MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE
ESCRITOS EN
CASTELLANO
GANADOR: JOSÉ AGUSTÍN BLANCO REDONDO
Las letras de Angélica
“…ese
silencio hondo y triste en el que los
pensamientos reprimidos comienzan a hablar”.
Stefan
Zweig
Aquel apodo fue toda una novedad. De
hecho, Sabandijo era el mote
que identificaba desde antaño a su familia paterna y Torcecuello el que arrastraba la materna por las trochas de su
genealogía, debido, este último y al parecer, a la obsesión de algún ancestro
por atrapar conejos y asfixiarlos de esa manera tan sutil. Por eso, el apodo
con que bautizaron en la escuela al muchacho fue, tal vez, la primicia más
importante que tuvo lugar en el pueblo nada más comenzar el otoño, un
apodo que tenía que ver con linderos entre labranzas,
haciendas o términos municipales. Limítrofe.
Así le llamaban, desde niño, los mismos niños que crecerían luego con él hasta
hacerse adolescentes, y mozos casaderos, y treintañeros, y cuarentones.
La razón de aquel apelativo debía buscarse en las dificultades del
muchacho a la hora de conjugar verbos, relacionar fechas con acontecimientos
históricos, resolver cuestiones lógicas de cierta entidad y comprender la
utilidad matemática de la regla de tres. Limítrofe, entonces, dejaba de ser un adjetivo relativo a territorios colindantes para
trocarse en uno que calificaba la estatura intelectual de la persona. En el
recreo, cada día, aprendió los rigores de la soledad, también los del desprecio
y la violencia. Su cerviz era la diana exacta de todas las collejas y las
zancadillas, a menudo, encontraban el acomodo de sus tobillos. Y así, mientras
buscaba el rincón más aislado del patio, entre la portería y un viejo laurel
que ya estaba allí antes de edificar el colegio, aprendió a cerrar los ojos y a
taparse los oídos con las palmas de sus manos para amortiguar las burlas de sus
compañeros. Don Enrique, el maestro, tampoco ayudaba demasiado. Ante los
errores que el muchacho iba acumulando a lo largo de la mañana en las distintas
disciplinas, don Enrique iba ordenando una reata de castigos. El primer
correctivo solía ser leve, un coscorrón en lo alto de la nuca. El segundo
consistía en un golpe con la regla de madera sobre la mano que, trémula,
apoyaba el muchacho en el borde de la mesa. Y conforme se sucedían los errores,
los castigos aumentaban en reciedumbre: copiar trescientas veces la frase que
el maestro estimara conveniente, arrodillarse durante una hora sobre las losas de
granito del aula ─ásperas, frías, durísimas─ mientras sostenía con los brazos
en cruz una pila de enciclopedias, soportar la bofetada con el dorso de una
mano que, en su dedo índice, albergaba aquella amatista engarzada a un anillo
de plata. Hasta que llegaba el castigo supremo, el más cruel, el que provocaba
escalofríos en el espinazo del muchacho momentos antes de su ejecución y las
risotadas nerviosas de sus compañeros al anticipar tanto sufrimiento. Sí, el
castigo más sofisticado, digno de un verdugo que ensayara sus torturas en un
calabozo de la Baja Edad Media. Don Enrique, desde lo alto de la tarima que
separaba su mesa de las de los alumnos, agarraba al muchacho de las patillas y
lo levantaba a pulso hasta situarlo a la altura de sus ojos. La piel aneja a
los pómulos, a las sienes y a las orejas parecía entonces reventar en una confusión
de pequeños capilares desgarrados. Las lágrimas borboteaban desde los párpados mientras
aquel dolor insoportable se tatuaba, ya para siempre, en la conciencia del
chaval. Un chaval que ya jamás podría olvidar aquella humillación, aquel
martirio, la vileza de aquellas manos estrechas que le sostenían en vilo
durante la eternidad de unos segundos. Y aquella mirada yerma que contemplaba,
gozosa, su dolor mientras los labios de don Enrique esbozaban una sonrisa en la
que hervía, despacio, toda la perversidad imaginable.
El muchacho —sin amigos, sin estima—, convencido tal vez de lo
prescindible de una existencia que se mostraba hostil, se retiraba por las
tardes al único lugar del pueblo donde parecía sentirse a gusto y donde las
penas se diluían como el zumo de limón diluye su acidez en un vaso de agua de
lluvia. Sí, allí se sentía acompañado y hasta comprendido por el silencio, el
bullir travieso de gorriones y estorninos, el vuelo bajo de los mirlos, la
puesta de sol, bellísima en sus estrías del color de las violetas tras los
últimos cerros de poniente.
Y fue allí, en aquel lugar retirado, donde conoció a Angélica, una chica
de sus mismos años que le acogió, de súbito, en su aura de bondad y ternura. El
muchacho, impelido por la sonrisa de ella, comenzó a desbordar un caudal
impreciso de inquietudes, esperanzas y desvelos. Aquel caudal, turbio de
experiencias que negrearían el alma de cualquier persona, sedimentó despacio y
se trocó, gracias a la presencia de Angélica, en el agua transparente que
necesita el que siempre se mecerá en el regazo de la inocencia. Porque el
muchacho era la inocencia, la diafanidad de la luz al encontrase con la
escarcha, el claror del sol al tropezarse con un lienzo blanco, el suspiro frío
de la mañana entre algunas nubes desflecadas, el prematuro canto del petirrojo
al tiritar en la amanecida de los inviernos. El muchacho era la inocencia y
también el olvido, por este orden, jamás albergó deseos de venganza ni de
reparación ante las inclemencias que la condición humana tuvo a bien otorgarle.
…………………….
Las fue recogiendo de baldíos y
barbechos, de barrancos y cunetas, de las riberas del arroyo y las vaguadas de
los cerros. Eran flores que emergían, salvajes, en las afueras del pueblo, las
rosas del escaramujo, las flores blancas del saúco y de las jaras, las
amarillas de la retama y la genista, también amapolas, y gladiolos, y
margaritas, y las flores violetas de las malvas, de los lirios y de la escoba.
Con un cordel de bramante escarlata ciñó sus tallos y conformó un ramo enorme
que quiso regalar a Angélica. Era lo menos que podía hacer para agradecerle su
ayuda, su ánimo, su comprensión. Pero, al pasar por las eras del mediodía, se
encontró con algunos de sus compañeros de clase que jugaban al fútbol con dos
porterías delimitadas por unas piedras. El primer balonazo impactó en su
frente. El segundo destrozó ese bellísimo muestrario de pétalos de colores. Ya
no hubo un tercero. Los balonazos fueron sustituidos por pedradas certezas a su
pierna, a su costado, alguna le pasó rozando la mandíbula. El muchacho corrió
hacia el camino, perseguido de cerca por los proyectiles de aquellos canallas.
También por sus carcajadas y sus insultos, retrasado, subnormal, aléjate de
aquí, condenado tarado, no vayas a contagiarnos tu estupidez.
Y así, mancillado, con algún rasguño en las corvas y en el rostro, se
acercó a aquel lugar retirado donde le esperaba Angélica, donde esperaba su
aura sanadora entre el silencio y el vuelo alto de los vencejos. Toma, le dijo,
son para ti. Y aquel ramo de flores desbaratadas alumbró la sonrisa en el
semblante de ella mientras una paz honda trasminaba la piel del muchacho para
ya quedarse allí, dentro, muy dentro de su pecho.
………………………..
Están allí, en ese lugar retirado que
han elegido para verse, para hablar, para entreverar sus anhelos y
sentimientos. El ramo de flores silvestres reposa aún en el regazo de ella. El
muchacho contempla en la distancia cómo un hombre camina hacia ellos. Al
principio, su silueta es apenas distinguible, pero poco a poco se va
condensando en las pupilas del muchacho hasta hacerse del todo reconocible. Sí,
es él, su maestro. Es don Enrique el que se acerca despacio, las manos
estrechas, la mirada yerma, esos labios donde hierve toda la perversidad
imaginable. Pero, de repente, el hombre desaparece de su vista mientras en el
aire tibio de la atardecida sólo se escucha un lamento telúrico, desgarrador, como
un alarido proferido desde los adentros umbríos de una cueva.
El muchacho, además de inocente y proclive al olvido, es valiente, así
que no duda en avanzar hacia el lugar donde vio a don Enrique por última vez.
Le acompaña Angélica, apenas unos pasos por detrás. Se acercan al barranco, es
profundo y tiene los laterales tallados con el derrubio de aquella tierra de
arcilla reseca. En el fondo, sobre la grama y los jaramagos, permanece sentado
el maestro de escuela, la espalda apoyada en el declive rojizo y una expresión
de dolor en esos labios acostumbrados a traficar con maldades y vesanias. Unos
labios que, ahora, se obstinan solo en pedir ayuda. Parece que se ha lastimado
una pierna, porque esa parte del pantalón que cubre la tibia y la rodilla
conforma un ángulo extraño, incompatible con la correcta funcionalidad del
hueso en su empalme con la coyuntura.
Don Enrique, al ver al muchacho, maldice entre dientes a todo lo inerte
y también a lo que alberga el hálito de la vida, qué condenada casualidad, para
una vez que necesita auxilio es el retrasado de su clase el que se la debe
prestar. El chaval hace como que no ha escuchado nada y olvida de inmediato
aquellas palabras. Ahora solo piensa en ayudarle. Cerca, bajo un cobertizo de
carrizos y retama, encuentra un montón de arena, un bidón de agua, una pila de
cemento, unos sacos de yeso, un rimero de ladrillos, una carretilla y algunas
sogas. Toma una de esas cuerdas, la lanza hasta apoyarla sobre la horquilla que
forma la cruz de árbol más cercano, arroja el extremo al barranco y, una vez
que don Enrique toma la soga entre sus manos, el muchacho tira de ella usando aquella
horquilla como polea. Con un esfuerzo inédito para sus magras carnes, el
muchacho logra sacarle de allí. El maestro se queda tumbado sobre el borde, en
silencio, la respiración abrupta, la mirada abismada, una tensión dolorosa que
se agarra a la mandíbula, el reflejo violáceo, delicado de la amatista que se
engarza a su anillo de plata. El aire vesperal repta despacio por el sudor de
su frente, un aire nutrido con el gorjeo de los mirlos, con el bullir de los
gorriones, con el parloteo de los estorninos. Con el bellísimo crepúsculo que
se frunce en estrías de color violeta tras los cerros de poniente. Don Enrique
gira sobre sí mismo, levanta la espalda para quedarse sentado en aquella tierra
arcillosa, mastica otra maldición, coge una rama, valora su resistencia y la
utiliza como apoyo para incorporarse. Luego la coloca bajo la axila para
caminar algunos pasos.
─Gracias, muchacho. Te has portado bien. Eres valiente, hábil y
resolutivo. Siento todo lo que te hecho penar durante estos años, pero eso se
ha acabado. Te lo prometo. Por cierto, ¿qué haces aquí solo?
─No estoy solo, ella es Angélica.
El chaval se da la vuelta con una sonrisa, pero su amiga ya no está allí.
─¿Angélica dices? Aquí solo estamos tú y yo.
─Debe de haberse alejado un instante, no tardará en volver, Angélica,
¿dónde estás?
Y mientras el muchacho corre en busca de su amiga por los senderos de
aquel lugar retirado donde la conoció, don Enrique camina, con dificultad y
apoyado en aquella vieja rama de ciprés, por entre las tumbas. Sobre el mármol blanquísimo
de una de ellas alguien ha dejado un ramo de flores silvestres, desbaratadas,
un ramo ceñido con un cordel de bramante escarlata que reposa sobre el epitafio
escrito en letras de latón dorado. Un epitafio donde, junto al silencio, junto
a un aura de bondad y ternura, se pueden leer las letras de su nombre. Las
letras de Angélica.
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