EL
ÚLTIMO GANGOSO
Sí, como le digo, yo soy el último
gangoso, el último de mi estirpe. Nieto, hijo y padre de gangosos; aunque mi
hijo está curado, gracias a Dios. Sí, está curado y no tendrá que aguantar cómo
se pitorrean de él, menos mal. No tendrá que soportar las bromas, ni enervarse
al oír ciertos chistes, contados con o sin malicia. No tendrá que, cargado de
odio, mirar a nadie, como yo a usted, con intención de matarlo.
No se mueva, es inútil. Ya sabe que
lo he atado bien, más que nada porque quiero que viva un poco más y el
movimiento, que se pusiera de pie y tratara de huir, solo serviría para que el
veneno actuara más rápido y nos quedaríamos sin tiempo para que usted escuche
mi historia, que es lo que quiero, para que comprenda por qué quiero matarlo. Así
que, por favor, trate de relajarse; aunque no resulte fácil, inténtelo, pues su
corazón acelerado solo lo acerca al fin.
Como le estaba contando, y si me
permite la petulancia, yo no soy un gangoso cualquiera, yo soy el último
gangoso, al menos de mi familia. Y, hablando de esta, le puedo referir que a mi
abuelo le decían “Alando”, no porque se llamara Armando o Arnaldo y fuera
incapaz de pronunciar correctamente su propio nombre —que era Pepe y lo hacía a
la perfección— sino porque, cierto domingo que tenía intención de ir al fútbol,
alguien le preguntó si pensaba desplazarse hasta allí en bicicleta y él
contestó que no, que iría andando. Ya ve, para nosotros, algo tan nimio, una
simple respuesta trivial, puede convertirse en un estigma, que se graba en
nuestra frente con la trascendencia del apelativo con que los demás se
referirán a nosotros para siempre, peor, incluso, que una cadena perpetua,
porque no nos librará de ella ni la muerte y la legaremos a nuestros
descendientes como otra tara más; otra más, junto a la principal.
Quizá por eso, a todos los coetáneos
de mi abuelo les extrañó sobremanera que un hombre así fuera capaz de
conquistar a una mujer como mi abuela, una auténtica beldad —como él me contaba y atestiguan sus
fotos de entonces— y también a usted le extrañaría, a pesar de la pretendida
tolerancia hacia la diferencia de la que todo el mundo hace gala hoy con
descarada hipocresía, de toda la corrección política, la presunta igualdad e
integración con las que usted, casi seguro, también comulgará, verme con mi
mujer, porque —con sus años— también es muy hermosa y me miraría con cierta
suspicacia y malicia y, seguro, lo achacaría a atributos ocultos y obscenos,
como se hace con los negros —otros que, como los gangosos, también suelen
protagonizar numerosos chistes— para contrarrestar la tara evidente, la
virilidad que nos resta nuestro hablar ridículo, porque es imposible que
hayamos conquistado a nuestras mujeres con la conversación, ¿verdad? Mas, ¿y si
le digo que sí, que fue la conversación la que obró el milagro? ¿No me cree?
Pues puedo también ratificarlo con mi padre, aunque bien es cierto que mi
madre, que en paz descanse, nunca fue bella; pero eso nada importa en lo que
digo, porque sí que la enamoró mediante la palabra y eso avala mi tesis.
A papá le decían “Áncamo”, mote que heredé y sufrí en
el colegio y el instituto, porque tuvo la mala suerte de trabajar de joven en
una ferretería y, antes de que se le ocurra preguntármelo, se lo digo: no tengo
ni idea de si inspiró el famoso chiste de Arévalo o fue casualidad que este lo
pusiera de moda por entonces y se limitara, como supongo, a sufrirlo, y yo
también, dicho sea de paso.
Sin embargo, en cuanto pudo, montó su propio negocio:
una mercería, el mismo que yo regento y tras cuyo mostrador usted me encontró.
¿Por qué eligió ese en lugar de otro? Porque siempre creyó en la naturaleza
bondadosa de las mujeres, en su mayor inclinación hacia la piedad y menor hacia
la burla o, al menos, a la versión de esta más hiriente, más descarnada, más
masculina, que tiende al escarnio en lugar de a la chanza; y cuando alguna lo
hacía, reírse me refiero, él consideraba su mohín chistoso de labios pintados
más un sutil coqueteo que una mofa.
Sí, a mi padre le encantaban las mujeres, pero no era
mujeriego. Seguro estoy de que con mi madre, que en paz descanse, estuvo
servido. Lo suyo era fascinación, incluso devoción, pero distante, analítica,
como la del fotógrafo, escultor o científico; aunque, quizá, con más humildad y
cariño, más parecida a la del admirador discreto y tímido que nunca se
atrevería a molestar a su ídolo pidiéndole un autógrafo y se limita a
aproximarse, a respirar el mismo aire o, quizá, a acariciar los mismos objetos
que el admirado antes tocó. Y el respeto que él sentía por ellas era recíproco
y, fíjese, me atrevería a sostener que, en parte, nacía de su tara —nuestra
tara— porque lo tornaba más próximo, más vulnerable y menos amenazador. Y eso
que mi padre era un individuo muy masculino, no se vaya usted a creer, de buena
planta y mandíbula cuadrada y fuerte y hasta se gastaba un mostacho negro y
espeso, que le daba cierto aspecto de militar turco y a mi madre le recordaba a
Omar Sharif.
Sí, aunque le parezca ridículo, nuestro defecto vuelve
crédula a la gente, hace que bajen la guardia, es un camuflaje perfecto contra
el fondo gris de estupidez del mundo, que todos intuyen en los demás sin
vérselo encima. De forma automática, nuestro hablar grotesco, nuestra fonación
imperfecta, nos ingresa, ante los listos que nos escuchan, en el pelotón de los
torpes y tullidos y nos granjea, en el caso de los corazones más nobles, piedad
y, en el de los de piedra, desdén pero nunca cautela. ¿No recuerda todas esas
películas en blanco y negro del franquismo en las que los timadores y granujas
se hacían pasar por retrasados para engañar a los listos? ¿No ha visto a Tony
Leblanc y Antonio Ozores realizando el célebre timo de la estampita? ¿No? Quizá
usted es muy joven, pero es la tara fingida del timador la que hace que el
timado se confíe, la que lo vuelve crédulo, creído, la que venda los ojos del
avaro malicioso, que se relame ante la presa fácil, y hace posible que el
cazador sea cazado: la tara es el cebo. ¿Cómo va a engañarme este tío? ¿Cómo me
la va a meter este pobre desgraciado, este tonto? La credulidad hacia el
gangoso es, sin duda, una bendición para nosotros. Y, fíjese, aunque me alegro de
que mi hijo sea normal, ¡faltaría más!, me preocupa que vaya por la vida tan confiado,
tan al descubierto, sin ninguna máscara que lo proteja, que haya perdido la de
su estirpe; la misma, ancestral, que salvó la vida y entronizó al Emperador
Claudio. A mi hijo lo despojé de su máscara y lo dejé expuesto ante un mundo en
que todos los tontos se creen y pasan por listos.
Sí, como le digo, nuestro defecto a ustedes, a los
listos, a los engreídos, los vuelve confiados, se agigantan; por eso insistió
en la entrevista, a pesar de mis excusas y negativas, continuó telefoneándome y
dándome la vara, seguro de que al final yo aceptaría, ¿cómo iba a atreverme yo
a rechazar semejante honor? Por eso cuando le dije que sí, cuando le propuse el
encuentro, no hubo gratitud sino condescendencia, y cuando le he dicho, hace poco
más de una hora, tras cerrar mi local, que pasara a la trastienda y se sentara,
lo ha hecho sin dudar, confiado, y, cuando le he ofrecido café y bollitos, los
ha devorado sin pudor ni cortesía, ¡qué menos!, mísero tributo para con el
celebérrimo escritor en ciernes, ¿verdad?, para con la nueva promesa del
proceloso mundo de las letras que, fíjate por dónde, se ha dignado a fijarse en
mí. Ha bebido y comido sin atisbo de precaución, sin preguntarse por qué yo no
le acompañaba, por qué yo no me servía otra taza y, a pesar del aspecto sórdido
de mi trastienda —sin ventanas, con solo una mesa de chapa, dos sillas
desvencijadas y estanterías a rebosar de cajas y cacharros polvorientos y
sucios—, se ha limitado a decirme refiriéndose al café: «Un poco fuerte, ¿no?»,
sin desconfiar del sabor del líquido oscuro aderezado con el veneno. Lo he
dejado solo con la excusa de que tenía que regresar un momentito a la tienda,
no sin antes servirle una taza más y animarle a que siguiera con los bollitos, también
cargados de veneno, aunque ya apenas quedaban, y, mientras tanto, le he invitado
a que empezara a leer los folios dispuestos sobre la mesa, en los cuales, le he
explicado, había intentado plasmar algunas de mis vivencias e ideas con la
esperanza de que le resultaran útiles en su empresa, en su entrevista. Ha
asentido con la cabeza, sin mirarme siquiera, mientras se chupaba los dedos
manchados de crema. Desde la puerta, lo he vigilado mientras se acababa los
bollitos y el café, mientras leía confiado, porque usted tampoco ha sospechado
del gangoso, hasta que ha llegado al párrafo fatídico donde enseño mis cartas,
donde había puesto en negro sobre blanco mis intenciones hacia usted. Ahí, con
brusquedad, ha tratado de levantarse, pero sin éxito y, con pánico, ha
descubierto que las palabras escritas eran ciertas, que iba en serio. Entonces,
ha perdido la conciencia y yo he aprovechado para atarlo y para escribir estos
folios que complementan los que ya tenía sobre la mesa porque, como ve, nuestro
relato se escribe en tiempo real. A usted que es escritor, ¿no le parece
original mi propuesta? Pues siga leyendo, entonces.
Ya ve, como usted mismo ha experimentado, al gangoso
no se le percibe como una amenaza. Al contrario, pegarle a un gangoso parece incluso
innoble. En la mili, los veteranos se burlaban de mí, claro, pero no sufrí
novatadas salvajes como otros de mis compañeros. Mas no se trata solo de la
credulidad que nos reporta nuestra peculiar dicción. Al igual que el ciego
desarrolla el oído, el gangoso, la escucha. Le he dicho antes que fue la
conversación la que obró el milagro, que conquistamos a nuestras mujeres mediante
la palabra, ¿no?, pues ahí está la clave: no en las que damos, sino en cuanto a
nuestra generosidad para recibirlas. Usted me preguntó cómo era ir por la vida
hablando así. Pues bien, el secreto está en hablar menos y escuchar más, lo que
sería un consejo perfecto para la mayoría, ¿no cree?, incluido usted, que se
plantó delante de mí y, desde el otro lado del mostrador, me soltó semejante
preguntita a bocajarro, aunque es cierto que tuvo la deferencia de esperar a
que la tienda quedara desierta, de aguardar el momento mientras disimulaba
mirando los muestrarios de botones y cremalleras y los pósteres de guapas modelos
vistiendo lencería, mientras yo atendía a mis clientas. Me dije, al verlo, si no
sería usted algún tipo de pervertido que me iba a solicitar alguna clase de
prendas “especiales”, sado-maso o para travestirse, o es que simplemente era
tímido y, aunque se limitaría a comprar un modelito para su mujer o novia,
prefería hacerlo sin testigos, que no quería hablar mientras todas ellas no se
marcharan y que, cuando lo hicieran, se dirigiría a mí en un susurro, como
cuando comprábamos condones en la farmacia hace cuarenta años.
«¿Cómo es ir por la vida hablando así?», me espetó. Y
yo me quedé estupefacto, mirándolo de hito en hito. Ya le digo, menuda
pregunta. Sonaba casi a ¿cómo se atreve a ir por la vida hablando así? Y a mí
se me transfiguró el presente y retorné de súbito a mis años de colegio, de
instituto, a las bromas de los chicos y de los grandes, al mote heredado de mi
padre y que me privó de mi nombre. Al escuchar a aquel desconocido hablarme de
esa manera, pensé, se lo juro, en mi hijo; me dije, Dios me perdone, si el recuperar
la habilidad con las palabras, no le haría quizá perder el miedo a las mismas,
como pasa a la mayoría de la gente, si también él las repartiría como patadas a
diestro y siniestro, sin reparar en su significado, en su daño, si el ser normal no lo convertiría en otro despiadado
que las dispara sin clemencia ni tino.
Sí, mi hijo es parte importante, fundamental, de esta
historia. Como ya le he dicho, está curado, no será otro gangoso más que
continúe mi estirpe, el siguiente eslabón de esta horrible cadena; aunque en
sus genes arrastre la maldición, nadie lo sabrá, nadie lo señalará y no sufrirá
las burlas. A cambio, yo también tuve que sucumbir a la epidemia de la
normalidad e hice todo lo posible para que fuera normal. Recorrimos logopedas,
foniatras, otorrinos y otros especialistas médicos y, finalmente, cirujanos. Me
hipotequé de por vida para conseguir que un cirujano alemán reconstruyera su
paladar hendido, y lo curó, lo curó para siempre. ¿Habría sido más heroico que lo
enseñara a aceptarse? No me joda, eso solo lo puede sostener quien no tiene
hijos y quien no ha tenido que arrastrar una vida de burlas, soportar que a todo
desconocido con quien se topa se le pinte una sonrisa, y trate de disimularla o
no, y si no cuenta un chistecito pregunta con retranca qué se siente yendo por
la vida hablando así. Pero sí, lo confieso: a pesar de toda la matraca sobre las
ventajas de la diferencia, de los talentos de mi estirpe, yo también solo
quería que mi hijo fuera normal.
«¿Cómo es ir por la vida hablando así?», y, a pesar de
la mala leche o más bien de la ira que notaba que me ascendía de los pies a la
cabeza, mantuve la calma: otra lección que aprendí hace mucho, otra valiosísima
que me enseñó mi padre: «Tú no te enfades, que es peor, porque eso es lo que
quieren, que te piques, que te cabrees, tú sígueles la broma»; lección que se aprende
con mucha disciplina y solo bajo un entrenamiento cruel, solo bajo un
despiadado fuego real. Así que contuve mi impulso de darle un puñetazo, que era
lo que me pedía el cuerpo, porque soy un hombre tranquilo y bregado en soportar
humillaciones y, tras un breve instante de vacilación, me limité a decir: «Ya
ve», muy despacio, para hacerlo sin rémora nasal alguna, abombando mi paladar
con esfuerzo para lograr una buena fonación de las dos sílabas. «Perdone si soy
muy directo —dijo entonces usted—, es que soy escritor —como si fuera su disculpa, su coartada— y
suelen interesarme estas cosas. ¿Podría hacerle una entrevista?» Le respondí,
por educación, que no tenía tiempo, que andaba muy liado; pero usted, mirando
con desdén hacia los rincones vacíos de mi tienda, insistió y me entregó su
tarjeta y yo, tras guardármela por cortesía, haciendo acopio de toda mi
profesionalidad, impertérrito, le pregunté qué buscaba en mi comercio. «Oh,
nada —respondió—, sólo necesitaba saber cómo huele una mercería». Y se marchó.
Y luego, ya ve, al final he decidido concederle la
entrevista, aunque no sea de la manera que imaginó, aunque sea por escrito y
con usted inmovilizado en esa silla, con los miembros de trapo incapaces de
obedecerle y el tronco atado al respaldo para que no se caiga. He elegido la
palabra escrita por razones obvias, ya imaginará que me siento más cómodo y,
por cierto, esta es otra de las habilidades que desarrolló mi estirpe, otra de
las que nos posibilitaron granjearnos el favor de las féminas, por si le interesa
para su estudio. En cuanto a lo de inclinarme a tenerlo inútil y amarrado, las
motivaciones son más mezquinas, como supondrá; porque, a pesar de las
apariencias, de nuestra aparente ingenuidad y bonhomía, también los gangosos
podemos ser vengativos y crueles. Ese fue otro de los consejos de mi padre: «Mantén
la calma, ya luego te desquitarás».
No creo que, cuando me solicitó la entrevista con
tanta insistencia, quisiera saber de mis anhelos y cuitas. Me escuchó hablarle
a mis clientas y solo vio la forma, no el fondo, no la afabilidad, cortesía o
diligencia, se limitó a mirar la superficie, a pesar de llamarse escritor, como
si solo buscara el reflejo, quizá el suyo propio, quizá como buen Narciso solo
quisiera una confirmación de su perfección señalando mi imperfección,
burlándose de mí. Y yo ya hace tiempo que estoy harto de burlas. Y ya ve, con
mi defecto me volví malicioso, desconfiado, iracundo, vengativo. De niño leía “El
Conde de Montecristo” y, como Edmundo Dantès, yo también me deleitaba planeando
mis desquites y, también como él, no me limitaba a imaginarlos, sino que los
llevaba a cabo. Pinché ruedas, robé estuches y libros, que después tiraba en
cualquier solar o a la basura, mandé anónimos a profesores y padres, chivándome
de las faltas de mis compañeros-enemigos para vengarme, y nunca me pillaron; de
nuevo, mi condición me sacaba de la lista de sospechosos y mis burlones se
insultaban y pegaban entre sí, carcomidos de recelo y rencor. ¿Qué quiere? ¿Es
que encima, por ser gangoso, tengo que poner la otra mejilla? ¿Es que ni
siquiera tengo derecho a odiar y defenderme? ¿Tengo que ser pusilánime y
masoquista? Supongo que todo esto no le pegaría al personaje que imaginaba para
mí, no resultaría ni cómico ni grotesco como supongo que usted preferiría, y un
villano gangoso opinará que no resulta verosímil, ¿no? Cuando usted me solicitó
la entrevista, cuando insistió en hablar conmigo, no era sino para ratificarse
en sus ideas preconcebidas sobre los que son como yo. No me buscó como
protagonista de alguna historia de detectives o espías sino de algún tipo de
comedia, no sé si ligera o negra o, peor aún, esperpento. ¿A usted también le
explicaban el esperpento en el instituto con el ejemplo de Valle-Inclán? Sí,
aquel del grupo de niños que observa a un borracho que viene dando tumbos por
la calle y todos se ríen; mas, cuando el hombre se acerca, uno de ellos
descubre que es su padre; eso es esperpento y supongo que el hijo del borracho,
en su historia, sería el mío.
Pero tiene suerte. Sí, tiene suerte, porque soy el
último gangoso pero no un asesino. No va a morir, me estaba burlando de usted.
No le he suministrado veneno sino una buena dosis de somníferos y relajantes
musculares. El nudo de la cuerda que lo ata, lo podrá deshacer con facilidad en
cuanto vuelva a ser dueño de sus manos, seguro que sus dedos ya empiezan a
obedecerle y, aunque sea dando tumbos, como el borracho del esperpento, podrá
ponerse en pie y largarse —he dejado la puerta abierta— para siempre. Y que no
se le ocurra dirigirse a mí ni romper nada de mi tienda al salir. Lo estoy
observando y, como todo comerciante honrado, guardo un buen garrote bajo el
mostrador y, además, su tarjeta.
Por cierto, ¿no quería saber cómo es ir por la vida
hablando así? Pues trate de hacerlo ahora, podrá sufrirlo en primera persona,
gozar de una experiencia fidedigna para su literatura. ¿Ve cómo se le escurre
la mandíbula, cómo la lengua huye como un pajarillo entre un mar de babas? No
es que se parezca en absoluto pero, al menos, le joderá tratar de hablar
durante un rato, tendrá miedo de hacerlo por si se ríen y, aunque no sea lo
mismo, será parecido.