido más heroico que lo enseñara a aceptarse? No me joda, eso solo lo puede sostener quien no tiene hijos y quien no ha tenido que arrastrar una vida de burlas, soportar que a todo desconocido con quien se topa se le pinte una sonrisa, y trate de disimularla o no, y si no cuenta un chistecito pregunta con retranca qué se siente yendo por la vida hablando así. Pero sí, lo confieso: a pesar de toda la matraca sobre las ventajas de la diferencia, de los talentos de mi estirpe, yo también solo quería que mi hijo fuera normal.

«¿Cómo es ir por la vida hablando así?», y, a pesar de la mala leche o más bien de la ira que notaba que me ascendía de los pies a la cabeza, mantuve la calma: otra lección que aprendí hace mucho, otra valiosísima que me enseñó mi padre: «Tú no te enfades, que es peor, porque eso es lo que quieren, que te piques, que te cabrees, tú sígueles la broma»; lección que se aprende con mucha disciplina y solo bajo un entrenamiento cruel, solo bajo un despiadado fuego real. Así que contuve mi impulso de darle un puñetazo, que era lo que me pedía el cuerpo, porque soy un hombre tranquilo y bregado en soportar humillaciones y, tras un breve instante de vacilación, me limité a decir: «Ya ve», muy despacio, para hacerlo sin rémora nasal alguna, abombando mi paladar con esfuerzo para lograr una buena fonación de las dos sílabas. «Perdone si soy muy directo —dijo entonces usted—, es que soy escritor  —como si fuera su disculpa, su coartada— y suelen interesarme estas cosas. ¿Podría hacerle una entrevista?» Le respondí, por educación, que no tenía tiempo, que andaba muy liado; pero usted, mirando con desdén hacia los rincones vacíos de mi tienda, insistió y me entregó su tarjeta y yo, tras guardármela por cortesía, haciendo acopio de toda mi profesionalidad, impertérrito, le pregunté qué buscaba en mi comercio. «Oh, nada —respondió—, sólo necesitaba saber cómo huele una mercería». Y se marchó.

Y luego, ya ve, al final he decidido concederle la entrevista, aunque no sea de la manera que imaginó, aunque sea por escrito y con usted inmovilizado en esa silla, con los miembros de trapo incapaces de obedecerle y el tronco atado al respaldo para que no se caiga. He elegido la palabra escrita por razones obvias, ya imaginará que me siento más cómodo y, por cierto, esta es otra de las habilidades que desarrolló mi estirpe, otra de las que nos posibilitaron granjearnos el favor de las féminas, por si le interesa para su estudio. En cuanto a lo de inclinarme a tenerlo inútil y amarrado, las motivaciones son más mezquinas, como supondrá; porque, a pesar de las apariencias, de nuestra aparente ingenuidad y bonhomía, también los gangosos podemos ser vengativos y crueles. Ese fue otro de los consejos de mi padre: «Mantén la calma, ya luego te desquitarás».

No creo que, cuando me solicitó la entrevista con tanta insistencia, quisiera saber de mis anhelos y cuitas. Me escuchó hablarle a mis clientas y solo vio la forma, no el fondo, no la afabilidad, cortesía o diligencia, se limitó a mirar la superficie, a pesar de llamarse escritor, como si solo buscara el reflejo, quizá el suyo propio, quizá como buen Narciso solo quisiera una confirmación de su perfección señalando mi imperfección, burlándose de mí. Y yo ya hace tiempo que estoy harto de burlas. Y ya ve, con mi defecto me volví malicioso, desconfiado, iracundo, vengativo. De niño leía “El Conde de Montecristo” y, como Edmundo Dantès, yo también me deleitaba planeando mis desquites y, también como él, no me limitaba a imaginarlos, sino que los llevaba a cabo. Pinché ruedas, robé estuches y libros, que después tiraba en cualquier solar o a la basura, mandé anónimos a profesores y padres, chivándome de las faltas de mis compañeros-enemigos para vengarme, y nunca me pillaron; de nuevo, mi condición me sacaba de la lista de sospechosos y mis burlones se insultaban y pegaban entre sí, carcomidos de recelo y rencor. ¿Qué quiere? ¿Es que encima, por ser gangoso, tengo que poner la otra mejilla? ¿Es que ni siquiera tengo derecho a odiar y defenderme? ¿Tengo que ser pusilánime y masoquista? Supongo que todo esto no le pegaría al personaje que imaginaba para mí, no resultaría ni cómico ni grotesco como supongo que usted preferiría, y un villano gangoso opinará que no resulta verosímil, ¿no? Cuando usted me solicitó la entrevista, cuando insistió en hablar conmigo, no era sino para ratificarse en sus ideas preconcebidas sobre los que son como yo. No me buscó como protagonista de alguna historia de detectives o espías sino de algún tipo de comedia, no sé si ligera o negra o, peor aún, esperpento. ¿A usted también le explicaban el esperpento en el instituto con el ejemplo de Valle-Inclán? Sí, aquel del grupo de niños que observa a un borracho que viene dando tumbos por la calle y todos se ríen; mas, cuando el hombre se acerca, uno de ellos descubre que es su padre; eso es esperpento y supongo que el hijo del borracho, en su historia, sería el mío.

Pero tiene suerte. Sí, tiene suerte, porque soy el último gangoso pero no un asesino. No va a morir, me estaba burlando de usted. No le he suministrado veneno sino una buena dosis de somníferos y relajantes musculares. El nudo de la cuerda que lo ata, lo podrá deshacer con facilidad en cuanto vuelva a ser dueño de sus manos, seguro que sus dedos ya empiezan a obedecerle y, aunque sea dando tumbos, como el borracho del esperpento, podrá ponerse en pie y largarse —he dejado la puerta abierta— para siempre. Y que no se le ocurra dirigirse a mí ni romper nada de mi tienda al salir. Lo estoy observando y, como todo comerciante honrado, guardo un buen garrote bajo el mostrador y, además, su tarjeta.

Por cierto, ¿no quería saber cómo es ir por la vida hablando así? Pues trate de hacerlo ahora, podrá sufrirlo en primera persona, gozar de una experiencia fidedigna para su literatura. ¿Ve cómo se le escurre la mandíbula, cómo la lengua huye como un pajarillo entre un mar de babas? No es que se parezca en absoluto pero, al menos, le joderá tratar de hablar durante un rato, tendrá miedo de hacerlo por si se ríen y, aunque no sea lo mismo, será parecido.

 

 

 

    

martes, 15 de octubre de 2024

XXIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA REAL VILLA DE GUARDAMAR 2024


MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA DE IGUALDAD DE OPORTUNIDADES ENTRE MUJERES Y HOMBRES


GANADOR: ISABEL GARCÍA VIÑAO

TÍTULO: PRIMERA VENTANA, SEGUNDA, TERCERA, CUARTA Y ACTO.

 

       

                  PRIMERA VENTANA

Se abre la ventana. Corre el año 1950. Los visillos de ganchillo ondean ligeramente con el viento. Los guisos humean en cacerolas de porcelana granate en la cocina de leña. La radio está enchufada. Suena “Acércate más” de Luis Mariano. Las sillas son de anea. Algunas de las trenzas de los juncos de la anea están deshilachadas porque los gatos se afilan las uñas. Hay dos sillones, también tejidos con las hojas de esta planta, que son utilizados por los dos patriarcas para reposar la comida. Salen los efluvios de un intenso olor a cocido. Los comensales van llegando y se acomodan en su lugar habitual. Son siete. Los dos suegros de Aurora que están delicados de salud y ella es la encargada de cuidarlos; su marido, un hombre rudo que no reconoce ni valora las faenas de su mujer; los tres primeros hijos, las dos más pequeñas son gemelas y no se sientan a la mesa porque todavía gatean; y Aurora que es la actriz principal del reparto por ser la que se mueve en el escenario, la que no para, a la que todos los comensales reclaman para que les preste sus servicios.

               PRIMER ACTO Y ÚNICO

 

El día es soleado y diáfano: no se ve ni una sola mota de polvo que lo enturbie. A  Aurora le gusta abrir la ventana de par en par a buena hora para ver las flores del jardín y que el olor a hierba recién cortada inunde la casa. Nuestra primera protagonista tiene treinta y cinco años pero viste con riguroso luto por el dolor que le causó el fallecimiento de su abuela –de esto hace casi dos años–. Ha cortado en tajadas sobre un mantel blanco la gran hogaza de pan que ella elabora y cuece en un horno de la casa. Las migajas las echa al alfeizar de la ventana y mira a los petirrojos y gorriones que acuden a picotearlas. Durante la comida no tiene un rato de sosiego, pues, cada dos por tres, se tiene que levantar para buscar algún puchero o para rellenar el porrón con vino encubado o la jarra con agua o…  Antes le echaba una mano su suegra, pero, debido a su frágil salud, se acabó su ayuda. Reparte los alimentos siempre en el mismo orden: primero sirve a su suegro, luego, a su esposo, a la suegra, a los hijos. A su plato, la comida llega en último lugar y los pedazos con más huesos. Está totalmente claro que se trata de una familia patriarcal. Nada más acabar de comer, todos van desapareciendo de la visión de la ventana. Bueno, todos, no. Su marido se repantinga en uno de los sillones de anea. En este momento se estaba produciendo la mezcolanza de varios sonidos: una canción de Rafael Farina, los ronquidos de su marido y los ruidos de fregar la vajilla. A Aurora, aunque le gusta mucho la canción de Farina, “Por Dios, que me vuelvo loco”, baja el volumen de la radio, pues sabe que, si su marido se despierta, le espera una reprimenda. Por ello, friega intentando no hacer ruidos porque varias veces ha escuchado: “¿Es que no puedes dejar el fregoteo para cuando me despierte o qué? No me dejas tranquilo ni este rato”. Y Aurora sabe que esa, justamente esa, es la hora de hacer la faena porque los minutos de la jornada los tiene contados. Todos sus días se impregnan del olor de la costumbre: resultan ser lo mismo pero sin interrupción posible. Sus días son como si entre sus manos tuviese bolillos. Entreteje los hilos de las faenas cotidianas pero al día siguiente, en sus encajes, se vuelven a repetir las mismas cenefas. Igual es un día que otro, un festivo, todos los del año. Bueno, todos, todos, no. Los festivos va a misa con su mantilla negra y habla con otras mujeres del pueblo, por ello, esos días tienen un poquito de color. Por supuesto, hay circunstancias que surgen de pronto, por ejemplo, en el momento que Aurora está enjabonando la vajilla, las gemelas se acercan gateando, tiran de su saya y le reclaman la teta. Ella deja su faena y se acomoda en una de las sillas de anea. Sienta a las gemelas en cada una de sus piernas. Le cuesta sacar sus pechos entre sus vestimentas negras. Ellas lloran ansiosas. Les sonríe y cuando, después de mamar, se quedan adormecidas en sus pechos, las acuesta en su cama. Nuestra actriz se pierde de la escena un corto instante, en la que queda únicamente su marido que continúa durmiendo, que continua roncando. Duerme tan profundamente que un gato se ha acomodado en sus piernas y ni se ha enterado. Pero la protagonista principal regresa enseguida al plató de la ventana para aclarar la vajilla. Cuando finaliza, barre. Más tarde se arrodilla para fregar el suelo. A la fregona todavía le quedaban catorce años para que la inventase el señor Jalón, un mañico que debió pensar en  lo dura que era esta faena cotidiana de la mujer. Sus hijos mayores pisotean el suelo mojado antes de ir a la escuela. No le importa. Les sonríe. Son traviesos, están en la edad, cuanto más tiempo hagan travesuras, mejor. Luego ya les exigirá la vida, piensa. Más tarde, le echa agua limpia y alpiste al canario y este le gorjea contento y agradecido. Aurora se pierde del escenario, quizás descanse, lo tiene sobradamente merecido, pero…. Pero la puerta  principal de la casa se abre y sale con una azadilla para escardar las malas hierbas del huerto y airear la tierra. El sol se está ocultando cuando acaba de entrecavar los surcos. En todo este tiempo solamente se ha sentado una vez para dar de mamar a las gemelas que, hambrientas, se han despertado llorando. También ha tenido que entrar rápidamente en la casa ante el reclamo de su esposo: “Pero se puede saber dónde te has metido. ¿Pero es que todavía no me has preparado el café de puchero? ¿Será posible que se te olvide? ¡Y luego dicen que las mujeres están en todo! ¡Pues, anda, que esta mía!”. Las palabras le salen a borbotones. Su marido no es expresivo, solamente lo es cuando quiere transmitirle mensajes de este tipo a su esposa. Por fin cae la tarde y cierra la ventana. Los visillos impiden ver lo que ocurre dentro, pero no hace falta descorrerlos, las escenas son fáciles de imaginar. Más de lo mismo, la repetición de la costumbre: los pucheros, repartir la comida, estar pendiente de todos, fregar, barrer, limpiar los suelos… y lo más probable, porque nadie se habrá acordado, recoger al canario de la ventana. Ahora, por fin, llega la hora de coger el camino hacia la cama, su descanso más que merecido, pero, ¡ah!, tiene que recoger la ropa del tendedero, plancharla y prepararla para que sus hijos acudan limpios a la escuela. Y después… entonces sí. Bien pasada la media noche, dándole vueltas a su cabeza se acuesta y se adormece pensando en las cenefas del día siguiente. Aunque la ventana ya esté cerrada siempre tiene sus vistas. Sus vistas nítidas y bien definidas.

                                                

                                      SEGUNDA VENTANA

Se abre la segunda ventana. Es la misma que la primera pero con algunas reformas. Corre el año 1988. Los visillos de ganchillo también ondean con el viento. Siguen allí. Para Vanesa, la hija de Aurora, es un orgullo conservar lo que tejió su madre. En la cocinilla de placas eléctricas, la válvula de la olla a presión va liberando el vapor. La televisión está encendida. Salta la noticia de que del Titánic, (el transatlántico británico, después de haber sido encontrado en el fondo del océano, tras sesenta y seis años desde el naufragio al chocar contra un iceberg), se rescatan algunas existencias. Se produce un cambio de canal para ver algo más animado. Suenan las canciones de los 40 principales, entre ellas, “La puerta de Alcalá” de Ana Belén y de Víctor Manuel. Solamente hay tres cubiertos sobre la mesa: el del marido, el de la hija de ambos y el de Vanesa. Se sientan los comensales. Vanesa ya no va a ser la protagonista principal al cien por cien. El asunto del protagonismo comienza a ser interesante, aunque, en el reparto, ella cargue con bastante más del cincuenta por ciento que su marido. Pero es un avance a considerar. Son los primeros pasos de la paridad aunque sean todavía escasos y tambaleantes. Las escenas comienzan a ser más alentadoras, a elevar el ánimo en muchas almas porque estas no tienen género.

 

              PRIMER ACTO Y ÚNICO

 

En el cielo azul asoman algunas nubes subrepticias que acercan voces de mujeres con nuevos cantos y renovadas esperanzas, con un poquito más de ecuanimidad. Un cumulonimbo rechoncho anuncia que existen conferencias mundiales sobre la mujer que abogan por sus derechos, la superación de algunos obstáculos y la eliminación de discriminaciones… En definitiva, se intenta que se empiecen a abrir senderos con trazados de igualdad. Son nubes que poco a poco irán soltando sus gotas, aunque en algunos escenarios no se atrevan o lo hagan a cuentagotas. A Vanesa, como a su madre, le gusta ventilar la casa, abrir la ventana para ver el jardín y que entren nuevos aires: aires renovados. La hija de Aurora lleva un vistoso traje chaqueta masculino con patrones femeninos. Ella es una de aquellas gemelas que tantas veces estiraron de la saya de la madre para pedirle teta. Ha cumplidos treinta y nueve años y le encanta vivir en la casa de su infancia. Ahora es madre, y su hija, durante la comida, reniega. Arruga la cara por no gustarle la verdura. Pero mientras Vanesa come, su marido le va dando cucharadas a la pequeña. De pronto, el matrimonio fija su mirada en la pantalla de la televisión. Está hablando Rosa Conde, la portavoz del gobierno. Algunas mujeres empiezan a escalar montañas siendo que antes no se entendía que pudieran apoyar sus pies en las laderas para ascender. Quizás, piensa Vanesa en voz alta, esta portavoz y ministra pueda ir abriendo puertas a la mujer para que seamos más visibles y salgamos de la oscuridad. Sus pensamientos fluyen con palabras, en soliloquios, y su marido los escucha. Jorge le sirve una copa de vino para alargar la sobremesa. Brindan. El brindis de Vanesa es para que la mujer vaya surgiendo con luz de la penumbra. Con tantas cavilaciones, su mirada se ha perdido pero pasado un momento vuelve al blanco y negro de la pantalla. Ahora, las imágenes son sobre la Huelga General, pero, ¿qué pasa?, se pregunta. La señal de la televisión queda interrumpida. Apuran el último sorbo de vino. Mientras ella va fregando, su marido le acerca unos vasos que quedaban sobre la mesa. Llega la hora de desaparecer de la escena pero, antes, ella dobla unas ropas y deja dos montones sobre sendas sillas para colocarlas en los armarios cuando regrese. Ambos van a acostar a la niña. Jorge será el que esté al tanto de la pequeña por la tarde porque Vanesa tiene que acudir a su trabajo, a un taller de costura. Ahora sí que la ventana se ha quedado sin actores. Vanesa no tarda mucho en salir de la casa con su maletín de costura. Habrá que esperar… Sí, habrá que esperar y estar atenta para cuando sus personajes vuelvan a ocupar el espacio. Pero, al rato, ¡oh!, ¿¡qué ven mis ojos!? (Me permito escribir los dos signos de puntuación juntos por cuestionarme la sorpresa). ¡Ni que estuviese viendo a un ovni!  Es Jorge que recoge los dos montones de ropa que ha dejado su esposa. Ahora, mis ojos quedan de nuevo vacíos y mis oídos también. Durante tres horas reina el silencio que es interrumpido por el sonido del motor de un coche. Llega Vanesa. Elegante con el traje chaqueta hecho por ella pero con los ojos llorosos. Hace frío, mucho frío, pero el enrojecimiento de sus ojos no se debe a las bajas temperaturas. En su pensamiento reina la idea de que su marido le prepare leche caliente. Y así es. Mientras la toma, dialogan. Le cuenta que se ha encontrado con su gemela y que no está contenta en su trabajo. Leonor trabaja en las oficinas de una empresa privada con un compañero que ocupó el mismo puesto que ella pero diez años más tarde. Sin embargo, a él lo han ascendido de categoría haciendo las mismas tareas y en su nómina queda bien reflejado. La diferencia en las retribuciones es considerable. A esto no se le llamaría brecha salarial, se le llamaría brechón. El sufrimiento de su gemela no es en sí por la diferencia de sueldo si no por la injusticia que veja su dignidad y su autoestima. A Vanesa no le ocurre. Gana un humilde sueldo. En su trabajo de costura todos los puestos están ocupados por mujeres y en el taller reina la igualdad. Cuando le está contando todo esto, se nota que Jorge la comprende porque la abraza. Él es que cierra la ventana. Los visillos de ganchillo velan la escena pero, ¿qué más da? Siguen siendo un ambiente fácil de adivinar. En esta casa, casi cuarenta años después, sigue existiendo el olor de la costumbre: preparar la cena, -su marido es experto en tortilla de patatas y a veces es él quien se pone frente a la cocina -; Ruth, la hija del matrimonio, arruga su rostro también con la sopa que pacientemente se la va haciendo comer el padre, mientras Vanesa recoge la vajilla, friega, limpia las encimeras…Quizás, hoy, llegue a la cama más tarde que su marido porque tiene que poner los garbanzos a remojo y planchar unas ropitas de su hija. Quizás. Algunas noches se acuestan a la misma hora.

                     TERCERA VENTANA

Se abre la tercera ventana en la misma casa. Ahora se trata de un ventanal grande para que penetre la claridad del día. Comienza el año 2019. Los visillos de ganchillo están guardados como una reliquia. Los grandes cristales no son cubiertos con nada. Sobre la vitrocerámica hay una cacerola de vapor. A Ruth y a su compañero David les gusta cocinar a baja temperatura para que no se destruyan las vitaminas y los minerales. Un televisor Smart de gran calidad de imagen con pantalla curva está encendido. Un nuevo caso de violencia de género salta y mancha la pantalla. Esta vez, ha ocurrido en Zaragoza. ¡Es lamentable! ¡Es…! No hay palabras. El compañero de Ruth apaga rabioso el televisor. No soporta la violencia y no quiere que su pareja se entere. Enciende el equipo de música con altavoces estéreos. Sabe los gustos de su amada y quiere endulzarle el aperitivo que le ha preparado. Suena “La puerta violeta” de Rozalén. ¿Qué mejor para este momento? Es un himno contra la violencia de género. Quizás, piensa David, si esa mujer de Zaragoza hubiese dibujado una puerta violeta en la pared se hubiese liberado de ese hombre y desplegado la vela de su barco pero… Sus pensamientos quedan en suspenso cuando Ruth se acerca tarareando la misma canción. Al aperitivo también se apunta Ivana, la hija de la pareja, que alarga su mano para coger patatas fritas y olivas rellenas. En este plató se respiran aires de igualdad, un reparto alentador en paridad.

 

                PRIMER ACTO Y ÚNICO

 

El día es ventoso y sopla el ábrego. Acerca pentagramas con letras de canciones nuevas en pro de la igualdad entre hombre y mujer. Las ráfagas hacen hincapié en palabras que van creando estribillos. ¿Pero qué le ocurre hoy al viento? Es especial porque exhala sus propósitos hacia distintos rumbos. Al ábrego de dirección suroeste se unen soplidos del cierzo, del levante y del poniente, de la tramontana, del siroco… Son soplos que representan las voces de distintas comunidades autónomas de España en alianza, que predican la igualdad. Se trata de ráfagas valientes. No se parecen a las nubes en 1988, en la época de la madre de Ruth, que no se atrevían a soltar gotas en determinadas esferas. Ahora, estos aires son voces que predican nuevos mandamientos, con acento cántabro, castellano, aragonés, andaluz… ¡Ah, y también llega la brisa del mar de las islas! Ahora, la luna nace en la oscuridad al fulgor de las estrellas y el sol recorre los cielos contemplando rincones con menos sombras fragmentadas de la mujer por la desigualdad. Por la ventana se ve a Ruth alegre que reconoce lo injusto del pasado de su abuela, de sus tías, de su madre, y que con ilusión mira al frente con la cabeza alta. Ella tiene suerte en su trabajo pero aún quedan recovecos en los que la mujer debe emerger a la luz. ¡Aún quedan! ¡Cada día menos, pero los hay! Se asoma a la ventana con una sonrisa. Hoy tiene dos motivos para manifestar la alegría: su hija Ivana cumple dos años y sabe que los paisajes que verá serán mucho más abiertos, con más equidades que le reconocerán y le concederán la integridad, el derecho de ocupar cargos públicos, una remuneración justa e igualitaria…En definitiva, la eliminación de todas las formas de discriminación con la mujer que tantísimo daño hacen. Seguramente cuando su hija esté en la edad laboral no se llevaran a cabo ninguna exclusión basada en el sexo. El otro motivo es que hoy también han bajado las estrellas del firmamento a sus pies, pues la han elegido responsable de ventas en su empresa. Ella establecerá objetivos, motivará e incentivará a los vendedores, estará al tanto de las demandas para responder con la producción… En tiempos de su madre, y menos en tiempos de su abuela, las estrellas pocas veces saltaban a los pies de las mujeres. Ruth lleva la melena larga y suelta, las rachas de viento alteradas la despeinan y su cara resulta más desenfadada y aniñada. Lleva un pantalón vaquero roto por diversos sitios (si lo viera su abuela lo remendaría como tantas veces hizo en los pantalones de sus hijos para que pasaban de hermanos mayores a pequeños), y un top de tirantes ajustado sobre una amplia camisa. Tanto por el cumpleaños de Ivana como por el ascenso laboral, su compañero le tiene preparado un aperitivo. ¡Ah, y también la comida! Todo a gusto de Ruth. En ella la dignidad está intacta y su autoestima bulle con el nuevo cargo igual que cuando asciende el champán al descorchar una botella previamente agitada. La mujer de nuestro tiempo está fulgurante y muestra felicidad. El sonido de los altavoces estéreos sale por la ventana. Ahora, en concreto, se escucha “Ella” de Bebe. Una “ella” que cansada de llorar decide apostar por su vida. Ruth la tararea. También David. Son soplos de vientos que sueltan palabras: “Hoy vas a reír porque tus ojos se han cansado de ver llanto… Hoy vas a mirar “pa lante”…Hoy vas a conquistar el cielo sin mirar lo alto que queda…Hoy…” A decir por la expresión de sus caras, tanto el aperitivo como la comida están suculentos. Hablan, ríen, brindan, beben. Brindan, beben, ríen, hablan. Pero el tiempo les apremia. El gran ventanal me enseña que los dos se ponen delantales. En el de David hay dos bordados: en letras grandes “ÉL” y una cara de gatita con lazo rosa. El de Ruth dice “ELLA” y como adorno lleva un gato con corbata. ¡Qué originales!, pienso. Ambos intentan compartir todo en la vida, incluidas las faenas al cincuenta por ciento. Aunque hoy es un día especial y David le quita el delantal a Ruth y la hace permanecer sentada. Solo hay una cosa con la que no puede David: planchar. No tiene maña en las costuras y la raya en los pantalones le sale torcida. Pero, al menos, lo intenta y espera mejorar. Ivana, la pequeña, a los nueve meses, comenzó en la guardería y es sumamente sociable. Llega la hora de ocupar cada uno su puesto. La escena se queda sin personajes. El gran ventanal recibirá a sus actores al atardecer. Un ocaso en el que el sol será testigo de nuevas vistas, y, la luna, en la noche, verá cómo brillan las estrellas. ¡Ay, ay, ay! ¡Ay lo que pueden conseguir las alianzas de los vientos!

     

   CUARTA VENTANA (SUPUESTA)

¿Se abrirá este ventanal grande en 2050? ¡Ojalá! Aunque lo más probable no esté para contarlo. No obstante se pueden hacer suposiciones. El sol dará mucho calor y las nubes tan apenas soltarán gotas. Un robot preparará la comida mientras Ivana manejará una computadora que será capaz de conocerla mejor que nadie: su ánimo, su alma, su corazón. Será multifacética con derechos indiscutibles, con gran capacidad de decisión pues las luchas de nuestro pasado nos permitirán recoger los frutos a capazos. Quizás Ivana tarareará canciones con ritmo irreconocible y con nuevos instrumentos. Tal vez acudirá a su trabajo con un coche que se manejará solo. Ya no habrá luchas para la igualdad entre hombres y mujeres. ¡Eso quedará ya lejos! Si acaso las batallas se realizarán contra la inteligencia artificial que se va originando con nuevas tecnologías. Quizás estas sean las luchas. Otras luchas. Por supuesto, bien distintas. Luchas para esos tiempos.

 

                                           Seudónimo: Ángeles de todo tiempo.