CONCURS DE NARRATIVA CURTA
"REIAL VILA DE GUARDAMAR" 2011
MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO
GANADOR:
IGNACIO ECHEVARRÍA ORTIZ DE
ZÁRATE
Ignacio Echevarría Ortiz de Zárate nació en Bilbao en 1961. Periodista de profesión, siempre se ha sentido muy atraído por la literatura. Durante más de veinte años ha compaginado su trabajo de redactor jefe en una empresa editorial de su ciudad natal con su verdadera afición, que no es otra que la de escribir. En la actualidad, dedica todo su tiempo libre a esta actividad. Ha ganado varios certámenes literarios en nuestro país -tanto en narrativa como en poesía- y tiene publicadas, además, varias obras.
El libro innombrable
Jaime se encontraba leyendo una biografía de Marcel Proust en
la Biblioteca Municipal de su ciudad, cuando vio por primera vez al hombre que
iba a cambiar el rumbo de su vida. Fatigado por las dos horas que llevaba
leyendo, había levantado un momento la cabeza para mirar por la ventana y fue
entonces cuando fijó sus ojos en él. Le observó con detenimiento mientras
entraba en la sala y cerraba la puerta. Lo primero que le llamó la atención fue
su aspecto físico: era completamente calvo, tenía una nariz aplastada que le
daba un cierto aire de boxeador retirado y la extrema pequeñez de sus ojos
contrastaba con el tamaño desproporcionado de sus orejas. En su mano derecha
llevaba un bastón y en la izquierda un libro. Trató de adivinar su edad,
calculó que tendría unos ochenta años.
Cuando el hombre empezó a caminar hacia una mesa libre, Jaime
descubrió que cojeaba levemente. A cada paso que daba, su bastón golpeaba el
suelo de madera obligando a los presentes a volverse hacia él. El anciano,
indiferente a la atención que despertaba a su alrededor, no tardó en llegar al
sitio que había elegido.
–Toc... toc... toc... –por fin el ruido producido por el
bastón cesó.
Se sentó, sacó unas gafas del bolsillo interior de su
chaqueta, abrió el libro y sin mirar a nadie se enfrascó en la lectura.
Al cabo de unos segundos, Jaime perdió todo interés en él y
volvió a la biografía que tenía entre manos. Los minutos fueron transcurriendo
con lentitud. De vez en cuando echaba una fugaz mirada al resto de lectores,
con la intención de distraerse. El hombre calvo no se había movido. Continuaba leyendo,
ajeno a todo lo que le rodeaba.
Cuando el reloj dio las nueve y media de la noche un empleado
de la biblioteca entró en la sala y dijo:
–Señoras y señores, por favor, vayan entregando sus libros.
Es la hora de cerrar la biblioteca.
Tan sólo quedaban en la sala una docena de personas. Jaime
miró una vez más al sujeto del bastón. Éste se había mostrado bastante
sorprendido por la entrada del empleado. “Tan enfrascado estaba en la lectura
que no se ha dado cuenta de la hora que es, le ha ocurrido lo mismo que a mí”,
pensó Jaime mientras recogía sus cosas. Poco antes de entregar su volumen a una
funcionaria, escuchó el diálogo que mantenían un bedel y el anciano.
–Veo, Alejandro, que se ha retrasado un poco en el día de
hoy...
–Sí, Evaristo, así es. Me encontraba tan a gusto leyendo que
se me ha ido el santo al cielo –su voz sonó cascada.
–¿Ya se ha repuesto de la gripe que le ha mantenido en cama
durante las dos últimas semanas?
–Sí, ya me encuentro bastante mejor. A mi edad uno tiene que
cuidarse.
–Hasta mañana, Alejandro.
–Hasta mañana.
Al día siguiente, Jaime no vio entrar a Alejandro en la sala
de lectura de la biblioteca. El sonido producido por su bastón fue suficiente
para anunciarle su llegada. En esta ocasión el viejo se sentó frente a él.
Jaime le estudió con mayor detenimiento. Su cara estaba llena de arrugas y en
su calva asomaba una fea cicatriz. De pronto, Alejandro, como si hubiera
adivinado que alguien le estaba observando, levantó su poderosa cabeza y clavó
sus ojos en el joven que tenía enfrente. Éste se sintió turbado por aquella
mirada penetrante y apartó la vista. El anciano se encogió de hombros y
continuó con su lectura.
Unos minutos después, Jaime reparó en el libro del sujeto. Se
trataba de un volumen bastante estropeado por el paso del tiempo, algunas de
sus páginas se encontraban rotas, vio numerosas manchas en el papel, producidas
probablemente por la humedad, las pastas, de color azul, estaban sueltas. “¿Qué
clase de libro será?”, se preguntó.
Las horas transcurrían sin novedad. Una vez que Jaime acabó
de leer la biografía de Marcel Proust se levantó y se fue en busca del primer
tomo de “En busca del tiempo perdido”: “Por el camino de Swann”, del mismo
autor. Cuando regresó a su sitio vio que Alejandro había desaparecido aunque su
libro continuaba sobre la mesa. El joven se aproximó y trató de averiguar su
título, pero entonces escuchó un sonido que ya le resultaba familiar.
–Toc... toc...
Jaime giró la cabeza. El anciano salía del servicio de
caballeros pero, o no le había visto curiosear sobre sus cosas o si le había
descubierto lo disimulaba bastante bien. El joven, rojo de vergüenza, regresó a
su silla.
Poco después, los dos ocupaban sus lugares respectivos.
Alejandro se colocó las gafas y miró fugazmente a Jaime. Aquella rápida ojeada
le permitió descubrir el libro que había elegido el joven estudiante ya que
éste aún no lo había abierto.
–Proust, es una buena elección. La mejor –dijo en un
movimiento de labios imperceptible.
Jaime levantó la cabeza. Le había parecido oír algo pero
cuando miró a Alejandro, éste prestaba ya toda su atención a su libro
destartalado.
Fueron pasando las semanas y cada nuevo día aumentaba el
asombro de Jaime. Él ya había tenido tiempo de leer no sólo los siete tomos de
“En busca del tiempo perdido”, sino que había terminado otros dos volúmenes de
ensayos del mismo escritor francés. Y sin embargo, durante todo este tiempo
Alejandro no había cambiado, misteriosamente, de libro.
Siempre entraba en la sala de lectura con el mismo ejemplar
bajo su brazo izquierdo. Invariablemente vestía la misma ropa: un gastado
pantalón negro, una camisa blanca, una corbata negra y una americana de cuadros
blancos y negros.
Hasta entonces, Jaime había acudido por las tardes a la
biblioteca ya que por las mañanas iba a la universidad. Pero como quiera que
había llegado la Semana Santa y se encontraba de vacaciones, pudo ir también
por las mañanas a la Biblioteca Municipal. Y cuál sería su sorpresa al
descubrir que Alejandro era el primero en llegar y lo que era más extraño, siempre
elegía el mismo libro, el volumen desgastado y de tapas azules que a él le
resultaba ya tan conocido.
Jaime sentía una gran curiosidad por averiguar el título de
aquel libro. Pero todos sus intentos por conocer más detalles acerca del mismo
fueron inútiles. Por si fuera poco, le había visto a Alejandro demostrar todo
tipo de reacciones mientras leía: asombro, alegría, tristeza, miedo...,. pero
lo que le resultaba verdaderamente increíble era comprobar la atención
desmedida con que leía cada frase, cada párrafo, ¡como si se tratara de un
libro distinto cada vez!
Una tarde, Alejandro se hallaba, como todos los días, leyendo
su libro de siempre, mientras era espiado no demasiado lejos por Jaime, quien
leía entonces “Madame Bovary”, de Gustave Flaubert. Inesperadamente, el anciano
se inclinó hacia un lado y se cayó arrastrando su silla. El fuerte golpe que se
dio con la cabeza en el suelo sobresaltó a todos los presentes. Jaime, al igual
que varios hombres y mujeres corrieron en su ayuda. Un empleado de la biblioteca
fue a toda prisa a llamar por teléfono a una ambulancia. Mientras tanto, Jaime
abrió una de las ventanas para que entrara aire fresco y colocó la cabeza de
Alejandro bajo su propia chaqueta de cuadros blancos y negros, que había
doblado a modo de almohada. Le aflojó el nudo de la corbata y le tomó el pulso.
Respiraba con bastante dificultad. El anciano abrió sus ojos y se fijó en la
cara del joven que se interesaba por él y que no le resultaba desconocida.
–El libro... el libro –dijo entre suspiros.
Jaime asintió con un movimiento de cabeza y le dijo para
tranquilizarle:
–Han ido a avisar a una ambulancia. Estará aquí en unos
minutos.
Poco después se presentaron en la sala un médico y dos
camilleros. Le practicaron los primeros auxilios y se lo llevaron al hospital
más cercano.
Jaime, al igual que el resto de los presentes, se encontraba
muy alterado por lo ocurrido. De pronto, se fijó en el libro que Alejandro
había estado leyendo hasta el momento de su estrepitosa caída al suelo. Aquella
era una tentación demasiado grande para él. El momento que había estado
esperando durante días y semanas había llegado, por fin. Sin dudarlo, lo cogió
y, con disimulo, lo escondió bajo su jersey. Debido a la confusión que había
provocado el accidente del viejo, nadie reparó en el robo de Jaime. Éste
recogió sus cosas y salió del edificio municipal con el corazón encogido. Se
sentía un ladrón, pero por nada del mundo iba a volverse atrás.
Cuando al finalizar la jornada, los funcionarios hicieron
balance de los libros que habían sido solicitados por los lectores y los que
habían sido devueltos por los mismos, comprobaron que faltaba uno, precisamente
el de Alejandro. A aquellas alturas, todos los funcionarios sabían que el
lector más asiduo de la biblioteca siempre les pedía el mismo libro: un viejo
ejemplar con las tapas sueltas. Pero lo que entonces desconocían era que el
libro en cuestión no volvería a aparecer jamás.
Una vez que Jaime llegó a su casa, se encerró en su
habitación. Se tumbó sobre la cama y abrió el libro que le tenía obsesionado.
Su mismo título acrecentó la intriga que le consumía: “El libro innombrable”.
Buscó el nombre de su autor sin dar con él. Entonces, pensó que se trataría de
la obra de un escritor anónimo. Pero su extrañeza aumentó cuando vio que no
figuraba por ningún lado ni la editorial, ni su fecha de edición, ni ningún
otro dato que le permitiera conocer su procedencia. Asimismo, carecía de
índice, sus páginas no se hallaban numeradas, varias hojas amenazaban con
desprenderse, las tapas se encontraban sueltas... Sin más dilación, comenzó a
leer.
Lo primero que descubrió fueron unas leyendas finlandesas.
Luego se topó con unos cuentos japoneses del siglo XV, cuyo protagonista era un
viejo samurai. Posteriormente leyó unos poemas de Jorge Luis Borges donde
plasmaba la nostalgia que sentía por su ciudad natal, Buenos Aires. Después,
varios relatos de Gabriel García Márquez. A la una de la madrugada decidió
interrumpir la lectura, apagar la luz y acostarse para tratar de dormir un
poco. Por aquel día ya había tenido bastantes emociones.
A la mañana siguiente, cogió de nuevo el libro y al abrirlo
no dio crédito a lo que vio. Su contenido había cambiado por completo. Las
leyendas finlandesas, los cuentos japoneses, los poemas de Borges y los relatos
de García Márquez habían desaparecido
misteriosamente. En su lugar encontró un largo tratado filosófico sobre las
vidas y obras de Anaxágoras, Anaximandro, Sócrates, Platón y Aristóteles.
–No puede ser... ¿Qué clase de libro es éste? –dijo en voz
alta visiblemente asustado.
Dedicó todo el día a leer filosofía mientras pensaba qué
podría ocurrir al día siguiente. En efecto, nada más despuntar el sol
descubrió, incrédulo, que el contenido del libro correspondía a una edición de
“El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha” de 1750, escrita en un español
antiguo que le llenó de zozobra porque por más que leía y leía no lograba
descifrar el significado de muchas palabras.
De esta forma, fueron pasando los días, semanas, meses y años
mientras Jaime iba descubriendo cientos de secretos del libro. En él tenían
cabida todos los géneros literarios y los temas más diversos. Textos sobre
medicina, matemáticas, biología, química, física, filosofía, lingüística,
historia, sociología, teología, derecho..., aparecían misteriosamente en sus páginas para
desaparecer al anochecer de igual manera. Al día siguiente, todo comenzaba de
nuevo, producto de un renacimiento inexplicable porque, de alguna manera, el
libro nacía y moría cada día.
Jaime dedicó toda su vida al estudio de “El libro
innombrable”, como antes que él hicieron, a lo largo de varios siglos, decenas
de lectores anónimos que fueron desapareciendo sin dejar rastro. Varios de
ellos escribieron con su puño y letra mensajes en los márgenes de las hojas
para dejar constancia de su paso por el mundo. Sin embargo, a la mañana
siguiente, el libro borraba las inscripciones y eliminaba todas las huellas.
Pero lo que ninguno de sus lectores llegó a saber jamás, es
que “El libro innombrable” se alimentaba de las vidas de quienes lo leían hasta
que les sobrevenía la muerte. Y cuando ello ocurría, siempre se las ingeniaba
para acabar en las manos de otro hombre o mujer que continuaba la cadena de
lectura, en una rueda infinita que no dejaba de girar jamás.
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