viernes, 24 de agosto de 2018

XXIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2018

 MODALIDAD: RELATO EN CASTELLANO


GANADOR: FRANCISCO DE PAZ TANTE
TÍTULO: CORAZONES DE CORAL

Francisco de Paz Tante es natural de Polan, Toledo. Es catedrático de enseñanza secundaria, de Geografía e Historia, ahora ejerciendo las funciones de inspector de educación en la provincia de Toledo.

Ha obtenido varios premios de novela, como los de las diputaciones de Cáceres y de Córdoba, el de Ciudad Real, y, el último, el “Salvador García Aguilar” premio que concede el Ayuntamiento de Rojales, Alicante..

También ha sido finalista en certámenes de narrativa como el “Fernando Lara”, de la editorial Planeta, El Felipe Trigo, el de Badajoz, el de Barbastro, y el Edebé de literatura infantil.

Además, ha obtenido más de cien premios literarios en distintos certámenes de cuentos y relatos breves. 


CORAZONES DE CORAL
  Francisco de Paz Tante 

 

Al principio, cuando me llamó el jefe de servicio para decirme que habían descubierto en un camión a unos inmigrantes sin papeles, pensé en una actuación médica más, en otra salida de las que a veces hacíamos para colaborar con la policía o los jueces. Aquellos hombres habían hecho el viaje en un doble fondo, hacinados y sin ventilación, me dijo. Por eso necesitaban una revisión médica, antes de internarlos en un centro para extranjeros y proceder a su posterior expulsión.

Fue al salir de su despacho, ya con el maletín del fonendoscopio y otros utensilios médicos de urgencias, a los que añadí mascarillas y guantes, cuando mi jefe amplió la información. «Proceden de Assilah, una ciudad del norte de Marruecos», me explicó. Y, al oír aquellas palabras, la expresión de mi mirada, hasta entonces acorde con lo que suponía el encargo de una salida más, una práctica médica habitual, se tornó en otra más abierta, con relumbres de sorpresa y afectación. Él se dio cuenta y me preguntó, extrañado, si había algún problema. Pero yo no quise compartir lo que sentía en esos momentos, y negué con la cabeza para decirle que no. Pero cuando llegué a la ambulancia, donde me esperaban el conductor y un enfermero, aún seguía ensimismada, sintiendo el pálpito de las emociones que, de nuevo, como tantas otras veces en mi vida, me había provocado el recuerdo de aquella ciudad de donde provenían los inmigrantes.

De Assilah, eran aquellos marroquíes a quienes teníamos que practicar un reconocimiento médico. Como lo era yo también. Y no sólo porque en mi carné de identidad constara que fue allí donde nací, sino también porque aquella ciudad marroquí, en la que viví durante mi infancia y adolescencia, siempre la consideré mía. Por eso, cuando Marruecos se independizó, no entendía por qué teníamos que marcharnos, aunque mi padre, que ejercía de médico militar en aquel Protectorado, se esforzara en hacerme comprender que nosotros éramos españoles, y aquellas tierras ya no eran nuestras. Y nunca olvidaré la impresión que me produjeron sus palabras, la desolación que entonces empecé a sentir como la premonición de una contumaz nostalgia que ya persistiría el resto de mi vida.

Tampoco pude entender entonces la actitud de algunos vecinos que siempre me habían tratado con respeto, y durante aquellos días en que celebraban la independencia me clavaban sus ojos azabaches con desprecio sobrevenido. Algunos incluso me empujaron e insultaron, y pretendieron agredirme, porque, según decían, yo era extranjera. También me dijeron que me expulsarían del país. Hasta que mi amigo Ahmed se puso a mi lado, me protegió y defendió, llamándoles cobardes, retándoles, y gritándoles que yo no era extranjera. 

Aunque continuamos en Marruecos hasta que la nueva administración tuvo capacidad para organizarse, al final se consumó el exilio al que, según decían, era mi país. Luego, en todos aquellos años de ausencia, no había encontrado una ocasión propicia o motivo para regresar. Quizás porque no quería reencontrarme con los paisajes de mi infancia y adolescencia, por temor, tal vez, a constatar que aquel mundo que conocí sólo estaba vigente en las nostalgias de un tiempo ya para siempre pretérito.

Había vivido en Assilah durante los primeros dieciséis años de mi existencia. Y allí se produjo mi enraizamiento con la vida. Aunque tendría que pasar algún tiempo para que fuera consciente de la importancia que tienen los paisajes de nuestra infancia, los que nos ponen en relación con el espacio y lo pueblan de afectos y sentimientos. En ellos está la fuente de nuestra identidad, donde construimos el armazón sobre el que vamos sustentando los avatares de la existencia y la urdimbre de los años. Son lugares, vividos y sentidos, en los que también queda la impronta de quienes los habitamos, en sus ríos, sus calles, sus plazas. Como quedaría mi rastro en quienes compartieron conmigo juegos y emociones, ilusiones y sueños; en un tiempo ya amarillo, en un lugar de la memoria.

Aquel día en que, ya anegada de recuerdos y añoranzas, me dirigía a las dependencias donde permanecían retenidos los marroquíes clandestinos, el conductor de la ambulancia y el enfermero iban hablando sobre la inmigración incesante y sus desastres; pero yo, sin querer entrar en la conversación, prefería seguir inmersa en mis pensamientos.

            Y entre los recuerdos que entonces se me agolpaban, el más persistente era el de mi amigo Ahmed. Junto a él descubrí la ciudad y sus entornos, las calles estrechas con sus casas pintadas de blanco y añil; los campos luminosos que olían a hierbas y a la tierra reventada por las mulas y el arado; la playa inmensa siempre encendida con las luces del océano.

            Durante los años de la infancia, Ahmed y yo nos encontrábamos en la calle, y jugábamos allí, junto a las puertas de nuestras casas, o a veces en los patios, debajo de las higueras y granados, donde tirábamos las tabas, aquellos huesos de cordero que nos servían para apostar cuál de sus caras saldría después de rodar por el suelo.

            Yo tenía otros amigos españoles, y muchas compañeras del colegio, con las que mantenía frecuentes relaciones y visitas. Pero era con Ahmed con quien prefería estar.

            Cuando nos adentramos en la adolescencia, empezamos a notar a nuestro alrededor miradas turbias, susurros y risitas a veces, sofocadas torpemente con las manos. Nosotros también ya sentíamos los primeros brotes de un desconcertante rubor. Fue entonces cuando empezamos a alejarnos, hacia la playa, para sentirnos más libres y anónimos. Era allí donde Ahmed algunas tardes me hablaba de sus viajes a las aguas de El Estrecho para recoger el coral. Por eso su recuerdo siempre lo tengo asociado a esa sensación de aventura y peligro que tenían sus viajes en la búsqueda de aquel oro rojo tan apreciado en los talleres de artesanía de la ciudad.

            Algunas tardes, paseando junto al Atlántico, respirando las brisas del océano, me describía sus inmersiones a las profundidades, y me contaba cómo eran las geografías marinas, aquel mundo mágico bajo el agua, en el que buceaba para recoger las ramas rojas. Luego, con su carga bien amarrada, subía de nuevo hacia la luz, que vislumbraba desde abajo tenue y distante, ayudado por la cuerda de la que tiraban su padre y sus primos.

A pesar de los riesgos y temores, aquel trabajo le gustaba. Se había acostumbrado al mundo submarino, a los espacios del silencio, de la soledad y el peligro, donde sólo se sentía unido al mundo y a la vida exterior por el frágil cordón umbilical de una cuerda. Por eso, cuando dedicaban más tiempo a la pesca, o había problemas para navegar hasta los caladeros del coral, echaba de menos sus inmersiones, sus descensos a los bosques rojos que crecen en las profundidades marinas. Y me decía que en realidad era muy afortunado, porque podía disfrutar de unos paisajes a los que muy pocos tenían acceso. Eran aquellos fondos marinos repletos de plantas siempre en movimiento y de peces de colores, aquel mundo silencioso donde la vida fluye, delirante a veces, y siempre extraña y ajena a las geografías del aire.

            En mi memoria de Assilah siempre está el recuerdo de Ahmed, con quien estuve unida durante muchos años de juegos y descubrimientos, de paseos y emociones junto al Atlántico, y de relatos, siempre fantásticos e inquietantes, de sus viajes al fondo del mar. Hasta que al final también acabamos uniendo los labios, una tarde en que buscamos el refugio de las zonas más alejadas de la playa. Unos besos que volverían a repetirse durante aquellos días finales de mi estancia en Marruecos. Besos miedosos, al principio, temblorosos y estremecidos; mientras aprendíamos a indagar en las caricias cada vez más profundas. Besos salobres, con los labios impregnados por las brisas del Atlántico, que nos adentraron en el misterio del placer, de la piel recorrida con la codicia de unas manos adolescentes, torpes y enfebrecidas.

 Yo sólo tenía entonces dieciséis años, pero siempre tuve la sensación de que fue en aquella playa del Atlántico donde se conformó para mí el molde del deseo y la pasión. Luego he conocido a muchos hombres cuyo recuerdo al final se ha diluido con el paso del tiempo y las cenizas del desamor. Pero siempre he conservado la memoria inalterada de aquellos labios y de aquella piel salada ardiendo junto a la mía.

Fue una de aquellas tardes de estremecimiento y temblorosa pasión cuando me regaló un corazón de coral. Lo había esculpido él mismo, en una de las ramas rojas que recogía en sus inmersiones. En realidad, había hecho dos colgantes, con un corazón rojo cada uno y sendos cordones negros, brillantes. Uno me lo puso a mí, y el otro se lo colocó él. En ellos estaban las iniciales de nuestros nombres. «Siempre lo llevaré en el pecho. Para acordarme de ti», me dijo, cuando nos despedimos, al caer la tarde, encendida con todas las luces que llegaban del océano.

 

            Cuando dejamos Marruecos, nos instalamos en una ciudad del interior de España. Al principio, con los colores y las luces de Assilah siempre en la memoria, tenía la sensación de haberme trasladado a un mundo en blanco y negro. Aquélla era una capital de provincia gris y umbrosa, que durante los primeros meses me provocaba una desolación infinita y profundas melancolías, agravadas con el recuerdo incesante de Ahmed.

            Después el tiempo fue pasando y el dolor de aquella ausencia se fue diluyendo con otros avatares de la vida y los nuevos amores en los que me fui enredando. Estudié Medicina en Madrid, y, cuando acabé y aprobé las oposiciones, me instalé en otra capital de provincia interior, donde seguí sintiendo las nostalgias del mar. Me casé y formé una familia, que acabó rompiéndose por la devastación incesante de la rutina y el desamor. Tuve luego otros amantes, fugaces relumbres de ilusiones y pasiones ya siempre tenues. Y al final acabé sola, cada vez más refugiada en el trabajo y en la memoria de otros tiempos y otras vidas.  

            Esos eran mis pensamientos y mis recuerdos, cuando ya nos acercábamos a las dependencias policiales donde estaban los inmigrantes recién llegados.

            Estaba acostumbrada a esos reconocimientos médicos. Casi siempre eran mero trámite, un protocolo establecido para proseguir con los procedimientos judiciales. Yo les auscultaba con la misma rutina con la que otros funcionarios hacían informes y ponían sellos oficiales.

            Aunque aquel día sentía una incierta emoción, porque sabía que aquellos seres humanos, que me miraban asustados, procedían de mi ciudad, de Assilah, a la que no había querido volver durante todos aquellos años de extrañamiento y ausencia, pero cuyo recuerdo y afectos persistían inalterados en mi memoria. 

            Les fui tomando el pulso, ajustándoles el tensiómetro si les notaba excitados, comprobando con el fonendoscopio el ritmo de los latidos de sus corazones y los ruidos de su respiración, abriéndoles los ojos por si percibía en ellos anomalías que aconsejaran comprobaciones más cuidadosas y prolijas. Así uno detrás de otro. Todos permanecían de pie, en fila. En silencio. En algunos se atisbaban los relumbres fríos de una tristeza infinita. Ellos sabían que las ilusiones y los sueños ya habían caducado. Y ahora sólo quedaba asumir la derrota y los desastres del encierro y el retorno. Aceptar la realidad de sus vidas arruinadas, y ahora más que antes, después de haber invertido todo lo que tenían en aquel viaje frustrado.

            Ya esperaban con la camisa abierta cuando el enfermero y yo nos acercábamos a ellos. Por eso, al arrimarme a uno de los que aguardaban su turno, enseguida vi en su pecho un cordón negro del que colgaba un corazón de coral. Me quedé entonces paralizada, sintiendo los efectos de una conmoción. No me atrevía siquiera a levantar la vista y mirarle a los ojos. El enfermero que me acompañaba se dio cuenta enseguida de mi alteración, que achacó quizás, más que al posible cansancio, al desgaste emocional que siempre conllevan estos reconocimientos médicos. Por eso quiso apartarme y continuar él. Pero no me moví del sitio, y, temblorosa, me dispuse a oír el corazón de aquel marroquí. Al final levanté la vista, le abrí la mirada con mis dedos y me asomé a sus ojos. Y así me quedé un rato, muy cerca de él, sintiendo su aliento, el temblor de sus labios, notando ahora la humedad de sus lágrimas, tal vez causadas por algún recuerdo que le hubiera provocado una cara que no veía desde hacía cuarenta años, o quizás porque hubiera descubierto en el inicio de mi pecho el cordón negro de un colgante como el suyo, del que también pendía un corazón de coral.

            Noté, además, en su cara pálida, en su pecho y en su pulso acelerado, una alteración de su salud, de sus ritmos vitales. Quizás estuviera provocado por el cansancio, o por la desazón de aquella detención. O quizás sólo fuera la consecuencia de verme, de sentirme tan cerca, otra vez, como en aquellos años, tan lejanos, de nuestra adolescencia.

            Cuando acabé con él, no pude seguir. Le pedí a mi compañero que continuara con los reconocimientos que aún quedaban. Me fui a un rincón, me apoyé en la pared y empecé a llorar. Sólo me incorporé cuando los inmigrantes ya salían por la puerta, hacia las furgonetas que los llevarían al centro de internamiento, antes de su expulsión. Él quiso acercarse a mí, con los ojos muy brillantes, pero un policía se interpuso y enseguida lo condujo hacia donde estaban los demás. Y yo, cobarde y aturdida, me quedé parada, en silencio. Me acordé entonces de aquel día en que mi amigo Ahmed, atrevido y valiente, me protegió y defendió cuando me insultaron y amenazaron con expulsarme del país porque decían que era extranjera; y con esos recuerdos en mi memoria, sentí un impulso que me condujo a la fila de los inmigrantes, junto al jefe policial que estaba al mando, a quien dije que uno de aquellos marroquíes tenía un problema. Era una cuestión de corazón, le expliqué. También le dije que aquél era un hombre mayor, con menos resistencia física a las duras condiciones del viaje que habían sufrido. Por eso, para no correr riesgos con su salud, afectada por un excesivo ritmo cardiaco, había que llevarlo al hospital, para hacerle más pruebas y tenerlo durante algunos días en observación.

            Y al día siguiente inicié los trámites, fijando mi propia casa como su domicilio habitual y aportando algunas ofertas laborales, para legalizar la estancia en nuestro país de un inmigrante hospitalizado que estuvo a mi cargo durante varios días por una cuestión de corazón; mientras sentía de nuevo la brisa salobre de aquellas emociones que me brotaron en los albores de la juventud, en las playas de una ciudad blanca y añil.

          

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