PRIMERA VENTANA
Se abre la ventana. Corre
el año 1950. Los visillos de ganchillo ondean ligeramente con el viento. Los
guisos humean en cacerolas de porcelana granate en la cocina de leña. La radio
está enchufada. Suena “Acércate más” de Luis Mariano. Las sillas son de anea.
Algunas de las trenzas de los juncos de la anea están deshilachadas porque los
gatos se afilan las uñas. Hay dos sillones, también tejidos con las hojas de
esta planta, que son utilizados por los dos patriarcas para reposar la comida.
Salen los efluvios de un intenso olor a cocido. Los comensales van llegando y
se acomodan en su lugar habitual. Son siete. Los dos suegros de Aurora que
están delicados de salud y ella es la encargada de cuidarlos; su marido, un
hombre rudo que no reconoce ni valora las faenas de su mujer; los tres primeros
hijos, las dos más pequeñas son gemelas y no se sientan a la mesa porque
todavía gatean; y Aurora que es la actriz principal del reparto por ser la que
se mueve en el escenario, la que no para, a la que todos los comensales
reclaman para que les preste sus servicios.
PRIMER ACTO Y ÚNICO
El día es soleado y diáfano: no se ve
ni una sola mota de polvo que lo enturbie. A
Aurora le gusta abrir la ventana de par en par a buena hora para ver las
flores del jardín y que el olor a hierba recién cortada inunde la casa. Nuestra
primera protagonista tiene treinta y cinco años pero viste con riguroso luto
por el dolor que le causó el fallecimiento de su abuela –de esto hace casi dos
años–. Ha cortado en tajadas sobre un mantel blanco la gran hogaza de pan que
ella elabora y cuece en un horno de la casa. Las migajas las echa al alfeizar
de la ventana y mira a los petirrojos y gorriones que acuden a picotearlas.
Durante la comida no tiene un rato de sosiego, pues, cada dos por tres, se
tiene que levantar para buscar algún puchero o para rellenar el porrón con vino
encubado o la jarra con agua o… Antes le
echaba una mano su suegra, pero, debido a su frágil salud, se acabó su ayuda.
Reparte los alimentos siempre en el mismo orden: primero sirve a su suegro,
luego, a su esposo, a la suegra, a los hijos. A su plato, la comida llega en
último lugar y los pedazos con más huesos. Está totalmente claro que se trata
de una familia patriarcal. Nada más acabar de comer, todos van desapareciendo
de la visión de la ventana. Bueno, todos, no. Su marido se repantinga en uno de
los sillones de anea. En este momento se estaba produciendo la mezcolanza de
varios sonidos: una canción de Rafael Farina, los ronquidos de su marido y los
ruidos de fregar la vajilla. A Aurora, aunque le gusta mucho la canción de
Farina, “Por Dios, que me vuelvo loco”, baja el volumen de la radio, pues sabe
que, si su marido se despierta, le espera una reprimenda. Por ello, friega
intentando no hacer ruidos porque varias veces ha escuchado: “¿Es que no puedes dejar el fregoteo para
cuando me despierte o qué? No me dejas
tranquilo ni este rato”. Y Aurora sabe que esa, justamente esa, es la hora
de hacer la faena porque los minutos de la jornada los tiene contados. Todos
sus días se impregnan del olor de la costumbre: resultan ser lo mismo pero sin
interrupción posible. Sus días son como si entre sus manos tuviese bolillos.
Entreteje los hilos de las faenas cotidianas pero al día siguiente, en sus
encajes, se vuelven a repetir las mismas cenefas. Igual es un día que otro, un
festivo, todos los del año. Bueno, todos, todos, no. Los festivos va a misa con
su mantilla negra y habla con otras mujeres del pueblo, por ello, esos días
tienen un poquito de color. Por supuesto, hay circunstancias que surgen de
pronto, por ejemplo, en el momento que Aurora está enjabonando la vajilla, las
gemelas se acercan gateando, tiran de su saya y le reclaman la teta. Ella deja
su faena y se acomoda en una de las sillas de anea. Sienta a las gemelas en
cada una de sus piernas. Le cuesta sacar sus pechos entre sus vestimentas
negras. Ellas lloran ansiosas. Les sonríe y cuando, después de mamar, se quedan
adormecidas en sus pechos, las acuesta en su cama. Nuestra actriz se pierde de
la escena un corto instante, en la que queda únicamente su marido que continúa
durmiendo, que continua roncando. Duerme tan profundamente que un gato se ha
acomodado en sus piernas y ni se ha enterado. Pero la protagonista principal
regresa enseguida al plató de la ventana para aclarar la vajilla. Cuando
finaliza, barre. Más tarde se arrodilla para fregar el suelo. A la fregona
todavía le quedaban catorce años para que la inventase el señor Jalón, un mañico que debió pensar en lo dura que era esta faena cotidiana de la
mujer. Sus hijos mayores pisotean el suelo mojado antes de ir a la escuela. No
le importa. Les sonríe. Son traviesos, están en la edad, cuanto más tiempo
hagan travesuras, mejor. Luego ya les exigirá la vida, piensa. Más tarde, le
echa agua limpia y alpiste al canario y este le gorjea contento y agradecido.
Aurora se pierde del escenario, quizás descanse, lo tiene sobradamente
merecido, pero…. Pero la puerta principal
de la casa se abre y sale con una azadilla para escardar las malas hierbas del
huerto y airear la tierra. El sol se está ocultando cuando acaba de entrecavar
los surcos. En todo este tiempo solamente se ha sentado una vez para dar de
mamar a las gemelas que, hambrientas, se han despertado llorando. También ha
tenido que entrar rápidamente en la casa ante el reclamo de su esposo: “Pero se puede saber dónde te has metido.
¿Pero es que todavía no me has preparado el café de puchero? ¿Será posible que
se te olvide? ¡Y luego dicen que las
mujeres están en todo! ¡Pues, anda, que esta mía!”. Las palabras le salen a
borbotones. Su marido no es expresivo, solamente lo es cuando quiere
transmitirle mensajes de este tipo a su esposa. Por fin cae la tarde y cierra
la ventana. Los visillos impiden ver lo que ocurre dentro, pero no hace falta
descorrerlos, las escenas son fáciles de imaginar. Más de lo mismo, la
repetición de la costumbre: los pucheros, repartir la comida, estar pendiente
de todos, fregar, barrer, limpiar los suelos… y lo más probable, porque nadie
se habrá acordado, recoger al canario de la ventana. Ahora, por fin, llega la
hora de coger el camino hacia la cama, su descanso más que merecido, pero,
¡ah!, tiene que recoger la ropa del tendedero, plancharla y prepararla para que
sus hijos acudan limpios a la escuela. Y después… entonces sí. Bien pasada la
media noche, dándole vueltas a su cabeza se acuesta y se adormece pensando en
las cenefas del día siguiente. Aunque la ventana ya esté cerrada siempre tiene
sus vistas. Sus vistas nítidas y bien definidas.
SEGUNDA
VENTANA
Se abre la segunda ventana. Es la
misma que la primera pero con algunas reformas. Corre el año 1988. Los visillos
de ganchillo también ondean con el viento. Siguen allí. Para Vanesa, la hija de
Aurora, es un orgullo conservar lo que tejió su madre. En la cocinilla de
placas eléctricas, la válvula de la olla a presión va liberando el vapor. La
televisión está encendida. Salta la noticia de que del Titánic, (el
transatlántico británico, después de haber sido encontrado en el fondo del
océano, tras sesenta y seis años desde el naufragio al chocar contra un
iceberg), se rescatan algunas existencias. Se produce un cambio de canal para
ver algo más animado. Suenan las canciones de los 40 principales, entre ellas,
“La puerta de Alcalá” de Ana Belén y de Víctor Manuel. Solamente hay tres
cubiertos sobre la mesa: el del marido, el de la hija de ambos y el de Vanesa.
Se sientan los comensales. Vanesa ya no va a ser la protagonista principal al
cien por cien. El asunto del protagonismo comienza a ser interesante, aunque,
en el reparto, ella cargue con bastante más del cincuenta por ciento que su
marido. Pero es un avance a considerar. Son los primeros pasos de la paridad
aunque sean todavía escasos y tambaleantes. Las escenas comienzan a ser más
alentadoras, a elevar el ánimo en muchas almas porque estas no tienen género.
PRIMER ACTO Y ÚNICO
En el cielo azul asoman algunas nubes
subrepticias que acercan voces de mujeres con nuevos cantos y renovadas
esperanzas, con un poquito más de ecuanimidad. Un cumulonimbo rechoncho anuncia
que existen conferencias mundiales sobre la mujer que abogan por sus derechos,
la superación de algunos obstáculos y la eliminación de discriminaciones… En
definitiva, se intenta que se empiecen a abrir senderos con trazados de
igualdad. Son nubes que poco a poco irán soltando sus gotas, aunque en algunos
escenarios no se atrevan o lo hagan a cuentagotas. A Vanesa, como a su madre,
le gusta ventilar la casa, abrir la ventana para ver el jardín y que entren
nuevos aires: aires renovados. La hija de Aurora lleva un vistoso traje
chaqueta masculino con patrones femeninos. Ella es una de aquellas gemelas que
tantas veces estiraron de la saya de la madre para pedirle teta. Ha cumplidos
treinta y nueve años y le encanta vivir en la casa de su infancia. Ahora es
madre, y su hija, durante la comida, reniega. Arruga la cara por no gustarle la
verdura. Pero mientras Vanesa come, su marido le va dando cucharadas a la
pequeña. De pronto, el matrimonio fija su mirada en la pantalla de la
televisión. Está hablando Rosa Conde, la portavoz del gobierno. Algunas mujeres
empiezan a escalar montañas siendo que antes no se entendía que pudieran apoyar
sus pies en las laderas para ascender. Quizás, piensa Vanesa en voz alta, esta
portavoz y ministra pueda ir abriendo puertas a la mujer para que seamos más
visibles y salgamos de la oscuridad. Sus pensamientos fluyen con palabras, en
soliloquios, y su marido los escucha. Jorge le sirve una copa de vino para
alargar la sobremesa. Brindan. El brindis de Vanesa es para que la mujer vaya
surgiendo con luz de la penumbra. Con tantas cavilaciones, su mirada se ha
perdido pero pasado un momento vuelve al blanco y negro de la pantalla. Ahora,
las imágenes son sobre la Huelga General, pero, ¿qué pasa?, se pregunta. La
señal de la televisión queda interrumpida. Apuran el último sorbo de vino.
Mientras ella va fregando, su marido le acerca unos vasos que quedaban sobre la
mesa. Llega la hora de desaparecer de la escena pero, antes, ella dobla unas
ropas y deja dos montones sobre sendas sillas para colocarlas en los armarios
cuando regrese. Ambos van a acostar a la niña. Jorge será el que esté al tanto
de la pequeña por la tarde porque Vanesa tiene que acudir a su trabajo, a un
taller de costura. Ahora sí que la ventana se ha quedado sin actores. Vanesa no
tarda mucho en salir de la casa con su maletín de costura. Habrá que esperar…
Sí, habrá que esperar y estar atenta para cuando sus personajes vuelvan a
ocupar el espacio. Pero, al rato, ¡oh!, ¿¡qué ven mis ojos!? (Me permito
escribir los dos signos de puntuación juntos por cuestionarme la sorpresa). ¡Ni
que estuviese viendo a un ovni! Es Jorge
que recoge los dos montones de ropa que ha dejado su esposa. Ahora, mis ojos
quedan de nuevo vacíos y mis oídos también. Durante tres horas reina el
silencio que es interrumpido por el sonido del motor de un coche. Llega Vanesa.
Elegante con el traje chaqueta hecho por ella pero con los ojos llorosos. Hace
frío, mucho frío, pero el enrojecimiento de sus ojos no se debe a las bajas
temperaturas. En su pensamiento reina la idea de que su marido le prepare leche
caliente. Y así es. Mientras la toma, dialogan. Le cuenta que se ha encontrado
con su gemela y que no está contenta en su trabajo. Leonor trabaja en las
oficinas de una empresa privada con un compañero que ocupó el mismo puesto que
ella pero diez años más tarde. Sin embargo, a él lo han ascendido de categoría
haciendo las mismas tareas y en su nómina queda bien reflejado. La diferencia
en las retribuciones es considerable. A esto no se le llamaría brecha salarial,
se le llamaría brechón. El
sufrimiento de su gemela no es en sí por la diferencia de sueldo si no por la
injusticia que veja su dignidad y su autoestima. A Vanesa no le ocurre. Gana un
humilde sueldo. En su trabajo de costura todos los puestos están ocupados por
mujeres y en el taller reina la igualdad. Cuando le está contando todo esto, se
nota que Jorge la comprende porque la abraza. Él es que cierra la ventana. Los
visillos de ganchillo velan la escena pero, ¿qué más da? Siguen siendo un
ambiente fácil de adivinar. En esta casa, casi cuarenta años después, sigue
existiendo el olor de la costumbre: preparar la cena, -su marido es experto en
tortilla de patatas y a veces es él quien se pone frente a la cocina -; Ruth,
la hija del matrimonio, arruga su rostro también con la sopa que pacientemente
se la va haciendo comer el padre, mientras Vanesa recoge la vajilla, friega,
limpia las encimeras…Quizás, hoy, llegue a la cama más tarde que su marido
porque tiene que poner los garbanzos a remojo y planchar unas ropitas de su
hija. Quizás. Algunas noches se acuestan a la misma hora.
TERCERA VENTANA
Se abre la tercera ventana en la
misma casa. Ahora se trata de un ventanal grande para que penetre la claridad
del día. Comienza el año 2019. Los visillos de ganchillo están guardados como
una reliquia. Los grandes cristales no son cubiertos con nada. Sobre la
vitrocerámica hay una cacerola de vapor. A Ruth y a su compañero David les
gusta cocinar a baja temperatura para que no se destruyan las vitaminas y los
minerales. Un televisor Smart de gran calidad de imagen con pantalla curva está
encendido. Un nuevo caso de violencia de género salta y mancha la pantalla.
Esta vez, ha ocurrido en Zaragoza. ¡Es lamentable! ¡Es…! No hay palabras. El
compañero de Ruth apaga rabioso el televisor. No soporta la violencia y no
quiere que su pareja se entere. Enciende el equipo de música con altavoces
estéreos. Sabe los gustos de su amada y quiere endulzarle el aperitivo que le
ha preparado. Suena “La puerta violeta” de Rozalén. ¿Qué mejor para este
momento? Es un himno contra la violencia de género. Quizás, piensa David, si
esa mujer de Zaragoza hubiese dibujado una puerta violeta en la pared se
hubiese liberado de ese hombre y desplegado la vela de su barco pero… Sus
pensamientos quedan en suspenso cuando Ruth se acerca tarareando la misma
canción. Al aperitivo también se apunta Ivana, la hija de la pareja, que alarga
su mano para coger patatas fritas y olivas rellenas. En este plató se respiran
aires de igualdad, un reparto alentador en paridad.
PRIMER ACTO Y ÚNICO
El día es ventoso y sopla el ábrego.
Acerca pentagramas con letras de canciones nuevas en pro de la igualdad entre
hombre y mujer. Las ráfagas hacen hincapié en palabras que van creando
estribillos. ¿Pero qué le ocurre hoy al viento? Es especial porque exhala sus
propósitos hacia distintos rumbos. Al ábrego de dirección suroeste se unen
soplidos del cierzo, del levante y del poniente, de la tramontana, del siroco…
Son soplos que representan las voces de distintas comunidades autónomas de
España en alianza, que predican la igualdad. Se trata de ráfagas valientes. No
se parecen a las nubes en 1988, en la época de la madre de Ruth, que no se
atrevían a soltar gotas en determinadas esferas. Ahora, estos aires son voces
que predican nuevos mandamientos, con acento cántabro, castellano, aragonés,
andaluz… ¡Ah, y también llega la brisa del mar de las islas! Ahora, la luna
nace en la oscuridad al fulgor de las estrellas y el sol recorre los cielos
contemplando rincones con menos sombras fragmentadas de la mujer por la
desigualdad. Por la ventana se ve a Ruth alegre que reconoce lo injusto del
pasado de su abuela, de sus tías, de su madre, y que con ilusión mira al frente
con la cabeza alta. Ella tiene suerte en su trabajo pero aún quedan recovecos
en los que la mujer debe emerger a la luz. ¡Aún quedan! ¡Cada día menos, pero
los hay! Se asoma a la ventana con una sonrisa. Hoy tiene dos motivos para
manifestar la alegría: su hija Ivana cumple dos años y sabe que los paisajes
que verá serán mucho más abiertos, con más equidades que le reconocerán y le
concederán la integridad, el derecho de ocupar cargos públicos, una
remuneración justa e igualitaria…En definitiva, la eliminación de todas las
formas de discriminación con la mujer que tantísimo daño hacen. Seguramente cuando
su hija esté en la edad laboral no se llevaran a cabo ninguna exclusión basada
en el sexo. El otro motivo es que hoy también han bajado las estrellas del
firmamento a sus pies, pues la han elegido responsable de ventas en su empresa.
Ella establecerá objetivos, motivará e incentivará a los vendedores, estará al
tanto de las demandas para responder con la producción… En tiempos de su madre,
y menos en tiempos de su abuela, las estrellas pocas veces saltaban a los pies
de las mujeres. Ruth lleva la melena larga y suelta, las rachas de viento
alteradas la despeinan y su cara resulta más desenfadada y aniñada. Lleva un
pantalón vaquero roto por diversos sitios (si lo viera su abuela lo remendaría
como tantas veces hizo en los pantalones de sus hijos para que pasaban de
hermanos mayores a pequeños), y un top de tirantes ajustado sobre una amplia
camisa. Tanto por el cumpleaños de Ivana como por el ascenso laboral, su
compañero le tiene preparado un aperitivo. ¡Ah, y también la comida! Todo a
gusto de Ruth. En ella la dignidad está intacta y su autoestima bulle con el
nuevo cargo igual que cuando asciende el champán al descorchar una botella
previamente agitada. La mujer de nuestro tiempo está fulgurante y muestra
felicidad. El sonido de los altavoces estéreos sale por la ventana. Ahora, en
concreto, se escucha “Ella” de Bebe. Una “ella” que cansada de llorar decide
apostar por su vida. Ruth la tararea. También David. Son soplos de vientos que
sueltan palabras: “Hoy vas a reír porque
tus ojos se han cansado de ver llanto… Hoy vas a mirar “pa lante”…Hoy vas a
conquistar el cielo sin mirar lo alto que queda…Hoy…” A decir por la
expresión de sus caras, tanto el aperitivo como la comida están suculentos.
Hablan, ríen, brindan, beben. Brindan, beben, ríen, hablan. Pero el tiempo les
apremia. El gran ventanal me enseña que los dos se ponen delantales. En el de
David hay dos bordados: en letras grandes “ÉL” y una cara de gatita con lazo
rosa. El de Ruth dice “ELLA” y como adorno lleva un gato con corbata. ¡Qué
originales!, pienso. Ambos intentan compartir todo en la vida, incluidas las
faenas al cincuenta por ciento. Aunque hoy es un día especial y David le quita
el delantal a Ruth y la hace permanecer sentada. Solo hay una cosa con la que
no puede David: planchar. No tiene maña en las costuras y la raya en los
pantalones le sale torcida. Pero, al menos, lo intenta y espera mejorar. Ivana,
la pequeña, a los nueve meses, comenzó en la guardería y es sumamente sociable.
Llega la hora de ocupar cada uno su puesto. La escena se queda sin personajes.
El gran ventanal recibirá a sus actores al atardecer. Un ocaso en el que el sol
será testigo de nuevas vistas, y, la luna, en la noche, verá cómo brillan las
estrellas. ¡Ay, ay, ay! ¡Ay lo que pueden conseguir las alianzas de los vientos!
CUARTA VENTANA (SUPUESTA)
¿Se abrirá este ventanal grande en
2050? ¡Ojalá! Aunque lo más probable no esté para contarlo. No obstante se
pueden hacer suposiciones. El sol dará mucho calor y las nubes tan apenas
soltarán gotas. Un robot preparará la comida mientras Ivana manejará una
computadora que será capaz de conocerla mejor que nadie: su ánimo, su alma, su
corazón. Será multifacética con derechos indiscutibles, con gran capacidad de
decisión pues las luchas de nuestro pasado nos permitirán recoger los frutos a
capazos. Quizás Ivana tarareará canciones con ritmo irreconocible y con nuevos
instrumentos. Tal vez acudirá a su trabajo con un coche que se manejará solo.
Ya no habrá luchas para la igualdad entre hombres y mujeres. ¡Eso quedará ya
lejos! Si acaso las batallas se realizarán contra la inteligencia artificial
que se va originando con nuevas tecnologías. Quizás estas sean las luchas.
Otras luchas. Por supuesto, bien distintas. Luchas para esos tiempos.
Seudónimo: Ángeles de todo tiempo.
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