miércoles, 24 de agosto de 2011

XVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2011

MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO


GANADOR: CARLOS FERNÁNDEZ SALINAS

TÍTULO: ELISA

"Me llamo Carlos Fernández Salinas, natural de Gijón, la ciudad huérfana del sol. Soy hijo, nieto, sobrino y ahijado de marinos. Bajo este panorama estudié náutica y navegué hasta que cumplí treinta y dos años. Actualmente me muevo entre el mundo de la seguridad marítima y el de la narrativa. Soy el autor del libro "Los abordajes en la mar", y además he publicado más de treinta monográficos de seguridad, que han aparecido en prácticamente la totalidad de las revistas del sector, incluido el Journal of Navigation de Cambridge University Press. Escribo narrativa desde el año 2004, y en este tiempo he conseguido unos setenta reconocimientos literarios, dieciséis de ellos primeros premios, entre los que destacan el Ciudad de Torremolinos (2004), el Ciudad de Arévalo (2008), el Marco Fabio Quintiliano (2009), o el Cuentos de Guardo (2010)."



ELISA

por Carlos Fernández Salinas


Madre e hija permanecen distantes en los pasillos del juzgado. Sus ojos se evitan. La madre está en la medianía de los cuarenta mientras que la hija no es más que una adolescente vestida con el uniforme del colegio. Su alborotada melena sigue siendo de niña y los calcetines que le aprietan las pantorrillas acentúan ese aire infantil. Al escuchar el nombre de la muchacha, su madre la obliga a entrar en un despacho. Informes y carpetas colman anaqueles, se esparcen por las mesas y surgen del suelo igual que plantas trepadoras. Desde su sillón, la jueza intenta ser amable:

—Disculpen el desorden, estamos de traslado. Pero, por favor, siéntense. Debajo de esos expedientes se supone que hay dos butacas.

            La adolescente no hace ademán por moverse. Mantiene la cabeza gacha. Es como si se sirviera de su cabello para aislarse de un mundo del que no quiere formar parte. Su madre emite un suspiro de impotencia, y para evitar que la escena sea más violenta también permanece de pie. La jueza no insiste:

—Tenemos que esperar a que llegue la secretaria judicial. Tengo entendido que ya han hablado con ella. —En éstas se abre la puerta—. Ah, eres tú, Julia, precisamente hablábamos de ti. —La secretaria judicial enarca una ceja en una mueca que la jueza interpreta al instante. Luego le entrega un expediente—. Bueno, si te parece podemos empezar. —La jueza se dirige a un funcionario que entre las columnas de archivos pasa desapercibido—: Alberto, avísame cuando estés preparado.

            El funcionario se levanta dispuesto y se dirige a un ordenador.

            —Bueno, la secretaria judicial ya les habrá puesto al corriente. Ahora lo que vamos a hacer es tomar declaración a la chica y luego decidiremos. —La jueza se pone unas gafas de leer y mira la portada del expediente—. Elisa…, qué nombre más bonito. Siempre quise tener una hija que se llamase así, pero mi naturaleza es bastante tozuda y sólo me ha dado varones. Por cierto, uno tiene tu edad: dieciséis.

            Elisa ni se inmuta. Sigue con la melena arrebujándole el rostro. La jueza intenta no mostrarse autoritaria.

            —Bueno, soy consciente de que esto puede ser difícil, pero quiero que me lo cuentes todo, empezando desde el principio.

            Los ojos de la chica se entretienen en sus mocasines escolares. Los segundos se hacen eternos y la madre pierde los nervios.

            —Elisa, haz el favor de contestar cuando se te pregunta.

            Jueza y secretaria judicial se miran resignadas. La madre se disculpa:

            —Lo siento, lleva así desde que presentamos la denuncia. Hace un momento hizo lo mismo en el despacho de la secretaria judicial. —La madre apunta a Julia y ésta asiente con el mentón—. Si le parece oportuno yo puedo explicárselo.

            La jueza se resigna:

—Me temo que no tenemos otra alternativa.

            Antes de comenzar la madre se aclara la voz.

            —Es ese chico, Joel, que la tiene abducida. Hemos hecho todo lo posible para que se dejen de ver, pero, créanme, ha sido imposible. Para colmo él es mayor que ella.

            La secretaria interviene:

            —Diecinueve años, aquí tienes el historial del susodicho, una perla de muchacho —dice pasándole a la jueza una foto sujeta con un clip a un par de folios.

            La jueza sopesa la foto:

—Tengo que reconocer que el chico es guapito, pero desde luego que ésta debe ser su única virtud. Pequeños hurtos, peleas, destrozos de material urbano... En definitiva, unas cuantas visitas a los juzgados sin mayor trascendencia. —La jueza deja el expediente sobre la mesa y se quita las gafas—. ¿Desde cuándo son novios? Si es que se sigue llamando así.

            La madre se apresura a responder:

—No lo sabemos con exactitud. Mínimo cuatro meses. Nos enteramos cuando empezó a recogerla en moto.

            —¿Qué les hizo pensar que las cosas no eran, digamos… normales?

            —En varias ocasiones Elisa llegó con cardenales en las piernas. La disculpa siempre era la misma, que se había caído de la moto y cosas por el estilo.

            —¿Es eso cierto, Elisa?

La chica juega con una pulsera. No es atractiva, pero tampoco sus facciones son vulgares, tal vez esté un poco rellenita para la edad, una edad difícil en todos los sentidos, piensa la jueza a la sazón que la madre continúa con su relato.

—Durante este tiempo, Elisa ha cambiado por completo. Hasta entonces siempre había sido una hija cariñosa, un tanto inocente si quiere, pero obediente. —Al escuchar esto, Elisa dibuja con la boca un mohín grotesco—. Nunca había suspendido una sola asignatura, y esta última evaluación trajo tres. Ya ve, ahora que está a punto de terminar el curso. Y luego está ese lenguaje, todo lo cuestiona y le incomoda… —La madre ahora carraspea—. También empezamos a notar que nos faltaba dinero del monedero. Billetes de diez y veinte euros, una vez uno de cincuenta. En fin, eso es lo de menos. El otro día sin que ella se diera cuenta le cogimos el móvil. No piense que somos de esos padres que fiscalizan cada movimiento de sus hijos, le juro que no, simplemente estábamos preocupados, y menos mal que lo hicimos. Mire qué mensajes, por amor de Dios, dígame si esto es normal…

Según le extiende el teléfono la madre empieza a gimotear. La jueza lee los mensajes con cara de circunstancias. Al final dice:

—Ya lo hablamos el otro día la secretaria y yo, ¿verdad, Julia? Vuelven los viejos tiempos. Veo, Elisa, que tu chico no quiere que hagas nada sin él, ni siquiera que hables con tus amigas o vayas a la piscina. Y ya creo que se lo toma en serio. —La jueza se vuelve al funcionario—: Alberto, transcribe estos mensajes, haz el favor. —Ahora se dirige a la madre, y la entonación de la pregunta le hace ver que su respuesta va a ser determinante—: Bueno, dígame, ¿cuál es la gota que ha colmado el vaso?

A pesar de que la hija se resiste, la madre la obliga a levantar la cabeza al tiempo que le separa el pelo de la cara.

—¡Esto!

La jueza se remueve sobre la silla. Uno de los ojos que hasta entonces permanecía oculto bajo la melena ladeada presenta un hematoma hórrido de tonos violáceos que bordea las sienes y el arranque del pómulo. Tras unos instantes de silencio, la jueza retoma la palabra.

—Bien, que el forense la examine y nos remita el informe.

La madre se muestra confusa a la vez que inquieta.

—¿Van a hacer algo? Perdone que la ponga en duda, pero es que estoy al borde de un ataque.

—Antes de firmar una orden de alejamiento tengo la obligación de tomar declaración al muchacho. Julia, ¿sabes si la policía lo ha localizado?

—Sí, está aquí. Lo trajeron mientras ellas aguardaban en el pasillo.

En ese instante la joven abandona su letargo y comienza a chillar.

—¿Detenido? ¿Aquí? ¡Quiero verle! ¡Por favor, quiero verle!

La madre intenta sosegarla.

—Elisa, cielo, cálmate. Ese chico es un sinvergüenza. Todo esto es por tu bien.

—¿Por mi bien? ¡Tú que sabrás! Él me quiere, ¡cuándo lo vas a aceptar! Es la única persona que me entiende, y ahora resulta que lo han detenido por culpa de una de tus malditas neuras. Ya te dije que lo del ojo me lo hice en gimnasia. ¡Tómate una pastilla y déjanos tranquilos! ¡Quiero verle!

La secretaria judicial esgrime su mejor argumento:

—Ahora no eres consciente, pero te aseguro que estás de pie sobre un plano que se inclina por momentos.

Elisa se vuelve hacia la jueza y la secretaria.

—Vosotras dos os creéis muy listas. No tenéis ni idea. —La madre y el funcionario la sujetan para que la joven no se precipite sobre la mesa—.Os pensáis que vais a arreglar el mundo. ¡Pues enhorabuena! ¡Estáis haciendo de él una autentica mierda! —grita entre sollozos.

Ante el escándalo, un policía abre la puerta y con dificultad conduce a madre e hija fuera del despacho. Las dos lloran por motivos distintos, aunque en el fondo es el mismo. La jueza y la secretaria se miran impotentes. Una vez más, y ya van cientos.

*

De camino al colegio Elisa siente que las piernas le flaquean. El sol de últimos de septiembre calienta sus mejillas y le hiere los ojos, y aún así mira al frente, buscando una señal entre el laberinto de asfalto. Después de más de tres meses tiene la corazonada de que esta mañana las cosas van a ser diferentes. Su madre insistió en acompañarla, siempre lo había hecho el primer día del curso, pero por fortuna a su padre le pareció excesivo. Sin duda él está convencido de que después de todo este tiempo ya no le queda ningún rescoldo bajo el pecho.

Elisa sigue caminando. De soslayo ve su imagen reflejada en el retrovisor de una furgoneta de reparto. La tez pálida, el rostro abotargado. Ahora se arrepiente de no haber tomado el sol. Además, si hubiese nadado un poco no habría ganado peso. Pero ¿qué está diciendo? ¿Ha perdido el juicio o qué? Lo ha hecho por él, por ser fiel a su recuerdo. De ahí que cuando su madre le insistía en que bajase a la piscina, ella se negase en redondo. No podía obligarla, todo tiene un límite, incluso en sus padres.

Tal y como ellos aspiraban había aprobado en junio (en el fondo sospechaba que habían hablado con las monjas para que éstas fueran indulgentes). Luego, ella y su madre se subieron a un autobús y en él recorrieron los quinientos kilómetros que les separaban del apartamento de un familiar cercano. Le quitaron el teléfono a la vez que le prohibieron el ordenador, no fuera a chatear o enviarle mensajes. ¿Así pretendían que se olvidase de Joel, el único chico que se ha interesado por ella, que la ha hecho sentirse distinta, especial, protagonista de una historia irrepetible, su propia historia? ¡Pero qué ingenuos! ¿Acaso puede un dedo olvidarse de su falange? De acuerdo que él la había separado de sus amigas pero si lo hizo fue porque desea que nadie le arrebate ni un segundo de su compañía. Y ella es quien despierta esa pasión. Joel, el chico más guapo y atrevido que ninguna joven haya conocido. Cuando se enteraron sus amigas no daban crédito, alguna le vino con cuentos. ¡Envidiosas! Joel, el chico de la moto y de las camisetas ajustadas, simpático y extrovertido, siempre tomándole el pelo. ¿Cómo está mi gordita? ¿Has pensado en mí, mofletitos? ¡Cómo no voy a pensar en ti, mi amor! Mañana, tarde, noche, mi mente no tiene otro pensamiento. Lo eres todo, sol y luna, mar y tierra, y que sepas que sólo tienes que proponérmelo para que renuncie a todo. Por ti, para ti, los dos seremos uno, hasta el final.

            Elisa emboca la avenida que la conduce al portón del colegio. Empieza a encontrarse con otras estudiantes que caminan desinhibidas. Algunas la saludan pero los ojos de Elisa sólo tienen un objetivo. De pronto el aire ya no es aire sino un bloque de acero. A lo lejos, una moto se dirige de vuelta encontrada justo en su dirección. Está a varias manzanas pero conoce el sonido de ese motor, la figura resuelta que maneja el manillar. El corazón de Elisa palpita fuerte. ¡Tres meses! ¡Qué pronto se dicen pero cuánto se sufren!

Inexplicablemente un recuerdo amargo se abre paso y se interpone a su dicha, uno que hubiera preferido obviar pero que ha regresado indeleble para torturarla. Ocurrió durante una tarde de ese nefasto verano. Hacía mucho calor, ella estaba hastiada y con la moral por los suelos, pues en el fondo esperaba que Joel se hiciera a la carretera en su moto para recorrer esos funestos quinientos kilómetros. Muchas noches se levantaba y corría a la ventana pues creía oír a Joel llamándola desde los setos del jardín. Pero los días pasaban y Joel no daba señales de vida, por lo que vencida, acabó cediendo y bajó a la piscina. Después de darse un baño se tumbó en una hamaca. No llevaba quince minutos cuando comenzó a llorar desconsoladamente. Las lágrimas recorrían sus pómulos sin ambages, hasta el punto de que tuvo que regresar apresuradamente al apartamento. Había roto la promesa. Y ahora, si él le pregunta, ¿qué le va a responder? Ella ni puede ni quiere mentirle, tiene que decirle la verdad y ésta no es otra que le ha fallado. Como tantas otras veces, por hablar con quien no debe, por decir cosas inoportunas, por comportarse como no corresponde a la chica de un muchacho como Joel. Por eso él está en su derecho de castigarla, pues ella tiene que aprender de una vez por todas cuál es el lugar que le pertenece por el mero hecho de que él la haya elegido.

            Elisa está llegando. La moto se detiene justo en el portón. Es Joel. No lleva casco, según él sólo lo usan los cobardes. Elisa camina despacio pero decidida, sabe que las monjas la estarán observando, pero le trae sin cuidado. De un solo beso le va dejar los labios tatuados.

            A menos de cinco metros Elisa se percata de que en la parte de atrás de la moto hay otra persona. ¡Dios Mío! Es Marta Zulaica, la chica más popular del colegio. Elisa no sabe qué hacer, quiere detenerse, volver sobre sus pasos, echar a correr, pero sus piernas no la obedecen y sigue caminando como un muñeco mecánico. Agacha la cabeza, es lo único que se le ocurre, mirar cómo sus piernas aparecen y desaparecen por debajo de la falda. Marta Zulaica, una joven rubia, de ojos verdes, alta y esbelta, un ángel caído del cielo. ¡Qué puede hacer ella ante una rival así! Es ridículo siquiera planteárselo. Nunca podrá estar a la altura de una venus que se ha escapado de su cuadro.

            Elisa está justo en el portón. Escucha cómo la moto arranca y se aleja. Sigue con la mirada al suelo pero tiene que elevarla para no tropezar con sus compañeras. Al hacerlo se encuentra hombro con hombro con Marta Zulaica. La figura mayestática de su rival la ensombrece. Ésta no la saluda, como si sintiera vergüenza por lo que le ha hecho. Elisa está a punto de decirle que un león nunca se disculpa ante el piojo que aplasta, pero calla. Al atravesar el portón, otra alumna que camina descuidada empuja sin querer a Marta Zulaica, tirándole las gafas de sol al pavimento. En un gesto instintivo, Elisa se agacha para recogérselas y justo en ese momento las dos quedan de cuclillas frente a frente. Elisa se queda sin habla. Acaba de descubrir que en realidad ambas están en un mismo plano, y que, sin embargo, preferiría no estarlo, que ninguna de las dos lo estuviera, que ese plano ni siquiera existiera. Rápidamente Marta Zulaica se vuelve a poner las gafas de sol, ocultando el hematoma violáceo que subraya la inocencia de su mirada.

 

—Fin—


martes, 23 de agosto de 2011

XVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2011

 

CONCURS DE NARRATIVA CURTA

 "REIAL VILA DE GUARDAMAR" 2011


MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO

 


GANADOR: 

IGNACIO ECHEVARRÍA ORTIZ DE ZÁRATE

 

 

 

Ignacio Echevarría Ortiz de Zárate nació en Bilbao en 1961. Periodista de profesión, siempre se ha sentido muy atraído por la literatura. Durante más de veinte años ha compaginado su trabajo de redactor jefe en una empresa editorial de su ciudad natal con su verdadera afición, que no es otra que la de escribir. En la actualidad, dedica todo su tiempo libre a esta actividad. Ha ganado varios certámenes literarios en nuestro país -tanto en narrativa como en poesía- y tiene publicadas, además, varias obras.

                

            El libro innombrable

Jaime se encontraba leyendo una biografía de Marcel Proust en la Biblioteca Municipal de su ciudad, cuando vio por primera vez al hombre que iba a cambiar el rumbo de su vida. Fatigado por las dos horas que llevaba leyendo, había levantado un momento la cabeza para mirar por la ventana y fue entonces cuando fijó sus ojos en él. Le observó con detenimiento mientras entraba en la sala y cerraba la puerta. Lo primero que le llamó la atención fue su aspecto físico: era completamente calvo, tenía una nariz aplastada que le daba un cierto aire de boxeador retirado y la extrema pequeñez de sus ojos contrastaba con el tamaño desproporcionado de sus orejas. En su mano derecha llevaba un bastón y en la izquierda un libro. Trató de adivinar su edad, calculó que tendría unos ochenta años.

Cuando el hombre empezó a caminar hacia una mesa libre, Jaime descubrió que cojeaba levemente. A cada paso que daba, su bastón golpeaba el suelo de madera obligando a los presentes a volverse hacia él. El anciano, indiferente a la atención que despertaba a su alrededor, no tardó en llegar al sitio que había elegido.

–Toc... toc... toc... –por fin el ruido producido por el bastón cesó.

Se sentó, sacó unas gafas del bolsillo interior de su chaqueta, abrió el libro y sin mirar a nadie se enfrascó en la lectura.

Al cabo de unos segundos, Jaime perdió todo interés en él y volvió a la biografía que tenía entre manos. Los minutos fueron transcurriendo con lentitud. De vez en cuando echaba una fugaz mirada al resto de lectores, con la intención de distraerse. El hombre calvo no se había movido. Continuaba leyendo, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Cuando el reloj dio las nueve y media de la noche un empleado de la biblioteca entró en la sala y dijo:

–Señoras y señores, por favor, vayan entregando sus libros. Es la hora de cerrar la biblioteca.

Tan sólo quedaban en la sala una docena de personas. Jaime miró una vez más al sujeto del bastón. Éste se había mostrado bastante sorprendido por la entrada del empleado. “Tan enfrascado estaba en la lectura que no se ha dado cuenta de la hora que es, le ha ocurrido lo mismo que a mí”, pensó Jaime mientras recogía sus cosas. Poco antes de entregar su volumen a una funcionaria, escuchó el diálogo que mantenían un bedel y el anciano.

–Veo, Alejandro, que se ha retrasado un poco en el día de hoy...

–Sí, Evaristo, así es. Me encontraba tan a gusto leyendo que se me ha ido el santo al cielo –su voz sonó cascada.

–¿Ya se ha repuesto de la gripe que le ha mantenido en cama durante las dos últimas semanas?

–Sí, ya me encuentro bastante mejor. A mi edad uno tiene que cuidarse.

–Hasta mañana, Alejandro.

–Hasta mañana.

Al día siguiente, Jaime no vio entrar a Alejandro en la sala de lectura de la biblioteca. El sonido producido por su bastón fue suficiente para anunciarle su llegada. En esta ocasión el viejo se sentó frente a él. Jaime le estudió con mayor detenimiento. Su cara estaba llena de arrugas y en su calva asomaba una fea cicatriz. De pronto, Alejandro, como si hubiera adivinado que alguien le estaba observando, levantó su poderosa cabeza y clavó sus ojos en el joven que tenía enfrente. Éste se sintió turbado por aquella mirada penetrante y apartó la vista. El anciano se encogió de hombros y continuó con su lectura.

Unos minutos después, Jaime reparó en el libro del sujeto. Se trataba de un volumen bastante estropeado por el paso del tiempo, algunas de sus páginas se encontraban rotas, vio numerosas manchas en el papel, producidas probablemente por la humedad, las pastas, de color azul, estaban sueltas. “¿Qué clase de libro será?”, se preguntó.

Las horas transcurrían sin novedad. Una vez que Jaime acabó de leer la biografía de Marcel Proust se levantó y se fue en busca del primer tomo de “En busca del tiempo perdido”: “Por el camino de Swann”, del mismo autor. Cuando regresó a su sitio vio que Alejandro había desaparecido aunque su libro continuaba sobre la mesa. El joven se aproximó y trató de averiguar su título, pero entonces escuchó un sonido que ya le resultaba familiar.

–Toc... toc...

Jaime giró la cabeza. El anciano salía del servicio de caballeros pero, o no le había visto curiosear sobre sus cosas o si le había descubierto lo disimulaba bastante bien. El joven, rojo de vergüenza, regresó a su silla.

Poco después, los dos ocupaban sus lugares respectivos. Alejandro se colocó las gafas y miró fugazmente a Jaime. Aquella rápida ojeada le permitió descubrir el libro que había elegido el joven estudiante ya que éste aún no lo había abierto.

–Proust, es una buena elección. La mejor –dijo en un movimiento de labios imperceptible.

Jaime levantó la cabeza. Le había parecido oír algo pero cuando miró a Alejandro, éste prestaba ya toda su atención a su libro destartalado.

Fueron pasando las semanas y cada nuevo día aumentaba el asombro de Jaime. Él ya había tenido tiempo de leer no sólo los siete tomos de “En busca del tiempo perdido”, sino que había terminado otros dos volúmenes de ensayos del mismo escritor francés. Y sin embargo, durante todo este tiempo Alejandro no había cambiado, misteriosamente, de libro.

Siempre entraba en la sala de lectura con el mismo ejemplar bajo su brazo izquierdo. Invariablemente vestía la misma ropa: un gastado pantalón negro, una camisa blanca, una corbata negra y una americana de cuadros blancos y negros.

Hasta entonces, Jaime había acudido por las tardes a la biblioteca ya que por las mañanas iba a la universidad. Pero como quiera que había llegado la Semana Santa y se encontraba de vacaciones, pudo ir también por las mañanas a la Biblioteca Municipal. Y cuál sería su sorpresa al descubrir que Alejandro era el primero en llegar y lo que era más extraño, siempre elegía el mismo libro, el volumen desgastado y de tapas azules que a él le resultaba ya tan conocido.

Jaime sentía una gran curiosidad por averiguar el título de aquel libro. Pero todos sus intentos por conocer más detalles acerca del mismo fueron inútiles. Por si fuera poco, le había visto a Alejandro demostrar todo tipo de reacciones mientras leía: asombro, alegría, tristeza, miedo...,. pero lo que le resultaba verdaderamente increíble era comprobar la atención desmedida con que leía cada frase, cada párrafo, ¡como si se tratara de un libro distinto cada vez!

Una tarde, Alejandro se hallaba, como todos los días, leyendo su libro de siempre, mientras era espiado no demasiado lejos por Jaime, quien leía entonces “Madame Bovary”, de Gustave Flaubert. Inesperadamente, el anciano se inclinó hacia un lado y se cayó arrastrando su silla. El fuerte golpe que se dio con la cabeza en el suelo sobresaltó a todos los presentes. Jaime, al igual que varios hombres y mujeres corrieron en su ayuda. Un empleado de la biblioteca fue a toda prisa a llamar por teléfono a una ambulancia. Mientras tanto, Jaime abrió una de las ventanas para que entrara aire fresco y colocó la cabeza de Alejandro bajo su propia chaqueta de cuadros blancos y negros, que había doblado a modo de almohada. Le aflojó el nudo de la corbata y le tomó el pulso. Respiraba con bastante dificultad. El anciano abrió sus ojos y se fijó en la cara del joven que se interesaba por él y que no le resultaba desconocida.

–El libro... el libro –dijo entre suspiros.

Jaime asintió con un movimiento de cabeza y le dijo para tranquilizarle:

–Han ido a avisar a una ambulancia. Estará aquí en unos minutos.

Poco después se presentaron en la sala un médico y dos camilleros. Le practicaron los primeros auxilios y se lo llevaron al hospital más cercano.

Jaime, al igual que el resto de los presentes, se encontraba muy alterado por lo ocurrido. De pronto, se fijó en el libro que Alejandro había estado leyendo hasta el momento de su estrepitosa caída al suelo. Aquella era una tentación demasiado grande para él. El momento que había estado esperando durante días y semanas había llegado, por fin. Sin dudarlo, lo cogió y, con disimulo, lo escondió bajo su jersey. Debido a la confusión que había provocado el accidente del viejo, nadie reparó en el robo de Jaime. Éste recogió sus cosas y salió del edificio municipal con el corazón encogido. Se sentía un ladrón, pero por nada del mundo iba a volverse atrás.

Cuando al finalizar la jornada, los funcionarios hicieron balance de los libros que habían sido solicitados por los lectores y los que habían sido devueltos por los mismos, comprobaron que faltaba uno, precisamente el de Alejandro. A aquellas alturas, todos los funcionarios sabían que el lector más asiduo de la biblioteca siempre les pedía el mismo libro: un viejo ejemplar con las tapas sueltas. Pero lo que entonces desconocían era que el libro en cuestión no volvería a aparecer jamás.

Una vez que Jaime llegó a su casa, se encerró en su habitación. Se tumbó sobre la cama y abrió el libro que le tenía obsesionado. Su mismo título acrecentó la intriga que le consumía: “El libro innombrable”. Buscó el nombre de su autor sin dar con él. Entonces, pensó que se trataría de la obra de un escritor anónimo. Pero su extrañeza aumentó cuando vio que no figuraba por ningún lado ni la editorial, ni su fecha de edición, ni ningún otro dato que le permitiera conocer su procedencia. Asimismo, carecía de índice, sus páginas no se hallaban numeradas, varias hojas amenazaban con desprenderse, las tapas se encontraban sueltas... Sin más dilación, comenzó a leer.

Lo primero que descubrió fueron unas leyendas finlandesas. Luego se topó con unos cuentos japoneses del siglo XV, cuyo protagonista era un viejo samurai. Posteriormente leyó unos poemas de Jorge Luis Borges donde plasmaba la nostalgia que sentía por su ciudad natal, Buenos Aires. Después, varios relatos de Gabriel García Márquez. A la una de la madrugada decidió interrumpir la lectura, apagar la luz y acostarse para tratar de dormir un poco. Por aquel día ya había tenido bastantes emociones.

A la mañana siguiente, cogió de nuevo el libro y al abrirlo no dio crédito a lo que vio. Su contenido había cambiado por completo. Las leyendas finlandesas, los cuentos japoneses, los poemas de Borges y los relatos de García Márquez  habían desaparecido misteriosamente. En su lugar encontró un largo tratado filosófico sobre las vidas y obras de Anaxágoras, Anaximandro, Sócrates, Platón y Aristóteles.

–No puede ser... ¿Qué clase de libro es éste? –dijo en voz alta visiblemente asustado.

Dedicó todo el día a leer filosofía mientras pensaba qué podría ocurrir al día siguiente. En efecto, nada más despuntar el sol descubrió, incrédulo, que el contenido del libro correspondía a una edición de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha” de 1750, escrita en un español antiguo que le llenó de zozobra porque por más que leía y leía no lograba descifrar el significado de muchas palabras.

De esta forma, fueron pasando los días, semanas, meses y años mientras Jaime iba descubriendo cientos de secretos del libro. En él tenían cabida todos los géneros literarios y los temas más diversos. Textos sobre medicina, matemáticas, biología, química, física, filosofía, lingüística, historia, sociología, teología, derecho..., aparecían  misteriosamente en sus páginas para desaparecer al anochecer de igual manera. Al día siguiente, todo comenzaba de nuevo, producto de un renacimiento inexplicable porque, de alguna manera, el libro nacía y moría cada día.

Jaime dedicó toda su vida al estudio de “El libro innombrable”, como antes que él hicieron, a lo largo de varios siglos, decenas de lectores anónimos que fueron desapareciendo sin dejar rastro. Varios de ellos escribieron con su puño y letra mensajes en los márgenes de las hojas para dejar constancia de su paso por el mundo. Sin embargo, a la mañana siguiente, el libro borraba las inscripciones y eliminaba todas las huellas.

Pero lo que ninguno de sus lectores llegó a saber jamás, es que “El libro innombrable” se alimentaba de las vidas de quienes lo leían hasta que les sobrevenía la muerte. Y cuando ello ocurría, siempre se las ingeniaba para acabar en las manos de otro hombre o mujer que continuaba la cadena de lectura, en una rueda infinita que no dejaba de girar jamás.

sábado, 12 de febrero de 2011

XVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2011

RELATO EN VALENCIÀ

MANUEL ROIG ABAD




Naix a Castelló en 1976. Obté el títol de Professor en l’especialitat de Fagot en el Conservatori Superior de València en 1999. Un any després aprova les oposicions al Cos de Professors d’Ensenyament Secundària. Des de l’any 2005 imparteix l’assignatura a l’Institut Fray Ignacio Barrachina, a Ibi. És al voltant d’aquest any quan comença a escriure, obtenint el primer premi en un concurs precisament al Concurs de Narrativa de Guardamar, a la seua XIII edició. Des de llavors segueix participant en nombrosos concursos, sent guardonat a diverses localitats de la Comunitat Valenciana, Catalunya i Balears.


RASCAXUFLO

A Àngel, Maria i Vanessa,
com no podia ser d’una altra manera.

―Quina gana de pegar una volta!
                ―Ja ho pots ben dir; ens està fent un hivern...
                ―I amb els nens tancats a casa, la vesprada es fa eterna.
                ―Doncs, no hem d’anar a mirar-nos el televisor? Anem-hi amb un passeget.
                ―Un passeget? Un passejot diràs, que l’avinguda de la via és llarga. Tu vols dir que Àngel ho resistirà?
                ―Home, jo crec que sí.
                ―I l’altra? I si mamprén a plorar a mig camí? Què fas? Li dónes el pit damunt del capot d’un cotxe?
                ―Doncs ja veurem. Au, jo li faig l’entrepà i que se’l vaja menjant pel camí!
                ―Que siga el que Déu vulga!
                A les cinc en punt el col·legi Felicidad Bernabeu és un daltabaix. Al pati dels menuts, més mares que pares esperen l’eixida dels nens baix un sol que emmotla la vesprada amb bona llum i convida a menjar-se el berenar al parc.
La classe d’Àngel és de les primeres a eixir. Embotit en un abric excessiu, en distingir els pares, Àngel corre i es llança als braços del pare, que és qui va desocupat. Després li toca el torn a la mare, que al mig de l’abraçada li pregunta dolçament:
                ―Àngel, tu vols acompanyar-nos a comprar una tele?
                ―Sí, val, val! ―celebra el xiquet en la mateixa eufòria d’eixir del col·legi.
                El pare, més escàs de paciència que ella i si es vol menys convençut de la peripècia, li fa l’explicació de sempre:
                ―Doncs t’has de portar bé i has de menjar-te tot el berenar.
                ―Val! Una tele és per a veure els dibuixos ―explica Àngel amb suficiència i formalitat.
                ―Clar, Àngel. Tu és que eres molt sabut.
               La mare trau un tros de paper d’alumini i apropa l’entrepà a la boca del xiquet.
                ―No, jo sol! ―protesta—. Jo ja sóc gran!
                ―Però Àngel, no veus que et pot caure?
                ―No, jo sol!
                La mare claudica. Ja comencem!
                ―Doncs agafa’l fort.
                ―Sí!
                ―I de la mà!
                Al llarg del minuts vinents, el pare, si ha de dir la veritat, contempla amb gust la inesperada tranquil·litat. Àngel va menjant-se l’entrepà mentre, entre tots els gossos passejats a eixa hora, elegeix el que els pares li compraran, i Maria, fent ús del diminutiu que es  gasta quan els xiquets es porten bé, va dormideta. Pel moment, cap de panorama podia ser millor; ara bé, sols quatre mossos més tard, la marxa del comboi es ralentitza i Àngel fa la tonadeta:
                ―No en vull més.
                ―No, Àngel, has d’acabar-te’l tot.
                ―Em fa mal la panxa! ―s’excusa planyívolament, tot buscant el consol de la mare.
                ―Si no te l’acabes, no et faràs fadrí! Au, va, un altre mos!
                ―No! ―i assaja el plor que sempre té a punt per a aquestes ocasions.
                ―Deixa’l, a veure si vomita i encara ens toca tornar-nos-en.
                Dues passes més avant, Àngel ha oblidat el mal de panxa i estira la mà del pare, decidit a practicar el salt.
                ―Àngel, que et soltaràs i et faràs mal!
                Àngel deixa d’estirar. Amb tot, això no significa que renuncie als plaers que li proporciona el trapezi que és per a ell el braç del pare. Renunciar ell; demà m’afaitaràs! Lluny d’abandonar, ara es deixa caure a terra amb tanta força que el pare perd peu i a punt està de volar de braç per la bursada.
                ―Àngel, que no pots anar bé? Tu has vist el papà o la mamà anar així? Xe, pareix que tingues tres anys.
                I Àngel, tres anys acabadets de complir, no entén d’ironies i continua salta que salta fins que la veu del pare muda el to.
                ―Ja n’hi ha prou, de salts! Camina com les persones! ―exclama enfurit, al temps que l’estira del braç amb força, que a la fi és el que el xiquet pareix entendre, perquè, segona estació, reprèn el plor interromput amb forces renovades.
Àngel es val del primer impuls per a fer-se tota una cantonada bramant, mocs penjant i accessos de tos inclosos, mentre els desassossegats ulls paterns observen l’apogeu de la ploradissa amb l’ai al cor. Que no vomite, que llavors sí que la fem bona.
Els vianants assistixen a l’escena i als pares els fa la sensació que els boneguen. Sobretot ella, que acota el cap demanant doble absolució; d’una banda als vianants i d’altra al seu marit. No debades ha estat ella qui s’ha encabotat a eixir. Sap que ell la culpa encara que no diga res. Res més que això volen dir els llavis serrats i els ulls que diuen que si per ell fóra ja haguera penjat Àngel de la punta del campanar. Eixa mena de pensaments li ronden pel cap quan Àngel li reclama la mà, tot suplicant:
                ―Dels dos!
                Bé, això almenys és fàcil, pensa.
                ―Val! ―fa la mare per veure si d’aquesta manera restaura la pau a què aspirava feia només un moment. No compta, però, amb l’aversió dels carros per les línies rectes i de seguida comprova que ha de fer un extra de força per reconduir la tendència d’aquell model, que per cert era d’aquells que porten totes les monades i que havia costat un sentit, a buscar la dreta i enganxar-se als brancals i a les papereres.
A més, errada va la mare si pensa que la petició de mà d’Àngel va pel camí de l’amor.  Ni de l’amor ni de la calma.  Al que Àngel aspira és a solucionar el problema dels salts duplicant els punts de suport i, ben aferrissat a aquests, es deixa caure al terra amb més virulència, acompanyant la proesa amb una ovació a si mateix. L’estiregassada agafa els pares d’improvís i ell reacciona amb contundència.
                ―No et tires al terra més!
                En sentir aquestes paraules, Àngel, que estava segur d’haver resolt  l’assumpte, esclata a plorar definitivament fins que, després de creuar un pas zebra a estrebades, es topen amb la tenda d’electrodomèstics cara a cara. Una vegada dins, l’actitud d’Àngel es capgira. Encisat pels aparells i aclaparat pel ventall de possibilitats que aquell món obri per als seus jocs, poc tarda a descobrir una prematura vocació per la cuina i comença a manipular unes paelles que s’ofereixen ordenadament al comprador.
                ―Àngel, no toques res!
                Ni cas! Una nova estrebada desbarata els inicis d’un possible Ferran Adrià i recondueix els interessos del xiquet cap al món de les cafeteres Nespresso. Novament, l’aproximació al món del cafè és fugaç i dura fins el mateix moment que aconsegueix tombar-ne una i el pare munta en còlera, tot tensant la pronúncia:
                ―Àngel, no toques res!
                En un primer moment el xiquet obeeix, per més que sense tardar inicia l’helicòpter, un joc que consisteix a pegar voltes amb les mans estirades com si foren un hèlice. Prompte, la malanança fa que el vol acabe contra un expositor de piles i auriculars, fent-ne caure algunes i anant d’un fil que es fera mal de veritat. Desesperat, el pare brama desaforadament per a esglai de la dependenta, que se sobresalta fins a tal punt que deixa caure el paquet que porta entre les mans.
                ―Ací, amb mi! I no et meneges!
                La mare, per inèrcia, accelera el vaivé del carro on dorm Maria i el pare se n’adona de l’ensurt de la xica i ajunta les mans en senyal de demanar disculpes. Àngel, conscient de l’abast de l’entremaliadura, cedeix dòcilment. Ja els toca:
―Què se’ls ofereix? ―fa la recomposta dependenta.
―Voldríem una tele de plasma.
La dependenta els encamina fins a l’exposició de televisors. Àngel s’avé; però, després d’un minut curt, la treva caduca i el xiquet troba idoni el terra de la tenda per a repetir les classes de natació. Amb aquest objectiu es desfà de la mà del pare, ara entre una de 32 polsades i una de 37, i s’estira tot el llarg que és a sobre del pis trepitjat de tot el dia. Es posa panxa per avall i comença a agitar braços i cames decididament.
―Mira, papà, si nade apressa!
El pare l’alça en un grapat.
―Vols estar-te quietet d’una vegada? ―pregunta severament.
Decebut, Àngel reconeix l’inapel·lable del gest i es conforma.
―Sí.
―Aquesta de 32 polsades està d’oferta ―anuncia la dependenta, amb veu de campaneta de missa.
Per no allargar més el suplici, mare i pare diuen a l’uníson:
―Doncs, aquesta.
I ella demana:
―A tu t’agrada aquesta, Àngel?
―Sí, m’agrada. És per a veure els dibuixos, veritat?
―Clar.
―Doncs jo veuré els dibuixos a la tele.
Sorprenentment, les darreres gestions van com una seda. El pagament es formalitza amb Àngel tranquil, què bé! Tot amb tot, els pares saben que no han de llançar les campanes al vol. No, no ho veuen clar. Sí, clar, però com l’aigua d’escurar. No obstant, es donen per satisfets i aconseguixen relaxar-se. Ja ho tenen tot fet i només els queda un passeig al bo de la vesprada. Si no s’entorta la cosa, n’hi ha temps de sobra per caminar sense presses i donar-li el pit a la xiqueta en aplegar a casa.
Tot això és molt bonic, però Àngel, que portava cinc minuts que semblava un homenet, a l’eixir al carrer, animat pel solet, reprèn l’assenyat passatemps de llançar-se a terra sense contemplacions.
―Ja n’hi ha prou! ―vocifera el pare. Desbaratat i amb el famós got, al qual sempre li falta una gota, a vessar, en aquesta ocasió acompanya la veu amb la mà i li fot un batecul de calibre persuasiu, al qual Àngel respon correctament esclatant-se de plorar. Uns plors sonors i insubornables que fan dringar la campaneta del paladar amb generositat. Amb l’alegria estropellada per complet, les celles davant els ulls i, després de tastar els cinc ossos del pare, el xiquet es deixa portar sense oferir resistència, vençut definitivament.
Ara, però, són els pares els qui se’l miren de cantó i en concret ell, la culpa és negra, se sent un monstre. Ja no n’hi ha marxa enrere: li ha pegat. Altres vegades Àngel ha tingut rabietes i el pare ha hagut de posar-se seriós, contundent inclús. Però ara és diferent. Ell, son pare, el model, el guia, ha emprat la violència. Se n’ha passat, ha perdut els papers i contempla el fatal resultat: el plor sord, sense llàgrimes, una pena prematurament madura. Sens dubte, aquell batecul ha marcat el xiquet, alguna cosa s’ha trencat entre ells. Posar remei i prompte; això és el que deu de fer si no vol que la violència se li quede acatxapada al subconscient i Àngel li guarde l’odi per sempre més.
El pare posa els ulls en l’escena familiar, en tot una processó de Divendres Sant. Sembla que aquell dia tot juga en la seua contra. Sent anar  el temps amb passos d’elefant; cada segon és per a ell una creu amarga. Es grata els cabells acanats i es concentra per trobar una solució. Pensa, pensa, es diu sense poder deixar de mirar el xiquet. I quan ja no dóna un diner per arreglar les coses, voilà, topa de morros amb una tenda de llepolies que n’hi ha sols quatre o cinc portals més amunt. Com pot ser que no se li haguera ocorregut abans?
Àngel, vols que el papà et compre una coseta? ―fa amb veu de madrigal.
Un badall de felicitat s’obri en el rostre del xiquet.
—Sí, sí —canta.
En una revolada es planten a la tenda, un local quadrat travessat d’expositors on s’arrengleren mil i una llepolies i tota classe d’andròmines maquejades amb els personatges preferits per la menudalla.
Per ara, al pare li ha eixit bé. Certament, ha jugat les seues bases magistralment i la proposta no podria haver trobat millor acollida per part del xiquet. On n’hi havia morros i silenci, ara torna a haver-hi purnes d’alegria. Ell, ell solament, sense l’ajuda de ningú, ha estat capaç d’eixir amb bé d’aquella situació. La mare se’l mira, com dient-li: «Ho veus? La pedagogia és el tot». I ell assenteix, unflat com un paó, al temps que acompanya Àngel en l’expedició pel Paradís Terrenal.
―Au, tria’t una coseta i ens n’anem! ―l’esperona ufanós, sorprès de la nova habilitat.
Però ja se sap que això de triar una coseta és més fàcil de dir que de portar a la pràctica i dos minuts més tard el pare torna a esforçar-se per no repetir el batecul.
―Afanya’t! ―l’apressa, dosificant la poca paciència que li queda.
Àngel fa per deslliurar-se de la mà paterna. Davant el potatge d’opcions que s’obri als seus ulls, no concep fer una elecció a la babalà i, conscienciós, s’aplica a saforejar fins el menor dels racons, buscant amb la mirada la coseta perfecta. S’atura amb cada cosa, s’acatxa per no perdre detall dels estants més baixos. Recorre indecís les prestatgeries i pren esment de ninots i ninotets, sempre encalçat per les preguntes del pare:
―Vols un Chupachups de Bob Esponja?
―No, no vull.   
―I un got de Ben 10?
―No, no vull.
―I d’Spiderman?
Àngel mira prim cadascun dels joguets, tot debatint-se entre mil perspectives i fugint, desafiador, del pare, que ja sols es limita a procurar que no toquege i que no trenque res.
A tot açò, Maria ja comença a remugar.
―Haurem de pensar d’anar-nos-en ―anuncia la mare.
I el pare l’apressa novament:
―Au, Àngel, ves decidint-te.
El xiquet, bona ànima, d’entre totes les coses que n’hi ha a la tenda, fa la seua elecció.
―Vull una bola!
―Ala, què bonic ―celebra el pare amb una certa ironia― Molt bé!
El pare no dubta a traure un euro de la cartera i s’adreça a la màquina on s’apiloten les boles transparents amb les foteses que incomprensiblement tant entusiasmen els xiquets. Ja veu la llum al final del túnel. Introduirà la moneda, caurà la bola, l’obrirà, traurà la bovada que continga i, després de fer creure a Àngel que es tracta del millor regal del món, cap a casa. Ho veu tan clar que quan escolta la veu d’Àngel no s’ho pot creure.
―No, no vull la bola.
―Com que no? ―fa ell.
                ―No, no vull la bola ―repeteix amb decepció.
                ―Vinga, Àngel, que ens n’hem d’anar ―implora.
                Però Àngel no cedeix front als pobres arguments paterns.
                ―És que... jo vull... això! ―I assenyala un pirulí gegant.
                ―Això és molt gran, on el posarem, Àngel?
                ―Això ―diu adreçant el dit cap a un paquet de pipes d’un quilo.
                ―Això no pots menjar, que encara eres xicotet!
                ―Això! ―Ara és un peluix amb una trompa blava i lleig com un mal esperit.
                ―Massa gran!
                ―Una bola!
                ―Molt bé: una bola.
                El pare, agraït, introdueix finalment la moneda a la màquina, roda la clau i obre la porteta per tal que Àngel traga la bola. Però el xiquet ja ha mudat d’opinió.
                ―Jo no vull la bola.
                ―Altre bony m’ha eixit! Doncs ara te l’has de quedar, que ja l’hem treta i no la podem tornar..
                ―No, jo no vull la bola ―insisteix Àngel, deixant traslluir un disgust que pararia en plors al següent pas.
                ―Au, la bola i prou... i anem-nos-en! ―exclama el pare bruscament al temps que agafa la maleïda bola amb una mà i Àngel amb l’altra.
                ―No, jo no la vull. Jo vull una altra coseta ―crida el xiquet.
                ―S’ha acabat! Ja no vindrem més! No et fa vergonya?
                ―Sí! ―lamenta Àngel, incrementant la ferocitat i el volum dels llagrimots que li roden galtes avall. Mocs i ferides renovades, el pare, cansat de pedagogies, l’arrossega cap a la porta.
                ―Jo no vull la bola! Jo no vull la bola!
                Amb els crits, Maria s’ha despertat i fa principi la segona veu de la partitura. La mare tracta de callar-la movent el carro avant i arrere, però la xiqueta s’encana. O la calma ràpidament o tindran un viatge desagradablement polifònic. Prova a canviar el ritme de l’engrunsament. Allarga la braçada, l’acurta, accelera, ralenteix. Esgotats tots els recursos i en vista de l’èxit, li posa el xumet a la boca i intenta uns últims vaivens acompanyant-los d’un cantussol desesperançat.
Els quatre s’allunyen de la tenda com un bufarut. Formen un estrany comboi. Encara els queda un camí de creu d’un parell de quilòmetres que recorreran sense detenir-se, amenitzat d’una banda sonora ben original. Pare i mare caminen sense rompre el silenci. Com que el sonsonet no fa aire de parar, posen totes les energies a marxar depressa. Senten que els peus no els toquen terra i, quan apleguen a les envistes de casa, a encesa de llums, maleeixen el solet del dimoni que ara es posa lentament.
Minuts més tard, la mare dóna el pit a Maria, i Àngel, rendit, dorm com un beneït al sofà. Els pares se’l miren.
―Mira’l, el poca vergonya!
El pare el tapa amb la manteta d’Spiderman, la preferida d’Àngel, li aparta els cabells, li fa un bes al front i, com disculpant-se, li diu una d’eixes paraules que tant els diverteix inventar:
—Rascaxuflo!
Derrotat, es deixa caure al costat del xiquet. Li tapa els peus. Puja la mà per la manta fins a aplegar als muscles. Allà i fins al principi del cabell, eixes mans que abans havien exercit la violència busquen el perdó dibuixant cercles acariciadors. Roman així un minut, sense perdre de vista els somnis en pau del fill. Inspira profundament abans de dir:
―I com se’ls vol, veritat, als tabalots aquests?
―I que ho digues ―fa la mare mentre passa la mà pels cabells arrissats de Maria, que xucla plàcidament, com si no poguera haver res més important al món.