miércoles, 24 de septiembre de 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2014

XIX CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”
MODALIDAD 2


                                            AUTOR LOCAL
GANADOR: JOSÉ VIUDES AMORÓS


José Viudes Amorós nace en Guardamar en 1953. En 1971 ingresó en la Escuela Profesional Naútico Pesquera, donde obtiene el título de Mecánico Naval de 2ª y de 1ª. Desde 1976 trabaja en Johnson Control como técnico de laboratorio eléctrico. Su interés por el estudio le lleva a ingresar en la UNED a través de las pruebas para mayores de 25 años, donde ha obtenido la licenciatura en Historia.

Desde el año 2007 y hasta la actualidad compagina su actividad profesional con la de Juez de Paz de nuestra localidad.

Su interés por la historia le ha llevado a publicar varios artículos de investigación e interés histórico en revistas locales tales como:

 * Baluard que es la revista del Institut d’Estudis Guardamarencs;

 * en la revista Couché,

 * así como en la Revista de Moros y Cristianos.

Sus publicaciones se pueden seguir en su blog personal joseviudesamoros.blogspot.com


El Elegido

Las primeras luces del día se abrían camino entre las angostos picos de las montañas pirenaicas del País d’Oc. Los pájaros redoblaban sus cantos anunciando la pronta venida de la primavera.

La guarnición de la pequeña fortaleza de Montsegur estaba exhausta y hambrienta, después de nueve meses de asedio por las tropas de Simón de Roquefort, comandante de la Santa Cruzada promulgada por el Papa Inocencio III a principio del siglo XIII contra la herejía Cátara.

En Montsegur se habían refugiado los últimos Cátaros, un movimiento religioso que discrepaba de los métodos de la Iglesia Católica, dada a los ritos fastuosos y al exhibicionismo de las riquezas terrenales. <<El Papa Inocencio III era conde. Fue nombrado por su tío, el Papa Clemente III, Cardenal a los 28 años y proclamado Papa por la Curia Romana a los 37 años de edad >>

Ante los abusos de las clases dirigentes de la nobleza y el clero -muy dados a los placeres terrenales- los Cátaros promulgaban una vida más espiritual y sencilla predicando que el cuerpo físico de las personas era una creación dominada por el diablo. Por lo tanto, Cristo debió de tener un cuerpo etéreo, no material. No aceptaban que Jesús hubiera nacido para perdonar el pecado original de Adán y Eva, sino para enseñar a los humanos a abandonar su entidad terrenal y alcanzar la dimensión angelical. Para los Cátaros, el cuerpo era una carga que no les permitía llegar a la divinidad; para conseguirla debían pasar por varias fases e, incluso, reencarnarse; los que llegaban a la última fase de este proceso se les denominaba Perfectos -llevaban una vida ascética fuera de los placeres terrenales-, y se les consideraba herederos de los apóstoles, con la facultad de anular los pecados.

En la noche del 15 de marzo de 1244, el Perfecto de la Congregación de Montsegur hizo llamar a su celda a un joven novicio –Andreu de Alulayés i Liyó- hijo del señor feudal de un pequeño valle de los Pirineos meridionales.

Andreu de Alulayés i Liyó quedó sorprendido cuando el bonachón de Bernard le comunicó el deseo del Perfecto.

–¿Qué querrá el viejo a estas horas?- le preguntó a Bernard.

-¡No sé! Pero algo muy importante debe ser si quiere hablar contigo, cuando los cruzados están a punto de entrar en la fortaleza, –le respondió.

El muchacho tomó la lámpara de aceite y se dirigió a la sala superior de la torre del Homenaje, donde estaba situada la celda del Perfecto, Guillés de Albí.

La noche era muy oscura y soplaba una ligera brisa que hacía temblar la diminuta llama de la lámpara, al pasar por delante de las estrechas troneras de la torre. Después de avanzar por un oscuro pasillo, llegó ante la puerta del aposento del Perfecto y tocó suavemente con sus nudillos la rugosa madera.

-Pasad, hijo mío-. Sonó una débil pero férrea voz.

El muchacho empujó la pesada y quejosa puerta que emitió un lastimero sonido, y entró en el aposento. Al fondo, entre sombras, vislumbró a un anciano vestido con un hábito blanco, irradiaba una especie de luz en toda su silueta. Su rostro tenía una tonalidad rojiza como si emanara calor del interior de la piel.

Al ver al novicio intentó dibujar una sonrisa, pero le salió una mueca de amargura y tristeza. La estancia carecía de muebles, sólo tenía una pequeña mesa que servía de escritorio, una silla y una esterilla en el suelo que usaba como cama; la ropa colgaba de una cuerda situada en un ángulo del rincón de la habitación; de la pared, donde estaba ubicada la austera cama, pendía la cruz de los Cátaros presidiendo la pequeña sala.

¡Hijo! -le dijo el Maestro- comprendo tu extrañeza al requerir tu presencia ante mí a esta hora tan intempestiva y más, si cabe, por la situación tan crítica que estamos atravesando. Tengo que comunicarte un secreto de suma importancia, secreto que si cayera en manos impías cambiaría el destino del mundo, pero -¡Siéntate!, le dijo, ofreciéndole la única silla de la estancia. Él permaneció erguido en el centro de la habitación levantando ligeramente la cabeza, como si intentara buscar la inspiración Divina para iniciar el relato:

-Tendrás referencias, por las murmuraciones de otros novicios, que los Perfectos poseemos un gran Tesoro, tesoro que transmitimos de generación en generación. He de confesarte que no están muy alejados de la verdad, pero ese Tesoro no es terrenal sino espiritual, es un legado que nos viene dado desde el momento mismo de la muerte de nuestro Señor Jesús. Como sabes, -prosiguió- hoy puede ser el último día para todos “nosotros”. Los hombres del Papa de Roma nos van a exigir que renunciemos a nuestra creencia, ¡cosa que no vamos a cumplir!; en consecuencia nuestros enemigos nos van a mandar a la hoguera para “limpiar nuestros pecados”. -¡Tú bien sabes que los pecadores son ellos!-

El Perfecto continuó exponiendo los motivos de su llamada.

-Después de deliberar con los otros miembros del Consejo de ancianos, hemos decidido poner a salvo el Tesoro de los Cátaros y por tus cualidades eres el “Elegido”. Debes guardar y transmitir nuestro legado hasta que el Verbo vuelva a renacer, que, según la profecía, será dentro de 777 años.

Al oír las palabras del viejo Perfecto, Andreu se quedó extasiado, a punto de desmayarse; las piernas le temblaban y le costaba emitir palabra. Cuando se recuperó de la sorpresa inicial, dijo:

-Pero señor, ¿por qué yo?, solamente soy un joven novicio y no sé si podré llevar a cabo tan trascendental misión; además ¿cómo podré salir si estamos sitiados?

El Perfecto le respondió -No te preocupes por eso, todo está planeado. Esta misma noche burlarás el cerco de nuestros enemigos; te deslizarás con ayuda de unas cuerdas por la muralla que está situada en el Barranco del Diablo, que es la zona mas inaccesible y menos vigilada por lo abrupto del terreno. Una vez en el fondo del barranco, un acólito nuestro, infiltrado entre los sitiadores, te prestará toda la ayuda necesaria, proporcionándote un caballo con el que podrás llegar hasta las posesiones de tu padre. Bien; no perdamos más tiempo. ¡Acompáñame!

El anciano cogió una lámpara de aceite con dos mechas y las encendió acercándolas a la que había en el aposento; abrió la vetusta puerta y se dirigió sigilosamente hacia la escalera de la torre. Andreu le seguía a pocos pasos, aún estaba inmerso en su confusión. Delante de él, el Perfecto parecía una aparición divina; no andaba, se deslizaba; y en vez de pasos oía el susurro de las caricias de la tela del hábito. Bajaron hasta la estancia principal; la cruzaron dirigiéndose hasta una enorme chimenea que servía para calentar la sala en las frías noches de invierno -aún despedía un ligero calor, a pesar de que las brasas llevaban varias horas apagadas-.

El anciano deslizó con la mano una figurilla que adornaba uno de los extremos de la chimenea y la pared de su fondo se desplazó hacia un lado, dejando al descubierto una nueva escalinata que se adentraba en las profundidades de la roca.

El corazón de Andreu parecía salirse de su cuerpo, la emoción aumentaba en cada nuevo acontecimiento. Bajaron la estrecha escalinata topándose con una especie de Cripta semejante a las catacumbas de los primeros cristianos. Enfrente, había una pequeña hornacina adornada con signos que Andreu, en su ignorancia, no podía descifrar. El asceta abrió la puerta de la hornacina y sacó un pequeño cofre de plomo, se giró y le dijo a Andreu: -¡He aquí nuestro tesoro!

Andreu no podía apartar los ojos del cofrecito y pudo observar que tenía grabados una serie de dibujos, entre ellos: un pez, un Pantocrátor, una cruz Cátara, un pavo real, etc. También pudo comprobar que la tapa estaba sellada con fuego y, ensimismado en sus pensamientos, oyó la voz del anciano que le hizo volver a la realidad.

-¿Verdad que te estás preguntando por el contenido del cofre?.

-¡Sí Maestro! –le respondió.

-Bien; presta atención. Lo que te voy a decir es un secreto muy bien guardado durante siglos, solamente lo saben los Perfectos del Sumo Consejo y, después de esta noche únicamente lo sabrás tú. Hemos decidido abandonar nuestros cuerpos pecadores y unirnos a la Luz Eterna, una vez que hayas cruzado las líneas enemigas.

El Perfecto se sentó en una bancada excavada en la roca de la cripta, Andreu hizo lo mismo a su lado. El monje continuó con su relato.

-Todo empezó cuando Jesús murió en la Cruz (…), José de Arimatea le pidió permiso a Pilatos para descolgar el cuerpo de la misma. Ayudado por Nicodemo lo bajaron y envolvieron en una sábana trasladándolo a un sepulcro que había en la ladera del Gólgota. Cuando se disponían a lavar y ungir con perfumes el cuerpo, percibieron como la sábana que lo envolvía olía a quemado, desprendiendo pequeños hilillos de humo como si ardiera. Levantaron la sábana y vieron el rostro de Jesús iluminado; por su boca salía una sustancia muy densa y brillante; José cogió un recipiente de cristal de perfume para ungir y, después de vaciar su contenido, lo colocó en la comisura de los labios de Jesús recogiendo todo el líquido que pudo. Después lo selló y lo guardó.

Posteriormente, se lo entregó al Apóstol Santiago; éste lo colocó en un cofre de plomo -el recipiente de cristal quemaba a quien estuviera cerca de él-. Cuando el Apóstol fue enterrado en Santiago de Compostela, se depositó el cofre con la reliquia en su sepulcro. Después de rendirle culto en la catedral durante cerca de 700 años, temiendo que los musulmanes en sus razias la encontraran, unos monjes Cistercienses, que posteriormente se convirtieron al catarismo, trasladaron el cofrecillo hasta Montsegur.

Andreu escuchó el relato del anciano con mucha atención, y cuando éste acabó preguntó con voz entrecortada: -¿Pero…, por qué no se puede abrir el cofre?

-Porque el soplo divino –le respondió el maestro- se extendería por el mundo, exterminando la especie humana sin estar preparada y sin tiempo para arrepentirse de sus pecados. Por ello no se puede abrir hasta la llegada del año 2021. En este año, según la “profecía”, el Verbo se reencarnará de nuevo dando una segunda oportunidad al género humano y, así, alcanzar la vida eterna.

Andreu, después de colocar el cofre y una bolsa de monedas de oro en un zurrón, se dispuso a partir. Subió hasta la muralla y, después de comprobar que la cuerda estaba bien afianzada, la cogió y empezó a deslizarse por su lienzo; en un par de minutos alcanzó el suelo. Agazapado, se escondió en un arbusto esperando la señal acordada. De pronto oyó un silbido que imitaba a un autillo, salió de su escondite y vio una silueta acercarse, que le preguntó:

-¿Quién eres?

-¡El Elegido! –contestó Andreu.

La silueta se hizo cada vez más nítida; Andreu pudo comprobar que era una persona muy robusta; vestía cota de malla de soldado recubierta con jubón de tela burda, su rostro estaba cubierto por una espesa barba. En su mano portaba las riendas de un negro y nervioso corcel. Se las ofreció diciendo:

-Monta a caballo, sal a galope por esta senda y no vuelvas la vista atrás.

Tras varias horas galopando, detuvo el sudoroso corcel en lo alto de una colina, giró su cabeza y oteó el horizonte en la dirección por la que había venido. Al fondo, pudo distinguir una pequeña columna de humo blanco que se confundía con las nubes; en lo más hondo de su ser sintió un gran vacío y una gran pena se apoderó de él. Ahora era la única persona que conocía el secreto de los Cátaros.
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París amaneció con cielo plomizo la mañana del 14 de enero de 1829, este día no se diferenciaba de otras mañanas del crudo invierno parisino.

Gerald, el archivero, rebuscaba en el fondo de un cajón lleno de documentos y legajos que intentaba catalogar para exponerlos en el museo del Louvre. De pronto, un documento escrito en piel de cabra llamó su atención por el colorido y la perfección de una cruz dibujada en la cabecera. Era una carta fechada a finales del siglo XIII, escrita por el monje Albigense Michel de Segny.

Inició su lectura y quedó fascinado por el relato. En ella se narraba la historia de un joven que se escapó de la hoguera, llevándose el secreto de los Perfectos Cátaros.

Según relataba el monje, el muchacho se había mezclado con las tropas del Rey Jaime I de Aragón, acompañado de un grupo de siervos de su padre, con intención de establecerse al sur del nuevo Reino de Valencia. Tanto le fascinó la historia que, tras su lectura, decidió emprender viaje para intentar recuperar el tesoro.

Se documentó sobre la época en la que se desarrollaron los hechos. Después de la lectura de múltiples fuentes comprobó que, a los pocos días de haber entrado Andreu en el reino de Aragón, se había firmando el Tratado de Almizra, (posiblemente se dirigió hacía esta zona meridional). Además, el rey castellano había ofrecido a su suegro Jaime I repoblar la parte sur de Murcia, reino vasallo suyo, para controlar las revueltas de los musulmanes que habitaban en él.

Gerald inició el largo viaje que le llevo dos meses por caminos tortuosos y llenos de bandoleros. Por fin, después de pasar por una ciudad muy exótica repleta de huertos de palmeras semejante a un oasis del norte de África llamada Elche, se adentró en un fértil valle. Allí las aguas del río Segura transcurrían bulliciosas y trasparentes por las acequias, en busca de la tierra ansiosa y sedienta. Los caminos estaban flanqueados por desnudos árboles, en espera de la pronta venida de la primavera para vestirse de nuevo, aunque los almendros y cerezos estaban en flor. Los campesinos trabajaban la tierra desde el amanecer hasta la puesta del sol, siempre expectantes y vigilantes ante la amenaza del viejo, pero vigoroso río durante esta época del año, dónde las inundaciones eran frecuentes.

Gerald se dirigió a Orihuela, que era la capital de la Gobernación. Una vez instalado en esta ciudad episcopal, inició sus pesquisas; se dirigió a los archivos de la ciudad e inicio la lectura de varios documentos sobre el repartimiento de tierras de los colonos cristianos del siglo XIII.

Pasó varias semanas examinando los viejos legajos llenos de polvo. El tiempo trascurría sin sentir. Apasionadamente iba leyendo documento tras documento, intuyendo que la solución al enigma estaba cerca. De pronto encontró una carta de petición al Rey Alfonso X para fundar un asentamiento, cuya fecha no se podía leer bien [127?]. La carta estaba firmada por un tal Andrés de Alulayes casado con Clara de Claramunt. A Andrés le acompañaban unas 50 familias, originarias algunas de los valles pirenaicos, como las de Sempol, Vives, Claramunt etc.; otras de la zona de Lleida: Ivars, Verdú, Amorós, Puigcerver, Pons, Torre-Grossa etc.

No cabía ninguna duda, ¡había encontrado la pista que le llevaría hasta el tesoro!. Ávidamente, devoró la lectura de la carta. En sus párrafos finales, Andrés de Alulayes especificaba que el nombre de la nueva villa sería GUARDAMAR.

-¿Por qué Guardamar? –se preguntó Gerald. Tenía que haber una relación entre este nombre y la clave para descubrir el secreto de los Cátaros. Gerald comenzó a relacionar todos los elementos que poseía: Mont-segur, significaba “monte seguro”, por eso estuvo allí depositado el secreto; por lo tanto -dedujo- en el topónimo guarda-mar debía estar contenida la clave. Descompuso todas las sílabas combinándolas entre ellas, buscando un significado que le diera alguna pista. Después de varias noches en vela, agotado por el esfuerzo, entró en estado de sopor (….). Y de repente lo “vio”.

-¡Mon Dieu!-, ¡-Cómo he sido tan tonto! –exclamó. En el cuaderno donde tomaba las notas estaba la clave: GUARDA-M.A.R. - M = Mistyca; A = Ánima; R = Redemptor.

Ánima Mística del Redentor

“¡Estaba guardada allí, el soplo “Divino”, la Luz de los Cátaros.. Dios mío! –pensó-, mientras que su corazón aumentaba súbitamente de pulsaciones. A su mente le vinieron las imágenes de todos esos retratos de clérigos naturales de Guardamar, colgados en las paredes del Archivo de Orihuela. -¡Ellos eran los “Guardianes” del Secreto, los nuevos Perfectos, no cabía ninguna duda!

Era la madrugada del primer día de la primavera de 1829. Gerald no había pegado ojo en toda la noche; cuando se levantó, no serían más allá de las cuatro. En el patio, el posadero estaba preparando la pequeña y ligera tartana, que él mismo conduciría hasta su destino. La Villa de Guardamar estaba a poco más de cuatro leguas de camino. Se puso en marcha sin demora para poder llegar a misa primera.

El cielo estaba encapotado; una gran nube negra se cernía sobre la Vega; un extraño silencio dominaba el ambiente, sólo se oía los cascos del caballo golpetear en el camino. A las dos horas de camino pasó por Almoradí. La plaza estaba llena de jornaleros esperando el ansiado jornal en las plantaciones de hortalizas; las pesados carretas tiradas por bueyes avanzaban con cadencioso paso marcado por los cencerros. Los rayos de sol asomaban tímidamente entre las nubes a su paso por Rojales. Tomó el camino que bordeaba el río. Los sauces y moreras se abrían como un túnel vegetal, mientras las ranas croaban entre el fenás. El camino giró bruscamente a la derecha para tomar el viejo puente de piedra flanqueado por los Patronos de la Villa. A lo alto destacaba la enorme y erguida torre del campanario. Gerald exigió el último esfuerzo al caballo para subir la empinada cuesta. Una vez en la plaza del Arrabal, bajó de la tartana, amarró el caballo a una argolla en la pared de la muralla y cruzó la oxidada puerta de hierro. Con paso firme se dirigió a la iglesia. La misa de la mañana había finalizado y los últimos feligreses salían raudos. Se dirigió al altar mayor; allí vio una lápida en el suelo con un gran pavo real grabado, se agachó y pudo leer una inscripción en la lengua d’Oc:

Hui em xafes. Demà et xafaran a tu” “Andreu de Alulayes”.
Desplazó la pesada losa de piedra; su corazón parecía salirse del pecho. Estaba cerca de desvelar el secreto de los Cátaros; bajó siete escalones topándose con un sarcófago tallado en piedra caliza; deslizó la tapa (…), ¡allí estaba! El pequeño cofre yacía junto a los huesos de Andreu. Se puso de rodillas y, con sus manos, lo tomó delicadamente. Cuando se disponía a abrirlo, la tierra tembló; las rocas de la cripta se desprendieron sobre Gerald y, después, sólo si

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