MODALIDAD AUTOR LOCAL
GALINA ÁLVAREZ
Galina Álvarez es de origen ruso y nacionalidad sueca y ha
vivido en cuatro países: Rusia, Cuba, Suecia y España. Actualmente reside con
carácter permanente en Guardamar del Segura, Alicante. Es ingeniera química
jubilada.
Siempre se ha interesado por los idiomas y la palabra
escrita. Habla libremente cuatro lenguas: ruso, español, sueco e inglés. Ha
publicado cuentos y artículos en los periódicos y revistas de diferentes
países: Rusia, Suecia, Chile, Alemania y España. Ha participado en varios
talleres de creación literaria y actualmente es miembro de la Tertulia
literaria de Guardamar del Segura
EL CUMPLEAÑOS
El 15 de mayo es una fecha de la que siempre me acuerdo,
aunque no tenga una relación directa con mis seres queridos ni conmigo misma. Era
el cumpleaños de una niña rica, a cuya fiesta asistí cuando tenía doce años. Ha
pasado mucho tiempo desde entonces. No sé qué habrá sido de la niña, ni de su
familia. Se mudaron a otra ciudad y no he vuelto a verlos nunca más. Pero
recuerdo la celebración con todos los detalles, como si hubiese sido ayer, pues
aquel día, precisamente, tomé la decisión más importante de mi vida.
A la sazón nuestra familia vivía en el sótano de un
edificio en el que mis padres ejercían de porteros. Además de trabajar en la portería,
mi padre se ocupaba de la caldera,
mientras mi madre hacía la limpieza de los pasillos y las escaleras. También
lavaba ropa por encargo de las señoras del inmueble. Éramos tres hermanos. Los
dos menores permanecían en casa y yo iba a la escuela de la parroquia. Ninguno
de mis padres sabía leer, pues en su pueblo no había colegio. Ellos solían
decir que querían una vida mejor para mí, por eso me mandaron a estudiar.
Los vecinos nos trataban bastante bien y nos ayudaban de
vez en cuando con ropa vieja u otras cosas para mis hermanos y para mí. Pero,
al mismo tiempo, eran muy exigentes: el portal y la escalera tenían que
brillar. Como yo era la mayor, debía ayudar a mi madre después de las clases.
Cuidaba de mis hermanos, ordenaba la casa, lavaba los cacharros y hasta planchaba.
No tenía tiempo libre. Mi única distracción era mirar los pies de la gente que
pasaba a lo largo de nuestra pequeña ventana. Como estaba pegada al techo, los
pies eran lo único que se veía desde nuestra habitación. Me gustaba mucho observar
los zapatos de las señoras, que caminaban despacio por la acera. Eran muy
finos, con frecuencia tenían tacones y
hasta adornos, como hebillas o lazos.
Un día de mayo sucedió algo inesperado en mi monótona vida:
la señora del apartamento principal del primer piso se detuvo al pasar frente a
nosotros y me dijo:
—María, te quiero invitar al cumpleaños de mi hija Ángela,
que cumple once años. Será el próximo domingo.
Después explicó que la fiesta no sería grande y me sugirió
que fuera, sin falta.
—Su hija nunca sale —sonrió ella amablemente a mi madre—.
Que se divierta un poco con otros niños.
Invitar a una fiesta a los hijos del servicio no era nada
usual, pues cada clase social debía conocer su sitio. Así ha sido siempre y así
las cosas eran más fáciles, me explicó mi madre. Al mismo tiempo, se conocían bien
las extravagancias de la señora, que era una mujer moderna y hacía las cosas según
su parecer. Al recibir la invitación, mi
madre y yo nos pusimos muy contentas, pues yo nunca había estado en una fiesta
de cumpleaños. Sin embargo más tarde, cuando nos pusimos a pensar en algunos
detalles, por ejemplo, en la ropa que me iba a poner para ir, nuestro ánimo se enfrió
un poco. Mi único vestido decente era el que usaba para ir a la escuela.
Marrón, para que se ensuciara menos. En casa andaba con ropas viejas y muy
remendadas. Como no había mucho que escoger, decidimos lavar y planchar ese
vestido para que luciera más presentable.
Por fin llegó el domingo. Yo me sentía nerviosa y algo
asustada. No me imaginaba que acudiese tanta gente, pues la señora nos había prometido
que la fiesta no iba a ser muy grande. Algunas familias vinieron en coche. Por el portal abierto entraban hombres y
mujeres elegantes, acompañados de niños con ropas finas. Sobre todo las niñas
se veían guapas. Parecían princesas. Y todos llevaban regalos envueltos en
papel de seda. Yo los miraba pasar y la angustia poco a poco se adueñaba de mí.
¿Qué iba a hacer allí, con mi pobre y
oscura ropa y, para colmo, sin ningún regalo? Entonces, decidí quedarme en
casa. Pero, al empezar la fiesta, la señora se acordó de mí y envió a una
criada a llamarme. No lo había esperado, y por eso sentí vergüenza.
—Ve, niña, ve —me dijo mi madre—. Pórtate bien en la casa
de los señores y come con cuidado, no seas golosa —añadió bajito.
Al entrar en el apartamento de los vecinos ricos, me quedé
deslumbrada con tanta belleza. Nunca antes había estado en una casa como aquella.
El salón era grande, con muebles finos y espejos altos en las paredes. Todo era hermoso. Pero lo mejor era la alfombra.
Jamás había visto un suelo cubierto con alfombras tan grandes y tan suaves.
—Entra, María —dijo la dueña y, dirigiéndose a los demás,
agregó—: Es la hija de los porteros.
Me sentí incómoda por llamar la atención de tanta gente.
Las personas mayores apenas se fijaron en mí; pero me pareció que algunos de
los niños me miraron de forma burlona. No sabía qué hacer ni qué decir. Por
suerte, la dueña exclamó:
—¡Pasen, por favor, al comedor! ¡La merienda está servida!
Ya nadie se fijaba en mí, todos se dirigieron a la puerta
abierta. ¡Qué alivio! Allí había dos mesas largas: una para los mayores y otra
para los muchachos. Los niños se dieron prisa en ocupar los asientos junto a la
cumpleañera. Entonces, me fijé en ella. Estaba muy guapa, con un vestido de
encaje rosa. Los bucles de su cabello, coronados con un lazo de satín, le
cubrían la espalda. Y los zapatos de color crema eran monísimos. Bajé la vista
y miré mis toscos zapatos de cuero negro. ¡Eran tan feos! Me daba vergüenza
mostrar mi pobreza y quería pasar inadvertida. Por eso esperé que todos los
niños ocuparan sus asientos y me senté en el último, cerca de la puerta. Por
suerte, nadie me miraba. La atención de los muchachos estaba puesta en las
golosinas. ¡Había tantas cosas ricas! Frutas, refrescos, caramelos y dulces de muchos
tipos. Sobre todo, me quedé impresionada por
una gran tarta.
En cada puesto de la mesa había un platillo y una pequeña
taza de porcelana fina, que no se parecían en nada a las jarras y platos metálicos
que se usaban en mi casa. Me daba miedo tocarlos, creía que los iba a romper. Por
eso solo cogí dos caramelos; era mucho más fácil. Recordando las palabras de mi
madre, yo apenas miraba a la mesa y no me atrevía a comer nada más. Así las
cosas, la anfitriona anunció que ya se iba a servir el chocolate caliente para
acompañar los dulces, y nos deseó a todos buen provecho. Enseguida entraron dos
sirvientas con grandes jarras y empezaron
a verter en las tazas un líquido marrón y espeso.
Tenía frente a mí el humeante chocolate, con un aroma
increíblemente dulce… y no pude aguantar. Cogí el delicado recipiente con las
dos manos y tomé un sorbo. Jamás en mi vida había probado algo tan sabroso. No
imaginaba siquiera que pudieran existir delicias como aquella. ¿Y qué decir de
la tarta? ¡Estaba riquísima! La sirvienta la cortó y puso un pedazo en el plato
de cada niño. Comí la tarta muy despacio para prolongar el placer. Además,
tenía miedo de mancharme con la crema. Debía cuidar mi vestido.
Al terminar la merienda, la señora de la casa anunció que
era hora de divertirse.
—Vamos a organizar un juego —explicó—. Todo el mundo me
debe entregar algún objeto que lleve encima. Yo los recojo en esta caja y,
después de mezclarlos todos, los voy sacando uno por uno. Cada vez que saque un
objeto, su dueño tiene que hacer algo: bailar, cantar o recitar alguna poesía.
Entonces, los niños, muy contentos, empezaron a entregar
diferentes cosas a la señora. Dejaban en la caja sus prendas de oro: anillos,
brazaletes y hasta relojes de verdad. Algunas niñas ofrecían sus carteritas y
pañuelos con encajes.
«¿Qué voy hacer cuando llegue mi turno?» —pensaba yo,
horrorizada, a punto de romper a llorar. Es que no tenía nada que dar.
—¿Puedes entregar
algo? —me preguntó la señora con una sonrisa amable.
Yo bajé la vista. Sentía cómo me ardían las mejillas.
—No traigo nada —dije bajito. Estaba muy incómoda.
Ella dijo rápidamente:
—No importa, usamos esto como si fuera algo tuyo —y tomó
un pequeño adorno de la mesita cercana.
—Pero tiene que ser suyo —protestó su hija—. Así no vale.
—Ella no tiene nada —dijo un chiquillo con voz burlona y
empezó a reírse.
—Sus padres son porteros —se oyó el murmullo desde otro
grupo.
Yo seguía allí, con los pies clavados en el suelo, aunque
habría querido echar a correr y perderme.
—No tiene ninguna importancia —dijo la señora—. Uno no
siempre lleva prendas encima.
Entonces fue hacia la mesa junto a la ventana, puso la
caja encima y removió el contenido.
—El primer objeto será… —empezó despacio, dirigiéndose a
todos— ¡este precioso brazalete! ¿Quién será la dueña?
Una niña regordeta salió adelante y anunció:
—¡Voy a tocar el piano!
Se sentó frente al instrumento y, con bastante soltura, tocó
una pieza musical. Se notaba que se había preparado para la actuación. Los
presentes la aplaudieron y el concierto siguió. Unos niños cantaban, otros
bailaban, acompañados por la música del piano. Algunos recitaban poesías. Todos
actuaban bien, se veía que lo hacían a menudo. Y hubo muchos aplausos. Yo,
nerviosa, esperaba mi turno. No había imaginado que iba a participar en un
concierto junto a otros muchachos. Nunca había tenido una experiencia semejante
y no traía nada preparado. En aquel momento la señora sacó de la caja un muñeco
chino y me miró.
—María, ahora te toca a ti. ¿Puedes hacer algo? —preguntó
con una sonrisa amable.
—Voy a recitar una poesía —contesté bajito.
Y vencida por la timidez, empecé a recitarla rápido y sin
mucha maña. Se trataba de uno de mis últimos deberes escolares. Pero me puse
tan alterada frente a aquel público, que se me olvidó la última estrofa. No sé
cómo me pudo ocurrir aquello, ¡la había recitado perfectamente en casa! Traté de
recordarla con todas mis fuerzas, pero no lo logré; mi mente, de pronto, se
había vaciado. Sentí un ardor en la cara y no pude contener las lágrimas. La
anfitriona me quiso ayudar y empezó a aplaudir. Algunas personas la siguieron,
pero no eran muchas. Cuando me atreví a levantar la vista, pude notar sonrisas
burlonas en las caras de varios muchachos.
No vi ni escuché el resto de las actuaciones. Me sentía totalmente
hundida. «¿Para qué habré venido?» —pensé. Aquel no era un lugar para mí. A pesar
del ambiente festivo, las risas y la música, sólo tenía ganas de irme. Mi casa
era pobre y oscura, allí no se servían comidas ricas ni había alfombras suaves;
pero todo en mi hogar era más natural y sencillo.
Por fin la fiesta se acabó y la gente empezó a marcharse.
Yo también lo hice. Durante el resto de la tarde me sentía muy triste. Y por la
noche no pude aguantar las lágrimas. Me preguntaba por qué la vida era tan
injusta. ¿Por qué unos lo tenían todo y otros no teníamos nada? ¿Por qué algunos
niños sabían hacer tantas cosas bonitas, como tocar el piano y bailar, mientras
yo ni siquiera podía recitar sin errores una simple poesía escolar? Mi madre me
oyó sollozar y se acercó. Acariciándome el pelo con la mano, preguntó por qué
lloraba. Yo no tuve ánimos de contarle nada sobre mi humillación. Pero ella, sin
las explicaciones, lo comprendió todo.
—No llores, hija —trató de consolarme—. La vida siempre
ha sido así y así seguirá siendo.
Yo no quise aceptar aquella sentencia.
—No, madre —le respondí—, conmigo, no. Conmigo será diferente.
Le juro que voy a ser alguien. Voy a trabajar y voy a estudiar, aunque sea de
noche, y tendré una vida mejor.
...Hace años que mis padres descansan en el cementerio de
su pueblo natal. Y me da mucha pena que ellos no pudieran ver mis sueños
realizados. Soy feliz, porque tengo la mejor profesión del mundo: soy maestra. Doy
clases de literatura a los alumnos de mi escuela y, además, los aliento a soñar.
Estoy convencida de que ellos sabrán construir su futuro.
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