miércoles, 24 de agosto de 2011

XVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2011

MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO


GANADOR: CARLOS FERNÁNDEZ SALINAS

TÍTULO: ELISA

"Me llamo Carlos Fernández Salinas, natural de Gijón, la ciudad huérfana del sol. Soy hijo, nieto, sobrino y ahijado de marinos. Bajo este panorama estudié náutica y navegué hasta que cumplí treinta y dos años. Actualmente me muevo entre el mundo de la seguridad marítima y el de la narrativa. Soy el autor del libro "Los abordajes en la mar", y además he publicado más de treinta monográficos de seguridad, que han aparecido en prácticamente la totalidad de las revistas del sector, incluido el Journal of Navigation de Cambridge University Press. Escribo narrativa desde el año 2004, y en este tiempo he conseguido unos setenta reconocimientos literarios, dieciséis de ellos primeros premios, entre los que destacan el Ciudad de Torremolinos (2004), el Ciudad de Arévalo (2008), el Marco Fabio Quintiliano (2009), o el Cuentos de Guardo (2010)."



ELISA

por Carlos Fernández Salinas


Madre e hija permanecen distantes en los pasillos del juzgado. Sus ojos se evitan. La madre está en la medianía de los cuarenta mientras que la hija no es más que una adolescente vestida con el uniforme del colegio. Su alborotada melena sigue siendo de niña y los calcetines que le aprietan las pantorrillas acentúan ese aire infantil. Al escuchar el nombre de la muchacha, su madre la obliga a entrar en un despacho. Informes y carpetas colman anaqueles, se esparcen por las mesas y surgen del suelo igual que plantas trepadoras. Desde su sillón, la jueza intenta ser amable:

—Disculpen el desorden, estamos de traslado. Pero, por favor, siéntense. Debajo de esos expedientes se supone que hay dos butacas.

            La adolescente no hace ademán por moverse. Mantiene la cabeza gacha. Es como si se sirviera de su cabello para aislarse de un mundo del que no quiere formar parte. Su madre emite un suspiro de impotencia, y para evitar que la escena sea más violenta también permanece de pie. La jueza no insiste:

—Tenemos que esperar a que llegue la secretaria judicial. Tengo entendido que ya han hablado con ella. —En éstas se abre la puerta—. Ah, eres tú, Julia, precisamente hablábamos de ti. —La secretaria judicial enarca una ceja en una mueca que la jueza interpreta al instante. Luego le entrega un expediente—. Bueno, si te parece podemos empezar. —La jueza se dirige a un funcionario que entre las columnas de archivos pasa desapercibido—: Alberto, avísame cuando estés preparado.

            El funcionario se levanta dispuesto y se dirige a un ordenador.

            —Bueno, la secretaria judicial ya les habrá puesto al corriente. Ahora lo que vamos a hacer es tomar declaración a la chica y luego decidiremos. —La jueza se pone unas gafas de leer y mira la portada del expediente—. Elisa…, qué nombre más bonito. Siempre quise tener una hija que se llamase así, pero mi naturaleza es bastante tozuda y sólo me ha dado varones. Por cierto, uno tiene tu edad: dieciséis.

            Elisa ni se inmuta. Sigue con la melena arrebujándole el rostro. La jueza intenta no mostrarse autoritaria.

            —Bueno, soy consciente de que esto puede ser difícil, pero quiero que me lo cuentes todo, empezando desde el principio.

            Los ojos de la chica se entretienen en sus mocasines escolares. Los segundos se hacen eternos y la madre pierde los nervios.

            —Elisa, haz el favor de contestar cuando se te pregunta.

            Jueza y secretaria judicial se miran resignadas. La madre se disculpa:

            —Lo siento, lleva así desde que presentamos la denuncia. Hace un momento hizo lo mismo en el despacho de la secretaria judicial. —La madre apunta a Julia y ésta asiente con el mentón—. Si le parece oportuno yo puedo explicárselo.

            La jueza se resigna:

—Me temo que no tenemos otra alternativa.

            Antes de comenzar la madre se aclara la voz.

            —Es ese chico, Joel, que la tiene abducida. Hemos hecho todo lo posible para que se dejen de ver, pero, créanme, ha sido imposible. Para colmo él es mayor que ella.

            La secretaria interviene:

            —Diecinueve años, aquí tienes el historial del susodicho, una perla de muchacho —dice pasándole a la jueza una foto sujeta con un clip a un par de folios.

            La jueza sopesa la foto:

—Tengo que reconocer que el chico es guapito, pero desde luego que ésta debe ser su única virtud. Pequeños hurtos, peleas, destrozos de material urbano... En definitiva, unas cuantas visitas a los juzgados sin mayor trascendencia. —La jueza deja el expediente sobre la mesa y se quita las gafas—. ¿Desde cuándo son novios? Si es que se sigue llamando así.

            La madre se apresura a responder:

—No lo sabemos con exactitud. Mínimo cuatro meses. Nos enteramos cuando empezó a recogerla en moto.

            —¿Qué les hizo pensar que las cosas no eran, digamos… normales?

            —En varias ocasiones Elisa llegó con cardenales en las piernas. La disculpa siempre era la misma, que se había caído de la moto y cosas por el estilo.

            —¿Es eso cierto, Elisa?

La chica juega con una pulsera. No es atractiva, pero tampoco sus facciones son vulgares, tal vez esté un poco rellenita para la edad, una edad difícil en todos los sentidos, piensa la jueza a la sazón que la madre continúa con su relato.

—Durante este tiempo, Elisa ha cambiado por completo. Hasta entonces siempre había sido una hija cariñosa, un tanto inocente si quiere, pero obediente. —Al escuchar esto, Elisa dibuja con la boca un mohín grotesco—. Nunca había suspendido una sola asignatura, y esta última evaluación trajo tres. Ya ve, ahora que está a punto de terminar el curso. Y luego está ese lenguaje, todo lo cuestiona y le incomoda… —La madre ahora carraspea—. También empezamos a notar que nos faltaba dinero del monedero. Billetes de diez y veinte euros, una vez uno de cincuenta. En fin, eso es lo de menos. El otro día sin que ella se diera cuenta le cogimos el móvil. No piense que somos de esos padres que fiscalizan cada movimiento de sus hijos, le juro que no, simplemente estábamos preocupados, y menos mal que lo hicimos. Mire qué mensajes, por amor de Dios, dígame si esto es normal…

Según le extiende el teléfono la madre empieza a gimotear. La jueza lee los mensajes con cara de circunstancias. Al final dice:

—Ya lo hablamos el otro día la secretaria y yo, ¿verdad, Julia? Vuelven los viejos tiempos. Veo, Elisa, que tu chico no quiere que hagas nada sin él, ni siquiera que hables con tus amigas o vayas a la piscina. Y ya creo que se lo toma en serio. —La jueza se vuelve al funcionario—: Alberto, transcribe estos mensajes, haz el favor. —Ahora se dirige a la madre, y la entonación de la pregunta le hace ver que su respuesta va a ser determinante—: Bueno, dígame, ¿cuál es la gota que ha colmado el vaso?

A pesar de que la hija se resiste, la madre la obliga a levantar la cabeza al tiempo que le separa el pelo de la cara.

—¡Esto!

La jueza se remueve sobre la silla. Uno de los ojos que hasta entonces permanecía oculto bajo la melena ladeada presenta un hematoma hórrido de tonos violáceos que bordea las sienes y el arranque del pómulo. Tras unos instantes de silencio, la jueza retoma la palabra.

—Bien, que el forense la examine y nos remita el informe.

La madre se muestra confusa a la vez que inquieta.

—¿Van a hacer algo? Perdone que la ponga en duda, pero es que estoy al borde de un ataque.

—Antes de firmar una orden de alejamiento tengo la obligación de tomar declaración al muchacho. Julia, ¿sabes si la policía lo ha localizado?

—Sí, está aquí. Lo trajeron mientras ellas aguardaban en el pasillo.

En ese instante la joven abandona su letargo y comienza a chillar.

—¿Detenido? ¿Aquí? ¡Quiero verle! ¡Por favor, quiero verle!

La madre intenta sosegarla.

—Elisa, cielo, cálmate. Ese chico es un sinvergüenza. Todo esto es por tu bien.

—¿Por mi bien? ¡Tú que sabrás! Él me quiere, ¡cuándo lo vas a aceptar! Es la única persona que me entiende, y ahora resulta que lo han detenido por culpa de una de tus malditas neuras. Ya te dije que lo del ojo me lo hice en gimnasia. ¡Tómate una pastilla y déjanos tranquilos! ¡Quiero verle!

La secretaria judicial esgrime su mejor argumento:

—Ahora no eres consciente, pero te aseguro que estás de pie sobre un plano que se inclina por momentos.

Elisa se vuelve hacia la jueza y la secretaria.

—Vosotras dos os creéis muy listas. No tenéis ni idea. —La madre y el funcionario la sujetan para que la joven no se precipite sobre la mesa—.Os pensáis que vais a arreglar el mundo. ¡Pues enhorabuena! ¡Estáis haciendo de él una autentica mierda! —grita entre sollozos.

Ante el escándalo, un policía abre la puerta y con dificultad conduce a madre e hija fuera del despacho. Las dos lloran por motivos distintos, aunque en el fondo es el mismo. La jueza y la secretaria se miran impotentes. Una vez más, y ya van cientos.

*

De camino al colegio Elisa siente que las piernas le flaquean. El sol de últimos de septiembre calienta sus mejillas y le hiere los ojos, y aún así mira al frente, buscando una señal entre el laberinto de asfalto. Después de más de tres meses tiene la corazonada de que esta mañana las cosas van a ser diferentes. Su madre insistió en acompañarla, siempre lo había hecho el primer día del curso, pero por fortuna a su padre le pareció excesivo. Sin duda él está convencido de que después de todo este tiempo ya no le queda ningún rescoldo bajo el pecho.

Elisa sigue caminando. De soslayo ve su imagen reflejada en el retrovisor de una furgoneta de reparto. La tez pálida, el rostro abotargado. Ahora se arrepiente de no haber tomado el sol. Además, si hubiese nadado un poco no habría ganado peso. Pero ¿qué está diciendo? ¿Ha perdido el juicio o qué? Lo ha hecho por él, por ser fiel a su recuerdo. De ahí que cuando su madre le insistía en que bajase a la piscina, ella se negase en redondo. No podía obligarla, todo tiene un límite, incluso en sus padres.

Tal y como ellos aspiraban había aprobado en junio (en el fondo sospechaba que habían hablado con las monjas para que éstas fueran indulgentes). Luego, ella y su madre se subieron a un autobús y en él recorrieron los quinientos kilómetros que les separaban del apartamento de un familiar cercano. Le quitaron el teléfono a la vez que le prohibieron el ordenador, no fuera a chatear o enviarle mensajes. ¿Así pretendían que se olvidase de Joel, el único chico que se ha interesado por ella, que la ha hecho sentirse distinta, especial, protagonista de una historia irrepetible, su propia historia? ¡Pero qué ingenuos! ¿Acaso puede un dedo olvidarse de su falange? De acuerdo que él la había separado de sus amigas pero si lo hizo fue porque desea que nadie le arrebate ni un segundo de su compañía. Y ella es quien despierta esa pasión. Joel, el chico más guapo y atrevido que ninguna joven haya conocido. Cuando se enteraron sus amigas no daban crédito, alguna le vino con cuentos. ¡Envidiosas! Joel, el chico de la moto y de las camisetas ajustadas, simpático y extrovertido, siempre tomándole el pelo. ¿Cómo está mi gordita? ¿Has pensado en mí, mofletitos? ¡Cómo no voy a pensar en ti, mi amor! Mañana, tarde, noche, mi mente no tiene otro pensamiento. Lo eres todo, sol y luna, mar y tierra, y que sepas que sólo tienes que proponérmelo para que renuncie a todo. Por ti, para ti, los dos seremos uno, hasta el final.

            Elisa emboca la avenida que la conduce al portón del colegio. Empieza a encontrarse con otras estudiantes que caminan desinhibidas. Algunas la saludan pero los ojos de Elisa sólo tienen un objetivo. De pronto el aire ya no es aire sino un bloque de acero. A lo lejos, una moto se dirige de vuelta encontrada justo en su dirección. Está a varias manzanas pero conoce el sonido de ese motor, la figura resuelta que maneja el manillar. El corazón de Elisa palpita fuerte. ¡Tres meses! ¡Qué pronto se dicen pero cuánto se sufren!

Inexplicablemente un recuerdo amargo se abre paso y se interpone a su dicha, uno que hubiera preferido obviar pero que ha regresado indeleble para torturarla. Ocurrió durante una tarde de ese nefasto verano. Hacía mucho calor, ella estaba hastiada y con la moral por los suelos, pues en el fondo esperaba que Joel se hiciera a la carretera en su moto para recorrer esos funestos quinientos kilómetros. Muchas noches se levantaba y corría a la ventana pues creía oír a Joel llamándola desde los setos del jardín. Pero los días pasaban y Joel no daba señales de vida, por lo que vencida, acabó cediendo y bajó a la piscina. Después de darse un baño se tumbó en una hamaca. No llevaba quince minutos cuando comenzó a llorar desconsoladamente. Las lágrimas recorrían sus pómulos sin ambages, hasta el punto de que tuvo que regresar apresuradamente al apartamento. Había roto la promesa. Y ahora, si él le pregunta, ¿qué le va a responder? Ella ni puede ni quiere mentirle, tiene que decirle la verdad y ésta no es otra que le ha fallado. Como tantas otras veces, por hablar con quien no debe, por decir cosas inoportunas, por comportarse como no corresponde a la chica de un muchacho como Joel. Por eso él está en su derecho de castigarla, pues ella tiene que aprender de una vez por todas cuál es el lugar que le pertenece por el mero hecho de que él la haya elegido.

            Elisa está llegando. La moto se detiene justo en el portón. Es Joel. No lleva casco, según él sólo lo usan los cobardes. Elisa camina despacio pero decidida, sabe que las monjas la estarán observando, pero le trae sin cuidado. De un solo beso le va dejar los labios tatuados.

            A menos de cinco metros Elisa se percata de que en la parte de atrás de la moto hay otra persona. ¡Dios Mío! Es Marta Zulaica, la chica más popular del colegio. Elisa no sabe qué hacer, quiere detenerse, volver sobre sus pasos, echar a correr, pero sus piernas no la obedecen y sigue caminando como un muñeco mecánico. Agacha la cabeza, es lo único que se le ocurre, mirar cómo sus piernas aparecen y desaparecen por debajo de la falda. Marta Zulaica, una joven rubia, de ojos verdes, alta y esbelta, un ángel caído del cielo. ¡Qué puede hacer ella ante una rival así! Es ridículo siquiera planteárselo. Nunca podrá estar a la altura de una venus que se ha escapado de su cuadro.

            Elisa está justo en el portón. Escucha cómo la moto arranca y se aleja. Sigue con la mirada al suelo pero tiene que elevarla para no tropezar con sus compañeras. Al hacerlo se encuentra hombro con hombro con Marta Zulaica. La figura mayestática de su rival la ensombrece. Ésta no la saluda, como si sintiera vergüenza por lo que le ha hecho. Elisa está a punto de decirle que un león nunca se disculpa ante el piojo que aplasta, pero calla. Al atravesar el portón, otra alumna que camina descuidada empuja sin querer a Marta Zulaica, tirándole las gafas de sol al pavimento. En un gesto instintivo, Elisa se agacha para recogérselas y justo en ese momento las dos quedan de cuclillas frente a frente. Elisa se queda sin habla. Acaba de descubrir que en realidad ambas están en un mismo plano, y que, sin embargo, preferiría no estarlo, que ninguna de las dos lo estuviera, que ese plano ni siquiera existiera. Rápidamente Marta Zulaica se vuelve a poner las gafas de sol, ocultando el hematoma violáceo que subraya la inocencia de su mirada.

 

—Fin—


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