Reyes González aunque nació en Madrid es Guardamarenca de adopción.
Estudió Historia del Arte
y Geografía e Historia en la UNED,
Madrid y varios cursos de Psicología.
Impartió dos cursos de
"Taller de NARRATIVA" en la
Ciudad de los Poetas, en Madrid.
En la actualidad se dedica
a la pintura profesional, habiendo expuesto en salas de Madrid, Toledo, y
Cáceres… En estos momentos expone sus obras en la Sala de Protocolo del
Ayuntamiento de Guardamar del Segura.
Empezó como lectora
compulsiva y escritora ocasional.
En su estilo destacan: la
honestidad, la sencillez y la naturalidad.
Intenta dotar a sus
relatos de cuerpo y espíritu, a la vez que de sentimiento y sensibilidad.
Gran observadora, se
inspira para dotar de atmósfera sus relatos en las costumbres y vidas que le
rodean aunque también plasma vivencias propias. En todo relato está siempre
parte del alma del propio autor.
Su primer ensayo se tituló
"EL CASERÓN AUSTRIACO".
Actualmente está
escribiendo su primera novela titulada: "CUANDO TÚ ME PERDONES...".
Plagada de intrigas, asesinatos, sectas, amor…, que se conjugan dando vida a
una urdimbre de historias paralelas separadas por quinientos años.
Toqué
por primera vez tierra Egipcia el 12 de junio de 1798 en un barco de guerra
capitaneado, según contaban, por un pariente lejano del mismísimo Napoleón. Mi
maestro, Dominique Vivant Denon, con
algunos colegas, me esperaba en el muelle del puerto de Alejandría desde
primera hora de la mañana. Tuve el honor de ser el encargado de custodiar sin
perder ni un solo momento de vista, los diez baúles que transportaban una
cantidad ingente de rollos de papel para dibujo a tinta de distintas calidades,
tarros de tinta de múltiples colores, plumillas, algunas tablillas para apoyar
los papeles, ganchos para sujetarlos y muchos más elementos que mi maestro
consideró importantes o insignificantes, pero que los necesitaba con gran
apremio. Unos criados me ayudaron al transporte a tierra de tan preciada carga.
Mi inquietud de tantos meses lejos de mi maestro se borró de un plumazo al ver
su cara de satisfacción al verme.
Yo, Michel Cottet, me honro en ser llamado
amigo de Dominique Vivant Denon, el más grande pintor y dibujante de toda Francia.
Mes y medio llevaban viajando e
investigando, descubriendo monumentos nuevos a los ojos hambrientos de belleza
y conocimiento. Yo, me incorporé de inmediato a aquél plantel de investigadores
como primer ayudante de mi maestro. Mi trabajo era atenderle desde que se
levantaba hasta que se acostaba. No era un criado, todo lo contrario, me
ocupaba que nada le faltara en ningún sentido y adelantándome incluso a sus
necesidades. Yo ordenaba para atender hasta su más mínimo capricho. Solo
confiaba en mi, por eso en los dos meses que nos habíamos separado lo encontré
algo desaliñado en su aspecto y muy desordenado en su trabajo. Como era muy rápido
y la inspiración volaba en su mente, era yo el que terminaba sus trabajos con
todo detalle. Un día osé continuar uno de sus dibujos desechados, y al revés de
enfadarse, me felicitó. A partir de ese día confió en mí como si fuera su hijo.
Cuando en mi primer día en suelo Egipcio
me vio colocar sus instrumentos de trabajo como yo hacía siempre, lo previsible
para el uso diario dentro de un baúl de madera junto a la mesa y todo lo demás
dentro de sus cajas con los indicadores a la vista, mi maestro se emocionó.
Me enseñó, con sumo cuidado todos los
dibujos que hasta entonces había trasladado al papel, contándome anécdotas y
experiencias personales que mientras los pintaba le ocurrieron. A veces, me
daba la sensación, que su mente volaba mezclándose con aquellas obras de arte.
Me contaba como la arena lo estaba
devorando todo, como los templos estaban semienterrados y como él pensaba que
debajo de toneladas de esa arena habría tesoros de incalculable valor esperando
ser rescatados. Estaba fascinado e insistía en ver, saber, contemplar más y
más…para poder plasmarlo y enseñarlo al mundo entero. En ese momento, aquello
era su única prioridad.
Allí, no solo coincidí con los mejores
dibujantes, también con los mejores burilistas y aguafortistas encargados de
los grabados, de los que a decir verdad, aprendí mucho e hice buenos amigos.
Mi primera expedición no se hizo esperar, a
los dos días de mi llegada viajamos río arriba. Varias chalupas nos trasladaban
a nuestro destino, para mí un enigma. Mi emoción se conjugaba con el sudor
pegajoso que me recorría por entero. Aún no era mediodía y el calor estaba
siendo insoportable. Aquél clima era insufrible. Sentados en cubierta, en las
sillas plegables, uno al lado del otro, mi maestro no paraba de contarme lo
poco que había descubierto en el recorrido que en ese mes había hecho siguiendo
a las tropas y lo mucho que quedaba por manifestarse. Me indicó que el arte
milenario de aquél país se mimetizaba con su entorno en una integración
armónica con su geografía y con su paisaje. Todo era grandiosidad y eternidad.
Los monumentos no tenían movimiento, estaban serenamente en un reposo absoluto,
donde la paz reinante no desprendía ni un solo susurro. Sus palabras me
transmitían la poesía del mismo arte y mi
inquietud se transformó en apremio por contemplar todas esas maravillas. Por
fin mis deseos se cumplieron y con creces. Allí a lo lejos, en la parte derecha
del Nilo, descansaba sobre las arenas ardientes la ciudad sagrada de Menfhis,
la más cercana al vértice del delta. La dejamos atrás despacio, con parsimonia,
siguiendo con discreción nuestro camino.
En silencio, aquella, nos miraba con
desprecio, como si dañáramos con nuestra indiferencia las piedras milenarias
que desde allí nos contemplaban.
Por unos segundos se me antojó que aquello
se había convertido en un viaje de placer o por lo menos era lo que pasaba por
mi pensamiento pero no estábamos allí de visita, sino conquistando un país con
una historia milenaria. Nuestro trabajo no iba a ser fácil, de eso se
encargarían los nativos, mamelucos los llamaban, y de qué manera. Unos infantes
del ejército nos escoltaban a ambos lados del río y otras barcazas nos seguían
muy de cerca. No, aquello no era una broma, pero mi juventud, mi anhelo por ver
con mis propios ojos las maravillas contadas por mi maestro y mi carácter impetuoso me impedía en esos
primeros momentos darme cuenta de la importancia de aquel viaje.
Bonaparte, no solo deseó la conquista
militar, una vez vista una pequeña parte de aquellas maravillas, su gran anhelo
fue estudiar y descifrar, comprender su significado y penetrar en su espíritu,
hasta entonces sumido en las oscuras tinieblas del pasado.
Yo
formaba parte de un elenco enorme de científicos y sabios de las más variadas
ramas del saber, que arriesgamos nuestras vidas para ser los primeros en hacer
llegar al mundo lo que aquellas ardientes arenas ocultaban.
Mi primer contacto con el peligro fue de la
mejor manera posible, en la batalla de las Pirámides.
En la madrugada del 21 de julio de 1789, las
tropas de Bonaparte se pusieron en marcha. Se encontraban a 24 km pero a lo
lejos se dibujaban los perfiles de las tres pirámides. Los soldados se
encontraban agotados por varias jornadas soportando la sed y el calor sofocante
junto a las constantes refriegas con los mamelucos que intentaban por todos los
medios impedir la avanzadilla. Por eso el emperador concedió una jornada
completa de descanso. Dos días después, cinco
divisiones, junto a la caballería y a la artillería contemplaron en la lejanía
la ciudad del Cairo.
Extendido en semicírculo, apoyado en la
orilla izquierda el río, nos esperaba el ejército de Murad Bey, compuesto por
mamelucos y árabes. Desde una duna privilegiada por su altura y por su lejanía,
Dominique Vivant Denon y yo pertrechados de sendos papeles y plumas, dibujamos
juntos nuestras realidades en el fragor de la batalla.
Los atrincherados junto al Nilo, no opusieron
resistencia, simplemente buscaron la salida en las aguas y murieron por
centenares. Algunos intentaban llegar a las flotillas que surcaban el río, pero
eran repelidos por los artilleros con toda clase de municiones. Llegada la
noche, Bonaparte establece su cuartel general en Giza. La batalla está ganada.
Jamás pensé vivir una guerra de esa manera y
menos aún sentir emociones tan contradictorias, pero mi ser entero
complementado con los deseos de mi maestro, nos llevaron a un éxtasis artístico
sin precedentes. Nuestras mentes volaban al unísono y nuestras plumas rasgaban
el papel plasmando con tanta rapidez que pareciera que competíamos. Cuando la
noche se hizo sobre nosotros, descansamos.
A partir de ese momento, nuestro trabajo se
tornó más fácil. Podíamos movernos a nuestro antojo, asentar un campamento sin
ser molestados, aunque siempre nos escoltaban una decena de soldados, e incluso
ser ayudados por aquellos que habían sido conquistados.
Mi maestro dejó lo mejor para el final.
Sabía que lo último que se toma se saborea más intensamente. Y así fue como se cerró el círculo de
iniciación en la belleza y la sabiduría. Tuve el privilegio de descubrir el
templo de Hathor en la isla de Biga, lugar sagrado desde el principio de los
tiempos porque allí se encontraba enterrado Osiris. Plutarco ya escribió que
era bendecida entre los dioses, llena de paz y tranquilidad, benefactora y
dadora de fertilidad. Y mi maestro no se equivocaba. Mi principio y mi fin se
encontraron como una conjunción planetaria.
Vivant Devon, volvió a Francia varios meses
después pertrechado con todos los estudios y dibujos que hasta el momento
hicimos de todas las maravillas que se manifestaron a nuestros ojos, pero mi
misión aún no había terminado allí. Algo profundo, oculto, me retenía y él lo
entendió, me dio el espacio necesario para que mis sueños pudieran hacerse
realidad. La magia del desierto me envolvió con sus dulces tirabuzones y nada
pude ni quise hacer. Solo me dejé llevar…
Por eso, cuando me encontré en soledad, volví al divino y esotérico
templo de Hathor.
Junto al estrecho pasadizo abovedado que se
utilizaba en la antigüedad para medir las crecidas del río y que lleva a una estrecha escalera descendente
hasta una playa soleada de cantos rodados del tamaño de un puño, quedé dormido.
En mi estado onírico tuve la revelación de “las siete Hathor”, y mi sueño se
manifestó así:
“Un
rey del antiguo de Egipto y su esposa intentaban tener un hijo para asegurar la
descendencia. Deseaban un príncipe que llenase el palacio de risas y alegría.
Rezaban a los dioses y les ofrecían ofrendas y por fin, sus súplicas fueron
escuchadas. Pasadas nueve lunas, la reina dio a luz un precioso varón. El rey
llevó al recién nacido al templo de las siete Hathor para predecir su futuro.
Cuando volvió, el palacio se sumió en la tristeza. El rey contó a la reina con
rabia lo que el oráculo predijo: el príncipe, nunca llegaría a reinar, moriría
en su adolescencia atacado por un perro, un cocodrilo o una serpiente. El rey,
en un intento de salvar a su heredero, ordenó construir un palacio anexo al
suyo con las murallas muy altas, para alejar el mal del príncipe. En ese
palacio vivió y creció, rodeado de lujos y juegos, pero según fue creciendo
aquello se le quedó pequeño. Para apaciguar su soledad, el rey le regaló un
perro, un cachorro precioso que le mantendría ocupado y le haría compañía. Se
hicieron inseparables, pero la vitalidad del príncipe y de su amigo, hicieron
que viera el palacio como una cárcel. Un día, huyeron y cruzando el desierto
llegaron a una ciudad donde nadie le conocía. Allí vivía una princesa que también vivía aislada en una
torre del palacio de su padre. Se enteró que solo saldría cuando alguno de sus
pretendientes llegara de un salto a su prisión. El príncipe lo consiguió y el
rey tuvo que dar a su hija en casamiento. Días después le contó su historia y
la profecía de las Hathor y ella se comprometió a cuidarle y vigilarle para que
nada malo pudiera pasarle. Un día, mató a una serpiente que se acercaba a su
cama. Dos años más tarde, su perro fiel le atacó sin motivo alguno, en la lucha
calló al río donde un cocodrilo le esperaba con las fauces abiertas. Pero el
cocodrilo se apiadó de él y le propuso no atacarle a cambio de que el príncipe
le ayudase a librarse del acoso de los espíritus del río. Dicho y hecho. Salió
del río y creyéndose a salvo se tumbó en la orilla a descansar. Pensó en volver
al palacio, abrazar a su padre y a su madre y tomar el trono con todos los
honores. Pero una víbora reptaba sigilosa, sibilina entre la maleza… sólo hizo
falta un picotazo para acabar con su vida.”
.
Allí, bajo los muros del templo, la revelación que anhelaba me fue con creces
dada.
El frescor verdoso de las acacias envuelve el
ambiente con su hechizo mágico. Mis sentidos se embriagan con esa sensación de
serena quietud, con esa límpida nostalgia, con esa inalterable belleza… Esa es
la melodía de la eternidad que susurran las piedras del templo de Hathor, santuario
de Isis.
Eso
es lo que siente y recorre mi cuerpo y mi alma.
Esto
es lo que todo mi ser rezuma. Amor por la perla del Nilo.
Podría
morir en éste instante.
Todo estaba estrechamente unido. En Egipto,
sin escritura no había arte, sin arte no existía la religión y la religión era
poesía. En ese momento me di cuenta que la historia de aquella nación no podría
haber existido por tantos milenios sin la conjunción de todas ellas. Escritura,
arte, religión, poesía… La simple verbalización de una de ellas, sonaba en mis
sentidos como música celestial. ¡Bendigo por siempre el suelo donde pisa mi
amado maestro Dominique Vivant Denon!.
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