MODALIDAD: RELATO EN CASTELLANO
GANADOR: FRANCISCO DE PAZ TANTE
TÍTULO: CORAZONES DE CORAL
Francisco de Paz Tante es natural
de Polan, Toledo. Es catedrático de enseñanza secundaria, de Geografía e
Historia, ahora ejerciendo las funciones de inspector de educación en la
provincia de Toledo.
Ha obtenido varios premios de
novela, como los de las diputaciones de Cáceres y de Córdoba, el de Ciudad Real,
y, el último, el “Salvador García Aguilar” premio que concede el Ayuntamiento
de Rojales, Alicante..
También ha sido finalista en
certámenes de narrativa como el “Fernando Lara”, de la editorial Planeta, El
Felipe Trigo, el de Badajoz, el de Barbastro, y el Edebé de literatura infantil.
Además, ha obtenido más de cien
premios literarios en distintos certámenes de cuentos y
relatos breves.
Francisco de Paz Tante
Al principio, cuando me llamó el jefe de servicio para
decirme que habían descubierto en un camión a unos inmigrantes sin papeles,
pensé en una actuación médica más, en otra salida de las que a veces hacíamos
para colaborar con la policía o los jueces. Aquellos hombres habían hecho el
viaje en un doble fondo, hacinados y sin ventilación, me dijo. Por eso
necesitaban una revisión médica, antes de internarlos en un centro para
extranjeros y proceder a su posterior expulsión.
Fue al salir de su despacho, ya con el maletín del
fonendoscopio y otros utensilios médicos de urgencias, a los que añadí
mascarillas y guantes, cuando mi jefe amplió la información. «Proceden de
Assilah, una ciudad del norte de Marruecos», me explicó. Y, al oír aquellas
palabras, la expresión de mi mirada, hasta entonces acorde con lo que suponía
el encargo de una salida más, una práctica médica habitual, se tornó en otra
más abierta, con relumbres de sorpresa y afectación. Él se dio cuenta y me
preguntó, extrañado, si había algún problema. Pero yo no quise compartir lo que
sentía en esos momentos, y negué con la cabeza para decirle que no. Pero cuando
llegué a la ambulancia, donde me esperaban el conductor y un enfermero, aún seguía
ensimismada, sintiendo el pálpito de las emociones que, de nuevo, como tantas
otras veces en mi vida, me había provocado el recuerdo de aquella ciudad de
donde provenían los inmigrantes.
De Assilah, eran aquellos marroquíes a quienes teníamos
que practicar un reconocimiento médico. Como lo era yo también. Y no sólo
porque en mi carné de identidad constara que fue allí donde nací, sino también
porque aquella ciudad marroquí, en la que viví durante mi infancia y
adolescencia, siempre la consideré mía. Por eso, cuando Marruecos se
independizó, no entendía por qué teníamos que marcharnos, aunque mi padre, que ejercía
de médico militar en aquel Protectorado, se esforzara en hacerme comprender que
nosotros éramos españoles, y aquellas tierras ya no eran nuestras. Y nunca
olvidaré la impresión que me produjeron sus palabras, la desolación que
entonces empecé a sentir como la premonición de una contumaz nostalgia que ya
persistiría el resto de mi vida.
Tampoco pude entender entonces la actitud de algunos
vecinos que siempre me habían tratado con respeto, y durante aquellos días en
que celebraban la independencia me clavaban sus ojos azabaches con desprecio
sobrevenido. Algunos incluso me empujaron e insultaron, y pretendieron
agredirme, porque, según decían, yo era extranjera. También me dijeron que me
expulsarían del país. Hasta que mi amigo Ahmed se puso a mi lado, me protegió y
defendió, llamándoles cobardes, retándoles, y gritándoles que yo no era
extranjera.
Aunque continuamos en Marruecos hasta que la nueva
administración tuvo capacidad para organizarse, al final se consumó el exilio
al que, según decían, era mi país. Luego, en todos aquellos años de ausencia,
no había encontrado una ocasión propicia o motivo para regresar. Quizás porque
no quería reencontrarme con los paisajes de mi infancia y adolescencia, por
temor, tal vez, a constatar que aquel mundo que conocí sólo estaba vigente en las
nostalgias de un tiempo ya para siempre pretérito.
Había vivido en Assilah durante los primeros dieciséis
años de mi existencia. Y allí se produjo mi enraizamiento con la vida. Aunque
tendría que pasar algún tiempo para que fuera consciente de la importancia que
tienen los paisajes de nuestra infancia, los que nos ponen en
relación con el espacio y lo pueblan de afectos y sentimientos. En ellos está
la fuente de nuestra identidad, donde construimos el armazón sobre el que vamos
sustentando los avatares de la existencia y la urdimbre de los años. Son lugares,
vividos y sentidos, en los que también queda la impronta de quienes los
habitamos, en sus ríos, sus calles, sus plazas. Como quedaría mi rastro en
quienes compartieron conmigo juegos y emociones, ilusiones y sueños; en un
tiempo ya amarillo, en un lugar de la memoria.
Aquel día en que, ya anegada de recuerdos y añoranzas, me
dirigía a las dependencias donde permanecían retenidos los marroquíes
clandestinos, el conductor de la ambulancia y el enfermero iban hablando sobre
la inmigración incesante y sus desastres; pero yo, sin querer entrar en la
conversación, prefería seguir inmersa en mis pensamientos.
Y entre los recuerdos que entonces
se me agolpaban, el más persistente era el de mi amigo Ahmed. Junto a él
descubrí la ciudad y sus entornos, las calles estrechas con sus casas pintadas
de blanco y añil; los campos luminosos que olían a hierbas y a la tierra
reventada por las mulas y el arado; la playa inmensa siempre encendida con las
luces del océano.
Durante los años de la infancia,
Ahmed y yo nos encontrábamos en la calle, y jugábamos allí, junto a las puertas
de nuestras casas, o a veces en los patios, debajo de las higueras y granados,
donde tirábamos las tabas, aquellos huesos de cordero que nos servían para
apostar cuál de sus caras saldría después de rodar por el suelo.
Yo tenía otros amigos españoles, y
muchas compañeras del colegio, con las que mantenía frecuentes relaciones y
visitas. Pero era con Ahmed con quien prefería estar.
Cuando nos adentramos en la
adolescencia, empezamos a notar a nuestro alrededor miradas turbias, susurros y
risitas a veces, sofocadas torpemente con las manos. Nosotros también ya sentíamos
los primeros brotes de un desconcertante rubor. Fue entonces cuando empezamos a
alejarnos, hacia la playa, para sentirnos más libres y anónimos. Era allí donde
Ahmed algunas tardes me hablaba de sus viajes a las aguas de El Estrecho para
recoger el coral. Por eso su recuerdo siempre lo tengo asociado a esa sensación
de aventura y peligro que tenían sus viajes en la búsqueda de aquel oro rojo
tan apreciado en los talleres de artesanía de la ciudad.
Algunas tardes, paseando junto al
Atlántico, respirando las brisas del océano, me describía sus inmersiones a las
profundidades, y me contaba cómo eran las geografías marinas, aquel mundo
mágico bajo el agua, en el que buceaba para recoger las ramas rojas. Luego, con
su carga bien amarrada, subía de nuevo hacia la luz, que vislumbraba desde
abajo tenue y distante, ayudado por la cuerda de la que tiraban su padre y sus
primos.
A pesar de los riesgos y temores, aquel trabajo le gustaba.
Se había acostumbrado al mundo submarino, a los espacios del silencio, de la
soledad y el peligro, donde sólo se sentía unido al mundo y a la vida exterior
por el frágil cordón umbilical de una cuerda. Por eso, cuando dedicaban más
tiempo a la pesca, o había problemas para navegar hasta los caladeros del coral,
echaba de menos sus inmersiones, sus descensos a los bosques rojos que crecen
en las profundidades marinas. Y me decía que en realidad era muy afortunado,
porque podía disfrutar de unos paisajes a los que muy pocos tenían acceso. Eran
aquellos fondos marinos repletos de plantas siempre en movimiento y de peces de
colores, aquel mundo silencioso donde la vida fluye, delirante a veces, y
siempre extraña y ajena a las geografías del aire.
En mi memoria de Assilah siempre
está el recuerdo de Ahmed, con quien estuve unida durante muchos años de juegos
y descubrimientos, de paseos y emociones junto al Atlántico, y de relatos,
siempre fantásticos e inquietantes, de sus viajes al fondo del mar. Hasta que
al final también acabamos uniendo los labios, una tarde en que buscamos el
refugio de las zonas más alejadas de la playa. Unos besos que volverían a
repetirse durante aquellos días finales de mi estancia en Marruecos. Besos
miedosos, al principio, temblorosos y estremecidos; mientras aprendíamos a
indagar en las caricias cada vez más profundas. Besos salobres, con los labios
impregnados por las brisas del Atlántico, que nos adentraron en el misterio del
placer, de la piel recorrida con la codicia de unas manos adolescentes, torpes
y enfebrecidas.
Yo sólo tenía
entonces dieciséis años, pero siempre tuve la sensación de que fue en aquella
playa del Atlántico donde se conformó para mí el molde del deseo y la pasión.
Luego he conocido a muchos hombres cuyo recuerdo al final se ha diluido con el
paso del tiempo y las cenizas del desamor. Pero siempre he conservado la
memoria inalterada de aquellos labios y de aquella piel salada ardiendo junto a
la mía.
Fue una de aquellas tardes de estremecimiento y temblorosa
pasión cuando me regaló un corazón de coral. Lo había esculpido él mismo, en
una de las ramas rojas que recogía en sus inmersiones. En realidad, había hecho
dos colgantes, con un corazón rojo cada uno y sendos cordones negros,
brillantes. Uno me lo puso a mí, y el otro se lo colocó él. En ellos estaban
las iniciales de nuestros nombres. «Siempre lo llevaré en el pecho. Para
acordarme de ti», me dijo, cuando nos despedimos, al caer la tarde, encendida
con todas las luces que llegaban del océano.
Cuando dejamos Marruecos, nos
instalamos en una ciudad del interior de España. Al principio, con los colores
y las luces de Assilah siempre en la memoria, tenía la sensación de haberme
trasladado a un mundo en blanco y negro. Aquélla era una capital de provincia
gris y umbrosa, que durante los primeros meses me provocaba una desolación
infinita y profundas melancolías, agravadas con el recuerdo incesante de Ahmed.
Después el tiempo fue pasando y el
dolor de aquella ausencia se fue diluyendo con otros avatares de la vida y los
nuevos amores en los que me fui enredando. Estudié Medicina en Madrid, y,
cuando acabé y aprobé las oposiciones, me instalé en otra capital de provincia
interior, donde seguí sintiendo las nostalgias del mar. Me casé y formé una
familia, que acabó rompiéndose por la devastación incesante de la rutina y el
desamor. Tuve luego otros amantes, fugaces relumbres de ilusiones y pasiones ya
siempre tenues. Y al final acabé sola, cada vez más refugiada en el trabajo y
en la memoria de otros tiempos y otras vidas.
Esos eran mis pensamientos y mis
recuerdos, cuando ya nos acercábamos a las dependencias policiales donde
estaban los inmigrantes recién llegados.
Estaba acostumbrada a esos
reconocimientos médicos. Casi siempre eran mero trámite, un protocolo establecido
para proseguir con los procedimientos judiciales. Yo les auscultaba con la
misma rutina con la que otros funcionarios hacían informes y ponían sellos
oficiales.
Aunque aquel día sentía una incierta
emoción, porque sabía que aquellos seres humanos, que me miraban asustados,
procedían de mi ciudad, de Assilah, a la que no había querido volver durante
todos aquellos años de extrañamiento y ausencia, pero cuyo recuerdo y afectos
persistían inalterados en mi memoria.
Les fui tomando el pulso,
ajustándoles el tensiómetro si les notaba excitados, comprobando con el
fonendoscopio el ritmo de los latidos de sus corazones y los ruidos de su
respiración, abriéndoles los ojos por si percibía en ellos anomalías que
aconsejaran comprobaciones más cuidadosas y prolijas. Así uno detrás de otro.
Todos permanecían de pie, en fila. En silencio. En algunos se atisbaban los
relumbres fríos de una tristeza infinita. Ellos sabían que las ilusiones y los
sueños ya habían caducado. Y ahora sólo quedaba asumir la derrota y los
desastres del encierro y el retorno. Aceptar la realidad de sus vidas
arruinadas, y ahora más que antes, después de haber invertido todo lo que
tenían en aquel viaje frustrado.
Ya esperaban con la camisa abierta
cuando el enfermero y yo nos acercábamos a ellos. Por eso, al arrimarme a uno
de los que aguardaban su turno, enseguida vi en su pecho un cordón negro del
que colgaba un corazón de coral. Me quedé entonces paralizada, sintiendo los
efectos de una conmoción. No me atrevía siquiera a levantar la vista y mirarle
a los ojos. El enfermero que me acompañaba se dio cuenta enseguida de mi
alteración, que achacó quizás, más que al posible cansancio, al desgaste
emocional que siempre conllevan estos reconocimientos médicos. Por eso quiso
apartarme y continuar él. Pero no me moví del sitio, y, temblorosa, me dispuse
a oír el corazón de aquel marroquí. Al final levanté la vista, le abrí la
mirada con mis dedos y me asomé a sus ojos. Y así me quedé un rato, muy cerca
de él, sintiendo su aliento, el temblor de sus labios, notando ahora la humedad
de sus lágrimas, tal vez causadas por algún recuerdo que le hubiera provocado
una cara que no veía desde hacía cuarenta años, o quizás porque hubiera descubierto
en el inicio de mi pecho el cordón negro de un colgante como el suyo, del que
también pendía un corazón de coral.
Noté, además, en su cara pálida, en
su pecho y en su pulso acelerado, una alteración de su salud, de sus ritmos
vitales. Quizás estuviera provocado por el cansancio, o por la desazón de
aquella detención. O quizás sólo fuera la consecuencia de verme, de sentirme
tan cerca, otra vez, como en aquellos años, tan lejanos, de nuestra
adolescencia.
Cuando acabé con él, no pude seguir.
Le pedí a mi compañero que continuara con los reconocimientos que aún quedaban.
Me fui a un rincón, me apoyé en la pared y empecé a llorar. Sólo me incorporé
cuando los inmigrantes ya salían por la puerta, hacia las furgonetas que los
llevarían al centro de internamiento, antes de su expulsión. Él quiso acercarse
a mí, con los ojos muy brillantes, pero un policía se interpuso y enseguida lo
condujo hacia donde estaban los demás. Y yo, cobarde y aturdida, me quedé
parada, en silencio. Me acordé entonces de aquel día en que mi amigo Ahmed,
atrevido y valiente, me protegió y defendió cuando me insultaron y amenazaron
con expulsarme del país porque decían que era extranjera; y con esos recuerdos
en mi memoria, sentí un impulso que me condujo a la fila de los inmigrantes, junto
al jefe policial que estaba al mando, a quien dije que uno de aquellos
marroquíes tenía un problema. Era una cuestión de corazón, le expliqué. También
le dije que aquél era un hombre mayor, con menos resistencia física a las duras
condiciones del viaje que habían sufrido. Por eso, para no correr riesgos con
su salud, afectada por un excesivo ritmo cardiaco, había que llevarlo al
hospital, para hacerle más pruebas y tenerlo durante algunos días en
observación.
Y al día siguiente inicié los trámites,
fijando mi propia casa como su domicilio habitual y aportando algunas ofertas
laborales, para legalizar la estancia en nuestro país de un inmigrante
hospitalizado que estuvo a mi cargo durante varios días por una cuestión de
corazón; mientras sentía de nuevo la brisa salobre de aquellas emociones que me
brotaron en los albores de la juventud, en las playas de una ciudad blanca y
añil.
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