MODALIDAD: RELATOS DE TEMÀTICA LIBRE ESCRITOS EN
CASTELLANO
GANADOR: RAÚL VALIENTE GARCÍA
TÍTULO: TRIGO, LECHE Y PAN
Raúl Valiente García es un
escritor aficionado que tenía en un cajón media docena de relatos escritos hace
más de veinte años. En 2017 actualizó uno de ellos para presentarlo a un
concurso del que resultó ganador. Este hecho le hizo repetir con otro de los
relatos en el mismo concurso y volvió a resultar ganador. Ante ese buen
resultado y con la esperanza de que los años hayan beneficiado al resto de los
relatos tentó a la suerte en otros relatos consiguiendo otros nuevos premios
que le han animado a continuar escribiendo y participando en más certámenes y
concursos.
Entre los premios
obtenidos destacamos los obtenidos en el Concurso Literario de la Policía de
Albacete donde fue premiado en dos ocasiones y el último, conseguido en el
2022, donde ha obtenido el segundo premio en el Concurso de Relato Corto del
Ayuntamiento de Monturque.
TRIGO, LECHE Y PAN
Ya
que preguntas, hijo, te contaré un truco de viejo. Si tengo un mal día en la
residencia, recuerdo la panadería de mi abuelo Paco, las trampas para ratones
alrededor de los sacos de harina y el olor de la masa sin cocer. Cierro los
ojos, veo las paredes de piedra irregular y adobe mal encalado y lleno mis
pulmones del aire caliente del horno. Mientras correteo entre los canastos con
hogazas de pan y tortas de aceite, evito pisar las baldosas que están agrietadas
y rotas. Cuando el abuelo me revuelve el pelo y se inclina a darme un beso en
la frente, huelo su sudor, porque, en mis recuerdos, mi abuelo siempre suda,
como todos los que entonces se ganaban la vida de manera honrada. Mi abuelo,
con su camiseta blanca de tirantes y el pantalón manchado de harina, era el
héroe que, mucho antes del amanecer, se ponía en pie y, sin una queja,
elaboraba el pan diario. Hasta su muerte, nunca dejó de ponerlo en la mesa de
sus vecinos.
A
veces, hijo, necesito escapar de la residencia y volver a mi infancia. Solo necesito
recordar el pan blanco y el fuego del horno. Haciéndolo, superé trances
difíciles, como la muerte de tu madre y la de tu hermano. Pero, salvo en los
malos momentos, la mayor parte del tiempo mi niñez solo era el pasado. Ya no me
queda camino por andar y vuelvo a necesitar ayuda para casi todo, pero recuerdo
tan nítidos los detalles de aquellos días que veo el polvo de la harina en el
aire. Tal vez sea por las dichosas cataratas. Según los médicos, no merece la
pena operarlas y tienen razón, pero la harina se me mete en la nariz y me hace
estornudar, así que no son desvaríos de viejo.
No
me quejo, hijo, pero en la residencia todos los días son iguales. Aquí el pan
es congelado, ya lo sabes. Las lentejas saben a garbanzos y los garbanzos como las
alubias y estoy harto de gelatina para el postre, unas veces verde y otras,
roja o amarilla. Me deprime el olor a meados y lejía por todas partes y
recordarle cada mañana a Julio, mi compañero de habitación, cómo me llamo. Y
arrastrar las zapatillas sobre el linóleo y ver las marcas paralelas de las
sillas de ruedas en los pasillos. Por eso, hijo, regreso a cuando los campos de
trigo se me quedaban pequeños y cazaba perdices con el abuelo Paco y Vinagre, superdiguero
burgalés. Quiero sentir otra vez las espigas de trigo en las piernas y asustarme
con cada escopetazo. Con el arma a cuestas, mi abuelo era capaz de abrir los
cielos a perdigonazos y de matar a todos los lobos de Castilla sin siquiera
quitarse la boina. Le bastaban su aplomo, las alpargatas, los pantalones de
pana gris sujetos con tirantes y sus camisas blancas remangadas. No hay hombres
como aquellos desde hace décadas. O tal vez yo no tengo los ojos de entonces.
Si
te soy sincero, hijo, a veces me siento mal al recordar a mi abuelo. La vida se
repite en ciclos y ahora yo espero el final, como él hizo en su día. Pero me
reconcome una duda: ¿por qué, como cabía esperar, no es en mi padre en quien pienso?,
¿por qué regreso una y otra vez a mi abuelo? No veo el motivo. Yo quise a mi
padre. En mi juventud se empañaron un tanto las cosas y nos distanciamos, pero,
con la madurez, volvimos a respetarnos y a querernos a nuestro modo. Cuando él
fue una sombra sentada cada tarde en un taburete bajo de mimbre a la puerta de
casa, su languidece rme partió el alma. Entonces… ¿por qué no es a él a quien
veo si cierro los ojos, hijo? Tú has estudiado, sabes más y tendrás una
explicación, pero a mí me parece que se debe a cómo viví mi infancia. Los años
me dieron un trabajo honrado y una familia a la que pude mantener, pero perdí
la inocencia de mi niñez de pantalones cortos y mercromina roja en las
rodillas. Cuando era niño, los adultos todo lo podían, las estaciones y los
días se hacían eternos y todos los caminos parecían seguros; los amigos lo eran
para siempre y juntos nos bañábamos desnudos en la acequia o cazábamos ranas y
ratas de agua; las batallas de soldaditos de plástico verde no tenían bajas y
las canicas cambiaban de mano sin un dueño. El pueblo tenía otra luz y otro
tamaño, todas las niñas nos parecían guapas y ordeñar las vacas era a la vez un
juego y una travesura. Yo regreso a la niñez porque busco parte de esa mirada olvidada y mi abuelo representa esos días.
Así que, hijo, si un día te pasa como a mí, no te culpes. Vuelve a los juegos
de tu infancia y a tus abuelos, porque ellos te reconfortarán.
¿Sabes,
hijo? Lo peor de la vejez no es la pérdida de facultades y de salud. Es igual
de duro dejar atrás a quienes hemos querido. De nada sirve el oído si no
tenemos quién nos hable. Unas piernas capaces no sirven si no hay un lugar
adonde ir. Los años pasaron despacio y no los valoré, pero cuando repasé el
saldo de mi vida adulta, gracias a Dios, descubrí más ingresos que reintegros y
menos números rojos que negros. Aun así, si llegas a viejo, hijo, algunas
pérdidas serán inevitables y el balance tal vez no sea positivo. Pero que eso
no te preocupe. Al recorrer el camino a solas, lo material a veces estorba en
la mochila. Sin embargo, lo vivido con quienes no están siempre sirve para
andar el tramo restante. Yo tuve mucha suerte en la vida y un trabajo digno
para manteneros a ti y a tu madre. Por mi edad, me acerco a mi última Navidad. He
sobrevivido a familiares –incluso a un hijo, tu hermano– y amigos. Pero si
pudiera, pasaría unos minutos con ellos y les diría lo que callé, cambiarí
aalgunas
cosas y saborearía en tragos cortos lo que bebí con precipitación. Es
imposible, lo sé, pero te lo digo para evitarte mis errores. Sí, ya,a los
viejos se nos hace poco caso y nadie escarmienta en cabeza ajena, pero no me
culpes por intentarlo.
Tus
abuelos, antes de la panadería, vivían de vender la leche de unas vacas y
siguieron haciéndolo mientras pudieron ocuparse de las dos cosas. Recuerdo una
conversación con mi abuelo Paco un día de agosto, mientras los animales
pastaban. Dirás, hijo, que no puedo acordarme de la fecha, pero te lo aseguro, fue
un mes de agosto. Lo sé porque no es fácil olvidar las lágrimas de quien yo
creía capaz de cualquier cosa y porque faltaba poco para volver a las clases y
a las matemáticas, a la geografía y a los cuadernos Rubio. Yo no tenía edad
para comprender lo que mi abuelo me explicaba, pero recuerdo lo que me dijo como
si hubiera sido ayer. Él vigilaba el ganado bajo la luz dorada del atardecer y
yo bautizaba a las vacas: Blanquita, Rabona, la Tuerta, sin un cuerno, Manchada…
Ya no me quedaban nombres cuando mi abuelo se quitó la boina y me interrumpió.
–
Paquito, tú no la conociste –me dijo–, pero tu abuela Consuelo también hablaba
con las vacas y les ponía nombre. Y te parecerá mentira o una bobada, pero,
cuando ella las ordeñaba,daban más leche y llenaban tanto el cubo que casi se
derramaba.
–¿Y
las llamaba como yo?–le pregunté.
–No,
Paquito, qué va, ella siempre elegía nombres de flores: Margarita, Rosa,
Petunia...Además, las de ahora son diferentes, aquellas vacas ya no están. Eran
de otra raza y daban menos leche que estas.
–Mamá
se acuerda mucho de la abuela. Se pone triste y siempre le dice a papá que tú
no eres el mismo, pero yo no lo entiendo.
–Tu
madre, como tú, Paquito, es muy lista. Y tiene razón. Yo también creo que ella
no es la misma, porque… todo ha cambiado. Nada es igual desde la muerte de tu
abuela.
–No
lo entiendo, abuelo. ¿Hablas de las otras vacas, las que ordeñaba ella?
–No,
Paquito, no hablo de las otras vacas, sino de otros cambios. Me refiero a que valoramos
las cosas cuando no las tenemos y a que algunas pérdidas no se superan. Pero es
igual, tú eres muy pequeño para entenderlo.
–Mi
maestro dice que soy muy listo y saco muy buenas notas. ¡Saco muchos dieces!
–Sí,
Paquito, lo sé, has salido espabilado como tu madre. Pero es difícil de
entender hasta para los mayores. Solo escucha una cosa y no la olvides: no
dejes de decirle a tus padres cuánto les quieres. Y cuando seas mayor, hazlo
con tus hijos y cuantos te rodeen. Porque un día no estarán y lamentarás no
habérselo dicho lo suficiente.
Tal
vez no fueran esas sus palabras exactas, mi memoria no da para tanto, hijo,
aunque si no lo dijo así, fue algo parecido. Pero no olvido que mi abuelo se frotó
los ojos con los dedos y se dio la vuelta para esconder la cara. Luego se puso
la boina y me dio la espalda mientras yo, ya sin ganas, bautizaba como podía al
resto de los animales.
Como
te he dicho antes, hijo, nunca he olvidado la panadería de mi abuelo, aunque también
era feliz en la parte de atrás de la casa, donde el abuelo almacenaba y cortaba
la leña con la que cocía el pan en el horno. Me sentaba en uno de los troncos y
miraba el cereal, mecido por la brisa. El viento daba a las espigas el
movimiento del mar. Cuando las ráfagas eran fuertes, casi escuchaba a las olas rompiendo
en remolinos de espuma y sal. Y yo imaginaba los campos conquistados por
piratas. O a Moby Dick y el capitán Ahab. Las perdices que a veces volaban eran
peces espada que huían de redes de pescadores. Y las lindes…, huellas de
Gulliver antes de embarcar. O tal vez estelas del Nautilus al navegar bajo las
aguas. Allí sentado, yo revivía las lecturas de los libros amarillentos de mi
abuelo y la tierra asurada me hacía madurar y crecer como las mieses. Por eso,
hijo, te insistí tanto de niño para que leyeras y te perdieras en otros mundos.
A mí,los libros me mostraron otros horizontes, otros colores y aromas distintos
a los del campo burgalés. Y eso me enriqueció. Aparte de nuestra tierra y mis
pocos ahorros, no te dejaré más riqueza que esa.
Sí,
sí, hijo, ya me callo, sé lo que vas a decir. Que no hable como si me fuera a
morir mañana…, que aún daré mucha guerra y todo eso. Pero aunque tengas razón y
así sea, no quiero olvidar a las personas ausentes. Mis abuelos, los tuyos,
todos se irán para siempre cuando no hablemos de ellos. Tú no oliste el sudor
de tu bisabuelo, pero su sudor pagó tus estudios. Tu madre y yo hicimos nuestro
trabajo, lo sabes bien, hijo, pero algunos logros se los debes a los que te
precedieron.Tu presente procede de campos como los de Burgos y de personas como
tu abuelo. Creo que se ganaron el que nadie les olvide. Y también el respeto, a
pesar de sus limitaciones.
Sí,
hijo, no me lleves la contraria. Di lo que quieras, pero yo soy un trasto viejo
y no sé utilizar un móvil ni un cajero para cobrar mi pensión. Hoy estorbo en
todas partes, pero antes ayudé en las cosechas, con la leche y el pan. Y aunque
otros lo hacen ahora en mi lugar, no podemos negar de dónde procedemos. Yo no
olvido mi niñez ni el pan recién hecho al calor del horno de la panadería de mi
abuelo. Ya no controlo mi cuerpo y olvidé casi todo lo aprendido; vuelvo a
necesitar que me lleven de la mano porque el mundo se ha movido demasiado
deprisa y me he quedado atrás. Pero, hijo, todavía veo aquel pan. Con los ojos
cerrados, aspiro su olor caliente y vuelvo a ser el niño con mercromina roja en
las rodillas.
AUTOR:
Marzo