miércoles, 24 de septiembre de 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA "REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA ". 2014

MODALIDAD 1


GANADOR: ANTONIO MUÑOZ FRANCO

 Natural de Murcia, Antonio Muñoz Franco es Doctor en Veterianaria y Licenciado en Ciencia y  Tecnología de los Alimentos. En la actualidad trabaja en el Servicio de Gestión de Calidad de la Universidad Politécnica de Cartagena. La formación científica no está reñida, en este caso, con la afición por las letras, habiendo escrito varios relatos breves y una novela inacabada. Ha sido galardonado en varios concursos literarios, de los que vamos a destacar:

* En 2009 y 2011, premio Galileo de relatos de ciencia-ficción.

* En 2012 Premio en el Certamen literario Albaricoque de oro de Moratalla.

* En 2013 Premio en el Concurso Internacional de relatos cortos “Ciudad de Torremolinos”.

* También en 2013 Premio en el concurso de Relatos Cortos “Ateneo de Sanlúcar de Barrameda.   


 EL EXPRESO

La pasión por el ferrocarril marcó mi niñez.  Coleccionaba miniaturas de locomotoras de vapor, construía maquetas, miraba con embeleso los trenes en la estación… Pero todo cambió. Hasta el punto de aborrecer el universo que deslumbró mi infancia.
Durante año y medio, esa serpiente colosal, ruidosa y humeante que se deslizaba sobre raíles fue el purgatorio para llegar a las puertas del infierno; ese averno en el que los moradores vestían de caqui, portaban armas y eran comandados por un Belcebú déspota que gritaba y daba órdenes sin tregua. El tren expreso entre Barcelona y Cartagena era la quina de los reclutas que penábamos a seiscientos kilómetros de casa nuestras obligaciones con la patria en los años setenta, la que nos abría a la fuerza el apetito castrense necesario para soportar los avatares del cuartel. El vaivén eterno del convoy, la línea férrea infinita que partía en dos el horizonte, la vigilia en literas del tamaño de un ataúd, la compañía de desconocidos que dormían como marmotas y expedían una sinfonía de ronquidos, no eran sino rutinas que hacían perpetuo y tedioso el trayecto. Cada viaje se hacía más insoportable que el anterior, más monótono, pero aquel domingo de octubre de 1973 se antojaba diferente, me disponía a realizar el último desplazamiento a Cartagena. Si todo iba bien, me licenciaría en unas semanas y la ciudad portuaria solo sería un recuerdo asociado indefectiblemente en mi memoria con los acuartelamientos militares.
Apenas entré al coche cama, me dirigí al compartimento en el que dejaría mi impronta esa noche. No había nadie. Quizá tuviera suerte y pudiera realizar el trayecto sin padecer la compañía de cualquier zascandil. La soledad me permitió elegir litera e instalarme con cierta comodidad, recreándome en los detalles parcos del habitáculo. Mas no tardé en acostarme. Ansiaba caer en los brazos de Morfeo, que me asiera con fuerza hasta que las costillas me crujieran. Las noches de jarana de los días de permiso me derrotaron sin denuedo y tuve miedo de hibernar como un oso sin que nadie advirtiera mi presencia en el tren. Presumí una noche plácida. Solo una patulea de homínidos vociferantes, al final del pasillo, turbaba de cuando en cuando el somnífero sonido de la ruedas del tren arañando los raíles.
De súbito, me golpeé la cabeza contra la pared y escuché una cascada de ruidos. Quizá una maniobra forzada del maquinista fue la causa de que las maletas rodaran por el suelo. Me incorporé aturdido, expulsado de un sueño profundo y reparador, incapaz de destilar ideas lúcidas. Pero el movimiento del tren rápidamente me transportó a la realidad: otro pesado viaje para ponerme a las órdenes del alférez Ortega. Había perdido completamente el sentido del tiempo; no sabía si el convoy ya aguijoneaba la provincia de Murcia o si Barcelona aún quedaba a tiro de piedra. Decidí, pues, incorporarme y asomarme al pasillo del vagón. A tientas, con los pies desnudos, busqué mis zapatillas arrastrando las puntas de los dedos. Noté algo. Una sensación extraña me llevó a encender la tenue bombilla que a media luz alumbraba el habitáculo, esperando encontrar mis bártulos esparcidos por el piso, y el estupor me hizo blasfemar cuando hallé una persona tendida en el suelo. La ausencia de respuesta y la pequeña manta que la cubría me hicieron creer que dormía, de modo que guardé silencio: pensé que algún otro viajero habría entrado después de que me durmiera. Durante unos segundos, dudé entre respetar su descanso o despertarlo para que se acostara de manera ortodoxa en una litera. La curiosidad, sin embargo, me envolvió como la madeja pegajosa de un capullo de seda, y escruté la figura tumbada. Un amargo rictus se apoderó de mí; junto al cuerpo de aquel varón había un pequeño charco de sangre disimulado por la manta que lo cubría. Retiré la frazada con un movimiento seco y vi una mancha de color rojo carmesí cubriendo la sien del individuo, que yacía sobre un costado. La mezcla de torpeza y nerviosismo se resolvió con mi pijama manchado de sangre. No pude evitar que el líquido viscoso que otrora recorrió las venas de aquella persona y ahora permanecía en el suelo, inasible como mercurio derramado, me impregnara hasta convertirme en el sospechoso del devenir de aquel pobre desgraciado.
El pavor se adueñó de mí, me abrazó con fuerza. La única ocurrencia entreverada en las tinieblas del temor era la de abandonar el compartimento; un recluta involucrado en un caso de homicidio no podía sino contar el resto de sus días en la prisión militar de Carranza. Asomé la cabeza y oteé el pasillo, huérfano de pobladores. Todo el mundo debía estar durmiendo, o al menos a refugio de una noche que se había tornado tormentosa, tanto en lo meteorológico como en los acontecimientos que deparaba. La penumbra, la lluvia de fondo y la angustia delimitaban mi escenario. A través de los cristales, podía observar los relámpagos deshaciendo la oscuridad y las gotas de lluvia estrellándose contra las ventanillas, mientras el tren avanzaba ajeno a mi zozobra, raudo, como si pretendiera escapar de la tormenta cuanto antes. Asalté el pasillo con la intención de pedir ayuda o de huir; nunca lo supe con certeza. Al cabo de unos minutos de piernas trémulas, y dada mi precaria vestimenta para la evasión, decidí introducir a algún vecino en el lodazal de mi desventura.
Un viejo de aspecto ermitaño respondió a mi llamada inquietante, pero su única preocupación era que el sobresalto nocturno había tirado al suelo un caballete y otros aperos de pintura que cuajaban su cuarto. Cuando comenzó a divagar acerca de la posibilidad de que el maquinista estuviera ebrio, ahogué un improperio en mi garganta y traté de tranquilizarme, buscando un efecto balsámico en sus pequeños ojos hundidos; lo último que necesitaba en ese instante era consolar a un anciano preocupado por sus naderías. Desanduve mis pasos y volví al ambiente gélido del pasillo, aderezado por ese olor a humedad típico de las noches de tormenta. El anciano, extrañado por mi actitud, se asomó a la puerta. Un relámpago de los que resquebrajan el cielo e iluminan la noche puso al descubierto con claridad espectral su menuda arquitectura, una vetusta silueta coronada por mechones plateados que le cubrían la cerviz y profundas arrugas que surcaban su rostro.
–Te veo asustado –me dijo–. No te preocupes. Las noches de tormenta distorsionan la realidad. Cuando escampe, lo verás todo de otra manera.
El mensaje no me tranquilizó demasiado. El anciano, adornado por un aire intelectual, bohemio, parecía interesado en que me fuera cuanto antes y no lo perturbara con fruslerías. Esbozó una sonrisa y seguramente pensó que yo era un quinto borracho de los que atemperan con alcohol las horas previas a la subordinación castrense.
De nuevo acompañado por la soledad del pasillo. El bamboleo del convoy, la noche borrascosa y el miedo fermentando en mi interior como el mosto en el lagar no ayudaban a pensar con nitidez; más bien invitaban a sacar la cabeza por alguna ventanilla del vagón y esperar a que un rayo compasivo acertara en mi pescuezo. Pero no tenía el valor suficiente para ello. Caminé al menos una hora, pasillo arriba, pasillo abajo. El funesto concierto procedente del exterior sonaba en mis oídos como una marcha fúnebre, como un réquiem que se acompañaba de voces y cánticos al desfilar frente a uno de los compartimentos: deduje que algún grupo de juerguistas pasaba la velada fustigando sus cuerdas vocales. La coyuntura me roía las entrañas, y el limbo de la vacilación se hizo insufrible.
Decidí arrostrar el drama llamando al habitáculo contiguo al del anciano; pese al silencio sepulcral que propalaba, el paso del tiempo iba mutilando las alternativas. Una chica joven abrió la puerta. No dijo nada, mas el ceño fruncido y sus legañosos ojos entreabiertos evidenciaban que yo debía tener poderosas razones para estar allí, o bien atenerme a la ira que irradiaba su mirada. Me sentí atrapado como un barco entre las compuertas de una esclusa. Mis dientes rechinaban, el corazón se desbocaba y mis labios parecían lacrados por la trementina de la aflicción. Tragué saliva con el propósito de deshacer el nudo que me oprimía la garganta y supliqué auxilio, con gestos más desmedidos que los utilizados con el anciano. Mis aspavientos no modificaron el rostro hermético a las emociones de la bella joven, pero al menos suscitaron la atención de una segunda adolescente, menor que la anterior y más interesada en mi desdicha. El parecido físico conducía a una irrefutable sentencia: eran hermanas. La más aniñada de las muchachas, envuelta en un camisón que parecía el atuendo de un fantasma, exhibía un desparpajo que transmitía sosiego. Aproveché su oído caritativo para explicar los detalles de mi hallazgo, pero la mayor de las chicas, que hasta ese momento no había abierto la boca, me sorprendió con una revelación que descompuso mis anhelos y cercenó mi intervención: entre el susurro y la confesión, declaró que se habían escapado de casa, huían en el tren y no querían saber nada de nadie. La hermana menor miró atónita, sus pupilas se hicieron casi tan grandes como la del cíclope Polifemo para Ulises, y yo inferí que acababa de escuchar la milonga más grande de mi vida o que la joven del camisón no conocía las intenciones de su hermana.
Las macilentas luces del vagón contemplaban la secuencia como centinelas ebrios de soledad. La mayor de las hermanas cerró la puerta y yo me quedé otra vez a la intemperie del pasillo, a merced de los relámpagos que dibujaban quebradas cicatrices sobre las ventanas, de los hilos de agua resbalando por los cristales, del repiqueteo de la lluvia al golpear contra todo lo que se cruzaba en su itinerario. La conjugación de elementos creaba un clima sofocante y viscoso como el que proporcionan las pesadillas, y yo seguí paseando mi angustia de un lado a otro del vagón, flirteando con el desvarío, viendo desmigajarse los enjutos pilares del consuelo.
Colegí que las personas que dormitaban no me ayudarían; probablemente en esa situación yo también recibiría a un extraño con las uñas afiladas y los colmillos salivando. Así que me decanté por los jaraneros. Golpeé la puerta con los nudillos, me armé de valor y me atavié con el entusiasmo trágico de encarar mi destino sin más armadura que la disposición de comerme el mundo a dentelladas. Asomó la cabeza un hombre, y enseguida otros dos. Los visajes laxos de aquellos jóvenes me recordaron los del cuadro Los borrachos, que mi padre me llevó a ver al museo del Prado; en ese momento me percaté de la calidad pictórica de Velázquez. Las caras de despreocupación de los tres personajes eran un placebo a mi desgracia, y su actitud indolente, un analgésico para el dolor que me estrujaba el pecho. Rápidamente me invitaron a entrar sin preguntar quién era ni qué buscaba. Casi sin querer, me vi acorralado por tres individuos desconocidos en el interior de un diminuto habitáculo, ocupado además por instrumentos musicales. Me interrumpían continuamente con sus chanzas y chascarrillos, me daban a probar tragos de unos licores que olían a demonios y pretendían incorporarme a sus cánticos y balanceos armónicos. Cuando el más sereno de los tres se dio cuenta de que yo estaba realmente asustado y no era un beodo en busca de la última copa, frenó el ímpetu de sus compañeros y me pidió que tomara asiento. Patricio –así se identificó– dijo que eran músicos y acababan de terminar una pequeña gira de verbenas. Otro de los personajes, del que solo recuerdo sus largas patillas, no cesaba de interrumpir; todo lo que corría por sus venas debía ser alcohol. Las palabras ininteligibles que acertaba a pronunciar bailaban entre sus carrillos antes de ser expedidas como ecos envueltos en efluvios vaporosos de destilería. De entre los escasos mensajes descifrables que abandonaban su gaznate, nunca olvidaré su porfía en llamarme Bartolo y pedirme que tocara la guitarra.
Cuando mi pulso arterial pasó del galope al trote, alumbré la congoja que me corroía por dentro. El habitáculo se empachó de silencios. Los músicos no decían nada; se miraban con disimulo por el rabillo del ojo y exhibían una expresión entre compungida y expectante. Las interrogantes golpeaban contra los cristales como pájaros ateridos. Las respuestas se escapaban como el humo entre las manos.
El tiempo se detuvo hasta que el fulano de las patillas, haciendo jirones el remanso de mutismo, bramó una carcajada que debió despertar al anciano, a las adolescentes con ínfulas de mujeres rebeldes y a todos los moradores del vagón. Me arrastré al refugio de la duda y la desesperación, pero, lejos de encallar en la costa donde las hordas de la derrota se hacen irreductibles, exploté, gritando con vehemencia: «¡Hay un muerto en mi habitación!». No sé de dónde saqué las fuerzas para vocear de aquella manera. Quizá el estado de ansiedad, la imagen taraceada en mi mente del cuerpo exangüe, los surrealistas viajeros del tren… Daba igual. Los discípulos de Apolo compusieron el gesto y se enderezaron como ajos, como si el mismísimo alférez Ortega hubiera dado la orden. La sazón me permitió evacuar los detalles del macabro hallazgo y proveerme de una comitiva con la que reconquistar mi compartimento. El primer voluntario fue Patricio. Los camaradas lo siguieron a modo de dóciles ovejas.
Avanzamos por el pasillo desierto, unos con más dificultad que otros. Algunos ni siquiera sabían que la noche era tormentosa y miraban de soslayo las ventanas del vagón. Al llegar al epicentro de mi infortunio, me cedieron el primer lugar en la procesión; me temo que no por cortesía. Yo no podía rechazar tan amable ofrecimiento. Aunque la escolta se meciera al son del movimiento del tren y contagiara poca confianza, debía sentirme agradecido por el amparo. «Al menos, borrachos no estarán tan asustados como yo», pensé antes de asomar la cabeza a la escena del macabro suceso. Cuando por fin me atreví, quise morirme. No había nadie. No sabía si alegrarme o salir corriendo. Estaba convencido de que los músicos me estrangularían allí mismo y mi cuerpo sustituiría al del pobre infeliz que alfombró los pies de mi cama.
El de las patillas me interpeló por el finado, lanzando al aire un deje con aroma a venganza. Yo era consciente de que mi osadía, en plena noche, no quedaría en anécdota, en una broma de reclutas. Miré a los tres tipos con cara circunspecta, pidiendo clemencia con la mirada. Los músicos transmutaron el rostro bobalicón en una mueca pendenciera; me sentí como un ratoncillo bajo la zarpa de un felino. Traté de explicar lo inexplicable, apaciguar los ánimos, pero mi garganta reseca no me acompañaba, y el alcohol no otorga paciencia a sus fieles. Cuando la situación fue irremediable y me dispuse a guarecer mi anatomía de los golpes, avisté un haz de esperanza en el suelo: la sangre del cuerpo inanimado seguía allí. El descubrimiento amansó a los músicos. Aunque recelaban de mis palabras, entraron a confirmar que la mancha de color bermellón efectivamente decoraba los pies de mi cama. Exhalé un suspiro de alivio al tiempo que la tormenta se transformaba en una lluvia más liviana y los primeros rayos de sol peinaban el paisaje exterior.
Un grito en uno de los habitáculos contiguos volvió a traer la zozobra. Se trataba de un alarido femenino, apenas púber, y enseguida pensé en las jóvenes díscolas a las que rendí visita durante la noche. Antes de alcanzar su compartimento, un hombre con la cara ensangrentada salió del interior. El sujeto de las patillas le ordenó sin conturbarse que cogiera la guitarra. La ingenua y balbuceante petición iluminó mi mente del mismo modo que los rayos de luz aclaraban los rostros de los presentes, eliminando ese velo nocturno que imponen las sombras. Me apeé de una ensoñación trágica y me instalé en la realidad cristalina que convierte las pesadillas en banalidad. El individuo, aún inmerso en su descarrío nocturno, fue identificado inmediatamente: para las chicas, un borracho que se había colado en sus literas; para los músicos, el guitarrista de la banda, desaparecido casi toda la noche; y para mí, el cadáver que hallé junto a mi cama y desapareció sin dejar más rastro que la sangre. Incluso el anciano se unió al coro de noctívagos y escrutó al fulano que asaltó a sus fantasiosas nietas, que viajaban en el compartimento contiguo.
Bartolo era el cuarto músico, el más bebido de los cuatro, e iba desplomándose allí donde sus piernas y su cabeza no le permitían tenerse en pie. Durante la maniobra brusca del convoy, la que hizo que me golpeara la cabeza, el guitarrista tropezó y se desvaneció junto a mi litera. Cuando pudo incorporarse, en plena ceguera de los sentidos, acabó con sus huesos en el habitáculo de las hermanas. Los tres juerguistas a los que abordé en plena noche ya tenían suficiente con soportar su estado etílico, cualquier otro desvelo suponía un dispendio neuronal inasumible. El único que a su manera se acordó de Bartolo fue el músico de las patillas; anegado por el alcohol, me confundió con el guitarrista durante la velada.
El aparecido desfiló trastabillando entre los espectadores que aguardábamos en el pasillo, rodeado de una expectación que para sí quisiera en sus actuaciones. Su ceja aún sangraba y tenía el cuerpo magullado, aunque tuve la impresión de que los licores dispensados con generosidad surtían un efecto analgésico mayor que el de los opiáceos. A pesar del cansancio de unos y la perturbación de otros, todos concluimos el mismo desenlace; no obstante, las emociones expresadas discordaron: el viejo recriminó a los parranderos su estado y sus acciones; las chicas se sonrojaron, supongo que por mentirosas y por lo que pudo pasar en el interior su compartimento; los músicos batían sus mandíbulas provocando la ira del abuelo; y yo…, yo me fui cabizbajo a recoger mis cosas para abandonar aquel tren expreso cuanto antes, embestido por decenas de sentimientos contradictorios, con la única idea de no volver a subirme en mi vida a un convoy.
Llegué a mi destino; al encuentro con el tirano Ortega y la disciplina castrense. La experiencia de la noche anterior se ancló en mi memoria con la intención de perpetuarse. Al anochecer, de nuevo lluvioso y tormentoso a raudales, vagué de forma desmañada por el cuartel, atrayendo las miradas de curiosos reclutas. Cuando Felipe, un compañero de barracón, quiso saber si mi estado derrengado se debía a la farra del fin de semana, únicamente me vino a la cabeza la frase del abuelo: «Las noches de tormenta distorsionan la realidad. Cuando escampe, me verás de otra manera».
La pasada semana, veinte años después, quebranté mi promesa y subí de nuevo a un tren. Solo la invitación de Felipe a su boda podía arrancar un compromiso de tal calibre. Si bien el tiempo ha mitigado la desazón que me provocaba el ferrocarril, no pude evitar ver en cada cara, en cada pasajero, al abuelo, a sus nietas, a Bartolo y a todos los espectros de aquella noche tormentosa.

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