miércoles, 16 de octubre de 2024

XXIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA REAL VILLA DE GUARDAMAR 2024

MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE
 ESCRITOS EN CASTELLANO


GANADOR: JOSÉ ADOLFO MUÑOZ PALANCAS
TÍTULO: EL ÚLTIMO GANGOSO

EL ÚLTIMO GANGOSO

 

 

            Sí, como le digo, yo soy el último gangoso, el último de mi estirpe. Nieto, hijo y padre de gangosos; aunque mi hijo está curado, gracias a Dios. Sí, está curado y no tendrá que aguantar cómo se pitorrean de él, menos mal. No tendrá que soportar las bromas, ni enervarse al oír ciertos chistes, contados con o sin malicia. No tendrá que, cargado de odio, mirar a nadie, como yo a usted, con intención de matarlo.

            No se mueva, es inútil. Ya sabe que lo he atado bien, más que nada porque quiero que viva un poco más y el movimiento, que se pusiera de pie y tratara de huir, solo serviría para que el veneno actuara más rápido y nos quedaríamos sin tiempo para que usted escuche mi historia, que es lo que quiero, para que comprenda por qué quiero matarlo. Así que, por favor, trate de relajarse; aunque no resulte fácil, inténtelo, pues su corazón acelerado solo lo acerca al fin.

            Como le estaba contando, y si me permite la petulancia, yo no soy un gangoso cualquiera, yo soy el último gangoso, al menos de mi familia. Y, hablando de esta, le puedo referir que a mi abuelo le decían “Alando”, no porque se llamara Armando o Arnaldo y fuera incapaz de pronunciar correctamente su propio nombre —que era Pepe y lo hacía a la perfección— sino porque, cierto domingo que tenía intención de ir al fútbol, alguien le preguntó si pensaba desplazarse hasta allí en bicicleta y él contestó que no, que iría andando. Ya ve, para nosotros, algo tan nimio, una simple respuesta trivial, puede convertirse en un estigma, que se graba en nuestra frente con la trascendencia del apelativo con que los demás se referirán a nosotros para siempre, peor, incluso, que una cadena perpetua, porque no nos librará de ella ni la muerte y la legaremos a nuestros descendientes como otra tara más; otra más, junto a la principal.

            Quizá por eso, a todos los coetáneos de mi abuelo les extrañó sobremanera que un hombre así fuera capaz de conquistar a una mujer como mi abuela, una auténtica beldad       —como él me contaba y atestiguan sus fotos de entonces— y también a usted le extrañaría, a pesar de la pretendida tolerancia hacia la diferencia de la que todo el mundo hace gala hoy con descarada hipocresía, de toda la corrección política, la presunta igualdad e integración con las que usted, casi seguro, también comulgará, verme con mi mujer, porque —con sus años— también es muy hermosa y me miraría con cierta suspicacia y malicia y, seguro, lo achacaría a atributos ocultos y obscenos, como se hace con los negros —otros que, como los gangosos, también suelen protagonizar numerosos chistes— para contrarrestar la tara evidente, la virilidad que nos resta nuestro hablar ridículo, porque es imposible que hayamos conquistado a nuestras mujeres con la conversación, ¿verdad? Mas, ¿y si le digo que sí, que fue la conversación la que obró el milagro? ¿No me cree? Pues puedo también ratificarlo con mi padre, aunque bien es cierto que mi madre, que en paz descanse, nunca fue bella; pero eso nada importa en lo que digo, porque sí que la enamoró mediante la palabra y eso avala mi tesis.

A papá le decían “Áncamo”, mote que heredé y sufrí en el colegio y el instituto, porque tuvo la mala suerte de trabajar de joven en una ferretería y, antes de que se le ocurra preguntármelo, se lo digo: no tengo ni idea de si inspiró el famoso chiste de Arévalo o fue casualidad que este lo pusiera de moda por entonces y se limitara, como supongo, a sufrirlo, y yo también, dicho sea de paso.

Sin embargo, en cuanto pudo, montó su propio negocio: una mercería, el mismo que yo regento y tras cuyo mostrador usted me encontró. ¿Por qué eligió ese en lugar de otro? Porque siempre creyó en la naturaleza bondadosa de las mujeres, en su mayor inclinación hacia la piedad y menor hacia la burla o, al menos, a la versión de esta más hiriente, más descarnada, más masculina, que tiende al escarnio en lugar de a la chanza; y cuando alguna lo hacía, reírse me refiero, él consideraba su mohín chistoso de labios pintados más un sutil coqueteo que una mofa.

Sí, a mi padre le encantaban las mujeres, pero no era mujeriego. Seguro estoy de que con mi madre, que en paz descanse, estuvo servido. Lo suyo era fascinación, incluso devoción, pero distante, analítica, como la del fotógrafo, escultor o científico; aunque, quizá, con más humildad y cariño, más parecida a la del admirador discreto y tímido que nunca se atrevería a molestar a su ídolo pidiéndole un autógrafo y se limita a aproximarse, a respirar el mismo aire o, quizá, a acariciar los mismos objetos que el admirado antes tocó. Y el respeto que él sentía por ellas era recíproco y, fíjese, me atrevería a sostener que, en parte, nacía de su tara —nuestra tara— porque lo tornaba más próximo, más vulnerable y menos amenazador. Y eso que mi padre era un individuo muy masculino, no se vaya usted a creer, de buena planta y mandíbula cuadrada y fuerte y hasta se gastaba un mostacho negro y espeso, que le daba cierto aspecto de militar turco y a mi madre le recordaba a Omar Sharif.

Sí, aunque le parezca ridículo, nuestro defecto vuelve crédula a la gente, hace que bajen la guardia, es un camuflaje perfecto contra el fondo gris de estupidez del mundo, que todos intuyen en los demás sin vérselo encima. De forma automática, nuestro hablar grotesco, nuestra fonación imperfecta, nos ingresa, ante los listos que nos escuchan, en el pelotón de los torpes y tullidos y nos granjea, en el caso de los corazones más nobles, piedad y, en el de los de piedra, desdén pero nunca cautela. ¿No recuerda todas esas películas en blanco y negro del franquismo en las que los timadores y granujas se hacían pasar por retrasados para engañar a los listos? ¿No ha visto a Tony Leblanc y Antonio Ozores realizando el célebre timo de la estampita? ¿No? Quizá usted es muy joven, pero es la tara fingida del timador la que hace que el timado se confíe, la que lo vuelve crédulo, creído, la que venda los ojos del avaro malicioso, que se relame ante la presa fácil, y hace posible que el cazador sea cazado: la tara es el cebo. ¿Cómo va a engañarme este tío? ¿Cómo me la va a meter este pobre desgraciado, este tonto? La credulidad hacia el gangoso es, sin duda, una bendición para nosotros. Y, fíjese, aunque me alegro de que mi hijo sea normal, ¡faltaría más!, me preocupa que vaya por la vida tan confiado, tan al descubierto, sin ninguna máscara que lo proteja, que haya perdido la de su estirpe; la misma, ancestral, que salvó la vida y entronizó al Emperador Claudio. A mi hijo lo despojé de su máscara y lo dejé expuesto ante un mundo en que todos los tontos se creen y pasan por listos.

Sí, como le digo, nuestro defecto a ustedes, a los listos, a los engreídos, los vuelve confiados, se agigantan; por eso insistió en la entrevista, a pesar de mis excusas y negativas, continuó telefoneándome y dándome la vara, seguro de que al final yo aceptaría, ¿cómo iba a atreverme yo a rechazar semejante honor? Por eso cuando le dije que sí, cuando le propuse el encuentro, no hubo gratitud sino condescendencia, y cuando le he dicho, hace poco más de una hora, tras cerrar mi local, que pasara a la trastienda y se sentara, lo ha hecho sin dudar, confiado, y, cuando le he ofrecido café y bollitos, los ha devorado sin pudor ni cortesía, ¡qué menos!, mísero tributo para con el celebérrimo escritor en ciernes, ¿verdad?, para con la nueva promesa del proceloso mundo de las letras que, fíjate por dónde, se ha dignado a fijarse en mí. Ha bebido y comido sin atisbo de precaución, sin preguntarse por qué yo no le acompañaba, por qué yo no me servía otra taza y, a pesar del aspecto sórdido de mi trastienda —sin ventanas, con solo una mesa de chapa, dos sillas desvencijadas y estanterías a rebosar de cajas y cacharros polvorientos y sucios—, se ha limitado a decirme refiriéndose al café: «Un poco fuerte, ¿no?», sin desconfiar del sabor del líquido oscuro aderezado con el veneno. Lo he dejado solo con la excusa de que tenía que regresar un momentito a la tienda, no sin antes servirle una taza más y animarle a que siguiera con los bollitos, también cargados de veneno, aunque ya apenas quedaban, y, mientras tanto, le he invitado a que empezara a leer los folios dispuestos sobre la mesa, en los cuales, le he explicado, había intentado plasmar algunas de mis vivencias e ideas con la esperanza de que le resultaran útiles en su empresa, en su entrevista. Ha asentido con la cabeza, sin mirarme siquiera, mientras se chupaba los dedos manchados de crema. Desde la puerta, lo he vigilado mientras se acababa los bollitos y el café, mientras leía confiado, porque usted tampoco ha sospechado del gangoso, hasta que ha llegado al párrafo fatídico donde enseño mis cartas, donde había puesto en negro sobre blanco mis intenciones hacia usted. Ahí, con brusquedad, ha tratado de levantarse, pero sin éxito y, con pánico, ha descubierto que las palabras escritas eran ciertas, que iba en serio. Entonces, ha perdido la conciencia y yo he aprovechado para atarlo y para escribir estos folios que complementan los que ya tenía sobre la mesa porque, como ve, nuestro relato se escribe en tiempo real. A usted que es escritor, ¿no le parece original mi propuesta? Pues siga leyendo, entonces.

Ya ve, como usted mismo ha experimentado, al gangoso no se le percibe como una amenaza. Al contrario, pegarle a un gangoso parece incluso innoble. En la mili, los veteranos se burlaban de mí, claro, pero no sufrí novatadas salvajes como otros de mis compañeros. Mas no se trata solo de la credulidad que nos reporta nuestra peculiar dicción. Al igual que el ciego desarrolla el oído, el gangoso, la escucha. Le he dicho antes que fue la conversación la que obró el milagro, que conquistamos a nuestras mujeres mediante la palabra, ¿no?, pues ahí está la clave: no en las que damos, sino en cuanto a nuestra generosidad para recibirlas. Usted me preguntó cómo era ir por la vida hablando así. Pues bien, el secreto está en hablar menos y escuchar más, lo que sería un consejo perfecto para la mayoría, ¿no cree?, incluido usted, que se plantó delante de mí y, desde el otro lado del mostrador, me soltó semejante preguntita a bocajarro, aunque es cierto que tuvo la deferencia de esperar a que la tienda quedara desierta, de aguardar el momento mientras disimulaba mirando los muestrarios de botones y cremalleras y los pósteres de guapas modelos vistiendo lencería, mientras yo atendía a mis clientas. Me dije, al verlo, si no sería usted algún tipo de pervertido que me iba a solicitar alguna clase de prendas “especiales”, sado-maso o para travestirse, o es que simplemente era tímido y, aunque se limitaría a comprar un modelito para su mujer o novia, prefería hacerlo sin testigos, que no quería hablar mientras todas ellas no se marcharan y que, cuando lo hicieran, se dirigiría a mí en un susurro, como cuando comprábamos condones en la farmacia hace cuarenta años.

«¿Cómo es ir por la vida hablando así?», me espetó. Y yo me quedé estupefacto, mirándolo de hito en hito. Ya le digo, menuda pregunta. Sonaba casi a ¿cómo se atreve a ir por la vida hablando así? Y a mí se me transfiguró el presente y retorné de súbito a mis años de colegio, de instituto, a las bromas de los chicos y de los grandes, al mote heredado de mi padre y que me privó de mi nombre. Al escuchar a aquel desconocido hablarme de esa manera, pensé, se lo juro, en mi hijo; me dije, Dios me perdone, si el recuperar la habilidad con las palabras, no le haría quizá perder el miedo a las mismas, como pasa a la mayoría de la gente, si también él las repartiría como patadas a diestro y siniestro, sin reparar en su significado, en su daño, si el ser normal no lo convertiría en otro despiadado que las dispara sin clemencia ni tino.

Sí, mi hijo es parte importante, fundamental, de esta historia. Como ya le he dicho, está curado, no será otro gangoso más que continúe mi estirpe, el siguiente eslabón de esta horrible cadena; aunque en sus genes arrastre la maldición, nadie lo sabrá, nadie lo señalará y no sufrirá las burlas. A cambio, yo también tuve que sucumbir a la epidemia de la normalidad e hice todo lo posible para que fuera normal. Recorrimos logopedas, foniatras, otorrinos y otros especialistas médicos y, finalmente, cirujanos. Me hipotequé de por vida para conseguir que un cirujano alemán reconstruyera su paladar hendido, y lo curó, lo curó para siempre. ¿Habría sido más heroico que lo enseñara a aceptarse? No me joda, eso solo lo puede sostener quien no tiene hijos y quien no ha tenido que arrastrar una vida de burlas, soportar que a todo desconocido con quien se topa se le pinte una sonrisa, y trate de disimularla o no, y si no cuenta un chistecito pregunta con retranca qué se siente yendo por la vida hablando así. Pero sí, lo confieso: a pesar de toda la matraca sobre las ventajas de la diferencia, de los talentos de mi estirpe, yo también solo quería que mi hijo fuera normal.

«¿Cómo es ir por la vida hablando así?», y, a pesar de la mala leche o más bien de la ira que notaba que me ascendía de los pies a la cabeza, mantuve la calma: otra lección que aprendí hace mucho, otra valiosísima que me enseñó mi padre: «Tú no te enfades, que es peor, porque eso es lo que quieren, que te piques, que te cabrees, tú sígueles la broma»; lección que se aprende con mucha disciplina y solo bajo un entrenamiento cruel, solo bajo un despiadado fuego real. Así que contuve mi impulso de darle un puñetazo, que era lo que me pedía el cuerpo, porque soy un hombre tranquilo y bregado en soportar humillaciones y, tras un breve instante de vacilación, me limité a decir: «Ya ve», muy despacio, para hacerlo sin rémora nasal alguna, abombando mi paladar con esfuerzo para lograr una buena fonación de las dos sílabas. «Perdone si soy muy directo —dijo entonces usted—, es que soy escritor  —como si fuera su disculpa, su coartada— y suelen interesarme estas cosas. ¿Podría hacerle una entrevista?» Le respondí, por educación, que no tenía tiempo, que andaba muy liado; pero usted, mirando con desdén hacia los rincones vacíos de mi tienda, insistió y me entregó su tarjeta y yo, tras guardármela por cortesía, haciendo acopio de toda mi profesionalidad, impertérrito, le pregunté qué buscaba en mi comercio. «Oh, nada —respondió—, sólo necesitaba saber cómo huele una mercería». Y se marchó.

Y luego, ya ve, al final he decidido concederle la entrevista, aunque no sea de la manera que imaginó, aunque sea por escrito y con usted inmovilizado en esa silla, con los miembros de trapo incapaces de obedecerle y el tronco atado al respaldo para que no se caiga. He elegido la palabra escrita por razones obvias, ya imaginará que me siento más cómodo y, por cierto, esta es otra de las habilidades que desarrolló mi estirpe, otra de las que nos posibilitaron granjearnos el favor de las féminas, por si le interesa para su estudio. En cuanto a lo de inclinarme a tenerlo inútil y amarrado, las motivaciones son más mezquinas, como supondrá; porque, a pesar de las apariencias, de nuestra aparente ingenuidad y bonhomía, también los gangosos podemos ser vengativos y crueles. Ese fue otro de los consejos de mi padre: «Mantén la calma, ya luego te desquitarás».

No creo que, cuando me solicitó la entrevista con tanta insistencia, quisiera saber de mis anhelos y cuitas. Me escuchó hablarle a mis clientas y solo vio la forma, no el fondo, no la afabilidad, cortesía o diligencia, se limitó a mirar la superficie, a pesar de llamarse escritor, como si solo buscara el reflejo, quizá el suyo propio, quizá como buen Narciso solo quisiera una confirmación de su perfección señalando mi imperfección, burlándose de mí. Y yo ya hace tiempo que estoy harto de burlas. Y ya ve, con mi defecto me volví malicioso, desconfiado, iracundo, vengativo. De niño leía “El Conde de Montecristo” y, como Edmundo Dantès, yo también me deleitaba planeando mis desquites y, también como él, no me limitaba a imaginarlos, sino que los llevaba a cabo. Pinché ruedas, robé estuches y libros, que después tiraba en cualquier solar o a la basura, mandé anónimos a profesores y padres, chivándome de las faltas de mis compañeros-enemigos para vengarme, y nunca me pillaron; de nuevo, mi condición me sacaba de la lista de sospechosos y mis burlones se insultaban y pegaban entre sí, carcomidos de recelo y rencor. ¿Qué quiere? ¿Es que encima, por ser gangoso, tengo que poner la otra mejilla? ¿Es que ni siquiera tengo derecho a odiar y defenderme? ¿Tengo que ser pusilánime y masoquista? Supongo que todo esto no le pegaría al personaje que imaginaba para mí, no resultaría ni cómico ni grotesco como supongo que usted preferiría, y un villano gangoso opinará que no resulta verosímil, ¿no? Cuando usted me solicitó la entrevista, cuando insistió en hablar conmigo, no era sino para ratificarse en sus ideas preconcebidas sobre los que son como yo. No me buscó como protagonista de alguna historia de detectives o espías sino de algún tipo de comedia, no sé si ligera o negra o, peor aún, esperpento. ¿A usted también le explicaban el esperpento en el instituto con el ejemplo de Valle-Inclán? Sí, aquel del grupo de niños que observa a un borracho que viene dando tumbos por la calle y todos se ríen; mas, cuando el hombre se acerca, uno de ellos descubre que es su padre; eso es esperpento y supongo que el hijo del borracho, en su historia, sería el mío.

Pero tiene suerte. Sí, tiene suerte, porque soy el último gangoso pero no un asesino. No va a morir, me estaba burlando de usted. No le he suministrado veneno sino una buena dosis de somníferos y relajantes musculares. El nudo de la cuerda que lo ata, lo podrá deshacer con facilidad en cuanto vuelva a ser dueño de sus manos, seguro que sus dedos ya empiezan a obedecerle y, aunque sea dando tumbos, como el borracho del esperpento, podrá ponerse en pie y largarse —he dejado la puerta abierta— para siempre. Y que no se le ocurra dirigirse a mí ni romper nada de mi tienda al salir. Lo estoy observando y, como todo comerciante honrado, guardo un buen garrote bajo el mostrador y, además, su tarjeta.

Por cierto, ¿no quería saber cómo es ir por la vida hablando así? Pues trate de hacerlo ahora, podrá sufrirlo en primera persona, gozar de una experiencia fidedigna para su literatura. ¿Ve cómo se le escurre la mandíbula, cómo la lengua huye como un pajarillo entre un mar de babas? No es que se parezca en absoluto pero, al menos, le joderá tratar de hablar durante un rato, tendrá miedo de hacerlo por si se ríen y, aunque no sea lo mismo, será parecido.

 

 

 

    

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