miércoles, 17 de octubre de 2012

XVII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2012

MODALIDAD: TEMÁTICA LIBRE

ALFONSO SERGIO BARRAGÁN RINCÓN

 Alfonso Sergio Barragán Rincón, jienense afincado en Cádiz. Es licenciado en Biología y Derecho.

Aunque trabaja como funcionario en Aduanas (Agencia Tributaria) su vocación literaria  le impulsa a escribir,  siendo así que desde el año 1989 ha venido ganando ininterrumpidamente numerosos certámenes literarios de prosa y poesía, siendo el primer premio del certamen de declaraciones de amor de Paradas el último en su haber.

Tiene publicado un libro de poemas “La potestad del círculo”; y diversos poemas editados en antologías de poetas andaluces.

Otra de sus aficiones es la pesca, por lo que es colaborador habitual de la revista nacional deportiva Trofeo Pesca.


Allí donde se comienza quemando libros, se termina quemando hombres.

   Heinrich Heine

MODUS VIVENDI

Hasta ahora todo va bien, dentro de lo molesto e incómodo de la situación. Parece que nadie se fija en mí a pesar de que el granate y negro contrasta con el verde rasgado y macilento del banco; que no llamo la atención lo suficiente como para reparar en que estoy solo y abandonado. Pero por suerte, al menos de momento, me ampara y protege la generosa sombra del emérito árbol que está a mi derecha. La pregunta es si podré resistir mucho más tiempo…, aunque espero que no tarde en darse cuenta de su imperdonable olvido.
   Esto no es propio de él. Siempre me ha cuidado… Bueno, nos ha cuidado, con dedicación y cariño. Pero a mí más que a otros. Y no es vanidad. No es por nada, pero sé que soy de sus pre­feri­dos, de esos cuantos -aunque cada vez somos más- elegidos. Y lo sé, y no me lo imagino, porque siempre se ha preocupado de que disfrute de un sitio privilegiado. Siempre me ha acomodado en el mejor lugar, con las mejores vistas, al alcance de la mano como se tiene a un mágico talismán o a un trascendente prontuario. Algo que siempre es de agradecer.

Estoy empezando a sentir un agradable calorcillo asperjado por los primeros rayos de sol que atraviesan ya el tamiz verdoso del árbol. De hecho, por mi izquierda avanzan centímetro a centímetro unas áureas rayitas que comienzan a atemorizarme. Imagino que no habrá de pasar mucho tiempo antes de que me cubran en su imparable avance. Y me temo que entonces los refle­jos dorados anuncien mi presencia aun a larga distancia y me convierta en presa fácil para cual­quiera.
   Por otra parte, el bullicio ha aumentado apreciativamente. Hasta hace un rato tan sólo las pisadas apresuradas de algún deportista madrugador han sido capaces de romper el silencio de rumores acallados que me rodeaba. Pero ahora, la cuajada fronda deja traslucir toda suerte de sonidos: pasos, gritos, conversaciones quedas, el díscolo vozarrón de un aparato de radio a exce­sivo volumen… Se acabó la tranquilidad y el sosiego. Si no vuelve pronto me temo que tengo los minutos contados, y me aterra cada vez más la posibilidad de cambiar de dueño y acabar arrumbado como un trasto viejo en cualquier umbroso lugar… o algo peor.

Se ha sentado a mi lado, pero está tan inmerso en las insulsas páginas de su periódico deportivo que ni me ha visto. Su sombra de aguzados perfiles me ha cubierto por completo como un bruno manto desmedrado. De todas formas, no tiene pinta de ser de los míos. Pienso, que no es peli­groso. Aunque repare en mí, probablemente me dejará en el mismo sitio. O al menos, eso espero.
   Lamentablemente (aunque en estas circunstancias sea de agradecer) son muchos los que nos desdeñan. Los que piensan que no tenemos valor alguno. Incluso más de uno asevera que nuestra época de esplendor ya pasó. Aunque yo no le doy crédito a esas habladurías de los ignorantes que se empecinan en ver el mundo a través de una pantalla tan cuadriculada como sus mentes. Los eternos aburridos existenciales que tan sólo pueden apreciar de la vida aquellos fragmentos deslavazados que les muestran esas ventanitas espurias...
   Oh, oh. Me ha mirado. De reojo. De soslayo. Incluso ha alargado la mano con la intención de tocarme, acercando la punta de los dedos con prevención, como si yo fuese capaz de morder o punzar. Pero se ha arrepentido y ha vuelto a ocultar la cara entre los batientes del periodicucho. Me parece muy bien, no vaya a ser que al tacto le contagie algo… Ahora mira a su alrededor con la urgencia metódica de quién busca sacudirse un peso de encima. Y al fin, se levanta y se larga, como supuse, sin llevarme consigo; probablemente aliviado con la idea de que ya vendrán a buscarme.

   No me gusta investirme de ínfulas, pero tampoco pretendo pecar de falsa modestia. Si por una parte soy consciente de que el mundo -despiadado, vertiginoso, hedonista- arrastra hacia el lado más cómodo (también hacia el más vacío y estéril), los humanos siempre han sabido recuperar los valores que por desidia o dejadez suelen dejar desatendidos en el vasto limbo del olvido. Aunque reconozco que siempre han de hacerlo así, in extremis, como si la inminencia de peligro fuese el único meritorio acicate capaz de motivar sus esfuerzos, y esa forzosa cualidad extintiva aquilatase entonces hasta lo indecible lo que tiempo atrás no ha merecido su atención. Una curiosa especie que suele decir una cosa y hacer justo lo contrario. Que se empecina en perfeccionar todo aquello que satisface su comodidad, su egoísmo, para acabar convirtiéndose en esclavo de sus propios juguetes.
   Pero nosotros -e insisto en que no me gusta investirme de ínfulas- hemos pervivido a través de la historia con la intención de tomarles de la mano para acompañar sus pasos en ese camino que ellos se empeñan en hacer tortuoso y difícil. El animal humano siempre será el mismo. Arropado y desangelado por las mismas pasiones, los mismos regocijos, las mismas preocupaciones, espe­ranzas y miedos. Sólo su envoltura cambia de una época a otra. Y nosotros tenemos la suerte de ser su reflejo, su memoria, el mejor de sus perfiles…
   Iba a decir la mejor de sus creaciones. Porque ellos nos crean, por supuesto. Pero no somos frutos del trabajo de ningún menestral, pues para nacer necesitamos que nos insuflen vida, y no formas. Nosotros nacemos más allá de lo que las manos humanas pueden construir, más allá de lo que son, de lo que representan. Somos su mejor virtud, y como tal, formamos parte su entelequia. Pero no les pertenecemos, nunca seremos exclusivamente suyos. Quizás por esto muchos nos aman, otros nos ignoran aparentando una indiferencia no siempre auténtica, algunos nos temen, e incluso se nos ha llegado a odiar con encono.

Algunos caminantes han vuelto la cara al pasar frente al banco. Seguro que me han visto. La verdad, fastidia que te hagan tan poco caso. La gente se agacha a recoger cualquier porquería que vagamente les pueda parecer útil. Por ejemplo, deje una astrosa cartera tirada en cualquier calle y verá cuántos la recogen para indagar en su interior con avidez. (Aun cuando, en teoría, deban devolver su conte­nido de tener algún valor). Resulta curioso, y bastante molesto, que nosotros no gocemos de esa presunción de provecho. ¡Qué pocos gustan de mirar en nuestro interior! Pero es algo a lo que estamos acostumbrados.
   Quizás nuestro mayor pecado consista en no ir festoneados de alacridad, ni enarbolar alardes mediáticos, ni servir de tránsito a esos otros mundos súbitos y anodinos donde al parecer más a gusto se sienten los hombres. Porque la impaciencia es otra rareza humana. De repente, se de­sespe­ran ante cualquier situación que no lleve aparejada la inmediatez que desean. (Hoy infinita­mente más que en otras épocas). Luego, no les importa malgastar grandes dosis de ese tiempo en las cosas más banales e insulsas. Derrocharlo como si les sobrase.
   Al igual que es imposible apreciar el bouquet de un excelente vino la primera vez que se toma esa bebida, es necesario ahondar en nuestro interior para mesurar lo que valemos. Como todo lo verdaderamente bueno necesitamos ser conocidos (con algo de esfuerzo y dedicación) para ser queridos y apreciados. Por otra parte, ni consumimos energía ni necesitamos mantenimiento. Y somos fieles, muy fieles. No exagero cuando digo que somos el ingenio más simple y valioso que ha inventado el hombre. Porque además, somos mágicos. Aunque muchos nunca lleguen a com­prender esto. Somos la llave que abre las puertas de otras dimensiones. Alimentamos la curiosi­dad y el interés para tasar la vida. Somos la única máquina del tiempo que existe. En nuestras manos, el presente puede ser pasado o futuro, o lo que hogaño vivimos o nos gustaría vivir.
   Ah, los hombres. Curiosa especie de pervivencia limitada -no como nosotros, que nacemos con presunción infinitamente más longeva- y que sin embargo no dudan en utilizar expresiones tan desafortunadas como matar el tiempo. Despropósito de acabar de cualquier manera con la más preciada y grande heredad que poseen olvidando que es un bien escueto, que con los años cobrará velocidad como lanzado por una demencial pendiente.
Me he quedado sin habla. Me ha cogido de improviso. Es una mujer. En chándal. Me ha hojeado sin miramientos, su boca demasiado cerca, y al lado, otra cabeza curiosa, otra mujer. No me han gustado sus risitas. Diría que me han tomado por un cachivache curioso. Ahora estoy sobre el pecho de una de ellas. Y me parece que ese brazo doblado en ele, apoyado en el torso, acoge una postura amable. Probablemente el inconsciente gesto repetido con el que tomó -o aún toma- a sus hijos en brazos. Pero no me hago ilusiones. Antes bien, me sigo preguntando cuál será mi destino.
   
Hay dueños celosos que nos cuidan y nos miman. Otros no tienen muchos miramientos en arañarnos o marcarnos. El lápiz es blando, y aunque deja ligeras cicatrices no es como la tinta, que raja, raya e incluso atraviesa. Pero eso es un mal menor. Nos conformamos, porque así nos sentimos más útiles. Ya he dicho que somos muy fieles. Peor es el olvido, la marginación. Antes que eso, preferiría correr la triste suerte de compañeros de otras épocas que acabaron convertidos en humo y cenizas a manos de sanguinarios biblioclastas. Al menos, esos, cánceres irredentos de la humanidad, no sólo nos valoraron, sino que nos temieron tanto como para desvelarse por destruirnos. Para ellos nunca fuimos simplemente palabras, antes bien nos consideraron peligro­sas bastiones dispuestas a lanzar deletéreas andanadas de cordura. Y no sé por qué hablo en pa­sado. Esas sombras negras cimentadas en la intransigencia y el fanatismo aún agitan sus oscu­ros brazos en nuestros días. Esa malsana condición humana sigue ahí, presente como pulsión irresisti­ble, porque aun inofensivos en apariencia, siempre seremos una seria amenaza para los que gustan de manipular a las masas escondiendo tras los iconos de sus ideologías logreros propó­sitos.

De nuevo tirado como un trasto inútil. Se ve que peso demasiado para que carguen conmigo. Que molesto. Me han dejado en el pretil almohadillado por los líquenes de un añoso puente. Y ahora, presiento que esto sí que es una definitiva despedida de mi antiguo dueño. De mi mejor amigo. Porque, para empeorar las cosas, el paisaje se ha investido de improviso en un tono negro, sombrío. Y junto al olor a tierra fresca, a férula de vida incipiente, estoy empezando a oliscar mi propia destrucción. Deshecho bajo un aguacero que anuncian ya gruesos goterones que siento percutir por todo mi cuerpo. Pequeñas y frías puñaladas que no tardarán en atravesar mi piel para continuar consumiendo la trama frágil de mi carne.
  
De momento, la lluvia se ha detenido. Una tregua que aún me da algo de esperanza. Tras la cellisca, me he quedado un poco alabeado pero, por lo demás, incólume. Un rostrillo de gotitas escoriando mi piel. Algunos viandantes han pasado junto a mí apresurados, mirando recelosos a un cielo amenazador. No sé si alguno me habrá visto…
  
Ya es más de media tarde. Ha recomenzado la lluvia. Esta vez fina y difusa como el rocío, asperjada en todas direcciones por un lene viento. Aun conociendo a los humanos cómo los conozco, no me puedo creer que vaya a terminar así. Que despierte, -que despertemos- tan poco interés.
   Con todo, tengo que reconocer que los hombres cada vez son más esclavos de la monotonía y del hastío que ellos mismos se empecinan en crear. Lo fácil, lo simple, les ejerce una particular fascinación. Al igual que el universo tiende a un estado de desorden, de mínima energía -el concepto de entropía- los hombres están evolucionando bajo la ley del mínimo esfuerzo. Al menos, cuando se trata de rellenar sus horas. Es la conducta más copiada de unos a otros. Porque esa, es otra curiosa costumbre humana: imitarse, remedar la conducta de los demás -siempre que no repre­sente un esfuerzo extra-. Dicen que proceden de los simios, y con las mismas, le atribu­yen a ese animal la facultad de imitarles… Sin ninguna duda: proceden de los simios.
   Y no me gustaría que entreviesen mis palabras tintadas de aversión. Nada más lejos de mi ánimo que denostar gratuitamente a los humanos. Antes bien, los quiero. (Los queremos). Porque sin ellos ni existiríamos ni tendría sentido nuestra existencia. Se trata quizás de deformación profesional: queremos hacerlos mejores. Pero aun reconociendo sus muchas virtudes tenemos que fijarnos en sus defectos. Porque en el fondo son buenos. Pero también olvidadizos, caprichosos, muy dados a abandonarse. Podría decir muchas más cosas, muchas buenas cosas, pero lo cierto es que en estos momentos la angustia no me deja pensar con claridad…

Ahora estoy en una plaza abarrotada de gente. Es de noche. Una noche sorprendentemente estrellada que ha puesto en fuga a los nubarrones del atardecer… para mi desgracia.
   ¿Qué cómo he llegado aquí? Supongo que siguiendo mi destino. La vida da muchas vueltas, no sólo para los humanos. Estos se pasan la vida planificando, in­cluso a largo plazo. Luego la vida hace con ellos lo que se le antoja… Se ve, que con nosotros también.  
   Tenía la seguridad de que iba a acabar mis días en el parque, a lomos de aquel puente, desleído en la soledad de la noche. Pero no. Esto va a ser distinto. Pienso que no desvarío cuando digo que voy a morir entre luminarias y estridencias. Además, en olor a multitud.
  
Mis esperanzas renacieron cuando las manos de un niño me cogieron con cuidado. Limpió las últimas trazas de lluvia de mi piel frotándome con el antebrazo en un gesto que asumí cariñoso. Luego me hojeó con curiosidad. Por un momento pensé que le había llamado la atención a pesar de su edad. Pero no. Musitó: «Qué rollo, un libro». Y me vi arrojado sin mira­mien­tos a la cesta de una bicicleta donde estuve rebotando un buen rato hasta acabar en un cuarto atestado de cachiva­ches.
   Fue más tarde cuando dos hombres entraron en la habitación. Desde el rincón donde estaba les oí blasfemar y echarse la culpa el uno al otro. Algo relacionado con un cohete pirotécnico que se había dañado y al que urgía reparar. «Con un trozo de cartón duro y algo más de relleno valdrá». Dijo uno. «Una chapuza… No volará igual, pero servirá». Contestó el otro.
   Y fue entonces cuando se fijaron en el libro de tapas en rojo y negro, de doradas letras algo deslucidas y combada piel que aguardaba resignado tras las rejas de la cesta de la bicicleta de un chaval que seguramente no se acordaría ya de él. Antes de que uno de ellos me cogiera y el otro asintiese con un leve gesto de cabeza, ya tenía asumido el destino que me aguardaba.

   -¿Papelillos?
   -Más bien restos del último cohete. Parece que nieva. Mira cómo caen.
   -Qué raro… Mira éste. Está escrito.
   -Déjame ver… «Recoged ahora las flores de la vida» -repitió Keating-. La expresión latina que ilustra este tema es carpe diem. ¿Alguien sabe lo que significa?
   -Joder, ¿eso pone? ¿Se supone que esto es como las galletas chinas o algo así?
   -Para nada. Esto es un fragmento del libro “El club de los poetas muertos”, de Kleinbaum.
   -Pues vaya un título… Pero tú te lo has leído, claro.
   -Varias veces. Y lo curioso es que esta misma mañana me lo dejé olvidado en el parque. Me supo muy mal. Llevaba años conmigo. He estado todo el día reconcomiéndome por no haber vuelto a buscarlo, pero supuse que para entonces ya se lo habrían llevado.
   -¿Un libro? Yo desde luego no lo hubiese cogido.
   -Sí, ya. Tan alérgico a las letras como siempre.
   -No intentes liarme, que ya me conozco tu rollo y paso. Ya tengo otras cosas mejores con las que entretenerme… Mira, otro trozo: “Me he subido sobre la mesa para recordarme a mí mismo que tenemos que modificar constantemente la perspectiva desde la que miramos el mundo. Por­que el mundo es diferente visto desde aquí”. Anda, que el libro debe ser de un entretenido…
   -Mucho más de lo que te imaginas. Es más, por una vez podrías hacer un esfuerzo y leerlo. Voy a comprar uno para ti y otro para mí.
   -¡A mí me dejas de tonterías! Si te quieres comprar otro allá película, es tu dinero. Pero pagar por un libro que ya has leído me parece de chalados. Si quieres te lo bajo yo… ¿no tienes un libro electrónico?
   -Sí, lo tengo. Muy práctico para leer, y suelo usarlo a menudo. Pero con todo, los libros tienen alma, no están hechos para el plástico, sino para el papel, para sentir su tacto, incluso su olor. Se me antojan más reales, y no el reflejo virtual en la pantalla de una maquinita. Además, me gusta tenerlos a mano, verlos de vez en cuando, y que no anden sepultados en la memoria de un chip.
   -Mira, vamos a buscar a las mujeres que me vas a acabar volviendo majareta con tus tonterías. No sabías que fueses tan…
   -¿Fetichista? De los libros, por supuesto.
   -Gilipollas, iba a decirte. Pero mejor lo dejamos estar. Por cierto, ¿qué significa eso de car…, no sé qué?
   -“Carpe diem”. Aprovechar, vivir, disfrutar el presente.
   -Tú ves, eso me gusta. Si de eso va el libro, igual me lo leo.
   -Te he dicho que te lo voy a regalar… Aunque pensando así, me da la impresión de que no vas a pasar de la segunda página.
   -Tú, listillo… ¿No me crees capaz de entender un libro o qué? Pues me lo voy a leer, y a lo mejor descubro el alma que dices que tiene.
   -No sólo ese libro. Todos la tienen. Diminuta, o grandiosa. Pero todos la tienen. Hasta los peor escritos. ¿Por qué crees que mi casa parece una biblioteca?
   -Porque estás majareta. Te lo he dicho un millar de veces…

No hay comentarios:

Publicar un comentario