miércoles, 9 de julio de 2025

XXX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA, 2025

 


  MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA DE IGUALDAD DE OPORTUNIDADES ENTRE MUJERES Y HOMBRES



GANADORA: NURIA GARCÍA GONZÁLEZ

TÍTULO: MASCAR PIEDRAS



Mascar piedras


Si los análisis clínicos que me mandó mi médico, con esos treinta parámetros estudiados, arrojan tan buenos resultados, tengo que agradecérselo en buena parte a mi madre. Por esta presión sanguínea de atleta (gracias, mamá), porque en cada gota de mi sangre, de mi orina, en cada molécula de mis ácidos grasos y de mi colesterol, su huella ha permanecido de alguna manera en el tiempo.

En momentos de grandes carestías domésticas, ella intentó por todos los medios que creciéramos saludables: huevos, fruta, legumbres, hortalizas…nada de comida basura y cuidadín con picotear en los puestos ambulantes. Todo tipo de prodigios inventaba esa madre desesperada por sacarnos adelante y alimentarnos decentemente en unos momentos muy complicados. En la peor coyuntura de los años 80, ya no se trataba de esa hambre romántica, ideológica, no. Era hambre de verdad: de la que te crispa las tripas, de la que te chirría por dentro en estéreo. 

Ahora mi madre, a sus ochenta años, conserva una salud aún envidiable, incluso mejor que la mía, ya que mi dejadez natural me ha ido aficionando a los sándwiches de máquina, a las gominolas entre horas y a las tentaciones tex-mex en mis turnos de trabajo. Mi abuela vivió hasta los 94 años sin ninguna enfermedad crónica y mi bisabuela fue la primera mujer del pueblo en participar en una carrera popular, con faldas, a lo loco y logrando marca incluso, si damos crédito a la leyenda familiar.

Creo en el milagro de la adaptación, lo he constatado desde niña. Sospecho que el cuerpo encierra una fuerza divina – un misterioso mecanismo – cuando le toca resistir, cuando no puede concederse el lujo de enfermar. Así lo he comprobado en mi madre y en mi abuela. El amor para ellas también significaba ese no abandonar nunca, ese no tirar la toalla ni en los peores momentos. Por los suyos. Ese amor de madre es el motorcito de los afectos que perdura por generaciones.

De constitución fina toda ella, mi progenitora era temible. Sus legendarios estallidos hacían zozobrar la casa como barquito de papel a merced de la marea. Esa cólera que arrastraba después de sus jornadas interminables de trabajo se la traía hasta casa. Nuestra abuela, mujer precavida, nos escondía en el hueco de la escalera mientras mi madre voceaba por ahí cuando encontraba las alcobas a medio hacer, la ropa aún tendida en el patio o las gallinas vagando a su libre albedrío. A mí me hacía temblar con esos arranques suyos (tú, mucho cántico, mucha copla, pero poco apencar) porque era la más rebelde de las hermanas y la que menos apego tenía a los quehaceres domésticos. A veces, aún cautelosa, me atrevía a acercarme a ella, a mi madre adorada que tanto quería y tanto quiero, para observar, desde la altura de su cintura, una madona triste y exhausta. Algún que otro día, ella claudicaba entonando algo parecido a una disculpa: “No doy a más”. Había amor en esa resistencia suya, a pesar de esos lapsos en los que perdió la cordura y tuvo que recurrir a los ansiolíticos y otros remedios encapsulados – que parecen soluciones de gente pudiente, pero no lo son – para dominar sus picos de angustia. Y eso que la química siempre fue en contra de su religión.

Pobreza y estrés es la peor combinación para los dientes. Eso decía mi madre. Así tengo yo la dentadura, que llevo invertida toda una fortuna en su conservación y reparación. A fuerza de roznar y roznar por las noches con esa desazón vital que me ha acompañado tantos años, he ido castigando muelas y colmillos. Ya me lo advertía mi dentista. Me maravilla que mi madre pueda aún conservar muchas de sus piezas dentales intactas, ya que ella también era antaño como piedra de molino: cruje que cruje las mandíbulas por las noches. 

Todo se hereda en esta vida. La genética de mi padre también caló en mí. Él nunca fue hombre de conformarse fácilmente, ni en el hogar ni en el trabajo. Se hizo marino mercante cuando aún éramos muy chicas, harto de trabajar a las órdenes del ferretero. Argumentaba que ese trabajo era pura explotación del proletariado, así que no se le ocurrió mejor salida que dejar mujer y tres hijas en tierra para embarcarse por largos periodos. Éramos aún muy niñas cuando nos llegó el rumor de que, a fuerza de vivir largas temporadas en alta mar, mi padre había encontrado otro puerto donde encallar su barca. Y también otra familia. En mi haber, además de las biológicas, tengo otras hermanas que no conozco en la otra punta del país. 

Una vez descubierta la impostura, padre dejó de pisar nuestra casa de La Fontanilla en cuanto mi madre colocó un ramo de muérdago en la puerta. Esa desaparición definitiva del cabeza de familia nos hizo objeto de las habladurías, suposiciones y chanzas corriendo como reguero de pólvora por todo el barrio. La peor parte fue para mi madre, que pasó a asumir sola todos los gastos de la casa y nuestra manutención con sus trabajillos precarios.

Con quince años ya soñaba con largarme de esa barriada viciada, violenta y sucia. ¿A dónde vas a ir que más valgas?, mi madre contrarrestaba mis rabietas adolescentes alegando que no había dinero para mudarnos a un barrio más decente y humanizado. 


Mi tutora me gestionó una cita con el nuevo orientador del instituto de secundaria un buen día: ojos de batracio, pose anodina, gafas de otra década, calendario de la Virgen de los Remedios al fondo y ese olor a fritanga emanando de su ropa. La figura de ese orientador clamaba a gritos una coplilla o un chascarrillo de los míos, pero él fue al grano, directo y cortante: 

En el formulario has puesto por orden de preferencia: música, poesía y escritura. ¿No sería mejor la rama de matemáticas? Ya me entiendes, las cuentas de la casa las lleva mejor una mujer. Eso es sabido de toda la vida de Dios y los números se aplican también en la cocina. Piensa en las proporciones para preparar un pastel o una masa para empanada, por ponerte un ejemplo… las matemáticas resultan la mar de útiles. Sé que eres joven aún, pero un día los niños vendrán y lo agradecerán. Y también lo agradecerá tu futuro marido cuando compruebe tu buena mano en los fogones. ¿Y la opción de los cuidados sanitarios como alternativa? Es una salida muy solicitada actualmente para trabajar en centros médicos y residencias de personas mayores. Esta sería una opción ideal para muchachas como tú. La poesía, la música y todo eso es muy bonito, sí, pero - entre nosotros - eso no sacia el estómago.

Yo ya me había perdido en esa amalgama de vocales y consonantes todas amontonadas que, así pronunciadas por el orientador, le conferían cierto deje gangoso. Su cháchara me llegaba como con efecto sordina. La caspa sobre las solapas de su chaqueta como azúcar glas me estaba produciendo un profundo repelús cuando se me vino a la mente la imagen de la Fina, la vecina de la casa contigua a la nuestra, que ya estaba embarazada de su cuarto hijo con solo veinticuatro años y un marido en paradero desconocido, aunque todos sabían a esas alturas que él vivía con una “pelandusca”, allí en la ciudad. 

A mi pobre vecina Fina, que para mí era el vivo ejemplo de lo que puede ser un destino fatal en la vida de cualquier mujer, le dediqué yo alguna que otra copla de las mías: “De nada ella se quejaba y menos de sus trabajos/ hasta que le vinieron con la noticia del año/ su esposo se había ido con la hija del boticario/ y se quedó de una pieza…pero de una pieza triste/ Josefina abandonada con cuatro bocas en ristre”.

Murmuré esos versos para mis adentros con los ojos fijos en el calendario de pared de la Virgen de los Remedios, encomendándome a ella ese mismo día, pero no con el ardor devoto de los creyentes, no, sino con aire desafiante: “Ayúdame por las buenas o seré yo quien tome una decisión”.

Con dieciséis años me cansé de escuchar los sermones del orientador. También me hastié de los perros guzgos de mi barrio, siempre apostados en las esquinas al acecho de las faldas que pasaban. Los había de todas las edades y condiciones con sus ojos lobunos y sus poses chulescas, y todos eternamente impunes porque con las muchachas del barrio siempre podría su fuerza bruta. 

A ellos les dedicaba yo mis coplillas burlescas de tanto en tanto y a escondidas: quieres besar mi mano/ quieres admirar mis ojos/ muchachito descarado/ lo que tú quieres es palpar mi cuerpo/ pero la piel que me dio mi madre/ solo a ella se la presto. 

Como esos lobos de barrio creían tener todo permitido en las calles de La Fontanilla, ni corta ni perezosa, mi progenitora me regaló una navajita de mango nacarado para poder volver más tranquila a casa, descampado a través, después de mis clases en el instituto. Me dio autorización, incluso, para sacarla en caso de absoluta necesidad. 

Aún la conservo en mi bolso y no descarto que algún día me haga falta. 

Con diecisiete años mi madre me dejó ir de interna a la casa de un médico como quien suelta un globo de helio en el aire. Faltaba dinerillo en nuestro hogar. La delicadísima mujer del doctor estaba recién parida, allí en la ciudad, y, de entrada, era bien poco lo que pagaba ese matrimonio y mucha iba a ser mi entrega con un bebé a mi cargo y una casa inabarcable bajo mi responsabilidad. Vivirás con más desahogo que aquí, prometió mi madre al despedirse. Sin embargo, pronto aprendería que el lujo era plato prohibido para mí, por mucha piscina y por mucho jardín que tuviera aquella villa. Mi único dominio allí se circunscribía a una cocina, a los infinitos azulejos, al baile de la mopa, las coladas, los planchados y los paseos con el carrito del bebé por la avenida. 

Las proporciones sí me sirvieron para algo en casa del médico. El matrimonio pronto me alabó por mis platos variopintos, caseros, sabrosos, aprendidos de mi propia abuela, y de la noche a la mañana prescindieron de su cocinera. Por el mismo precio pusieron a una servidora atendiendo los fogones. 

La esposa, la mosquita muerta, padecía de migrañas y yo temía sus cambios bruscos de humor como a un nublado, así que difícilmente encontraba el momento para arrancarme con esas rimas y coplillas que hacían mi día a día más llevadero entre esas cuatro paredes. Tenía a la señora pegada a mis talones chistándome todo el día porque mi voz le producía conatos de ansiedad. Y eso que ella ignoraba que muchas de esas rimas mordaces iban dedicadas a su persona.

Le consentí muchas tonterías a la señora, como luego le consentí a su niña. Pero ella, solita y desamparada en su reino de hadas, cada vez estaba más lánguida y mohína. En su soledad, recurría a mi compañía para relatar sus ensoñaciones de juventud, sus deseos frustrados de mujer, y así yo me la fui trayendo a mi terreno con santa paciencia y buen temple. Le pedí dos horas al día – tres horas con desplazamiento – para acudir a la academia de la Plaza Central de lunes a jueves. A escondidas, me había informado bien del comienzo de unos cursos de formación profesional para oficiales administrativos. 

La letra es bella, siempre me gustó componer versos, es bien cierto, pero no había acabado el bachillerato siquiera y nunca podría acceder a una carrera, así que había que buscar una salida laboral digna. La señora del médico se quedó confundida con mi petición y ahí estuvo luchando contra sus sentimientos enredados como madejas por unos días, hasta que cedió. En contrapartida, yo trabajaría más horas los fines de semana en aquella santa casa. Acepté el trueque y así comencé mi formación profesional. 


En todo este tiempo no me he arrepentido de nada. 


Tuve un novio soldador de los que destacan a primera vista por su bonhomía. Afable y desenvuelto era todo él, aunque pronto le adiviné una tendencia a querer solucionar algo más que simples averías en las casas ajenas. Entendí a tiempo que sus soldaduras a domicilio eran también de otra índole. Como la laxitud de su comportamiento fuera del hogar chocaba con esa rudeza que llegó a desplegar conmigo cada vez que le pillaba en un embuste, me tuve que ir con la música a otra parte y así pude disfrutar durante algunos años, libre como un mechón al viento, hasta que conocí a un decente pescadero. 

A este segundo amor le debo mi absurda repulsión por las tripas y las escamas. 

Su negocio funcionaba tan viento en popa que se empeñó en convencerme de que mi sueldillo de administrativa era totalmente prescindible en nuestro hogar. Estaba persuadido de que mi sitio natural en este planeta – por haber nacido mujer y, además, de casta muy humilde – estaba entre las cuatro paredes de esa casa, exceptuando los viernes y los sábados, que eran los días señalados para “echar una manita” en el mostrador de la pescadería en aquellas horas de mayor afluencia de clientes. Coplista, cupletera, rimadora eran los festivos adjetivos que me dedicaba él, como si el cantar fuera una gracieta mía infantil. 

Este arreglo de tener que rendir horas en esa pescadería no me convenció para nada y la soltería fue mi decisión inapelable. Así hasta el día presente.  

Ya no me crujen tanto los dientes de noche ni amanezco con la mandíbula tensa como una maroma de buena mañana.


Satisfecha de los buenos resultados de este último análisis médico, franqueo la puerta metálica de mi lugar de trabajo, que no es bueno ni malo, ni tampoco lo contrario. Soy administrativa y empleada multifacética en una empresa proveedora de materiales de construcción. 

Aunque me respetan mi espacio por ser de las más veteranas, sobre mí pesan las consecuencias de las nuevas incorporaciones de nuestro gerente, que las quiere jovencitas, delgadas y con el pelo alisado, a poder ser rubio o con mechas californianas. Las pasea por las dependencias de la empresa como caniches de feria para que todos seamos testigos del buen resultado de sus procesos de selección. 

A todas esas chicas nuevas otorga una categoría superior a la mía, es decir, por encima del sencillo “oficial administrativo” de toda la vida. Como yo no cumplo ciertos cánones de imagen, lo mío se limita a sacar el trabajo que postergan y acumulan mis remilgadas compañeras ya que, sencillamente, yo no nací para lucir palmito. 

Aquí vengo para apechugar con la faena y cobrar mi salario a fin de mes. Y, de paso, me permito el lujo de cantarme un par de coplillas – ¿por qué no? –  cuando me place y siempre que el trasiego de los pedidos me dé un momento de tregua. Sé que a muchos compañeros les alegro así sus jornadas, por mucho que el gerente ponga los morros torcidos cuando me oye tararear por ahí. 

Nadie puede quejarse de mi tiple y de mi estilo y, además, mis coplas son improvisadas y solo mías: “Máquina me llama el jefe/ máquina puede-con-todo/por la mañana albaranes/por la tarde muevo el toro/ al cliente no le importa/ escucharme cuando entono/mis coplillas endulzadas/ con mi labia envenenada.

Y sigo así inventando coplas hasta que estallan las risas en la oficina y el gerente se ve obligado a llamarme al orden. La Piquer, me dice con cierto desdén, aunque lo que teme mi jefe de verdad es que me oigan abajo los clientes que visitan la zona de exposición y que mi voz les encandile como la Lorelei hacía con los navegantes. Mi jefe lo llama guirigay o cachondeo, pero para mí es mera cuestión de supervivencia. 

Después de haber mascado duras piedras por el camino, no nos queda otra que esbozar una sonrisa – o soltar una carcajada de las que explotan como el tapón de la gaseosa – y mostrar los dientes con orgullo. 

Este desparpajo ganado a pulso también se lo debo a mi madre.


RELATO GANADOR MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE ESCRITOS EN CASTELLANO- XXX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA REAL VILLA DE GUARDAMAR 2025


MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE

 ESCRITOS EN CASTELLANO




GANADOR: JOSÉ AGUSTÍN BLANCO REDONDO


TÍTULO: LAS LETRAS DE ANGÉLICA

   

Las letras de Angélica


                                             “…ese silencio hondo y triste en el que los

                                             pensamientos reprimidos comienzan a hablar”.

                                                                                                Stefan Zweig

 

 

Aquel apodo fue toda una novedad. De hecho, Sabandijo era el mote que identificaba desde antaño a su familia paterna y Torcecuello el que arrastraba la materna por las trochas de su genealogía, debido, este último y al parecer, a la obsesión de algún ancestro por atrapar conejos y asfixiarlos de esa manera tan sutil. Por eso, el apodo con que bautizaron en la escuela al muchacho fue, tal vez, la primicia más importante que tuvo lugar en el pueblo nada más comenzar el otoño, un apodo que tenía que ver con linderos entre labranzas, haciendas o términos municipales. Limítrofe. Así le llamaban, desde niño, los mismos niños que crecerían luego con él hasta hacerse adolescentes, y mozos casaderos, y treintañeros, y cuarentones.

   La razón de aquel apelativo debía buscarse en las dificultades del muchacho a la hora de conjugar verbos, relacionar fechas con acontecimientos históricos, resolver cuestiones lógicas de cierta entidad y comprender la utilidad matemática de la regla de tres. Limítrofe, entonces, dejaba de ser un adjetivo relativo a territorios colindantes para trocarse en uno que calificaba la estatura intelectual de la persona. En el recreo, cada día, aprendió los rigores de la soledad, también los del desprecio y la violencia. Su cerviz era la diana exacta de todas las collejas y las zancadillas, a menudo, encontraban el acomodo de sus tobillos. Y así, mientras buscaba el rincón más aislado del patio, entre la portería y un viejo laurel que ya estaba allí antes de edificar el colegio, aprendió a cerrar los ojos y a taparse los oídos con las palmas de sus manos para amortiguar las burlas de sus compañeros. Don Enrique, el maestro, tampoco ayudaba demasiado. Ante los errores que el muchacho iba acumulando a lo largo de la mañana en las distintas disciplinas, don Enrique iba ordenando una reata de castigos. El primer correctivo solía ser leve, un coscorrón en lo alto de la nuca. El segundo consistía en un golpe con la regla de madera sobre la mano que, trémula, apoyaba el muchacho en el borde de la mesa. Y conforme se sucedían los errores, los castigos aumentaban en reciedumbre: copiar trescientas veces la frase que el maestro estimara conveniente, arrodillarse durante una hora sobre las losas de granito del aula ─ásperas, frías, durísimas─ mientras sostenía con los brazos en cruz una pila de enciclopedias, soportar la bofetada con el dorso de una mano que, en su dedo índice, albergaba aquella amatista engarzada a un anillo de plata. Hasta que llegaba el castigo supremo, el más cruel, el que provocaba escalofríos en el espinazo del muchacho momentos antes de su ejecución y las risotadas nerviosas de sus compañeros al anticipar tanto sufrimiento. Sí, el castigo más sofisticado, digno de un verdugo que ensayara sus torturas en un calabozo de la Baja Edad Media. Don Enrique, desde lo alto de la tarima que separaba su mesa de las de los alumnos, agarraba al muchacho de las patillas y lo levantaba a pulso hasta situarlo a la altura de sus ojos. La piel aneja a los pómulos, a las sienes y a las orejas parecía entonces reventar en una confusión de pequeños capilares desgarrados. Las lágrimas borboteaban desde los párpados mientras aquel dolor insoportable se tatuaba, ya para siempre, en la conciencia del chaval. Un chaval que ya jamás podría olvidar aquella humillación, aquel martirio, la vileza de aquellas manos estrechas que le sostenían en vilo durante la eternidad de unos segundos. Y aquella mirada yerma que contemplaba, gozosa, su dolor mientras los labios de don Enrique esbozaban una sonrisa en la que hervía, despacio, toda la perversidad imaginable.

   El muchacho —sin amigos, sin estima—, convencido tal vez de lo prescindible de una existencia que se mostraba hostil, se retiraba por las tardes al único lugar del pueblo donde parecía sentirse a gusto y donde las penas se diluían como el zumo de limón diluye su acidez en un vaso de agua de lluvia. Sí, allí se sentía acompañado y hasta comprendido por el silencio, el bullir travieso de gorriones y estorninos, el vuelo bajo de los mirlos, la puesta de sol, bellísima en sus estrías del color de las violetas tras los últimos cerros de poniente.

   Y fue allí, en aquel lugar retirado, donde conoció a Angélica, una chica de sus mismos años que le acogió, de súbito, en su aura de bondad y ternura. El muchacho, impelido por la sonrisa de ella, comenzó a desbordar un caudal impreciso de inquietudes, esperanzas y desvelos. Aquel caudal, turbio de experiencias que negrearían el alma de cualquier persona, sedimentó despacio y se trocó, gracias a la presencia de Angélica, en el agua transparente que necesita el que siempre se mecerá en el regazo de la inocencia. Porque el muchacho era la inocencia, la diafanidad de la luz al encontrase con la escarcha, el claror del sol al tropezarse con un lienzo blanco, el suspiro frío de la mañana entre algunas nubes desflecadas, el prematuro canto del petirrojo al tiritar en la amanecida de los inviernos. El muchacho era la inocencia y también el olvido, por este orden, jamás albergó deseos de venganza ni de reparación ante las inclemencias que la condición humana tuvo a bien otorgarle.

…………………….

Las fue recogiendo de baldíos y barbechos, de barrancos y cunetas, de las riberas del arroyo y las vaguadas de los cerros. Eran flores que emergían, salvajes, en las afueras del pueblo, las rosas del escaramujo, las flores blancas del saúco y de las jaras, las amarillas de la retama y la genista, también amapolas, y gladiolos, y margaritas, y las flores violetas de las malvas, de los lirios y de la escoba. Con un cordel de bramante escarlata ciñó sus tallos y conformó un ramo enorme que quiso regalar a Angélica. Era lo menos que podía hacer para agradecerle su ayuda, su ánimo, su comprensión. Pero, al pasar por las eras del mediodía, se encontró con algunos de sus compañeros de clase que jugaban al fútbol con dos porterías delimitadas por unas piedras. El primer balonazo impactó en su frente. El segundo destrozó ese bellísimo muestrario de pétalos de colores. Ya no hubo un tercero. Los balonazos fueron sustituidos por pedradas certezas a su pierna, a su costado, alguna le pasó rozando la mandíbula. El muchacho corrió hacia el camino, perseguido de cerca por los proyectiles de aquellos canallas. También por sus carcajadas y sus insultos, retrasado, subnormal, aléjate de aquí, condenado tarado, no vayas a contagiarnos tu estupidez.

   Y así, mancillado, con algún rasguño en las corvas y en el rostro, se acercó a aquel lugar retirado donde le esperaba Angélica, donde esperaba su aura sanadora entre el silencio y el vuelo alto de los vencejos. Toma, le dijo, son para ti. Y aquel ramo de flores desbaratadas alumbró la sonrisa en el semblante de ella mientras una paz honda trasminaba la piel del muchacho para ya quedarse allí, dentro, muy dentro de su pecho.

………………………..

Están allí, en ese lugar retirado que han elegido para verse, para hablar, para entreverar sus anhelos y sentimientos. El ramo de flores silvestres reposa aún en el regazo de ella. El muchacho contempla en la distancia cómo un hombre camina hacia ellos. Al principio, su silueta es apenas distinguible, pero poco a poco se va condensando en las pupilas del muchacho hasta hacerse del todo reconocible. Sí, es él, su maestro. Es don Enrique el que se acerca despacio, las manos estrechas, la mirada yerma, esos labios donde hierve toda la perversidad imaginable. Pero, de repente, el hombre desaparece de su vista mientras en el aire tibio de la atardecida sólo se escucha un lamento telúrico, desgarrador, como un alarido proferido desde los adentros umbríos de una cueva.

   El muchacho, además de inocente y proclive al olvido, es valiente, así que no duda en avanzar hacia el lugar donde vio a don Enrique por última vez. Le acompaña Angélica, apenas unos pasos por detrás. Se acercan al barranco, es profundo y tiene los laterales tallados con el derrubio de aquella tierra de arcilla reseca. En el fondo, sobre la grama y los jaramagos, permanece sentado el maestro de escuela, la espalda apoyada en el declive rojizo y una expresión de dolor en esos labios acostumbrados a traficar con maldades y vesanias. Unos labios que, ahora, se obstinan solo en pedir ayuda. Parece que se ha lastimado una pierna, porque esa parte del pantalón que cubre la tibia y la rodilla conforma un ángulo extraño, incompatible con la correcta funcionalidad del hueso en su empalme con la coyuntura.

   Don Enrique, al ver al muchacho, maldice entre dientes a todo lo inerte y también a lo que alberga el hálito de la vida, qué condenada casualidad, para una vez que necesita auxilio es el retrasado de su clase el que se la debe prestar. El chaval hace como que no ha escuchado nada y olvida de inmediato aquellas palabras. Ahora solo piensa en ayudarle. Cerca, bajo un cobertizo de carrizos y retama, encuentra un montón de arena, un bidón de agua, una pila de cemento, unos sacos de yeso, un rimero de ladrillos, una carretilla y algunas sogas. Toma una de esas cuerdas, la lanza hasta apoyarla sobre la horquilla que forma la cruz de árbol más cercano, arroja el extremo al barranco y, una vez que don Enrique toma la soga entre sus manos, el muchacho tira de ella usando aquella horquilla como polea. Con un esfuerzo inédito para sus magras carnes, el muchacho logra sacarle de allí. El maestro se queda tumbado sobre el borde, en silencio, la respiración abrupta, la mirada abismada, una tensión dolorosa que se agarra a la mandíbula, el reflejo violáceo, delicado de la amatista que se engarza a su anillo de plata. El aire vesperal repta despacio por el sudor de su frente, un aire nutrido con el gorjeo de los mirlos, con el bullir de los gorriones, con el parloteo de los estorninos. Con el bellísimo crepúsculo que se frunce en estrías de color violeta tras los cerros de poniente. Don Enrique gira sobre sí mismo, levanta la espalda para quedarse sentado en aquella tierra arcillosa, mastica otra maldición, coge una rama, valora su resistencia y la utiliza como apoyo para incorporarse. Luego la coloca bajo la axila para caminar algunos pasos.

   ─Gracias, muchacho. Te has portado bien. Eres valiente, hábil y resolutivo. Siento todo lo que te hecho penar durante estos años, pero eso se ha acabado. Te lo prometo. Por cierto, ¿qué haces aquí solo?

   ─No estoy solo, ella es Angélica.

   El chaval se da la vuelta con una sonrisa, pero su amiga ya no está allí.

   ─¿Angélica dices? Aquí solo estamos tú y yo.

   ─Debe de haberse alejado un instante, no tardará en volver, Angélica, ¿dónde estás?

   Y mientras el muchacho corre en busca de su amiga por los senderos de aquel lugar retirado donde la conoció, don Enrique camina, con dificultad y apoyado en aquella vieja rama de ciprés, por entre las tumbas. Sobre el mármol blanquísimo de una de ellas alguien ha dejado un ramo de flores silvestres, desbaratadas, un ramo ceñido con un cordel de bramante escarlata que reposa sobre el epitafio escrito en letras de latón dorado. Un epitafio donde, junto al silencio, junto a un aura de bondad y ternura, se pueden leer las letras de su nombre. Las letras de Angélica.

XXX CONCURS DE NARRATIVA CURTA REIAL VILA DE GUARDAMAR 2025

 


MODALIDAT: RELATS DE TEMÀTICA LLIURE 

ESCRITS EN VALENCIÀ



GUANYADOR: MARÍA TERESA MARTÍNEZ LLORET

TÍTOL: LES PARETS BLANQUES

 

LES PARETS BLANQUES

 

1.

Mentre contemplava els pots de pintura, una inquietud indefinida em va recórrer el cos. Triar-ne un seria una batalla sorda i prolongada. Ell també ho va notar, amb eixa intuïció que només sorgeix de passar massa temps junts. Va fer un sospir entre exasperat i divertit abans d’anunciar:

—Vaig un moment a tafanejar pels estors.

Amb ell fora d’escena, vaig quedar-me sola, embolcallada per prestatgeries a les quals ningú pot arribar, immersa, com una devota feligresa, en aquell temple consagrat a la doctrina de la pintura plàstica. Feia temps que m’havia obsessionat amb el color de les parets, com si fos una decisió vital, alguna cosa que transcendia el simple fet de pintar una superfície. Era un poc absurd, ho reconec. Però els colors per a mi no eren simples estímuls visuals; tenien el poder de transformar-me l’ànim i desvetllar sensacions físiques molt reals. De vegades, n’hi havia prou amb un sol matís per a accelerar-me el pols o deixar-me completament abatuda. El roig em feia córrer la sang més de pressa, el verd, en canvi, em relaxava la musculatura, el groc em feia sentir pessigolles als dits, i el blau..., amb el blau m’entraven ganes de flotar. Eixe deliri cromàtic era estrany, però també excitant. Per això, enfrontar-me a aquella decisió se’m feia tan difícil. No era només triar un color, era escollir una emoció, una vibració que marcaria la diferència.

Aleshores, quin era el color perfecte? Blau o rosa, impossible. Seria una concessió al pitjor dels clixés. També vaig descartar els colors terrosos, que em deixaven la boca seca, i evidentment, els més estridents. Tal vegada el verd. Sí, era l’opció més suggeridora: evocava la naturalesa, la frescor. Però, quin verd? Davant meu hi havia almenys huit tonalitats, cadascuna amb una veu diferent. Agafava un d’ells, el mirava amb atenció i després d’imaginar les parets pintades amb ell, els tornava a deixar al prestatge amb una punxada de remordiment, com si d’alguna manera, el meu rebuig pogués ferir l’orgull del color.

Quan ell va reaparéixer. Portava un estor sota el braç i la mala cara de qui ha estat acusat d’un crim menor. Em va tornar a mirar des de la distància amb els braços plegats i m’observà mentre jo romania allí dempeus mirant els pots de pintura més temps del que es podria considerar normal.

—Encara res? —va preguntar.

—Agafa qualsevol —va dir, gairebé suplicant—. És igual!

Jo continuava absorta davant la prestatgeria, i després d’escoltar les seues queixes, vaig dir:

—Em sent aclaparada.

La paraula va caure en l’aire, inesperada, rodona. Jo mateixa em vaig sorprendre d’haver-la triada.

—Aclaparada? Massa Jane Austen últimament, no? Em va dir amb la cella alçada.

I pensant que la preguntà em podria inspirar em preguntà amb un to juganer  ̶ Quin color creus que triaria Elizabeth Bennet?

—Elizabeth Bennet no pintaria. Empaperaria. I ho farien els seus servents! Va afegir, rient.

—Si tant et costa triar, podríem deixar-les parets blanques. El blanc és bonic.

El vaig fulminar amb la mirada.

—El blanc no és una opció. Odie les parets blanques, i ho saps.

Ell va callar i vaig pensar que si el blanc tinguera personalitat, seria la d’algú que intenta agradar a tothom: equànime però distant, i sobretot, irritantment assenyat.

—D’acord, d’acord, però tria un ja. No podem passar ací tot el dia. I tornà a allunyar-se mentre jo sostenia a una mà un pot de pintura de verd sàlvia i a l’altra de verd celadon.

En realitat no sé perquè deteste tant el blanc. He provat d’analitzar-ho, remenar la infantesa buscant alguna epifania freudiana. Alguna cosa que puga contar als amics després de dues copes de vi. Però res. Cap trauma amb la bata d’un metge amb poca traça o episodi violent envoltat de parets blanques. Només una repulsió irracional, un desassossec primitiu cap a les parets sense color, els llençols dels hotels i hospitals o els fulls en blanc, eixos que et saluden, cínics, sabent que no saps per on començar.

La indecisió es va allargar uns minuts més, fins que, finalment, vaig prendre una decisió: el verd menta és la millor opció. Vaig tancar els ulls per tractar d’imaginar les parets pintades amb eixa tonalitat serena i delicada, però de sobte un plor em va tornar a la realitat. Era un bebé. Ara estaven pertot arreu, com recordatoris d’allò que estava per vindre. D’ací a uns mesos jo també seria una d’eixes mares ulleroses, amb els pits carregats de llet. Passejaré pels carrers de sempre però portaré un cotxet, i la meua vida tindrà un ritme diferent. Uns colors diferents. Pense en el futur, en eixe univers desconegut que s’apropa a gran velocitat. Diuen que la teua vida mai tornarà a ser igual. I que al capdavall, tu, tampoc seràs igual.

 

2.

Eren les set del matí quan vaig pressentir que alguna cosa no anava bé. Un pessigolleig humit a l’entrecuix em va despertar d’aquella son lleugera de l’embaràs i em va fer pensar en l'obvi: m’havia pixat. L’úter ocupava un espai que no era seu i jo ja no em sabia controlar; però quan amb moviments maldestres vaig dur les mans vacil·lants a l’engonal i vaig retirar els dits, un roig intens i inesperat em va colpejar amb crueltat. Allà estava jo, tombada sobre un toll de sang; un avís violent que no entenia de matins tranquils ni de plans de futur. La por em va paralitzar; ni tan sols m’atrevia a respirar, temia moure’m mentre mirava la sang baixar esvarosa i decidida, recorrent el meu cos sense demanar permís. I llavors, vaig cridar.

El trajecte a l’hospital va ser un malson a càmera lenta. Les mans em tremolaven, però les cames romanien quietes, temia que qualsevol moviment provocara un desastre encara major; el temps també semblava aturar-se: els semàfors es feien infinits, i els segons es retorçaven amb l’agonia d’un animal ferit. Tot avançava amb lentitud, excepte alguna cosa dins el meu cos, que corria, caòtica, sense fre.

Quan arribarem a la sala d'urgències vaig haver de contestar l’interrogatori mecànic que ja havia respost centenars de vegades. Finalment, em van fer seure per a realitzar l’ecografia. El meu pit pujava i baixava desbocat. Intentava calmar la respiració, però intentar-ho era com aturar una ona abans de trencar contra les roques. La llum blanca dels fluorescents em feia mal als ulls, tanmateix, la llum era el menys dolorós; doncs l’angoixa que m’ofegava el pit em va fer reviure, els sis anys d’intervencions per a extreure’m òvuls, els milers de proves mèdiques i les esperances frustrades, una vegada i una altra, abans d’aconseguir quedar-me embarassada. Ara, enmig d’aquell malson, em tocava reconèixer de nou la fragilitat del meu cos.

La ginecòloga em va indicar que obrís les cames i baixés el cul per facilitar l’ecografia. El gel fred em va fer estremir la pell i tot seguit l’aparell va començar a lliscar per la panxa. La pantalla es va encendre al meu costat, il·luminant un mosaic d’ombres i formes impossibles de desxifrar. Ella movia el sensor amb precisió sense deixar-se emportar per la meua silenciosa angoixa. En el seu rostre no hi havia ni una escletxa d'alarma, però tampoc eixa confirmació de tot està bé que necessitava escoltar. Va moure el sensor unes quantes vegades, intentant trobar alguna cosa, però el seu silenci era tan dens que el sentia com un martell picant a ritme constant dins del meu cap. Finalment, va prémer els llavis, formant una línia que deia més que qualsevol paraula. Li vaig preguntar què passava, però en lloc de respondre, va avisar una companya. Al cap de poc, van arribar dues persones més. No van dir res. Tots es van quedar clavats mirant la pantalla. Em van tornar a explorar amb les seues mans intruses, però ningú em mirava a la cara. Quan van acabar, un d’ells, finalment, va alçar la vista. Va ser només un segon però la seua expressió em va punxar com un agulló.

̶ Hi ha un despreniment sever de la placenta. Malauradament s’ha d’interrompre l'embaràs. ̶ va dir amb veu ferma però continguda. Pot haver-hi complicacions greus.

Es va llevar els guants bruts de sang i digué: ara t’ho explicarem.

Algú m’agafà la mà, i tot es va enfosquir.

Una volta ingressada, i ja tombada al llit de l’habitació, les paraules foren més precises i afilades. Un diagnòstic fred sense preludis ni anestèsia: avortament.

En un parell d'hores, vaig haver d'assumir que tot allò que havia projectat sobre el meu futur, s’havia esquerdat i caigut. Eixa certesa fou difícil d’assimilar, era com despertar d’un somni profund, i adonar-se’n de cop que la vida no serà com l’havies imaginat.

Mentre, les infermeres, Diazepam a una mà, i goters a l’altra, complien la seua rutina amb la precisió d’una màquina: controlaven les dosis, ajustaven els monitors i prenien constants vitals amb la destresa d’un gest aprés fins a la sacietat. Els auxiliars canviaven els llençols bruts amb jovialitat com si la sang fora una taca domèstica més que calia netejar.

Finalment va arribar l’hora. Sense cap cerimònia em van administrar la medicació. Al principi, només vaig notar un lleuger malestar. Però, de sobte, les arcades van esclatar amb violència, anunciant l’arribada del vòmit, el primer símptoma d’aquella tempesta interna que estava a punt de desfermar-se. Els tremolors no es van fer esperar, primer subtils, gairebé imperceptibles, però en qüestió de segons les meues dents van començar a repicar amb força, com si l’hivern més gèlid m’haguera entrat pel nas. Tot seguit, els braços van començar a agitar-se sense control com estirats per una corda invisible; les cames no tardaren a seguir-los. A poc a poc, la tensió es dissolgué i un últim espasme va recórrer els meus músculs, igual que les sacsejades d’un peix fora de l’aigua. Llavors, tot es va calmar.

Al meu ventre ja no hi bategaven dos cors.

Estava exhausta, i encara quedava el pitjor: el part. El temps es dilatava dins d’aquella habitació de parets blanques que em rosegaven els ulls; els metges entraven i eixien amb passes feixugues, llegint històries clíniques amb l’apatia de qui fulleja un manual d’instruccions. Quan em miraven ho feien amb una professionalitat que feia mal, just abans de preguntar-me amb veu monòtona com estava. Jo sempre responia amb la mateixa mentida: estic bé.

Després d’unes hores, em van indicar que ja estava llesta per baixar a la sala de paritoris. Em col·locaren una bata massa menuda i un barret que em ballava sobre el cap; el zelador ens acompanyà fins a l’ascensor i ens enfonsarem dues plantes més avall. Abans d’arribar, travessarem un corredor replet de dones que contaven disciplinadament els minuts transcorreguts entre contraccions i emetien gemecs ofegats. Havia imaginat eixe moment desenes de vegades, l’havia reconstruït en la meua ment obsessivament, però la realitat, com passa sempre, no s’assemblava en res.

L'oxitocina trigava a fer efecte, i mentrestant, l’espera s’obria davant meu com un abisme que em xuclava, sense pressa però ni amb una engruna de pietat. Les veus dels metges arribaven llunyanes, com filtrades a través d’un vidre gruixut però els crits d’altres dones parint arribaven clars i esmolats. L’habitació estava il·luminada per una llum tèbia que no aconseguia escalfar l’ambient i el brunzit sord de la màquina, que subministrava l’hormona i ressonava constant i hipnòtic, era la banda sonora més apropiada per a aquella espera sense horitzó.

Ell estava al meu costat, recolzava el cap sobre el meu muscle repetint sense parar: Estàs bé? Et fa mal. La seua veu era l'únic fil que em mantenia connectada a la realitat i evitava que el cansament m’arrosegara i em derrotara del tot.

En el moment del part arribà sobtat. Va ser ràpid i amb tres espentes tot es va acabar.

Aleshores, la ginecòloga em va mirar. Amb una veu suau, quasi maternal va preguntar:

—Vols veure’l?

Vaig sentir un fred que em recorria l’espinada. No volia. No podia. Però no vaig dir res; només vaig sacsejar el cap, sense parlar.

Ella no va insistir, i amb la mateixa calma impertorbable em digué:

—No cal que ho faces, però he de preguntar.

Pensava que si el veia, aquella imatge es quedaria gravada en mi per sempre, com una fotografia obstinada que tornaria a mi quan menys l’esperara. Però curiosament en lloc de la imatge, el que va perviure a la meua ment és un so: el clink d’un cos diminut xocant contra la safata d’acer ressona encara en algun racó de la meua ment. Un so fred, metàl•lic, que em travessà i que era més persistent que qualsevol visió, més viu. Més punyent.

Quan tot va acabar, em van tornar a l’habitació i em cobriren amb un llençol gelat.

Tombada al llit, contemplava el xicotet bocí de cel, darrere de la finestra que no s’obria mai. Un núvol matiner va travessar aquell fragment, lleu i silenciós, com si no volguera molestar, i desaparegué darrere del marc de la finestra. Vaig voler abstraure’m, espantar aquelles sensacions, però només vaig aconseguir respirar profundament i maleir la meua sort.

 

3.

A casa vaig descobrir que podia estar al llit més temps del que mai no hauria imaginat. El migdia s’escolava per les escletxes de la persiana, però jo encara restava allà, tombada, amb la barbeta clavada al pit i les mans inertes sobre el ventre buit. Pensava en les paraules, en la seua capacitat d’endreçar el món i posar nom als sentiments, que d’altra manera restarien inabastables. Vaig rumiar una estona, però no vaig trobar un mot per definira algú que ha perdut un fill sense haver estat mare. Un terme precís que abastara, amb exactitud, el pes insuportable d’aquella absència sobtada.

Lluny, el soroll d’un tallagespa i el lladruc d’un gos que es trobava amb un altre trencaven la calma de l'instant. Si hagués tingut l'energia per eixir al balcó, hauria vist un cel net, insolent, amb un blau que s’intensificava a mesura que s’acostava a l’horitzó.

En lloc d’això vaig mirar el mòbil. Una fotografia em va mostrar la imatge d’un altre jo, el de feia vint dies, amb el seu estúpid somriure, alié a tot el que estava per vindre. En aquell precís instant, el telèfon va vibrar i em vaig sobresaltar. No era res nou, sempre m’havia passat, com si cada timbre fora el preludi d’una prova que no sabia si podria superar. Era un amic, però no vaig contestar; sabia que si ho feia, em vindria a buscar per abraçar-me, em miraria amb llàstima i em faria preguntes que no sabia com respondre. Encara tenia les paraules atrapades en algun lloc incert, entre la boca i l’estómac, i el meu cos es resistia a donar-los-hi veu. No sabia com explicar totes les coses que no hauria de pensar, però que no podia evitar que em rondaren el cap, com mosques al voltant d’un tros de pa. No era capaç de verbalitzar el dolor que em causaven els records perfectes d’unes vivències que vaig inventar, ni de totes les històries que mai seran. Era millor seguir cabussada entre llençols, a la vista de ningú. I era just des del llit, que bregava amb la sensació que la meua vida havia deixat de ser lineal, com si algú haguera doblegat el temps en un cercle perfecte i jo estiguera al centre, atrapada en una roda que girava però que no em deixava avançar. La normalitat, aquell espai menut i efímer, on les coses conserven un cert sentit, estava encara lluny, però sabia que, si volia apropar-me a ella havia de moure’m, trencar la corba amb un pas qualsevol, per insignificant que fora, per arrelar-me de nou al món.

Em vaig incorporar molt lentament, com si el moviment fos una altra mena de dol. Vaig entrar al bany i em vaig torcar la sang que quedava amb paper: aquella sang tossuda, que es resistia a deixar-me sola, per recordar-me sense paraules que això mai no s’oblida. Després, em vaig recolzar a la pila i vaig alçar els ulls cap a l’espill. Em va  sorprendre trobar-me amb un reflex igual al de sempre: la pell massa blanca, els ulls obscurs i menuts , com els d’un mussol endormiscat, damunt d’una boca massa gran. El canvi profund que havia sofert, havia ocorregut només dintre meu. El rostre era el mateix de sempre, i se’m va antullar una màscara polida, incapaç de revelar què hi bategava al darrere. I això era el pitjor: mirar-me i no trobar ni una sola clivella, cap rastre visible del terratrèmol que només jo sentia. Vaig quedar-me uns segons allà, mesurant la distància entre el que veia i el que sentia, fins que les meues cames, amb un impuls autòmat, em van arrossegar cap a la cuina. El rellotge de paret feia mesos que estava aturat i per primera vegada, vaig desitjar sentir-ne el tic-tac. Li vaig canviar les piles i amb la mateixa inèrcia vaig rentar els plats i vaig agranar. Durant una estona quasi havia aconseguit no pensar en res,  però posant la roba bruta a la llavadora vaig trobar el camisó que havia portat cada dia durant l’embaràs. I després d’uns segons mirant-lo, com a un objecte obsolet, sense nostàlgia ni pesar, el vaig llençar al fem.

Encoratjada per aquell gest teatral vaig sortir de la cuina per avançar cap a l’habitació, Caminava descalça i, tot i això, escoltava els passos bruts i inquiets de qui s’acosta a un territori vedat. Des que havia tornat a casa encara no havia entrat a l’habitació i la porta romania tancada, com si darrere s’amagara alguna cosa més que un espai buit. Vaig girar el pom lentament, i des de l’escletxa de la porta vaig treure la punta del nas, com un animalet que vol saber si el perill ja ha passat. L'aire estava carregat de pols suspesa en l'espai i la llum entrava com un torrent impetuós, despietada, il·luminant les parets i revelant, malgrat les capes recents de pintura blanca, un ressò d'aquell verd que palpitava sota la pell de l'habitació, resistint-se a morir del tot; un verd que abans em calmava, i ara m’assotava. Vaig obrir la finestra d’un cop sec, esperant el miracle d’un vent fort i expiatori, però només una brisa feble fou suficient per a emportar-se les restes d’aquell color tan amarg.

Després, no sé si alleujada o vençuda, vaig contemplar les parets amb una calma estranya, deixant-me engolir per la blancor que ja no era absència ni amenaça.

Simplement, era.

 

martes, 8 de julio de 2025

XXX CONCURS DE NARRATIVA CURTA REIAL VILA DE GUARDAMAR 2025


 MODALITAT: AUTOR LOCAL


GUANYADOR: ANÍBAL ALFONSO QUESADA CAMPOS

TÍTOL: EL CASAMENT


El casament

Per a Jesús, les parts d'un casament estaven ben diferenciades més enllà de l'acte de la cerimònia. A cada regió o a cada país, els professionals del seu sector, els fotògrafs, podien gestionar les celebracions d'aquesta índole d'una manera o altra, però ell tenia molt clar com s'havia de dividir el reportatge fotogràfic i així passava amb les núpcies de Nicolau i Raquel.

Era una cosa que, afortunadament per a ell, no passava de moda; tot al contrari si hi cabia, la cosa anava a més. La veritat és que, malgrat tot i que era beneficiós i rendible per a la seua feina, no entenia la bogeria a la qual estaven arribant aquests esdeveniments. Recordava com, anys enrere, quan va començar en aquest món, només calia fotografiar la cerimònia i després el convit, però la predilecció social per generar imatges i records ficticis més enllà del que realment succeeix en el moment de l'acció, havia portat els professionals del seu ofici a tenir molta més feina i, per tant, a treure'n molta mes tallada de l’assumpte.

I vaja si en treien de rendibilitat! Primer es van inventar això de fotografiar els preparatius del casament: com es vesteixen i com es maquillen els nuvis. Després van crear una secció específica per als convidats, i ara s'havien tret de la màniga allò de la “preboda i postboda”. Els qui volien el pack complet havien de traure la targeta i pagar una quantiosa suma que oscil·lava entre els nou-cents i els mil sis-cents euros. Amb cada casament, els ulls de Jesús es transformaven en els de l'Oncle Gilito i les seues pupil·les es convertien en símbols de l'euro.

Un cop sabut això, cal dir que Nicolau i Raquel, tot i voler aparentar el màxim possible en un dia tan meravellós, no es podien permetre el “pack premium” que oferia el nostre protagonista, per la qual cosa van eliminar la preboda i la postboda i només van contractar el “pack estàndard” pel mòdic preu de mil cent euros.

 

Preboda (“Pack Premium”)

Els preparatius

 

Com que encara no ha arribat el moment en què les persones es puguen teletransportar per poder fotografiar correctament els preparatius, va haver de demanar al


seu company, Lluís, que es dirigira a casa del nuvi, les fotos del qual són més senzilles en general, i fera unes quantes fotos amb la família, del procés de vestir-se i les famoses fotos detall. Sembla que ara una foto d'un rellotge, una màniga de camisa, un bessó o la sivella d'un cinturó són equiparables a la Capella Sixtina. La veritat és que Jesús es feia creus, però quan pensava en el casament, li tornaven aquests símbols d'euro als ulls.

Ell es va dirigir a la casa de la núvia per fer el mateix amb ella. Val a dir que Raquel estava molt nerviosa i tothom li deia en aquella casa: «És normal, cari, és el dia més important de la teua vida», a la qual cosa Jesús només podia respondre amb un somriure, evidentment fals, mentre feia les fotos i pensava que aquesta era una de les frases més repetides que hi ha en les vides plenament superficials.

Siguem sincers: en ple segle XXI, és una estupidesa majúscula pensar que el dia del casament és el més important d'una vida. Segurament aquesta noia, Déu no ho vulga, es divorcie, es torne a casar, tinga dos fills, siga acomiadada i contractada en condicions més o menys favorables, enviüde, tinga un nét, un altre, li toque la loteria, tinga un accident de cotxe i surta il·lesa... o no, però sobrevisca. A veure, a veure, a veure... El dia més important de la seua vida?

El somriure que anteriorment era fals ja s'havia convertit en sincer mentre pressionava el botó de la càmera i feia una altra foto de la brotxa de maquillatge atusant- li els pòmuls, excessivament vermells.

De veritat, quina comèdia hi ha als reportatges de casaments si ets capaç d'evadir- te de l'ambient que els envolta i veure'ls des de fora, com un simple observador. Un que només visualitza la copa de xampany viatjant d'una banda a l'altra abans que li pinten els llavis, com sacsegen el vel o com es posen un vestit que ha costat més que el convit i que només utilitzaran una vegada a la seua vida.

Això sí, les fotos li estaven quedant precioses. Abans de sortir per la porta per a entrar al cotxe i dirigir-se a l'església, va poder fer una fotografia cinematogràfica amb un contraplà de la núvia a contrallum, creuant el llindar i amb el cap decantat. Una imatge que sabia que encantaria a Raquel. Un moment que, novament, no havia estat natural, ja que l'acció de sortir havia estat truncada per la seua veu i el consell de posat. Ficció per records.


La cerimònia

Ja que havia trucat a Lluis perquè anara a casa del nuvi i el seguira fins a la cerimònia, no li pagaria per tan sols una hora de feina i desaprofitar-ho. No, Jesús no treballava així, cuidava els seus.

Un cop a l'església, ell es va posar a la porta, i, tan bon punt la núvia va baixar del cotxe, va començar a fer fotos naturals, mentre el seu company, més a prop del vehicle, llançava una multitud de flaixos per captar tots els detalls possibles de l'acte. Probablement un dels moments menys artificials de tot el dia.

Les esglésies, generalment, són els enemics més grans dels fotògrafs, per la qual cosa les cerimònies eren, sens dubte, el pitjor moment d'un casament. Quan un professional es dirigeix cap a un temple arquitectònic romànic, que era el que Jesús es solia trobar, es sentia com el torero que entra a l'arena o, pitjor encara, com un presoner quan el deixaven anar als lleons. «A veure amb què em trobe i com me’n surt d’aquesta». En aquestes construccions antigues, la llum brilla per la seua absència i la llibertat de moviment és molt complexa.

Tenia sort en aquesta església, ja que hi havia un corredor central i dos laterals, una cosa poc habitual per la zona, però que li permetia cert marge de moviment fins al púlpit. Ell tenia clar el seu objectiu: era com el caçador que sap quina és la seua presa. La captura més important que havia de fer era el moment del l’entrega de les arres i els anells. Estava preparat, per això tenia Lluís.

Li havia donat l'ordre de que, passara el que passara, havia de capturar aquesta instantània en detall. Bàsicament, ho havia convertit en el seu “fotògraf detall”. No hi havia d’haver cap gest de mans ni cap reacció facial que es perdés en l'oblit. Captar petits trossets naturals, si podia ser, de la parella.

Ell, malgrat semblar importunar en algun moment els convidats, rondava d'ací cap allà amb les seues suors baixant-li pel clatell, sense importar-li realment davant de qui es posava, ni si feia massa soroll en cadascun dels seus passos.

I mentre observava l'evident espectacle que és un casament, farcit de gent, amb vestits cars, pentinats de tres-cents euros, les flors per decorar l'església valorades en més de sis-cents euros i tots els adorns que havien posat en cadascun dels bancs, Jesús no podia deixar de pensar en el missatge que van deixar retratat a la bíblia. «No està escrit: “La meua casa serà anomenada casa de pregària per a totes les nacions”? Però vostès l’han fet cova de lladres». I és que, tot i ser ell mateix un d'aquells lladres, no deixava de


veure la comèdia que el mateix temple cristià prediqués una cosa i reflectís completament el contrari. I mentre els seus pensaments vagaven per la seua ment entre els sons del públic i els de l'obturador de la càmera, la cerimònia arribava al final.

Les càmeres tornaven a l'exterior per capturar les imatges més icòniques: aquelles on el punt central era el llançament d'arròs entre rialles i la carrereta fins al cotxe en el qual se n’anirien junts com un matrimoni, sent ja marit i… muller? Què passava amb aquesta terminologia? Mai no li havia quedat clar aquest tema. Què passava? Una muller no era muller fins que no es casava? No seria més correcte marit i esposa, o espòs i esposa? Però muller ho havia estat sempre, o almenys des que era adulta.

De qualsevol manera, aquell principi de pantomima ja havia acabat. Ara només quedava allò que a la gent més li importava: el convit.

 

El còctel

Mentre Jesús se n'anava amb la recent casada parella a fer unes fotos artístiques, romàntiques i emotives en plena natura, Lluís anava a fer el mateix, però amb els convidats més propers. «Sempre em toca a mi la pitjor feina», pensava sovint, però és clar, ell era el contractat. Si volia la feina més senzilla, i alhora la més lluïda, s'havia de muntar la seua pròpia empresa de fotografia i deixar de ser un freelance.

Deixant somnis vanitosos i queixes de costat, Jesús es va dirigir amb cotxe als marges d'un pantà on havia quedat amb els nuvis per poder, i cite textualment, captar la naturalesa de l'amor en plena naturalesa”, malgrat la redundància de la frase. I és que així era ell, venia fum a les parelles per poder guanyar-se el pa en una professió que li agradava en essència, però cada dia menys en forma.

Una abraçada per darrere, un petó creuat, una foto romàntica, una captura en primer pla de com els cabells es movien amb l'aire. Mentides al vent. Somnis frívols i idealitzats venuts a preu d'or, que enganyen els records i creen una falsa il·lusió.

Mentrestant, al còctel, Lluís feia posar els convidats més propers, cosins, germans i millors amics de cadascuna de les parts, fent postures totalment ridícules: estirant una corda que simbolitzava el matrimoni, subjectant globus de color blau o blanc, o fins i tot posant sobre un fons verd on posteriorment es muntarien unes imatges.

Lluís pensava que l'estupidesa havia arribat a tots els racons de la cultura i la tradició humana, i que, tal com deia Jesús, ja no hi havia remei.


Cal dir, però, que si la cerimònia era el moment tècnicament més complicat de la cerimònia, el banquet era on més es sentien avergonyits de la humanitat: l'únic moment de tot casament en què s'ajuntaven els set pecats capitals per recordar-nos que allò es tractava d'una cerimònia catòlica, però que, pel que semblava, cap dels participants ho recordava. I era on es dirigia ara el nostre protagonista.

 

El banquet

I tal com havia advertit al paràgraf anterior, amb l'arribada dels nuvis al convit s'havien deslligat els set pecats capitals. Molts eren evidents, però només quan els immortalitzes amb un objectiu es queden retratats els defectes d'aquells que els emprenen, i això era el que més li agradava a Jesús: mostrar les vergonyes de la societat, només que a la feina poques vegades podia fer-ho. Tot i això, cal dir que sempre es guardava unes fotos per a la seua col·lecció personal.

I és que, si hi ha un pecat que prima en un casament davant de la resta, és la supèrbia. Aquesta gana desbocada que té la gent per ser la preferida davant dels altres, per ser el focus d'atenció. I qui és més superb que la pròpia núvia en el seu propi espectacle? Ningú no és capaç de superar això. Alguns intenten competir de forma irracional amb la protagonista de la celebració, i es poden veure els pares, però sobretot les mares dels nuvis, intentant fer gala de les peces més cares que es poden veure al banquet, per a alegrar-se en els seus propis records d'aquell dia en què van ser la favorita del casament.

Però aquesta supèrbia de que fa gala la núvia, tot i ser un pecat capital ben clar per se, tenia el do de ser acceptat i, a més, ben vist per la resta de gent. «És clar, és que és el seu dia», es podia sentir de llarg a llarg de l'àgape en veure-la lluir el seu vestit. Aleshores, no és el dia del nuvi? Ni dels padrins? Ni dels pares, germans, cosins…? No: l'única protagonista, i al voltant de la qual tot gira en un casament, és la núvia.

I ella era la principal protagonista del reportatge de fotos de Jesús: el centre de cada pla i de cada composició.

Mentre el fotògraf feia la seua feina, es podia contemplar el segon dels pecats vigents en qualsevol casament, i no era altre que l'enveja. I com de dolenta que és: aquell xiuxiueig d'aquelles dones que desitgen el que, en aquest cas, la Raquel havia aconseguit amb en Nicolau. Volien posar-se del tot a la seua pell; anhelaven tot el que ella tenia aquell dia.


I no s'acabava ací, sinó que els amics de Nicolau també la patien. En veure la felicitat amb què ells gaudien d'aquesta unió, pensaven «Jo vull això, ja n'hi ha prou, vull assentar el cap». Pensaments racionals als quals s'arribava després d'un sentiment erroni com el de l'enveja. I és que això de “l'enveja sana”, per a Jesús, realment no existia: qualsevol enveja, qualsevol desig de tenir alguna cosa que no et pertany, li semblava caure en un somni propi d'una ment trastornada. O potser seria la seua ment, la malalta?

Siga com siga, aquests xiuxiueigs i grupets de critiques i d'enveges eren perfectament captats per l'objectiu del nostre protagonista, el qual sabia que encara quedaven els millors pecats del convit.

El següent a aparèixer era el que més prevalia en un banquet: la gola. Era impressionant el que passava en tots els convits. Hi havia gent que es controlava potser perquè eren de poc menjar, o pel què diran, o simplement no tenien aquella gola atroç que es desfermava en seure a taula. Però hi havia altra gent que semblava tornar-se boja: miraven el menjar i començaven a bavejar, s'abalançaven damunt del pernil, les gambes o qualsevol cosa que posaren a taula, com si no hagueren tastat mos en una setmana, esperant aquell dia. Era increïble.

I no parlem de la beguda. Perquè molts pensen que la gola s'atura amb el menjar, però no: l'excés a la beguda també és considerat gola. I vaja si n'hi havia, als casaments.

En aquest punt, quan la gent es centrava a omplir la panxa i esquitxar els veïns amb llimó o el suc dels caps de les gambes, Jesús solia aprofitar per sortir a fer-se un cigarret, i deixava Lluís fent fotos a aquest pecat.

No podia deixar de pensar com de bé s’ho passava tothom a les noces i com era de tremendament tediosa aquesta feina per a ell. Cada dia era pitjor, i és clar, amb els anys, les seues ganes de gresca, de riure i d’aguantar borratxos anaven en descens. «Tan bé que estaria al sofà de ma casa». Era un pensament recurrent, que més tard es repetiria cada vegada amb més freqüència, canviant la paraula sofà per llit.

Però mirava la Canon i sabia que treballar de quatre a set dies al mes era un luxe que molt pocs es podien permetre. Va apagar el cigarret i va tornar a entrar. I es va adonar que s'acabava de produir, com a cada casament, un altre dels pecats: la mandra. Aquest descuit i tedi per les coses que estem fent, i de la qual sempre era ell el responsable.

El canvi sonor de la pau que es respirava fora a la festa de dins era eixordador. Dir que era molest era dir poc. I aquesta entrada li va deixar veure el pecat que menys evident sol aparèixer als banquets, però que, encara que siga fora de pla, sempre passa: la ira.


Els cambrers, aquesta professió injuriada per molta gent quan sortim a menjar o a beure i dels que només ens recordem quan es retarden amb la comanda, també eren els que més patien durant el banquet. I una ensopegada d'un d’ells, vessant una poc de vi blanc sobre un dels convidats, havia generat una explosió d'ira entre els comensals de la taula, l'encarregat i el cambrer.

Afortunadament, els nuvis i els seus familiars semblaven gent de bé i van fer el possible perquè una petita ensopegada no taqués un casament que anava tan bé. Jesús es va acostar a Lluís i li va preguntar si havia capturat alguna cosa amb les càmeres. Aquest li va contestar que fins a l'últim detall. Com es notava que havia treballat com a fotògraf periodista, sempre sabia estar damunt de la notícia.

El banquet avançava i els nuvis es van aixecar per anar taula per taula. Aquest moment que mai no entendria Jesús i que, afortunadament, cada cop es feia menys, que era recollir els sobres dels convidats. I no seria aquest un altre dels pecats? Doncs sí: parlem de l'avarícia. És cert que un convit costa un dineral i que s'espera que la gent pague el seu propi cobert, però també seria lògic que els casaments foren esdeveniments més familiars, i que aquells que es casen conviden desinteressadament qui vulguen. Per tant, els sobres, pagaments i regals traduïts en diners no són més que un afany per obtenir uns guanys que no s'haurien de donar.

Posem el supòsit que, en comptes d'un casament, és un aniversari, i el senyor Nicolau vol convidar cinquanta persones entre amics i familiars. Tothom estaria d'acord que cal fer-li algun regal, però, per més que Nicolau els convidara al Hilton a dinar, ningú no pensaria a pagar el seu cobert. I als casaments? Sí, és clar, als casaments sí. Jesús sempre es tirava les mans al cap quan raonava així.

Doncs res, que anaven caminant els nuvis recollint bitllets. Uns sobres més fins, altres més grossos i altres, sortosament per a tots, inexistents. Però no perquè no els hagueren pagat, sinó perquè ja els ho havien ingressat en un compte. Si aquest afany per aconseguir diners no era avarícia…

Sempre se sentia, en aquests moments, la típica senyora sexagenària dient-li al seu marit: «És que un casament costa molt», i Jesús sempre pensava el mateix: «A veure, senyora, que ningú els està obligant a casar-se ni a convidar dues-centes persones; ho fan perquè volen». I és que era així.

Però les fotos no es feien soles i, encara que Jesús tinguera les seues pròpies opinions, la veritat és que part d'aquella avarícia que s'observava en aquell moment li


esquitxava a ell i permetia que la gent fes un gasto desmesurat en coses banals com un reportatge complet del casament.

I quin bonic moment venia ara: el ball i el pastís. Un ball que els havia costat huit- cents eurassos. Sí, sí, huit-cents euros. Què per què? Perquè els bons de Nicolau i Raquel feia tres mesos que anaven a classes de ball per preparar-se per a aquell moment. I és que fer el ridícul en un sopar de més de dues-centes persones no és una cosa que la gent es vulga permetre. Per tant, és millor pagar i, si més no, no fer-lo en excés. Perquè mare meua, quin ball. Jesús havia vist llimacs i cargols moure's més ràpid i fluid que ells dos.

«Pobrets –pensava– segur que eren súper arrítmics i no han pogut fer més per ells».

Però calia veure les cares de la gent, meravellada per contemplar dues tortugues moure's en cercles.

Les fotos van quedar espectaculars. Quan els moviments són tan lents et permeten anticipar-te al que succeirà: saps quan deixaran caure a la núvia cap a un costat o cap a l’altre i quan es besaran. Per tant, pots col·locar-te en la millor posició pel que fa a la il·luminació que hi ha a la sala i capturar unes imatges de somni. «He de demanar el número de la coreògrafa del ball, li he de donar les gràcies per fer-me la feina més fàcil», va pensar Jesús sarcàsticament i somrient a mesura que ho deia per dins.

I ara, arribats a aquest punt, al tall del pastís, amb un sabre que semblava de la cavalleria napoleònica i de la qual tothom menjava un tros, arribava el darrer dels pecats del banquet. Ja no se’n recordaven que en quedava un: Doncs sí: la luxúria.

Que fastigosa pot ser la gent quan beu, i en tots els casaments. És desinhibir-se amb l'alcohol i començar aquest desig sexual que escalfava entrecuixes entre els solters i les solteres, i feia que, conforme es feia més tard i la gent més gran se n'anava, allò s’anara semblant més a una bacanal. Quins bruts tots. I, és clar, Jesús i Lluís es quedarien fins al final, com a autèntics professionals.

Se'ls va acostar, en un moment a meitat de festa, la núvia i els va dir que els havien apartat una poquet de sopar abans de tancar cuina, podien anar on volguessin i menjar- se-la i que, si volien, podien retirar-se, la seua feina ja estava més que feta.

Van sortir fora, on havia estat el còctel, i es van asseure en un barril que hi havia amb tamborets. Jesús va treure un cigar mentre els portaven el plat que havien preparat per a ells i va mirar a Lluís.

–Doncs ja hauríem acabat, Lluís. Una estona abans del que et vaig dir.

–Menys mal, perquè ja estic rebentat. T'han encarregat el Pack Premium? –va preguntar amb ànim d'informar-se del pressupost del casament.


–Que va, em van dir que no els ho podien permetre, encara que jo crec que veient el que els han deixat de pasta, segur que podien. No els haurà donat la gana, però vaja, que no ens podem queixar, en aquesta almenys ens donen menjar i ens marxem abans.

–Sí, no hi ha queixa. Com va l’agenda? Em necessitaràs per a algun altre dia aquest mes? –la veritat era que li feien falta els diners i cada vegada que el trucava li feia un gran favor.

–Doncs aquesta setmana tinc el comiat de casat de German Giner, aquell que ens va pagar les noces fa poc més d'un any, recordes?

–Mare meua, es veia venir, ja vam dir que era un matrimoni de conveniència.

–Vaja si ho vam dir –va comentar Jesús–. I no et pensis que tinc gaire més, un bateig i un altre casament per al trenta-u. Per a aquesta última crec que sí que em faràs falta, aquesta sí que és Premium.

–Doncs em ve genial a final de mes, així m'ajudes amb el lloguer.

En això va arribar un cambrer amb els dos plats de menjar. Quina bona pinta tenien. Jesús va tirar el cigarret a terra, el va xafar per apagar-lo, va mirar Lluís i, amb un gest de cap, li va fer senyal perquè menjaren.

Després d'això, la nit havia acabat, el casament també i només li quedava retirar- se a descansar fins a la setmana següent. Però el gruix del treball de Jesús, malgrat el que poguera semblar, no es feia de cara al públic, sinó al seu estudi de fotografia, on ell mateix revelava les fotos, feia les composicions dels àlbums i fins i tot tenia el detall de muntar un vídeo amb les millors fotos del casament.

Però tot això ningú no ho veia. I damunt als nuvis sempre els semblava molt lent quan deia que trigava uns quatre mesos a lliurar l'àlbum. Doncs sort que no havien triat el “Pack Premium”! Perquè si dos mesos després del casament, encara havien de quedar per fer una última sessió de fotos per la postboda, el temps es prolongava fins a uns sis mesos.

Sense ànim d'allargar-nos en aquesta història, cal dir que Raquel i Nicolau van tenir una grata experiència amb el nostre protagonista. Ni una queixa i ni un però. Van gaudir d'un preciós viatge de nuvis a la Riviera Maya, van tornar i esperar la trucada de Jesús mentre seguien amb les seues vides, treballant i gaudint del seu temps junts.


Postboda (“Pack Premium”)

 

 

Després d'una trucada, quatre mesos després, la parella va anar a recollir l'àlbum de fotos i, malgrat les crítiques que sempre passaven per la ment de Jesús sobre el fictici, superficial i banal dels casaments, van acabar molt contents amb el record que unes simples fotos els oferien per a la resta de la vida.

Captures de moments que no havien pogut viure amb plenitud per l'eufòria i l'emoció de l'acte. Ànimes que s'aturaven davant d'aquella lent i que s'immortalitzaven per sempre. Per a Raquel i Nicolau, allò era preciós i els embriagava de felicitat. No tenia preu.

Per a Jesús, mil cent euros i un reguitzell de crítiques i moments buits. Al cap i a la fi… la vida no era més que la suma dels dos punts de vista