Allí donde se comienza quemando libros, se
termina quemando hombres.
Heinrich Heine
MODUS VIVENDI
Hasta
ahora todo va bien, dentro de lo molesto e incómodo de la situación. Parece que
nadie se fija en mí a pesar de que el granate y negro contrasta con el verde
rasgado y macilento del banco; que no llamo la atención lo suficiente como para
reparar en que estoy solo y abandonado. Pero por suerte, al menos de momento,
me ampara y protege la generosa sombra del emérito árbol que está a mi derecha.
La pregunta es si podré resistir mucho más tiempo…, aunque espero que no tarde en
darse cuenta de su imperdonable olvido.
Esto no es propio de él. Siempre me ha
cuidado… Bueno, nos ha cuidado, con dedicación y cariño. Pero a mí más que a
otros. Y no es vanidad. No es por nada, pero sé que soy de sus preferidos, de
esos cuantos -aunque cada vez somos más- elegidos. Y lo sé, y no me lo imagino,
porque siempre se ha preocupado de que disfrute de un sitio privilegiado.
Siempre me ha acomodado en el mejor lugar, con las mejores vistas, al alcance
de la mano como se tiene a un mágico talismán o a un trascendente prontuario. Algo
que siempre es de agradecer.
Estoy
empezando a sentir un agradable calorcillo asperjado por los primeros rayos de
sol que atraviesan ya el tamiz verdoso del árbol. De hecho, por mi izquierda
avanzan centímetro a centímetro unas áureas rayitas que comienzan a
atemorizarme. Imagino que no habrá de pasar mucho tiempo antes de que me cubran
en su imparable avance. Y me temo que entonces los reflejos dorados anuncien
mi presencia aun a larga distancia y me convierta en presa fácil para cualquiera.
Por otra parte, el bullicio ha aumentado
apreciativamente. Hasta hace un rato tan sólo las pisadas apresuradas de algún
deportista madrugador han sido capaces de romper el silencio de rumores
acallados que me rodeaba. Pero ahora, la cuajada fronda deja traslucir toda
suerte de sonidos: pasos, gritos, conversaciones quedas, el díscolo vozarrón de
un aparato de radio a excesivo volumen… Se acabó la tranquilidad y el sosiego.
Si no vuelve pronto me temo que tengo los minutos contados, y me aterra cada
vez más la posibilidad de cambiar de dueño y acabar arrumbado como un trasto
viejo en cualquier umbroso lugar… o algo peor.
Se
ha sentado a mi lado, pero está tan inmerso en las insulsas páginas de su
periódico deportivo que ni me ha visto. Su sombra de aguzados perfiles me ha
cubierto por completo como un bruno manto desmedrado. De todas formas, no tiene
pinta de ser de los míos. Pienso, que no es peligroso. Aunque repare en mí, probablemente
me dejará en el mismo sitio. O al menos, eso espero.
Lamentablemente (aunque en estas
circunstancias sea de agradecer) son muchos los que nos desdeñan. Los que
piensan que no tenemos valor alguno. Incluso más de uno asevera que nuestra
época de esplendor ya pasó. Aunque yo no le doy crédito a esas habladurías de
los ignorantes que se empecinan en ver el mundo a través de una pantalla tan cuadriculada
como sus mentes. Los eternos aburridos existenciales que tan sólo pueden
apreciar de la vida aquellos fragmentos deslavazados que les muestran esas
ventanitas espurias...
Oh, oh. Me ha mirado. De reojo. De soslayo. Incluso
ha alargado la mano con la intención de tocarme, acercando la punta de los
dedos con prevención, como si yo fuese capaz de morder o punzar. Pero se ha arrepentido
y ha vuelto a ocultar la cara entre los batientes del periodicucho. Me parece
muy bien, no vaya a ser que al tacto le contagie algo… Ahora mira a su
alrededor con la urgencia metódica de quién busca sacudirse un peso de encima.
Y al fin, se levanta y se larga, como supuse, sin llevarme consigo; probablemente
aliviado con la idea de que ya vendrán a buscarme.
No me gusta investirme de ínfulas, pero
tampoco pretendo pecar de falsa modestia. Si por una parte soy consciente de
que el mundo -despiadado, vertiginoso, hedonista- arrastra hacia el lado más
cómodo (también hacia el más vacío y estéril), los humanos siempre han sabido
recuperar los valores que por desidia o dejadez suelen dejar desatendidos en el
vasto limbo del olvido. Aunque reconozco que siempre han de hacerlo así, in extremis, como si la inminencia de
peligro fuese el único meritorio acicate capaz de motivar sus esfuerzos, y esa
forzosa cualidad extintiva aquilatase entonces hasta lo indecible lo que tiempo
atrás no ha merecido su atención. Una curiosa especie que suele decir una cosa
y hacer justo lo contrario. Que se empecina en perfeccionar todo aquello que
satisface su comodidad, su egoísmo, para acabar convirtiéndose en esclavo de
sus propios juguetes.
Pero nosotros -e insisto en que no me gusta
investirme de ínfulas- hemos pervivido a través de la historia con la intención
de tomarles de la mano para acompañar sus pasos en ese camino que ellos se
empeñan en hacer tortuoso y difícil. El animal humano siempre será el mismo.
Arropado y desangelado por las mismas pasiones, los mismos regocijos, las
mismas preocupaciones, esperanzas y miedos. Sólo su envoltura cambia de una
época a otra. Y nosotros tenemos la suerte de ser su reflejo, su memoria, el
mejor de sus perfiles…
Iba a decir la mejor de sus creaciones. Porque
ellos nos crean, por supuesto. Pero no somos frutos del trabajo de ningún
menestral, pues para nacer necesitamos que nos insuflen vida, y no formas. Nosotros
nacemos más allá de lo que las manos humanas pueden construir, más allá de lo
que son, de lo que representan. Somos su mejor virtud, y como tal, formamos
parte su entelequia. Pero no les pertenecemos, nunca seremos exclusivamente
suyos. Quizás por esto muchos nos aman, otros nos ignoran aparentando una
indiferencia no siempre auténtica, algunos nos temen, e incluso se nos ha
llegado a odiar con encono.
Algunos
caminantes han vuelto la cara al pasar frente al banco. Seguro que me han
visto. La verdad, fastidia que te hagan tan poco caso. La gente se agacha a
recoger cualquier porquería que vagamente les pueda parecer útil. Por ejemplo,
deje una astrosa cartera tirada en cualquier calle y verá cuántos la recogen
para indagar en su interior con avidez. (Aun cuando, en teoría, deban devolver
su contenido de tener algún valor). Resulta curioso, y bastante molesto, que
nosotros no gocemos de esa presunción de provecho. ¡Qué pocos gustan de mirar
en nuestro interior! Pero es algo a lo que estamos acostumbrados.
Quizás
nuestro mayor pecado consista en no ir festoneados de alacridad, ni enarbolar
alardes mediáticos, ni servir de tránsito a esos otros mundos súbitos y
anodinos donde al parecer más a gusto se sienten los hombres. Porque la
impaciencia es otra rareza humana. De repente, se desesperan ante cualquier
situación que no lleve aparejada la inmediatez que desean. (Hoy infinitamente
más que en otras épocas). Luego, no les importa malgastar grandes dosis de ese
tiempo en las cosas más banales e insulsas. Derrocharlo como si les sobrase.
Al igual que es imposible apreciar el
bouquet de un excelente vino la primera vez que se toma esa bebida, es
necesario ahondar en nuestro interior para mesurar lo que valemos. Como todo lo
verdaderamente bueno necesitamos ser conocidos (con algo de esfuerzo y
dedicación) para ser queridos y apreciados. Por otra parte, ni consumimos
energía ni necesitamos mantenimiento. Y somos fieles, muy fieles. No exagero
cuando digo que somos el ingenio más simple y valioso que ha inventado el
hombre. Porque además, somos mágicos. Aunque muchos nunca lleguen a comprender
esto. Somos la llave que abre las puertas de otras dimensiones. Alimentamos la
curiosidad y el interés para tasar la vida. Somos la única máquina del tiempo
que existe. En nuestras manos, el presente puede ser pasado o futuro, o lo que
hogaño vivimos o nos gustaría vivir.
Ah, los hombres. Curiosa especie de
pervivencia limitada -no como nosotros, que nacemos con presunción
infinitamente más longeva- y que sin embargo no dudan en utilizar expresiones
tan desafortunadas como matar el tiempo.
Despropósito de acabar de cualquier manera con la más preciada y grande heredad
que poseen olvidando que es un bien escueto, que con los años cobrará velocidad
como lanzado por una demencial pendiente.
Me
he quedado sin habla. Me ha cogido de improviso. Es una mujer. En chándal. Me
ha hojeado sin miramientos, su boca demasiado cerca, y al lado, otra cabeza
curiosa, otra mujer. No me han gustado sus risitas. Diría que me han tomado por
un cachivache curioso. Ahora estoy sobre el pecho de una de ellas. Y me parece
que ese brazo doblado en ele, apoyado en el torso, acoge una postura amable.
Probablemente el inconsciente gesto repetido con el que tomó -o aún toma- a sus
hijos en brazos. Pero no me hago ilusiones. Antes bien, me sigo preguntando cuál
será mi destino.
Hay
dueños celosos que nos cuidan y nos miman. Otros no tienen muchos miramientos
en arañarnos o marcarnos. El lápiz es blando, y aunque deja ligeras cicatrices
no es como la tinta, que raja, raya e incluso atraviesa. Pero eso es un mal
menor. Nos conformamos, porque así nos sentimos más útiles. Ya he dicho que
somos muy fieles. Peor es el olvido, la marginación. Antes que eso, preferiría
correr la triste suerte de compañeros de otras épocas que acabaron convertidos
en humo y cenizas a manos de sanguinarios biblioclastas. Al menos, esos, cánceres
irredentos de la humanidad, no sólo nos valoraron, sino que nos temieron tanto como
para desvelarse por destruirnos. Para ellos nunca fuimos simplemente palabras,
antes bien nos consideraron peligrosas bastiones dispuestas a lanzar
deletéreas andanadas de cordura. Y no sé por qué hablo en pasado. Esas sombras
negras cimentadas en la intransigencia y el fanatismo aún agitan sus oscuros
brazos en nuestros días. Esa malsana condición humana sigue ahí, presente como
pulsión irresistible, porque aun inofensivos en apariencia, siempre seremos
una seria amenaza para los que gustan
de manipular a las masas escondiendo tras los iconos de sus ideologías logreros
propósitos.
De
nuevo tirado como un trasto inútil. Se ve que peso demasiado para que carguen
conmigo. Que molesto. Me han dejado en el pretil almohadillado por los líquenes
de un añoso puente. Y ahora, presiento que esto sí que es una definitiva
despedida de mi antiguo dueño. De mi mejor amigo. Porque, para empeorar las
cosas, el paisaje se ha investido de improviso en un tono negro, sombrío. Y
junto al olor a tierra fresca, a férula de vida incipiente, estoy empezando a
oliscar mi propia destrucción. Deshecho bajo un aguacero que anuncian ya
gruesos goterones que siento percutir por todo mi cuerpo. Pequeñas y frías
puñaladas que no tardarán en atravesar mi piel para continuar consumiendo la
trama frágil de mi carne.
De
momento, la lluvia se ha detenido. Una tregua que aún me da algo de esperanza.
Tras la cellisca, me he quedado un poco alabeado pero, por lo demás, incólume. Un
rostrillo de gotitas escoriando mi piel. Algunos viandantes han pasado junto a
mí apresurados, mirando recelosos a un cielo amenazador. No sé si alguno me
habrá visto…
Ya
es más de media tarde. Ha recomenzado la lluvia. Esta vez fina y difusa como el
rocío, asperjada en todas direcciones por un lene viento. Aun conociendo a los
humanos cómo los conozco, no me puedo creer que vaya a terminar así. Que despierte,
-que despertemos- tan poco interés.
Con todo, tengo que reconocer que los
hombres cada vez son más esclavos de la monotonía y del hastío que ellos mismos
se empecinan en crear. Lo fácil, lo simple, les ejerce una particular
fascinación. Al igual que el universo tiende a un estado de desorden, de mínima
energía -el concepto de entropía- los hombres están evolucionando bajo la ley
del mínimo esfuerzo. Al menos, cuando se trata de rellenar sus horas. Es la
conducta más copiada de unos a otros. Porque esa, es otra curiosa costumbre
humana: imitarse, remedar la conducta de los demás -siempre que no represente
un esfuerzo extra-. Dicen que proceden de los simios, y con las mismas, le
atribuyen a ese animal la facultad de imitarles… Sin ninguna duda: proceden de
los simios.
Y no me gustaría que entreviesen mis
palabras tintadas de aversión. Nada más lejos de mi ánimo que denostar gratuitamente
a los humanos. Antes bien, los quiero. (Los queremos). Porque sin ellos ni
existiríamos ni tendría sentido nuestra existencia. Se trata quizás de deformación
profesional: queremos hacerlos mejores. Pero aun reconociendo sus muchas
virtudes tenemos que fijarnos en sus defectos. Porque en el fondo son buenos. Pero
también olvidadizos, caprichosos, muy dados a abandonarse. Podría decir muchas
más cosas, muchas buenas cosas, pero lo cierto es que en estos momentos la
angustia no me deja pensar con claridad…
Ahora
estoy en una plaza abarrotada de gente. Es de noche. Una noche
sorprendentemente estrellada que ha puesto en fuga a los nubarrones del
atardecer… para mi desgracia.
¿Qué cómo he llegado aquí? Supongo que
siguiendo mi destino. La vida da muchas vueltas, no sólo para los humanos. Estos
se pasan la vida planificando, incluso a largo plazo. Luego la vida hace con ellos
lo que se le antoja… Se ve, que con nosotros también.
Tenía la seguridad de que iba a acabar mis
días en el parque, a lomos de aquel puente, desleído en la soledad de la noche.
Pero no. Esto va a ser distinto. Pienso que no desvarío cuando digo que voy a
morir entre luminarias y estridencias. Además, en olor a multitud.
Mis
esperanzas renacieron cuando las manos de un niño me cogieron con cuidado. Limpió
las últimas trazas de lluvia de mi piel frotándome con el antebrazo en un gesto
que asumí cariñoso. Luego me hojeó con curiosidad. Por un momento pensé que le
había llamado la atención a pesar de su edad. Pero no. Musitó: «Qué rollo, un
libro». Y me vi arrojado sin miramientos a la cesta de una bicicleta donde
estuve rebotando un buen rato hasta acabar en un cuarto atestado de cachivaches.
Fue más tarde cuando dos hombres entraron en
la habitación. Desde el rincón donde estaba les oí blasfemar y echarse la culpa
el uno al otro. Algo relacionado con un cohete pirotécnico que se había dañado
y al que urgía reparar. «Con un trozo de cartón duro y algo más de relleno
valdrá». Dijo uno. «Una chapuza… No volará igual, pero servirá». Contestó el
otro.
Y fue entonces cuando se fijaron en el libro
de tapas en rojo y negro, de doradas letras algo deslucidas y combada piel que
aguardaba resignado tras las rejas de la cesta de la bicicleta de un chaval que
seguramente no se acordaría ya de él. Antes de que uno de ellos me cogiera y el
otro asintiese con un leve gesto de cabeza, ya tenía asumido el destino que me
aguardaba.
-¿Papelillos?
-Más bien restos del último cohete. Parece
que nieva. Mira cómo caen.
-Qué raro… Mira éste. Está escrito.
-Déjame ver… «Recoged ahora las flores de la vida» -repitió Keating-. La expresión
latina que ilustra este tema es carpe diem. ¿Alguien sabe lo que significa?
-Joder, ¿eso pone? ¿Se supone que esto es
como las galletas chinas o algo así?
-Para nada. Esto es un fragmento del libro “El club de los poetas muertos”, de Kleinbaum.
-Pues vaya un título… Pero tú te lo has
leído, claro.
-Varias veces. Y lo curioso es que esta
misma mañana me lo dejé olvidado en el parque. Me supo muy mal. Llevaba años
conmigo. He estado todo el día reconcomiéndome por no haber vuelto a buscarlo,
pero supuse que para entonces ya se lo habrían llevado.
-¿Un libro? Yo desde luego no lo hubiese
cogido.
-Sí, ya. Tan alérgico a las letras como
siempre.
-No intentes liarme, que ya me conozco tu
rollo y paso. Ya tengo otras cosas mejores con las que entretenerme… Mira, otro
trozo: “Me he subido sobre la mesa para
recordarme a mí mismo que tenemos que modificar constantemente la perspectiva
desde la que miramos el mundo. Porque el mundo es diferente visto desde aquí”.
Anda, que el libro debe ser de un entretenido…
-Mucho más de lo que te imaginas. Es más,
por una vez podrías hacer un esfuerzo y leerlo. Voy a comprar uno para ti y
otro para mí.
-¡A mí me dejas de tonterías! Si te quieres
comprar otro allá película, es tu dinero. Pero pagar por un libro que ya has
leído me parece de chalados. Si quieres te lo bajo yo… ¿no tienes un libro
electrónico?
-Sí, lo tengo. Muy práctico para leer, y
suelo usarlo a menudo. Pero con todo, los libros tienen alma, no están hechos
para el plástico, sino para el papel, para sentir su tacto, incluso su olor. Se
me antojan más reales, y no el reflejo virtual en la pantalla de una maquinita.
Además, me gusta tenerlos a mano, verlos de vez en cuando, y que no anden
sepultados en la memoria de un chip.
-Mira, vamos a buscar a las mujeres que me
vas a acabar volviendo majareta con tus tonterías. No sabías que fueses tan…
-¿Fetichista? De los libros, por supuesto.
-Gilipollas, iba a decirte. Pero mejor lo
dejamos estar. Por cierto, ¿qué significa eso de car…, no sé qué?
-“Carpe
diem”. Aprovechar, vivir, disfrutar el presente.
-Tú ves, eso me gusta. Si de eso va el
libro, igual me lo leo.
-Te he dicho que te lo voy a regalar… Aunque
pensando así, me da la impresión de que no vas a pasar de la segunda página.
-Tú, listillo… ¿No me crees capaz de
entender un libro o qué? Pues me lo voy a leer, y a lo mejor descubro el alma
que dices que tiene.
-No sólo ese libro. Todos la tienen.
Diminuta, o grandiosa. Pero todos la tienen. Hasta los peor escritos. ¿Por qué
crees que mi casa parece una biblioteca?
-Porque estás majareta. Te lo he dicho un
millar de veces…