martes, 23 de agosto de 2011

XVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2011

 

CONCURS DE NARRATIVA CURTA

 "REIAL VILA DE GUARDAMAR" 2011


MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO

 


GANADOR: 

IGNACIO ECHEVARRÍA ORTIZ DE ZÁRATE

 

 

 

Ignacio Echevarría Ortiz de Zárate nació en Bilbao en 1961. Periodista de profesión, siempre se ha sentido muy atraído por la literatura. Durante más de veinte años ha compaginado su trabajo de redactor jefe en una empresa editorial de su ciudad natal con su verdadera afición, que no es otra que la de escribir. En la actualidad, dedica todo su tiempo libre a esta actividad. Ha ganado varios certámenes literarios en nuestro país -tanto en narrativa como en poesía- y tiene publicadas, además, varias obras.

                

            El libro innombrable

Jaime se encontraba leyendo una biografía de Marcel Proust en la Biblioteca Municipal de su ciudad, cuando vio por primera vez al hombre que iba a cambiar el rumbo de su vida. Fatigado por las dos horas que llevaba leyendo, había levantado un momento la cabeza para mirar por la ventana y fue entonces cuando fijó sus ojos en él. Le observó con detenimiento mientras entraba en la sala y cerraba la puerta. Lo primero que le llamó la atención fue su aspecto físico: era completamente calvo, tenía una nariz aplastada que le daba un cierto aire de boxeador retirado y la extrema pequeñez de sus ojos contrastaba con el tamaño desproporcionado de sus orejas. En su mano derecha llevaba un bastón y en la izquierda un libro. Trató de adivinar su edad, calculó que tendría unos ochenta años.

Cuando el hombre empezó a caminar hacia una mesa libre, Jaime descubrió que cojeaba levemente. A cada paso que daba, su bastón golpeaba el suelo de madera obligando a los presentes a volverse hacia él. El anciano, indiferente a la atención que despertaba a su alrededor, no tardó en llegar al sitio que había elegido.

–Toc... toc... toc... –por fin el ruido producido por el bastón cesó.

Se sentó, sacó unas gafas del bolsillo interior de su chaqueta, abrió el libro y sin mirar a nadie se enfrascó en la lectura.

Al cabo de unos segundos, Jaime perdió todo interés en él y volvió a la biografía que tenía entre manos. Los minutos fueron transcurriendo con lentitud. De vez en cuando echaba una fugaz mirada al resto de lectores, con la intención de distraerse. El hombre calvo no se había movido. Continuaba leyendo, ajeno a todo lo que le rodeaba.

Cuando el reloj dio las nueve y media de la noche un empleado de la biblioteca entró en la sala y dijo:

–Señoras y señores, por favor, vayan entregando sus libros. Es la hora de cerrar la biblioteca.

Tan sólo quedaban en la sala una docena de personas. Jaime miró una vez más al sujeto del bastón. Éste se había mostrado bastante sorprendido por la entrada del empleado. “Tan enfrascado estaba en la lectura que no se ha dado cuenta de la hora que es, le ha ocurrido lo mismo que a mí”, pensó Jaime mientras recogía sus cosas. Poco antes de entregar su volumen a una funcionaria, escuchó el diálogo que mantenían un bedel y el anciano.

–Veo, Alejandro, que se ha retrasado un poco en el día de hoy...

–Sí, Evaristo, así es. Me encontraba tan a gusto leyendo que se me ha ido el santo al cielo –su voz sonó cascada.

–¿Ya se ha repuesto de la gripe que le ha mantenido en cama durante las dos últimas semanas?

–Sí, ya me encuentro bastante mejor. A mi edad uno tiene que cuidarse.

–Hasta mañana, Alejandro.

–Hasta mañana.

Al día siguiente, Jaime no vio entrar a Alejandro en la sala de lectura de la biblioteca. El sonido producido por su bastón fue suficiente para anunciarle su llegada. En esta ocasión el viejo se sentó frente a él. Jaime le estudió con mayor detenimiento. Su cara estaba llena de arrugas y en su calva asomaba una fea cicatriz. De pronto, Alejandro, como si hubiera adivinado que alguien le estaba observando, levantó su poderosa cabeza y clavó sus ojos en el joven que tenía enfrente. Éste se sintió turbado por aquella mirada penetrante y apartó la vista. El anciano se encogió de hombros y continuó con su lectura.

Unos minutos después, Jaime reparó en el libro del sujeto. Se trataba de un volumen bastante estropeado por el paso del tiempo, algunas de sus páginas se encontraban rotas, vio numerosas manchas en el papel, producidas probablemente por la humedad, las pastas, de color azul, estaban sueltas. “¿Qué clase de libro será?”, se preguntó.

Las horas transcurrían sin novedad. Una vez que Jaime acabó de leer la biografía de Marcel Proust se levantó y se fue en busca del primer tomo de “En busca del tiempo perdido”: “Por el camino de Swann”, del mismo autor. Cuando regresó a su sitio vio que Alejandro había desaparecido aunque su libro continuaba sobre la mesa. El joven se aproximó y trató de averiguar su título, pero entonces escuchó un sonido que ya le resultaba familiar.

–Toc... toc...

Jaime giró la cabeza. El anciano salía del servicio de caballeros pero, o no le había visto curiosear sobre sus cosas o si le había descubierto lo disimulaba bastante bien. El joven, rojo de vergüenza, regresó a su silla.

Poco después, los dos ocupaban sus lugares respectivos. Alejandro se colocó las gafas y miró fugazmente a Jaime. Aquella rápida ojeada le permitió descubrir el libro que había elegido el joven estudiante ya que éste aún no lo había abierto.

–Proust, es una buena elección. La mejor –dijo en un movimiento de labios imperceptible.

Jaime levantó la cabeza. Le había parecido oír algo pero cuando miró a Alejandro, éste prestaba ya toda su atención a su libro destartalado.

Fueron pasando las semanas y cada nuevo día aumentaba el asombro de Jaime. Él ya había tenido tiempo de leer no sólo los siete tomos de “En busca del tiempo perdido”, sino que había terminado otros dos volúmenes de ensayos del mismo escritor francés. Y sin embargo, durante todo este tiempo Alejandro no había cambiado, misteriosamente, de libro.

Siempre entraba en la sala de lectura con el mismo ejemplar bajo su brazo izquierdo. Invariablemente vestía la misma ropa: un gastado pantalón negro, una camisa blanca, una corbata negra y una americana de cuadros blancos y negros.

Hasta entonces, Jaime había acudido por las tardes a la biblioteca ya que por las mañanas iba a la universidad. Pero como quiera que había llegado la Semana Santa y se encontraba de vacaciones, pudo ir también por las mañanas a la Biblioteca Municipal. Y cuál sería su sorpresa al descubrir que Alejandro era el primero en llegar y lo que era más extraño, siempre elegía el mismo libro, el volumen desgastado y de tapas azules que a él le resultaba ya tan conocido.

Jaime sentía una gran curiosidad por averiguar el título de aquel libro. Pero todos sus intentos por conocer más detalles acerca del mismo fueron inútiles. Por si fuera poco, le había visto a Alejandro demostrar todo tipo de reacciones mientras leía: asombro, alegría, tristeza, miedo...,. pero lo que le resultaba verdaderamente increíble era comprobar la atención desmedida con que leía cada frase, cada párrafo, ¡como si se tratara de un libro distinto cada vez!

Una tarde, Alejandro se hallaba, como todos los días, leyendo su libro de siempre, mientras era espiado no demasiado lejos por Jaime, quien leía entonces “Madame Bovary”, de Gustave Flaubert. Inesperadamente, el anciano se inclinó hacia un lado y se cayó arrastrando su silla. El fuerte golpe que se dio con la cabeza en el suelo sobresaltó a todos los presentes. Jaime, al igual que varios hombres y mujeres corrieron en su ayuda. Un empleado de la biblioteca fue a toda prisa a llamar por teléfono a una ambulancia. Mientras tanto, Jaime abrió una de las ventanas para que entrara aire fresco y colocó la cabeza de Alejandro bajo su propia chaqueta de cuadros blancos y negros, que había doblado a modo de almohada. Le aflojó el nudo de la corbata y le tomó el pulso. Respiraba con bastante dificultad. El anciano abrió sus ojos y se fijó en la cara del joven que se interesaba por él y que no le resultaba desconocida.

–El libro... el libro –dijo entre suspiros.

Jaime asintió con un movimiento de cabeza y le dijo para tranquilizarle:

–Han ido a avisar a una ambulancia. Estará aquí en unos minutos.

Poco después se presentaron en la sala un médico y dos camilleros. Le practicaron los primeros auxilios y se lo llevaron al hospital más cercano.

Jaime, al igual que el resto de los presentes, se encontraba muy alterado por lo ocurrido. De pronto, se fijó en el libro que Alejandro había estado leyendo hasta el momento de su estrepitosa caída al suelo. Aquella era una tentación demasiado grande para él. El momento que había estado esperando durante días y semanas había llegado, por fin. Sin dudarlo, lo cogió y, con disimulo, lo escondió bajo su jersey. Debido a la confusión que había provocado el accidente del viejo, nadie reparó en el robo de Jaime. Éste recogió sus cosas y salió del edificio municipal con el corazón encogido. Se sentía un ladrón, pero por nada del mundo iba a volverse atrás.

Cuando al finalizar la jornada, los funcionarios hicieron balance de los libros que habían sido solicitados por los lectores y los que habían sido devueltos por los mismos, comprobaron que faltaba uno, precisamente el de Alejandro. A aquellas alturas, todos los funcionarios sabían que el lector más asiduo de la biblioteca siempre les pedía el mismo libro: un viejo ejemplar con las tapas sueltas. Pero lo que entonces desconocían era que el libro en cuestión no volvería a aparecer jamás.

Una vez que Jaime llegó a su casa, se encerró en su habitación. Se tumbó sobre la cama y abrió el libro que le tenía obsesionado. Su mismo título acrecentó la intriga que le consumía: “El libro innombrable”. Buscó el nombre de su autor sin dar con él. Entonces, pensó que se trataría de la obra de un escritor anónimo. Pero su extrañeza aumentó cuando vio que no figuraba por ningún lado ni la editorial, ni su fecha de edición, ni ningún otro dato que le permitiera conocer su procedencia. Asimismo, carecía de índice, sus páginas no se hallaban numeradas, varias hojas amenazaban con desprenderse, las tapas se encontraban sueltas... Sin más dilación, comenzó a leer.

Lo primero que descubrió fueron unas leyendas finlandesas. Luego se topó con unos cuentos japoneses del siglo XV, cuyo protagonista era un viejo samurai. Posteriormente leyó unos poemas de Jorge Luis Borges donde plasmaba la nostalgia que sentía por su ciudad natal, Buenos Aires. Después, varios relatos de Gabriel García Márquez. A la una de la madrugada decidió interrumpir la lectura, apagar la luz y acostarse para tratar de dormir un poco. Por aquel día ya había tenido bastantes emociones.

A la mañana siguiente, cogió de nuevo el libro y al abrirlo no dio crédito a lo que vio. Su contenido había cambiado por completo. Las leyendas finlandesas, los cuentos japoneses, los poemas de Borges y los relatos de García Márquez  habían desaparecido misteriosamente. En su lugar encontró un largo tratado filosófico sobre las vidas y obras de Anaxágoras, Anaximandro, Sócrates, Platón y Aristóteles.

–No puede ser... ¿Qué clase de libro es éste? –dijo en voz alta visiblemente asustado.

Dedicó todo el día a leer filosofía mientras pensaba qué podría ocurrir al día siguiente. En efecto, nada más despuntar el sol descubrió, incrédulo, que el contenido del libro correspondía a una edición de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha” de 1750, escrita en un español antiguo que le llenó de zozobra porque por más que leía y leía no lograba descifrar el significado de muchas palabras.

De esta forma, fueron pasando los días, semanas, meses y años mientras Jaime iba descubriendo cientos de secretos del libro. En él tenían cabida todos los géneros literarios y los temas más diversos. Textos sobre medicina, matemáticas, biología, química, física, filosofía, lingüística, historia, sociología, teología, derecho..., aparecían  misteriosamente en sus páginas para desaparecer al anochecer de igual manera. Al día siguiente, todo comenzaba de nuevo, producto de un renacimiento inexplicable porque, de alguna manera, el libro nacía y moría cada día.

Jaime dedicó toda su vida al estudio de “El libro innombrable”, como antes que él hicieron, a lo largo de varios siglos, decenas de lectores anónimos que fueron desapareciendo sin dejar rastro. Varios de ellos escribieron con su puño y letra mensajes en los márgenes de las hojas para dejar constancia de su paso por el mundo. Sin embargo, a la mañana siguiente, el libro borraba las inscripciones y eliminaba todas las huellas.

Pero lo que ninguno de sus lectores llegó a saber jamás, es que “El libro innombrable” se alimentaba de las vidas de quienes lo leían hasta que les sobrevenía la muerte. Y cuando ello ocurría, siempre se las ingeniaba para acabar en las manos de otro hombre o mujer que continuaba la cadena de lectura, en una rueda infinita que no dejaba de girar jamás.

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