MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA DE IGUALDAD DE OPORTUNIDADES ENTRE MUJERES Y HOMBRES
GANADORA: NURIA GARCÍA GONZÁLEZ
TÍTULO: MASCAR PIEDRAS
Mascar piedras
Si los análisis clínicos que me mandó mi médico, con esos treinta parámetros estudiados, arrojan tan buenos resultados, tengo que agradecérselo en buena parte a mi madre. Por esta presión sanguínea de atleta (gracias, mamá), porque en cada gota de mi sangre, de mi orina, en cada molécula de mis ácidos grasos y de mi colesterol, su huella ha permanecido de alguna manera en el tiempo.
En momentos de grandes carestías domésticas, ella intentó por todos los medios que creciéramos saludables: huevos, fruta, legumbres, hortalizas…nada de comida basura y cuidadín con picotear en los puestos ambulantes. Todo tipo de prodigios inventaba esa madre desesperada por sacarnos adelante y alimentarnos decentemente en unos momentos muy complicados. En la peor coyuntura de los años 80, ya no se trataba de esa hambre romántica, ideológica, no. Era hambre de verdad: de la que te crispa las tripas, de la que te chirría por dentro en estéreo.
Ahora mi madre, a sus ochenta años, conserva una salud aún envidiable, incluso mejor que la mía, ya que mi dejadez natural me ha ido aficionando a los sándwiches de máquina, a las gominolas entre horas y a las tentaciones tex-mex en mis turnos de trabajo. Mi abuela vivió hasta los 94 años sin ninguna enfermedad crónica y mi bisabuela fue la primera mujer del pueblo en participar en una carrera popular, con faldas, a lo loco y logrando marca incluso, si damos crédito a la leyenda familiar.
Creo en el milagro de la adaptación, lo he constatado desde niña. Sospecho que el cuerpo encierra una fuerza divina – un misterioso mecanismo – cuando le toca resistir, cuando no puede concederse el lujo de enfermar. Así lo he comprobado en mi madre y en mi abuela. El amor para ellas también significaba ese no abandonar nunca, ese no tirar la toalla ni en los peores momentos. Por los suyos. Ese amor de madre es el motorcito de los afectos que perdura por generaciones.
De constitución fina toda ella, mi progenitora era temible. Sus legendarios estallidos hacían zozobrar la casa como barquito de papel a merced de la marea. Esa cólera que arrastraba después de sus jornadas interminables de trabajo se la traía hasta casa. Nuestra abuela, mujer precavida, nos escondía en el hueco de la escalera mientras mi madre voceaba por ahí cuando encontraba las alcobas a medio hacer, la ropa aún tendida en el patio o las gallinas vagando a su libre albedrío. A mí me hacía temblar con esos arranques suyos (tú, mucho cántico, mucha copla, pero poco apencar) porque era la más rebelde de las hermanas y la que menos apego tenía a los quehaceres domésticos. A veces, aún cautelosa, me atrevía a acercarme a ella, a mi madre adorada que tanto quería y tanto quiero, para observar, desde la altura de su cintura, una madona triste y exhausta. Algún que otro día, ella claudicaba entonando algo parecido a una disculpa: “No doy a más”. Había amor en esa resistencia suya, a pesar de esos lapsos en los que perdió la cordura y tuvo que recurrir a los ansiolíticos y otros remedios encapsulados – que parecen soluciones de gente pudiente, pero no lo son – para dominar sus picos de angustia. Y eso que la química siempre fue en contra de su religión.
Pobreza y estrés es la peor combinación para los dientes. Eso decía mi madre. Así tengo yo la dentadura, que llevo invertida toda una fortuna en su conservación y reparación. A fuerza de roznar y roznar por las noches con esa desazón vital que me ha acompañado tantos años, he ido castigando muelas y colmillos. Ya me lo advertía mi dentista. Me maravilla que mi madre pueda aún conservar muchas de sus piezas dentales intactas, ya que ella también era antaño como piedra de molino: cruje que cruje las mandíbulas por las noches.
Todo se hereda en esta vida. La genética de mi padre también caló en mí. Él nunca fue hombre de conformarse fácilmente, ni en el hogar ni en el trabajo. Se hizo marino mercante cuando aún éramos muy chicas, harto de trabajar a las órdenes del ferretero. Argumentaba que ese trabajo era pura explotación del proletariado, así que no se le ocurrió mejor salida que dejar mujer y tres hijas en tierra para embarcarse por largos periodos. Éramos aún muy niñas cuando nos llegó el rumor de que, a fuerza de vivir largas temporadas en alta mar, mi padre había encontrado otro puerto donde encallar su barca. Y también otra familia. En mi haber, además de las biológicas, tengo otras hermanas que no conozco en la otra punta del país.
Una vez descubierta la impostura, padre dejó de pisar nuestra casa de La Fontanilla en cuanto mi madre colocó un ramo de muérdago en la puerta. Esa desaparición definitiva del cabeza de familia nos hizo objeto de las habladurías, suposiciones y chanzas corriendo como reguero de pólvora por todo el barrio. La peor parte fue para mi madre, que pasó a asumir sola todos los gastos de la casa y nuestra manutención con sus trabajillos precarios.
Con quince años ya soñaba con largarme de esa barriada viciada, violenta y sucia. ¿A dónde vas a ir que más valgas?, mi madre contrarrestaba mis rabietas adolescentes alegando que no había dinero para mudarnos a un barrio más decente y humanizado.
Mi tutora me gestionó una cita con el nuevo orientador del instituto de secundaria un buen día: ojos de batracio, pose anodina, gafas de otra década, calendario de la Virgen de los Remedios al fondo y ese olor a fritanga emanando de su ropa. La figura de ese orientador clamaba a gritos una coplilla o un chascarrillo de los míos, pero él fue al grano, directo y cortante:
En el formulario has puesto por orden de preferencia: música, poesía y escritura. ¿No sería mejor la rama de matemáticas? Ya me entiendes, las cuentas de la casa las lleva mejor una mujer. Eso es sabido de toda la vida de Dios y los números se aplican también en la cocina. Piensa en las proporciones para preparar un pastel o una masa para empanada, por ponerte un ejemplo… las matemáticas resultan la mar de útiles. Sé que eres joven aún, pero un día los niños vendrán y lo agradecerán. Y también lo agradecerá tu futuro marido cuando compruebe tu buena mano en los fogones. ¿Y la opción de los cuidados sanitarios como alternativa? Es una salida muy solicitada actualmente para trabajar en centros médicos y residencias de personas mayores. Esta sería una opción ideal para muchachas como tú. La poesía, la música y todo eso es muy bonito, sí, pero - entre nosotros - eso no sacia el estómago.
Yo ya me había perdido en esa amalgama de vocales y consonantes todas amontonadas que, así pronunciadas por el orientador, le conferían cierto deje gangoso. Su cháchara me llegaba como con efecto sordina. La caspa sobre las solapas de su chaqueta como azúcar glas me estaba produciendo un profundo repelús cuando se me vino a la mente la imagen de la Fina, la vecina de la casa contigua a la nuestra, que ya estaba embarazada de su cuarto hijo con solo veinticuatro años y un marido en paradero desconocido, aunque todos sabían a esas alturas que él vivía con una “pelandusca”, allí en la ciudad.
A mi pobre vecina Fina, que para mí era el vivo ejemplo de lo que puede ser un destino fatal en la vida de cualquier mujer, le dediqué yo alguna que otra copla de las mías: “De nada ella se quejaba y menos de sus trabajos/ hasta que le vinieron con la noticia del año/ su esposo se había ido con la hija del boticario/ y se quedó de una pieza…pero de una pieza triste/ Josefina abandonada con cuatro bocas en ristre”.
Murmuré esos versos para mis adentros con los ojos fijos en el calendario de pared de la Virgen de los Remedios, encomendándome a ella ese mismo día, pero no con el ardor devoto de los creyentes, no, sino con aire desafiante: “Ayúdame por las buenas o seré yo quien tome una decisión”.
Con dieciséis años me cansé de escuchar los sermones del orientador. También me hastié de los perros guzgos de mi barrio, siempre apostados en las esquinas al acecho de las faldas que pasaban. Los había de todas las edades y condiciones con sus ojos lobunos y sus poses chulescas, y todos eternamente impunes porque con las muchachas del barrio siempre podría su fuerza bruta.
A ellos les dedicaba yo mis coplillas burlescas de tanto en tanto y a escondidas: quieres besar mi mano/ quieres admirar mis ojos/ muchachito descarado/ lo que tú quieres es palpar mi cuerpo/ pero la piel que me dio mi madre/ solo a ella se la presto.
Como esos lobos de barrio creían tener todo permitido en las calles de La Fontanilla, ni corta ni perezosa, mi progenitora me regaló una navajita de mango nacarado para poder volver más tranquila a casa, descampado a través, después de mis clases en el instituto. Me dio autorización, incluso, para sacarla en caso de absoluta necesidad.
Aún la conservo en mi bolso y no descarto que algún día me haga falta.
Con diecisiete años mi madre me dejó ir de interna a la casa de un médico como quien suelta un globo de helio en el aire. Faltaba dinerillo en nuestro hogar. La delicadísima mujer del doctor estaba recién parida, allí en la ciudad, y, de entrada, era bien poco lo que pagaba ese matrimonio y mucha iba a ser mi entrega con un bebé a mi cargo y una casa inabarcable bajo mi responsabilidad. Vivirás con más desahogo que aquí, prometió mi madre al despedirse. Sin embargo, pronto aprendería que el lujo era plato prohibido para mí, por mucha piscina y por mucho jardín que tuviera aquella villa. Mi único dominio allí se circunscribía a una cocina, a los infinitos azulejos, al baile de la mopa, las coladas, los planchados y los paseos con el carrito del bebé por la avenida.
Las proporciones sí me sirvieron para algo en casa del médico. El matrimonio pronto me alabó por mis platos variopintos, caseros, sabrosos, aprendidos de mi propia abuela, y de la noche a la mañana prescindieron de su cocinera. Por el mismo precio pusieron a una servidora atendiendo los fogones.
La esposa, la mosquita muerta, padecía de migrañas y yo temía sus cambios bruscos de humor como a un nublado, así que difícilmente encontraba el momento para arrancarme con esas rimas y coplillas que hacían mi día a día más llevadero entre esas cuatro paredes. Tenía a la señora pegada a mis talones chistándome todo el día porque mi voz le producía conatos de ansiedad. Y eso que ella ignoraba que muchas de esas rimas mordaces iban dedicadas a su persona.
Le consentí muchas tonterías a la señora, como luego le consentí a su niña. Pero ella, solita y desamparada en su reino de hadas, cada vez estaba más lánguida y mohína. En su soledad, recurría a mi compañía para relatar sus ensoñaciones de juventud, sus deseos frustrados de mujer, y así yo me la fui trayendo a mi terreno con santa paciencia y buen temple. Le pedí dos horas al día – tres horas con desplazamiento – para acudir a la academia de la Plaza Central de lunes a jueves. A escondidas, me había informado bien del comienzo de unos cursos de formación profesional para oficiales administrativos.
La letra es bella, siempre me gustó componer versos, es bien cierto, pero no había acabado el bachillerato siquiera y nunca podría acceder a una carrera, así que había que buscar una salida laboral digna. La señora del médico se quedó confundida con mi petición y ahí estuvo luchando contra sus sentimientos enredados como madejas por unos días, hasta que cedió. En contrapartida, yo trabajaría más horas los fines de semana en aquella santa casa. Acepté el trueque y así comencé mi formación profesional.
En todo este tiempo no me he arrepentido de nada.
Tuve un novio soldador de los que destacan a primera vista por su bonhomía. Afable y desenvuelto era todo él, aunque pronto le adiviné una tendencia a querer solucionar algo más que simples averías en las casas ajenas. Entendí a tiempo que sus soldaduras a domicilio eran también de otra índole. Como la laxitud de su comportamiento fuera del hogar chocaba con esa rudeza que llegó a desplegar conmigo cada vez que le pillaba en un embuste, me tuve que ir con la música a otra parte y así pude disfrutar durante algunos años, libre como un mechón al viento, hasta que conocí a un decente pescadero.
A este segundo amor le debo mi absurda repulsión por las tripas y las escamas.
Su negocio funcionaba tan viento en popa que se empeñó en convencerme de que mi sueldillo de administrativa era totalmente prescindible en nuestro hogar. Estaba persuadido de que mi sitio natural en este planeta – por haber nacido mujer y, además, de casta muy humilde – estaba entre las cuatro paredes de esa casa, exceptuando los viernes y los sábados, que eran los días señalados para “echar una manita” en el mostrador de la pescadería en aquellas horas de mayor afluencia de clientes. Coplista, cupletera, rimadora eran los festivos adjetivos que me dedicaba él, como si el cantar fuera una gracieta mía infantil.
Este arreglo de tener que rendir horas en esa pescadería no me convenció para nada y la soltería fue mi decisión inapelable. Así hasta el día presente.
Ya no me crujen tanto los dientes de noche ni amanezco con la mandíbula tensa como una maroma de buena mañana.
Satisfecha de los buenos resultados de este último análisis médico, franqueo la puerta metálica de mi lugar de trabajo, que no es bueno ni malo, ni tampoco lo contrario. Soy administrativa y empleada multifacética en una empresa proveedora de materiales de construcción.
Aunque me respetan mi espacio por ser de las más veteranas, sobre mí pesan las consecuencias de las nuevas incorporaciones de nuestro gerente, que las quiere jovencitas, delgadas y con el pelo alisado, a poder ser rubio o con mechas californianas. Las pasea por las dependencias de la empresa como caniches de feria para que todos seamos testigos del buen resultado de sus procesos de selección.
A todas esas chicas nuevas otorga una categoría superior a la mía, es decir, por encima del sencillo “oficial administrativo” de toda la vida. Como yo no cumplo ciertos cánones de imagen, lo mío se limita a sacar el trabajo que postergan y acumulan mis remilgadas compañeras ya que, sencillamente, yo no nací para lucir palmito.
Aquí vengo para apechugar con la faena y cobrar mi salario a fin de mes. Y, de paso, me permito el lujo de cantarme un par de coplillas – ¿por qué no? – cuando me place y siempre que el trasiego de los pedidos me dé un momento de tregua. Sé que a muchos compañeros les alegro así sus jornadas, por mucho que el gerente ponga los morros torcidos cuando me oye tararear por ahí.
Nadie puede quejarse de mi tiple y de mi estilo y, además, mis coplas son improvisadas y solo mías: “Máquina me llama el jefe/ máquina puede-con-todo/por la mañana albaranes/por la tarde muevo el toro/ al cliente no le importa/ escucharme cuando entono/mis coplillas endulzadas/ con mi labia envenenada.
Y sigo así inventando coplas hasta que estallan las risas en la oficina y el gerente se ve obligado a llamarme al orden. La Piquer, me dice con cierto desdén, aunque lo que teme mi jefe de verdad es que me oigan abajo los clientes que visitan la zona de exposición y que mi voz les encandile como la Lorelei hacía con los navegantes. Mi jefe lo llama guirigay o cachondeo, pero para mí es mera cuestión de supervivencia.
Después de haber mascado duras piedras por el camino, no nos queda otra que esbozar una sonrisa – o soltar una carcajada de las que explotan como el tapón de la gaseosa – y mostrar los dientes con orgullo.
Este desparpajo ganado a pulso también se lo debo a mi madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario