viernes, 22 de septiembre de 2023

XXVIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2023

 

MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE ESCRITOS EN CASTELLANO



GANADOR: RAÚL VALIENTE GARCÍA

TÍTULO: TRIGO, LECHE Y PAN

 

Raúl Valiente García es un escritor aficionado que tenía en un cajón media docena de relatos escritos hace más de veinte años. En 2017 actualizó uno de ellos para presentarlo a un concurso del que resultó ganador. Este hecho le hizo repetir con otro de los relatos en el mismo concurso y volvió a resultar ganador. Ante ese buen resultado y con la esperanza de que los años hayan beneficiado al resto de los relatos tentó a la suerte en otros relatos consiguiendo otros nuevos premios que le han animado a continuar escribiendo y participando en más certámenes y concursos.

Entre los premios obtenidos destacamos los obtenidos en el Concurso Literario de la Policía de Albacete donde fue premiado en dos ocasiones y el último, conseguido en el 2022, donde ha obtenido el segundo premio en el Concurso de Relato Corto del Ayuntamiento de Monturque.

 

TRIGO, LECHE Y PAN

Ya que preguntas, hijo, te contaré un truco de viejo. Si tengo un mal día en la residencia, recuerdo la panadería de mi abuelo Paco, las trampas para ratones alrededor de los sacos de harina y el olor de la masa sin cocer. Cierro los ojos, veo las paredes de piedra irregular y adobe mal encalado y lleno mis pulmones del aire caliente del horno. Mientras correteo entre los canastos con hogazas de pan y tortas de aceite, evito pisar las baldosas que están agrietadas y rotas. Cuando el abuelo me revuelve el pelo y se inclina a darme un beso en la frente, huelo su sudor, porque, en mis recuerdos, mi abuelo siempre suda, como todos los que entonces se ganaban la vida de manera honrada. Mi abuelo, con su camiseta blanca de tirantes y el pantalón manchado de harina, era el héroe que, mucho antes del amanecer, se ponía en pie y, sin una queja, elaboraba el pan diario. Hasta su muerte, nunca dejó de ponerlo en la mesa de sus vecinos.

A veces, hijo, necesito escapar de la residencia y volver a mi infancia. Solo necesito recordar el pan blanco y el fuego del horno. Haciéndolo, superé trances difíciles, como la muerte de tu madre y la de tu hermano. Pero, salvo en los malos momentos, la mayor parte del tiempo mi niñez solo era el pasado. Ya no me queda camino por andar y vuelvo a necesitar ayuda para casi todo, pero recuerdo tan nítidos los detalles de aquellos días que veo el polvo de la harina en el aire. Tal vez sea por las dichosas cataratas. Según los médicos, no merece la pena operarlas y tienen razón, pero la harina se me mete en la nariz y me hace estornudar, así que no son desvaríos de viejo.

No me quejo, hijo, pero en la residencia todos los días son iguales. Aquí el pan es congelado, ya lo sabes. Las lentejas saben a garbanzos y los garbanzos como las alubias y estoy harto de gelatina para el postre, unas veces verde y otras, roja o amarilla. Me deprime el olor a meados y lejía por todas partes y recordarle cada mañana a Julio, mi compañero de habitación, cómo me llamo. Y arrastrar las zapatillas sobre el linóleo y ver las marcas paralelas de las sillas de ruedas en los pasillos. Por eso, hijo, regreso a cuando los campos de trigo se me quedaban pequeños y cazaba perdices con el abuelo Paco y Vinagre, superdiguero burgalés. Quiero sentir otra vez las espigas de trigo en las piernas y asustarme con cada escopetazo. Con el arma a cuestas, mi abuelo era capaz de abrir los cielos a perdigonazos y de matar a todos los lobos de Castilla sin siquiera quitarse la boina. Le bastaban su aplomo, las alpargatas, los pantalones de pana gris sujetos con tirantes y sus camisas blancas remangadas. No hay hombres como aquellos desde hace décadas. O tal vez yo no tengo los ojos de entonces.

Si te soy sincero, hijo, a veces me siento mal al recordar a mi abuelo. La vida se repite en ciclos y ahora yo espero el final, como él hizo en su día. Pero me reconcome una duda: ¿por qué, como cabía esperar, no es en mi padre en quien pienso?, ¿por qué regreso una y otra vez a mi abuelo? No veo el motivo. Yo quise a mi padre. En mi juventud se empañaron un tanto las cosas y nos distanciamos, pero, con la madurez, volvimos a respetarnos y a querernos a nuestro modo. Cuando él fue una sombra sentada cada tarde en un taburete bajo de mimbre a la puerta de casa, su languidece rme partió el alma. Entonces… ¿por qué no es a él a quien veo si cierro los ojos, hijo? Tú has estudiado, sabes más y tendrás una explicación, pero a mí me parece que se debe a cómo viví mi infancia. Los años me dieron un trabajo honrado y una familia a la que pude mantener, pero perdí la inocencia de mi niñez de pantalones cortos y mercromina roja en las rodillas. Cuando era niño, los adultos todo lo podían, las estaciones y los días se hacían eternos y todos los caminos parecían seguros; los amigos lo eran para siempre y juntos nos bañábamos desnudos en la acequia o cazábamos ranas y ratas de agua; las batallas de soldaditos de plástico verde no tenían bajas y las canicas cambiaban de mano sin un dueño. El pueblo tenía otra luz y otro tamaño, todas las niñas nos parecían guapas y ordeñar las vacas era a la vez un juego y una travesura. Yo regreso a la niñez porque busco parte de esa mirada  olvidada y mi abuelo representa esos días. Así que, hijo, si un día te pasa como a mí, no te culpes. Vuelve a los juegos de tu infancia y a tus abuelos, porque ellos te reconfortarán.

¿Sabes, hijo? Lo peor de la vejez no es la pérdida de facultades y de salud. Es igual de duro dejar atrás a quienes hemos querido. De nada sirve el oído si no tenemos quién nos hable. Unas piernas capaces no sirven si no hay un lugar adonde ir. Los años pasaron despacio y no los valoré, pero cuando repasé el saldo de mi vida adulta, gracias a Dios, descubrí más ingresos que reintegros y menos números rojos que negros. Aun así, si llegas a viejo, hijo, algunas pérdidas serán inevitables y el balance tal vez no sea positivo. Pero que eso no te preocupe. Al recorrer el camino a solas, lo material a veces estorba en la mochila. Sin embargo, lo vivido con quienes no están siempre sirve para andar el tramo restante. Yo tuve mucha suerte en la vida y un trabajo digno para manteneros a ti y a tu madre. Por mi edad, me acerco a mi última Navidad. He sobrevivido a familiares –incluso a un hijo, tu hermano– y amigos. Pero si pudiera, pasaría unos minutos con ellos y les diría lo que callé, cambiarí

 

aalgunas cosas y saborearía en tragos cortos lo que bebí con precipitación. Es imposible, lo sé, pero te lo digo para evitarte mis errores. Sí, ya,a los viejos se nos hace poco caso y nadie escarmienta en cabeza ajena, pero no me culpes por intentarlo.

Tus abuelos, antes de la panadería, vivían de vender la leche de unas vacas y siguieron haciéndolo mientras pudieron ocuparse de las dos cosas. Recuerdo una conversación con mi abuelo Paco un día de agosto, mientras los animales pastaban. Dirás, hijo, que no puedo acordarme de la fecha, pero te lo aseguro, fue un mes de agosto. Lo sé porque no es fácil olvidar las lágrimas de quien yo creía capaz de cualquier cosa y porque faltaba poco para volver a las clases y a las matemáticas, a la geografía y a los cuadernos Rubio. Yo no tenía edad para comprender lo que mi abuelo me explicaba, pero recuerdo lo que me dijo como si hubiera sido ayer. Él vigilaba el ganado bajo la luz dorada del atardecer y yo bautizaba a las vacas: Blanquita, Rabona, la Tuerta, sin un cuerno, Manchada… Ya no me quedaban nombres cuando mi abuelo se quitó la boina y me interrumpió.

– Paquito, tú no la conociste –me dijo–, pero tu abuela Consuelo también hablaba con las vacas y les ponía nombre. Y te parecerá mentira o una bobada, pero, cuando ella las ordeñaba,daban más leche y llenaban tanto el cubo que casi se derramaba.

–¿Y las llamaba como yo?–le pregunté.

–No, Paquito, qué va, ella siempre elegía nombres de flores: Margarita, Rosa, Petunia...Además, las de ahora son diferentes, aquellas vacas ya no están. Eran de otra raza y daban menos leche que estas.

–Mamá se acuerda mucho de la abuela. Se pone triste y siempre le dice a papá que tú no eres el mismo, pero yo no lo entiendo.

–Tu madre, como tú, Paquito, es muy lista. Y tiene razón. Yo también creo que ella no es la misma, porque… todo ha cambiado. Nada es igual desde la muerte de tu abuela.

–No lo entiendo, abuelo. ¿Hablas de las otras vacas, las que ordeñaba ella?

–No, Paquito, no hablo de las otras vacas, sino de otros cambios. Me refiero a que valoramos las cosas cuando no las tenemos y a que algunas pérdidas no se superan. Pero es igual, tú eres muy pequeño para entenderlo.

–Mi maestro dice que soy muy listo y saco muy buenas notas. ¡Saco muchos dieces!

–Sí, Paquito, lo sé, has salido espabilado como tu madre. Pero es difícil de entender hasta para los mayores. Solo escucha una cosa y no la olvides: no dejes de decirle a tus padres cuánto les quieres. Y cuando seas mayor, hazlo con tus hijos y cuantos te rodeen. Porque un día no estarán y lamentarás no habérselo dicho lo suficiente.

Tal vez no fueran esas sus palabras exactas, mi memoria no da para tanto, hijo, aunque si no lo dijo así, fue algo parecido. Pero no olvido que mi abuelo se frotó los ojos con los dedos y se dio la vuelta para esconder la cara. Luego se puso la boina y me dio la espalda mientras yo, ya sin ganas, bautizaba como podía al resto de los animales.

Como te he dicho antes, hijo, nunca he olvidado la panadería de mi abuelo, aunque también era feliz en la parte de atrás de la casa, donde el abuelo almacenaba y cortaba la leña con la que cocía el pan en el horno. Me sentaba en uno de los troncos y miraba el cereal, mecido por la brisa. El viento daba a las espigas el movimiento del mar. Cuando las ráfagas eran fuertes, casi escuchaba a las olas rompiendo en remolinos de espuma y sal. Y yo imaginaba los campos conquistados por piratas. O a Moby Dick y el capitán Ahab. Las perdices que a veces volaban eran peces espada que huían de redes de pescadores. Y las lindes…, huellas de Gulliver antes de embarcar. O tal vez estelas del Nautilus al navegar bajo las aguas. Allí sentado, yo revivía las lecturas de los libros amarillentos de mi abuelo y la tierra asurada me hacía madurar y crecer como las mieses. Por eso, hijo, te insistí tanto de niño para que leyeras y te perdieras en otros mundos. A mí,los libros me mostraron otros horizontes, otros colores y aromas distintos a los del campo burgalés. Y eso me enriqueció. Aparte de nuestra tierra y mis pocos ahorros, no te dejaré más riqueza que esa.

Sí, sí, hijo, ya me callo, sé lo que vas a decir. Que no hable como si me fuera a morir mañana…, que aún daré mucha guerra y todo eso. Pero aunque tengas razón y así sea, no quiero olvidar a las personas ausentes. Mis abuelos, los tuyos, todos se irán para siempre cuando no hablemos de ellos. Tú no oliste el sudor de tu bisabuelo, pero su sudor pagó tus estudios. Tu madre y yo hicimos nuestro trabajo, lo sabes bien, hijo, pero algunos logros se los debes a los que te precedieron.Tu presente procede de campos como los de Burgos y de personas como tu abuelo. Creo que se ganaron el que nadie les olvide. Y también el respeto, a pesar de sus limitaciones.

Sí, hijo, no me lleves la contraria. Di lo que quieras, pero yo soy un trasto viejo y no sé utilizar un móvil ni un cajero para cobrar mi pensión. Hoy estorbo en todas partes, pero antes ayudé en las cosechas, con la leche y el pan. Y aunque otros lo hacen ahora en mi lugar, no podemos negar de dónde procedemos. Yo no olvido mi niñez ni el pan recién hecho al calor del horno de la panadería de mi abuelo. Ya no controlo mi cuerpo y olvidé casi todo lo aprendido; vuelvo a necesitar que me lleven de la mano porque el mundo se ha movido demasiado deprisa y me he quedado atrás. Pero, hijo, todavía veo aquel pan. Con los ojos cerrados, aspiro su olor caliente y vuelvo a ser el niño con mercromina roja en las rodillas.

 

 

 

AUTOR: Marzo

XXVIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA", 2023

 

MODALIDAD: RELATOS DE TEMÁTICA LIBRE DE AUTOR LOCAL

 


GANADOR: J. MANUEL SÁNCHEZ MACHOTA


TÍTULO: TECNOLOGÍA MADE IN SPAIN


J. Manuel Sánchez Machota nace en Madrid en 1956. Estudió Magisterio en la Escuela Universitaria Santísima Trinidad de Madrid, perteneciente a la Universidad Complutense. Su vida laboral le ha llevado lejos de las aulas puesto que ingresó en 1979 en la primera promoción  de la Policía Nacional. Sus destinos le han llevado por muchas ciudades españolas: San Sebastián de los Reyes, Madrid, Barcelona, Getafe y finalmente Elche. Con ocasión de este traslado se afinca en nuestra localidad, donde reside en la actualidad.

Es 2021 se jubiló y es cuando tiene tiempo para dedicarse al mundo de las letras. En la actualidad también es voluntario y vocal de la Asamblea local de  Cruz Roja Guardamar y mimbro de la Tertulia Literaria de Guardamar.

 

 

Tecnología made in Spain

 

Manuel Lechuga Zarrías fue un inspector del Cuerpo Nacional de Policía que en los años 70 ingresó en lo que entonces se denominaba el Cuerpo General de Policía y que más tarde cambió su nombre por el de Cuerpo Superior a finales del año 1978,  los famosos “chapas” de la época de la transición, para terminar unificados con la policía uniformada en marzo de 1986. Total, que sin cambiar de trabajo pasó por tres cuerpos diferentes sin quererlo ni pedirlo.

 

Nuestro protagonista era natural de Cádiz, “la tacita de plata”, que algunos estudiosos dicen que tomó ese nombre de la forma que tiene la ciudad y de que las casas estaban encaladas para reflejar el sol y refulgían como la plata. Si no es este el origen, tampoco nos importa para la historieta que vamos a contar.

Este personaje estudió telecomunicaciones, pero a él lo que le gustaba era hacerse policía como lo fue su tío Rufino, hermano de su madre, y por el que profesaba una admiración tremenda. También tenía una pasión que le venía no solo de la familia, sino también del barrio y de la ciudad, consistente en ser un componente de una chirigota llamada “Los equilibristas del alambre”, donde se ponía en solfa con escarnio cualquier acontecimiento nacional e incluso internacional.

Cuando le llegó la edad se incorporó al ejército para hacer la famosa “mili”, no teniendo que desplazarse mucho pues le correspondió La Marina y el Cuartel de Instrucción de Marinería estaba ubicado en la localidad próxima de San Fernando. Allí y en su patio central dio más vueltas al cabestrante desfilando que un cura loco barriendo, que diría mi padre, explanada que con el tiempo se hizo famosa cuando el actor Alfredo Landa recreó a un marinero en la película Cateto a Babor.

Una vez acabada la mili y varios concursos fallidos de ganar con su chirigota en el Teatro Falla de su ciudad natal, tomó la decisión de ingresar en la “Policía”, aprobando la oposición y trasladándose a Madrid donde le formaron para luego destinarlo a una comisaría de distrito de la capital del reino.

Cuando se creó la comisaría local de Torrejón de Ardoz se fue allí, pues se había comprado en ese pueblo un piso a bajo precio, quizás debido a que en aquella época tenían mucho ruido ambiental, por causa de los vuelos de los aviones caza procedentes de la base americana en esa localidad.

Bueno, pues ya estamos ubicados en la ciudad donde se dio la historia que vamos a contar y donde nuestro héroe fue el protagonista, y todo debido a lo guasón que era. Por cierto los compañeros le conocían por el nombre de “pixa”, por su manía de llamar a los conocidos y no conocidos por este apelativo.

Ahora pasamos a ubicarnos en el tiempo, quizás en el último trimestre del año 1978, aunque este dato no puedo aseverarlo con certeza, pero año arriba o abajo por esa época, y también que era después del verano. Quiero recordar, si no me falla la memoria, que tuvo lugar antes de la fiesta del patrón de la policía, por tanto antes del 2 octubre.

Tenemos que tener presenta también otras cuestiones, por ejemplo, que en aquella época los americanos estaban desarrollando el Global Positioning System, o lo que es lo mismo, el archifamosísimo GPS que hoy todos conocemos. Por supuesto a los teléfonos móviles les quedaban años para ser utilizados en nuestro país, y de Internet mejor no hablamos. Las comunicaciones que realizaban los coches policiales con su base estaban casi en mantillas. Era una cosa impensable que un funcionario policial pudiera desde su vehículo consultar la matrícula de un coche, o saber los antecedentes de una persona in situ. Se hacía todo desde la base, e incluso para hacer el señalamiento del robo de un vehículo debían mandar la matrícula al servicio de Informática, y quizás con suerte constaba al día siguiente como sustraído dicho automóvil.

Pues ya tenemos las bases de la historia, y sin recrearnos más en los antecedentes pasaremos a contaros este dislate que al final no fue uno sino dos, y que nuestro héroe con su guasa dejó a los americanos con la boca abierta. Por supuesto no tuvo mala intención, y además no creo se parase mucho a pensar en las posibles consecuencias que hubieran deparado sus aseveraciones.

Por cierto, esta historia puede que la hayan contado otros anteriormente cambiando lugares e incluso personajes, pero os aseguro que ésta es la real y verdadera, por mucho que os asombre al conocerla. Y sin más dilaciones pasemos a narrar nuestro cuento.

Estando una noche de servicio Manuel, “El Pixa”, como inspector de guardia de la comisaría, llegó el cabo primero de la Policía Nacional, o quizás fuera por esa época Policía Armada, ya os digo que no tengo muy claras las fechas del acontecimiento, y que estaba a su vez al mando del vehículo policial de los llamados “Z”, los conocidos por el vulgo como “lecheras”,  debido a su color blanco.  Le comunicó que en las proximidades de la estación de RENFE habían observado un vehículo americano de grandes dimensiones, comparado con los Seat, Mini-Austin, Renault y Citröen, que circulaban por nuestras carreteras. El vehículo estaba abierto, pero eso no era raro, pues los ladrones los abrían con suma facilidad, y por otro lado no tenía signos de haber sido revuelto su interior ni nada por el estilo.

También podía darse el caso que su dueño se encontrase muy perjudicado, es decir, borracho como una cuba,  y lo hubiera dejado allí para retirarlo al día siguiente. 

Consultadas las matrículas de coches sustraídos no figuraba la del “carro”, nunca mejor dicho por ser americano.

——Cabo, déjame la matrícula y ya se verá  ——le dijo Manuel al funcionario del cuerpo auxiliar, y apuntando la matrícula en un papel que dejó sobre una mesa del interior de la oficina. Se preparó para pasar lo mejor posible lo que quedaba de la noche. No era el caso de ponerse a llamar a una grúa y trasladar el coche hasta el depósito municipal, y más, como he dicho anteriormente, en la localidad era frecuente que los militares americanos se emborracharan bebiendose hasta el agua de los floreros, y luego dejaran sus coches donde mejor les parecía, y al día siguiente los rescataban. Eso sí, si eran capaces de recordar donde lo habían abandonado.

Una hora después, aproximadamente, se presentaron en la comisaría un coronel de las fuerzas aéreas americanas con otro compatriota que hablaba aceptablemente el español, cosa en la que el militar era menos hábil, aunque se defendía relativamente bien. Expusieron que al coronel le habían robado de la puerta de su casa el coche de su propiedad de una marca americana, la cual no recuerdo ahora, pero posiblemente un Chevrolet, y de la matrícula la recuerdo  menos todavía.

——Deme la matrícula, si hace el favor  ——le solicitó el policía.

Una vez que se la dieron les pidió que esperasen un momento y se introdujo en el interior de la oficina, comprobando que efectivamente se trataba del coche que había localizado el cabo, y saliendo les dijo que se pasaran por las cercanías de la estación de trenes y que posiblemente estaba en este lugar su coche.

También les indicó que si realmente estaba el vehículo en ese lugar se pasaran más tarde a poner la denuncia de la sustracción, pero sin prisas.

Así lo hicieron el militar y su acompañante y encontraron el vehículo tal como se lo dijeron, pero como no tenía grandes daños se lo llevaron y no hicieron la denuncia, si bien el coronel se quedó intrigado de cómo la policía sabía dónde podía encontrar el coche que le habían robado.

No pudiendo refrenar su curiosidad, el coronel, que atendía por el nombre de Martin Randall (mira por dónde el nombre sí es necesario saberlo para la resolución del cuento, aunque la verdad me lo he inventado), llamó a la comisaría,  pero no quería darse a conocer pues no pensaba ir otra vez a las dependencias policiales para hacer el trámite de la recuperación y perder más tiempo, además de que le tendría que acompañar su amigo y vecino para poderse entender mejor con los policías.

El coronel, como digo, llamó a la comisaría y solicitó hablar con el inspector de guardia que en esos momentos estaba arrullado en los brazos de Morfeo. La llamada no le hizo saltar de alegría al inspector, pero sí de la improvisada cama donde dormía Manuel,  contestando de mala gana.

——¿Quién llama?  —preguntó.

El coronel en su mal español le contó que habían recuperado su coche, pero que no deseaba interponer denuncia toda vez que estaba bien y no le habían hecho ni siquiera el puente para arrancarlo.

Manuel pensó que por una parte mejor,  pues era un delito menos a contabilizar, y le expresó que estaban a su disposición para cualquier otra cosa que necesitasen.

Antes de despedirse, el coronel le preguntó por el artilugio o método para conseguir saber dónde buscar las cosas desaparecidas, y fue ahí donde le salió la vena chirigotera a Manuel.

——¡Ah, eso!, pues por la máquina que tenemos de buscar coche robados, sencillamente, la policía española dispone de una máquina de buscar coches robados      ———recalcó despreocupadamente——. ¡Patente española ciento por ciento!

El militar, que había trabajado en programas del GPS se quedó anonadado, pues no podía ser que un país tan por debajo en tecnología como era el nuestro, y con falta de satélites de localización, hubiese desarrollado antes que ellos, los americanos, un método de búsqueda. Se despidió y le propuso hablar del tema otro día si no le importaba, a lo que el gaditano con su gracejo le dijo que sin problemas.

Hemos de decir que Manuel tenía un pequeño taller donde se dedicaba a arreglar aparatos electrodomésticos y así de paso sacarse un sobresueldo, por lo que a la mañana siguiente no tuvo reparos en ir a trabajar un poco, pues la noche, quitando el incidente del coche de los americanos, había sido plácida y había podido descansar e incluso dormir sin grandes problemas. Mientras manipulaba cafeteras y transistores recordaba la broma que le había hecho al americano y él solo se desternillaba de risa.

Un par de días después se presentó en su local el yanqui, y le sondeó sobre la tecnología que representaba la máquina de buscar coches, a lo que Manuel, con sus conocimientos de telecomunicaciones, le dio unos conceptos generales sin pillarse demasiado los dedos. Eso sí, le recalcó que estaba basado en otro método distinto del seguimiento por satélite y que era un invento español.

El americano con su spanglish no captaba muy bien los conceptos pero le insinuó que Estados Unidos podría ser muy generoso en cualquier aspecto si consiguiera saber algo más de la máquina, y nuevamente la vena chirigotera de nuestro héroe le hizo seguir la broma.

——Bien, no creo que haya ningún problema en pasarle unos planos o croquis de sus componentes, pues al fin y al cabo somos países aliados, pero yo no quiero nada para mí, me conformo con que nos envíen un donativo para la celebración del día del patrón, para ya sabe, compra de embutidos, vino, etc.  ——le contestó el guasón.

El militar convino en llamarle en otra ocasión para quedar en un sitio discreto y hacer el intercambio de los croquis de los componentes por una cantidad suficiente para que los policías celebrasen por todo lo alto el día del patrón.

El chirigotero no salía de su asombro y no sabía si seguir la broma o qué, por eso quiso indagar un poco más y solicitó el registro de las personas que estuvieron aquella noche del incidente en la comisaría, comprobando que el americano se llamaba Martin Randall (ya os he dicho que es un nombre supuesto).

Tomó unas fotos de una vieja radio e hizo con sus conocimientos unos planos del funcionamiento de un transistor.

Días después, estando de servicio y siendo media tarde recibió la llamada del americano y cuando Manuel le solicitó el nombre a su interlocutor éste no quiso dar su verdadera identidad, y se inventó uno al azar, dijo llamarse Mr. Steve y de apellido McQueen.

Bueno, bueno, lo que le faltaba, el americano era también un cachondo o le quería tomar el pelo, le había dado el nombre de un actor muy conocido por aquellos años, y puestos a jugar juguemos, pensó.

Nuestro protagonista sabía, como digo, quién le llamaba y guasonamente le dijo ——Vamos a ver, aquí tenemos un sistema de identificación por voz y me dice que está llamando el señor Martin Randall.

El coronel se quedó de una piedra, primero saben localizar su coche y después saben quién les llama por la voz, eso no podía ser.

Manuel sigue con la broma y le dice: ——diga ¡A! varias veces para ratificar la identificación.

El americano desconcertado comienza a decir ¡AAAAAAAAAAAA!

——Efectivamente, usted no es Steve McQueen, usted es Martin Randall.

——No, su máquina se equivoca, señor  ——balbuceaba el americano.

——Bueno, pues hagamos una nueva prueba, ahora diga ¡E! varias veces.

Nuevamente el americano repite  ¡EEEEEEEEEEEEEEEE!

—— Pues el sistema nos dice que usted es Martin Randall y no Steve McQueen.

El silencio se hizo patente y en vista de que el interlocutor americano no hablaba y casi podía oír los engranajes de su cabeza pensando, le conminó a que se vieran dos días después, a media tarde, en el “Parque de los patos”, lugar muy frecuentado por los vecinos de la localidad,  donde procederían a hacer el intercambio del dinero por los planos de la máquina de buscar cosas.

Pasados dos días se presentaron en el lugar los dos protagonistas de la historia, y como en las películas de espías hicieron el intercambio del sobre del dinero por otro con la fotografía y los dibujos de los circuitos de un transistor, los dos sentados en un banco mirando el lago de los patos y casi sin mirarse.

Antes de marcharse del lugar, el estadounidense le insinuó que si podía ser que días más tarde le pasara también los planos del sistema de identificación por voz, a lo que nuestro compatriota se negó en redondo, y levantándose se alejó del lugar sin mirar ni una sola vez atrás y con ademán airado dijo  ——¡¿Pero qué se piensan que soy un espía?!

En comisaría “el Pixa” dijo que había conseguido el dinero para la celebración del patrón que tendría lugar pocos días después,  y dejó escapar someramente la forma en la que había conseguido la financiación. Así fue, la celebración supuso la mejor de todos los años y donde se degustó junto al queso manchego, el mejor jamón pata negra del país, y todo acompañado, o como diría el otro, regado con los mejores caldos de La Rioja y de Jerez. También en los discursos hubo alusión a lo generosos que habían sido los americanos de la base aérea con su donativo para la celebración.

Con respecto a lo ocurrido en la parte americana no lo sabemos, posiblemente montarían un buen transistor con los planos, pero no serían capaces de encontrar con él ningún automóvil sustraído. También decir, por lo que cuentan las crónicas, que no se quedaron de manos cruzadas, pues un buen día llegó al comisario una carta de la Dirección General de la Policía en la que solicitaban aclararan en qué consistía eso de una máquina de buscar coches robados. Petición de la Embajada de Estados Unidos y que también estaba interesado en ello el Ministerio de Asuntos Exteriores.

El comisario, que conocía de oídas la historia, dijo entonces:  ——¡Llamad a Manuel, “el Pixa”,  que le voy a cortar los cojo...!

No han llegado hasta mis oídos las explicaciones que se dieron al respecto, ni si a Manuel lo tildaron de héroe por el engaño y lo ascendieron de categoría, o por el contrario, que sería lo más fácil, terminó en un puesto fronterizo de los Pirineos, como es Camprodón, por ejemplo,  perteneciente a la provincia de Girona.

El caso es que se había reído del país más poderoso de la Tierra en aquellos momentos. Bueno,  su intención fue solo hacer una broma a un militar americano, y el hecho que al final trascendió terminó siendo tema de chirigota, llevando el nombre, como no podía ser de otra forma, de “La máquina de buscar coches robados”, consiguiendo un meritorio tercer premio en el concurso del Teatro Falla de Cádiz.