miércoles, 13 de junio de 2018

XXIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2018


MODALIDAD: AUTOR LOCAL


GANADOR: JOAQUÍN GARCÍA PÉREZ

Joaquín García Pérez nació en Guardamar del Segura el verano de 1990. De pequeño siempre le gustaba leer libros, revistas y periódicos, lo que le lleva a estudiar la Licenciatura en Periodismo en la Universidad Miguel Hernández de Elche. Durante sus estudios descubre el libro El Nuevo Periodismo de Tom Wolfe. Este libro hace que comience a interesarse por escribir ficción y comienza a escribir relatos y novelas más allá de los géneros periodísticos. A su vez, cursa varios talleres y cursos de guión cinematográfico, relato breve y novela negra.

En 2014 queda finalista en los XIII Premios Provinciales de la Juventud de Alicante en la categoría de relato breve con el relato Silencio, pero no consigue ganar ninguno de los tres primeros premios. Es en 2017, en la decimosexta edición de los Premios Provinciales de la Juventud de Alicante, cuando logra ganar el segundo premio en la categoría de relato breve con el relato No estoy loca.

Actualmente trabaja de profesor de español como lengua extranjera. 


MI FUNERAL

Otra vez vuelvo a ser una espectadora de mi propio funeral. Mi cuerpo podrido va dentro del ataúd y yo lo puedo observar todo desde fuera como un espectro. Veo a mi hijo llorando, fundido en un amargo abrazo con su mujer que trata de consolarlo. También están mis dos amigas: Dolores y Victoria. Y también ese hombre que hace que me estremezca cada vez que lo veo. Ahí está. Pasivo ante la pena de los demás. Ese hombre alto con media melena canosa que peina con raya en medio, con sus gafas de pasta negra redondas, y vestido con un largo abrigo negro de felpa. Veo que se acerca a mi hijo y le dice algo al oído y él asiente con la cabeza mientras se seca los ojos. Entonces, me despierto alterada en mitad de la noche. Otra vez he tenido el mismo sueño. Sé que el momento se aproxima.
Como cada lunes me levanto y lo primero que hago es tomarme la pastilla diaria que el médico me recetó y tengo que tomar, según sus palabras “hasta que muera”. Luego desayuno y voy a la tiendecita de comestibles cerca de mi casa a comprar. La visita del domingo de mi hijo, mi nuera y mis dos nietos me ha  dejado la nevera semivacía. Compro lo justo para que la bolsa no sea muy pesada y no me cueste mucho esfuerzo subir las escaleras hasta el primer piso donde vivo. Mis rodillas ya no son lo que eran.
Cuando regreso a casa, cocino, como, duermo la siesta un rato y como es habitual en los días de verano, en torno a las seis de la tarde, cuando el sol ha dejado de ser abrasador, voy a la casa de mi amiga Victoria, donde nos reunimos para jugar a las cartas. El verano anterior éramos cuatro, pero María no superó el frío del invierno y una bronquitis se la llevó. Ahora solo quedamos Vicenta, Dolores y yo. Cuando entro al patio interior de la casa de Vicenta, quiero sentarme en mi asiento habitual, pero el perro de Vicenta está durmiendo en ella. La otra silla que queda libre es en la que se solía sentar María.
—Vicenta, ¿puedes quitar al chucho de mi silla?
—Déjalo, Teresa, que ahora está durmiendo. Siéntate aquí, que esta silla está libre —dice señalando con su gordo dedo índice el asiento que queda libre en la mesa de cuatro.
—Ahí se sentaba María — le respondo mientras sigo de pie sujetando mi bolso a la espera de que Victoria quite al perro y con tal de convencerla añado—: Vamos a guardarle respeto.
—¿Respeto? Qué respeto le vamos a guardar ahora a la pobre…
—Que no me quiero sentar ahí, ¡coño! —le replico perdiendo la compostura.
—¡Está bien, mujer! —acepta Victoria a regañadientes que le propina un azote al perro para que baje de la silla.
El perro, que en edad equivalente a la de un humano es más viejo que cualquiera de nosotras tres, se va renqueante y, tras dos intentos,consigue subir a la otra silla para continuar durmiendo. Tras la discusión, empezamos a jugar nuestra partida de chinchón de todas las tardes donde nos apostamos unos cuantos euros de nuestra pensión. Todo va con normalidad hasta que una pregunta interrumpe mi tranquilidad.
—¿Sabéis quién se ha muerto hoy? —pregunta Vicenta mientras tira al centro de la mesa sus cartas ganadoras.
Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Lo siento desde el interior de mis entrañas hasta la punta de mis dedos.
—Yo he oído que las campanas han tocado a muerto. Por el sonido ha sido una mujer, pero no sé quién —dice Dolores.
El tiempo pasa lento mientras espero con incertidumbre la identidad de la mujer muerta que Victoria se dispone a revelar.
—Ha sido Pilar, la mujer de Antonio el Manco, el que fue alcalde—nos dice Victoria mientras baraja las cartas y tras una pausa añade—: Un infarto.
—Pobrecilla, si se la veía bien. ¿Qué edad tenía? —pregunta Dolores.
—Era seis años menor que nosotras. Setenta y dos o setenta y tres —les digo con la mirada perdida en las cartas y en las manos gordas de Victoria barajándolas—. Fue vecina mía, luego se mudó a la parte nueva del pueblo.
—Pues al hoyo ha ido —sentencia Victoria mientras comienza a repartir las cartas para una nueva ronda—. Así, de la noche a la mañana. ¡Pum! Ataque al corazón y adiós. Dicen que la colombiana que la cuida se la encontró tiesa en el suelo de la cocina cuando volvió a la casa.
—¡No hables así! —le replico a Victoria ante sus ramplonas palabras.
—Ay, Teresa… Si nos quedan dos telediarios. Cualquier día nos vamos una de nosotras. Yo cuando me muera quiero que no me traigan flores. ¿Para qué? Si en dos días se pudren. Prefiero que me pongan…
            Victoria continúa hablando, pero he dejado de escucharla. En mi mente está la imagen de Pilar tirada en el suelo. Inmóvil. Sin vida. Y no puedo evitar que las cartas me tiemblen en mis manos salpicadas por manchas de edad cuando recuerdo el sueño de los días anteriores.
            Seguimos jugando hasta el ocaso y después vuelvo a casa. De camino no dejo de darle vueltas a la muerte de Pilar. “¡Pum! Ataque al corazón y adiós”. Las palabras de Victoria se me han quedado grabadas en la cabeza. Cuando llego a casa me preparo la cena: unas tostadas con algo de fiambre. Antaño solía preparar algo más elaborado para mi marido y para mí, pero desde que me quedé viuda hace ocho años me da pereza cocinar para mí sola. Luego veo un rato la televisión y me acuesto a dormir.
En mitad de la noche me despierto sudorosa. Otra vez el mismo sueño. Otra vez mi funeral. Mi hijo llorando y de nuevo ese hombre acompañando a mi hijo. Y yo, o mi cuerpo sin vida, dentro del ataúd. Busco rápidamente el interruptor, busco una luz que ponga fin a la oscuridad que ven mis ojos y a la pesadilla. Enciendo la lámpara de la mesilla de noche y me incorporo en la cama. La angustia me oprime el pecho y me impide respirar bien. Noto como dos lágrimas se derraman de mis ojos y recorren mis mejillas. Por un momento pienso si es solo angustia o una angina de pecho como la del invierno pasado. Recuerdo que tuve que ir al hospital y estar ingresada. Creía que era mi fin. El rostro de mi hijo mostraba que las palabras que el médico le dijo sobre mi estado de salud no eran buenas, sino, todo lo contrario. Finalmente, logré burlar a la muerte en esa ocasión, me recuperé y, tras unos días, volví a casa.
El dolor se va, parece que esta vez es solo angustia y el sobresalto de la pesadilla. Me seco las lágrimas con las sábanas y me levanto de la cama. Lo primero que hago es cerrar la ventana para que la brisa veraniega de la noche no me produzca un enfriamiento que pueda desembocar en algo peor. Sé que mi cuerpo ya es débil. Después voy a la cocina a prepararme una tila que me tranquilice. Mientras el agua se calienta, las palabras de Victoria sobre Pilar regresan a mi cabeza: “se la encontró tiesa en el suelo de la cocina”. Cuando la tila está preparada la dejo enfriar unos minutos antes de tomármela. Regreso con paso lento a la cama y me acuesto de nuevo. Apago la luz y cierro los ojos, pero mi intento de dormir es en balde. La imagen de ese hombre ocupa mi mente.
Trato de evadir esos pensamientos y no sé por qué pienso en las nochebuenas en familia. Recuerdo las primeras noches del veinticuatro de diciembre en familia. Mis hermanos, mis primos, mis padres, mis tíos y mis abuelos. Éramos una gran familia. Luego, conforme me iba haciendo más mayor, con el paso de los años iba faltando gente a esa reunión familiar. Primero fueron mis abuelos. Cuando me hice más mayor, mis padres. Luego mi marido. Y ahora, yo soy la mayor de todos y, por lo tanto, sé que soy la siguiente que faltaré. Trato de dormir, pero sigo sin conseguirlo.
Horas más tarde, los primeros rayos de sol que atraviesan las cortinas de la habitación ponen fin a la oscuridad de la noche. Me levanto y lo primero que hago como cada día es tomarme la pastilla. “Hasta que se muera”. Las palabras del doctor vuelven a resonar en mi cabeza como todas las mañanas cuando saco la pastilla del envoltorio. Me debato entre ir al entierro de Pilar o no. No era mi amiga, tan solo la conocía de vista, pero tras la pesadilla, la idea de ver un ataúd me produce escalofríos.
La semana pasa rápido. Mi hijo, mi nuera y mis dos nietos me visitan y comemos todos juntos el domingo. Por unas horas me abstraigo, me olvido de todo y me siento llena de vida con mi familia.
Cuando termina el día, mi hijo me dice que el domingo siguiente no vendrán a visitarme porque van a casa de unos amigos que viven en la montaña. Nos despedimos y pienso si esta podría ser la última vez que los viera. Dos semanas. Medio mes. Pienso en si me caigo por las escaleras al subirlas o bajarlas, en un infarto en la cocina como Pilar, en un olvido de mi pastilla diaria… Son muchas las opciones. Me veo frágil, sé que mi fin se acerca, que ese sueño de mi funeral, tarde o temprano, se hará realidad.
Otra vez lunes. Ya me he tomado la pastilla y he ido a la tienda a comprar lo justo. Esta vez me ha costado más de lo habitual subir las escaleras por el bochorno que hace. Mientras estoy preparando la comida, dos timbrazos me sorprenden.«Es él», pienso. Me seco las manos y voy apresurada al telefonillo para abrir la puerta del edificio. No me hace falta preguntar quién es, sé que es el hombre de media melena canosa y gafas de mis sueños. Abro la puerta del piso y mientras sube, voy a mi habitación y cojo del cajón de mi mesita un sobre que tengo preparado. Entra directamente al salón de mi casa y me saluda con un leve y formal apretón de manos. Hace casi cuarenta grados, pero siento un helor que quema cuando estrecho su mano. Entonces, saca de su carpeta de polipiel un recibo y lo deja sobre el trinchante del salón que protege un tapete de ganchillo. Como cada dos meses le entrego el sobre con el importe justo para abreviar al menos tiempo posible ese momento. El cobrador de la aseguradora lo guarda en su carpeta llevándose mi dinero y un trocito más de la poca vida que me queda.
—Hasta dentro de dos meses doña Teresa —me dice formalmente.
—Si Dios quiere —le respondo.
Me vuelve a estrechar la mano. Esta vez la siento incluso más fría que hace un momento y sale de la casa produciendo un gran portazo al cerrar la puerta debido a la corriente que se ha formado al tener las ventanas abiertas. El cuerpo me tiembla por partida doble: por el susto del portazo y porque no puedo evitar sentir la misma sensación de angustia cada vez que ese hombre me visita para cobrarme el seguro de defunción. Maldigo el momento en el que lo firmé y comencé a prepararme para mi muerte. Cojo el recibo con mis manos, todavía temblorosas, y lo guardo en el último cajón del trinchante junto a los anteriores. Mientras, los pasos de ese hombre bajando los escalones retumban en la escalera del edificio y dentro de mi cabeza como campanas fúnebres.

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