XXII CONCURSO
DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017
MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO
GANADOR: CARLOS FERNÁNDEZ SALINAS
Carlos Fernández Salinas, natural de Gijón, es marino y trabaja en el campo de la seguridad marítima. Ha publicado artículos relacionados con su profesión en la práctica totalidad de publicaciones del sector. Es autor del libro Los abordajes en la mar y coautor de Los servicios de tráfico marítimo.
En narrativa ha resultado vencedor de treinta y dos
premios literarios entre ellos el de Guardamar del Segura, premio que obtuvo en
el año 2011 con el relato titulado Elisa.
Es autor del libro de cuentos Lo que
la mar esconde y de la novela Los
marinos prudentes leen las olas entre
paréntesis, editada por RBA.
AL SOCAIRE DEL VIENTO
Siempre que el viento de la sierra descuidaba sus
quehaceres para descender jadeando entre las copas de los pinsapos y las
herrumbres del cortijo, mi madre se despertaba con el corazón agitado. El mismo
suspiro, la eterna duda: «¡Mi niña! ¿Qué será de mi niña?». Con los pies
desnudos, mamá caminaba hasta la ventana y tras abrir los pesados postigos(en Grazalema
ninguna hacienda tenía persianas), pegaba la nariz al frío cristal. En
movimientos certeros los brazos del viento doblegaban árboles y matorrales. Ella
volvía a suspirar: «¡Mi niña! ¿Qué será de ella?». Desde la cama mi padre le rogaba
que volviera junto a él al lecho, que yo ya tenía edad suficiente para cuidar
de mí misma. Pero ella seguía escudriñando tras el cristal en un intento
desesperado por calcular el espesor de las nubes, de noche siempre lóbregas.
Días
después, cuando la distancia a tierra me permitía llamar por teléfono a casa, sus
palabras derramaban angustia:
—¿De verdad
que estás bien, mi niña? Pero dime, ¿dónde te sorprendió la tormenta?
Por
enésima vez yo tenía que explicarle que el viento que hiciera en la sierra de
Grazalema nada tenía que ver con el que pudiera soplaren mar abierto a cientos
de millas de distancia, pero mi madre no entendía, o no quería entender, más
bien esto último. Era su particular manera de recordarme que ella nunca aprobó aquella
estrafalaria idea de hacerme marino.
Un marino
de la sierra de Grazalema, ¡para colmo mujer!, demasiadas novedades para una
familia de ganaderos acostumbrada a vivir durante generaciones de la cordura
que impone la prudencia. La gente del campo le tiene tirria a las novedades. Para
ellos es tentar a la suerte, cosa de tahúres. Bastante tienen con enfrentarse a
los caprichos de la naturaleza, que no son pocos. Desde que tengo uso de razón mi
madre soñó con que yo fuera enfermera. En sus fantasías me veía regresando a
Grazalema de brazos de un joven médico que se habría enamorado de mí nada más
verme trabajando en el Hospital General de Jerez. Él viajaría hasta el pueblo para
pedir solemnemente mi mano, porque mi futuro marido tenía que ser tradicional ya
ser posible de buena familia, si bien esto último no era condición sine quanon. En cualquier caso celebraríamos
la boda en Grazalema yo vestida de blanco y él de riguroso chaqué, como mandan
los cánones. En sus quimeras mi madre no dejaba nada al azar. De ahí lo importante
fuese que primero me hiciese enfermera. En cuanto tenía ocasión me dejaba entrever
que ella y mi padre habían ahorrado, no sin esfuerzo, una cantidad de dinero suficiente
para que yo pudiera estudiar sólo preocupándome de los exámenes. En mi inocencia
yo me prestaba a ese juego, pero según pasaban los años descubrí lo poco que me
gustaban los estetoscopios, las jeringas y los guantes de látex, y lo mucho que
deseaba conocer el mundo oculto tras los riscos de la sierra. Paradójicamente cuanto
yo más me alejaba del dispensario, más cerca veía mi madre a su hija enfermera del
brazo de su gentil yerno, manojo de virtudes donde los hubiere. Bajo el panorama
descrito, ¿cómo osar a dejar caer el más mínimo comentario acerca de mi
verdadera vocación?
Una vez terminaban el
instituto, los jóvenes de la comarca que tenían pensado seguir estudiando viajaban
a Cádiz, Málaga o Sevilla a preinscribirse en aquellas facultades en que
deseaban matricularse. Eso sucedía a finales de junio, tras haber superado la selectividad. Como
la Escuela de Náutica de Cádiz apenas tenía solicitudes, no era necesario hacer
preinscripción alguna, pero la ausencia del viaje hubiera levantado sospechas,
así que le dije a mi madre que me iba a prematricular en enfermería y me acerqué
a Cádiz a hacer el paripé. Regresé asegurando que lo había dejado todo atado y
bien atado, pues habida cuenta de mi expediente académico no iba a tener problema
alguno para entrar. La idea no era otra que matricularme en Náutica y decir en
casa que estaba estudiando enfermería, al fin y al cabo las dos carreras se
cursaban en la misma ciudad. Pero según se acercaba la hora de partir la
conciencia me impidió continuar con la farsa. Además de injusto, aquello era una
temeridad, pues cualquier joven de la comarca que estudiase en Cádiz podría
hacer un comentario que tarde o temprano llegaría a oídos de mi madre. Así que senté
a mis padres en el escaño y les anuncié que desechaba la idea de ser enfermera
para convertirme en marino mercante. Papá se aupó de hombros, como si aquello
no fuera con él, bastante tenía con preocuparse de las cuitas del ganado, pero el
efecto que mis palabras causaron en mi madre fue equivalente al de una bomba de
napalm. Llegó incluso a ridiculizarme:
—¡Pero
qué piensas hacer tú en un barco entre tanto hombre! ¿Realmente crees que es una
profesión para una mujer respetable?
Yo era
joven y obstinada. Mi padre siempre decía que mi carácter más le recordaba a
una mula del establo que a una hija suya. Aunque por motivos de protocolo familiar
papá y mamá formaban un frente único e inexpugnable, obviamente él no era el
problema. Centré todas mis fuerzas en el verdadero escollo y durante días mantuve
un pulso titánico con mi madre. Al verme tan decidida, ella decidió cambiar de
estrategia. Debió calcular que lo de hacerme marino era una fantasía de niñata y
que la cordura que caracterizaba a las mujeres de mi familia acabaría
imponiéndose. Así que una semana antes de que finalizara el periodo de
matrícula, en una de mis arremetidas me dijo que hiciera lo que me viniera en
gana, dando por zanjada la contienda. No obstante, más que a un armisticio,
aquello dio comienzo a una guerra fría. Cierto que durante los años que estudié
la carrera puntualmente me giraron dinero suficiente para que estudiase con
dignidad, y que cuando subía a Grazalema me recibían con la alegría propia de
unos padres que quieren a su hija por encima de todas las cosas. Ahora bien,
jamás me preguntaron cómo iba en los estudios o qué perspectivas de futuro se me
presentaban. Jamás. Aquello era tema tabú. Tal vez mamá seguía aguardando a que en
unas vacaciones yo llegara a casa y le comunicara que me rendía a la evidencia y
que el curso siguiente me matricularía en enfermería. Pero para su pesar aprobé
año tras año, y aunque peque de inmodestia, en Navegación, Teoría del Buque y
Maniobra, obtuve las máximas calificaciones de mi promoción.
Y llegó
la hora de mi primer embarque como oficial en prácticas, lo que en los buques
mercantes se denomina “alumno de puente”. Encontré plaza en un buque quimiquero llamado
el “Patricia del Mar”. A bordo era la primera vez que enrolaban a una mujer, y
como había otro alumno, con el que teóricamente me correspondía compartir
camarote, en una decisión sin precedentes me cedieron el camarote del armador.
El camarote era muy espacioso, casi tanto como el del capitán, y como el dueño
del barco nunca había pernoctado en el “Patricia del Mar”, el mobiliario estaba
a estrenar. Yo temía que tal prebenda a la larga jugara en mi contra, que la
envidia es una planta venenosa que florece en el corazón de las personas, así
que me esforcé en estar al nivel de las circunstancias, y he de confesar que no
fue fácil, pues en la carrera nos habían preparado para todo salvo para lo más
importante: cómo convivir en un espacio tan reducido, porque en un barco, te
caigan mal o bien, te encuentras por los pasillos con tus compañeros de trabajo
las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Cualquier mínimo
roce, por nimio que éste sea, se magnifica hasta los límites del absurdo. Si
tras una desavenencia entre tripulantes se formaban dos bandos, o estabas con
unos o con los otros, la famosa equidistancia aristotélica brillaba por su
ausencia.
Uno de los aspectos inherentes
a la vida a bordo era la división jerarquizada del trabajo. Por una parte
estaban los oficiales, grupo al que yo pertenecía en su rango inferior.
Nuestros camarotes se ubicaban en las partes altas del buque, y comíamos en una
cámara aparte, con el capitán. Los subalternos se alojaban en los camarotes
bajos, y tenían su propia cámara, donde reinaba un ambiente festivo y jovial
que a mí me llamaba poderosamente la atención, por lo que me dejé caer por ahí
en más de una ocasión. Los oficiales me resaltaban la importancia de mantener
las distancias con la marinería. Ya ven cómo le puede sonar esto a una chica de
poco más de veinte años, así que poca atención le presté a lo que para mí era
un rancio consejo. Una tarde que navegábamos a la altura de Las Sisargas, el
capitán me llevó a un aparte.
—Al que ostenta el mando no
se le respeta por sus cualidades personales, sino por el cargo que representa.
Sé que esto te será difícil de entender, pero más vale una mediocre decisión
tomada a tiempo por un incompetente, que cinco brillantes soluciones flotando
en el aire en espera de un consenso. El mar es rápido y violento, además de impaciente. Quien
ha de obedecerte en una situación de peligro, antes que a un amigo, debe ver los
galones que luces en las hombreras.
Las prácticas para la
obtención del título profesional duraban un año. Yo las hice en tres tandas,
entre las cuales regresaba a Grazalema. Como era de esperar allí mis padres me
esperaban con los brazos abiertos, no obstante, nunca me preguntaban nada sobre
mis viajes. Por contra, los vecinos del pueblo sí que querían saber sobre peripecias
marinas, pues de todos los jóvenes de la sierra yo había escogido la profesión
más exótica. Era muy frustrante hablar con todos sobre mis aventuras por los
mares, y llegar a casa y no poder pronunciar palabra. A veces forzaba la
situación y bajo la más banal de las disculpas les empezaba a contar a mis
padres mi vida a bordo. Entonces de repente a mi madre le surgía algo urgente
que hacer en otra habitación y mi padre (por no contrariar a su esposa)
regresaba al establo. Llevando la situación al límite, yo perseguía a mi madre
por los pasillos y mientras ella se ponía a limpiar un mueble o hacía que
buscaba cualquier utensilio, le recitaba los puertos que había visitado,
anécdotas hilarantes de los tripulantes, los menús del cocinero… Había que
vernos a los dos. Una hablando como una metralleta y otra haciendo como si no
escuchaba. Tal que así, que cuando yo la llamaba desde el barco sólo había un
tema náutico sobre el que ella estuviera dispuesta a hablar: el viento y la
fuerza con la que nos acometía.
La compañía armadora donde
hice las prácticas me contrató al final de las mismas. El escalafón establece
que empieces de tercer oficial, si bien al cabo de dos campañas ascendí a segundo. Las
cosas me iban viento en popa, valga la redundancia. Tenía dinero en el bolsillo
y un trabajo que me apasionaba. Cierto que un nombre femenino destacaba en la
lista de tripulantes con luces de neón, si bien he de puntualizar que a veces
no era la única mujer a bordo. Me explico: de aquélla era frecuente que las
esposas de los marinos los acompañasen en sus viajes por un espacio de una o
dos semanas, a veces más. La reacción de éstas al verme desempeñando un cargo
hasta entonces reservado a sus maridos era dispar. Tras la sorpresa inicial la
mayoría me animaba a seguir en el empeño, pero también sé que algunas lo
reprobaban para sus adentros. Es triste reconocerlo, pero muchas de las miradas
desalentadoras que percibí, pertenecían a ojos de mujer.
Otras de las ocasiones en
las que los familiares pernoctaban a bordo era cuando el barco tocaba puerto
español. Había escalas que sólo duraban unas horas, pero para ellos el esfuerzo
merecía la pena. Mis padres nunca vinieron a visitarme mientras estuve
embarcada, y eso que hice varias entradas en Algeciras y Málaga, que quedaban
relativamente cerca de Grazalema. El ver cómo los familiares de mis compañeros subían
por la escala con la ilusión prendida en sus rostros me hacía sentirme
terriblemente sola.
Al cabo de un tiempo la
compañía armadora compró un buque de segunda mano y me ofreció que yo fuera la
primer oficial. El vértigo me atenazó durante días. Aquello eran palabras
mayores. El primer oficial es el alma de un barco. Es él quien organiza el día
a día. Los trabajos, la limpieza, el arranche de las bodegas. Demasiada
responsabilidad para una joven que no había cumplido los treinta. Hablé por
teléfono con el jefe de personal de la naviera, y aunque le agradecí la deferencia
que había tenido conmigo, le comuniqué mi negativa a asumir el cargo. Su respuesta
estuvo exenta de cualquier atisbo de cariño.
—Llevas cinco años con
nosotros. Muchos hombres han ascendido en menos tiempo. ¿Pretendes decirme que he
de ser más paciente con vosotras?
Acepté pero no por mí,
sino por las miles de mujeres que luchan cada día por abrirse un hueco. De esta
manera tan pusilánime me hice primer oficial de un buque portacontenedores. El
trabajo era exigente hasta la extenuación. Las guardias me rompían el sueño y
los imprevistos aún más. Los contenedores se cargan y descargan muy deprisa. En
puerto apenas estábamos un día, a veces media jornada, y los festivos en que
las terminales no trabajaban, la compañía se las arreglaba para que el buque se
mantuviese navegando. Profesionalmente crecí muchísimo, tanto que al cabo de año y
medio la empresa me ofreció ser capitán de ese mismo barco. En esta ocasión no
le di al jefe de personal la oportunidad de humillarme.
El nombramiento de una
mujer capitana supuso una auténtica revolución, no sólo en mi barco. Cuando arribábamos
a puerto, algunos periódicos locales querían hacerme entrevistas, a las que siempre
me negué. Ningún periodista supo refutar mi argumento:
—En este puerto entran cada semana decenas de barcos
mandados por hombres y nunca les hacéis un reportaje. Sólo se consigue
verdadera igualdad cuando se deja de ser noticia.
Me es muy difícil
describir qué se siente cuando se es capitán de un navío. Tú tomas en solitario
las decisiones pero cualquier error condena a toda la tripulación. Y lo más
llamativo es que un capitán no puede dudar. Mejor dicho, nadie debe verte
dudar. Todo lo tienes que hacer como si estuvieras plenamente segura de lo que te
traes entre manos. Da igual el asunto del que se trate. Eres una suerte de
oráculo. No puedes siquiera consultar a quien tienes a tu lado, pues esa mínima
consulta se interpreta como un síntoma de debilidad. Cuántas veces me acordé de
aquel sabio consejo que en su día me dio el capitán del “Patricia del Mar”, lo
que él denominó la soledad del mando. Los tripulantes se deshacen en
atenciones, te adulan, se ríen de tus chistes sosos, pero apreciarte, lo que se
dice apreciarte, uno o dos a lo sumo.
Fue durante mi primer
embarque como capitán cuando recibí la noticia de la enfermedad de mi madre. Yo
sabía que andaba con sus achaques, pero no que la situación fuese grave. Mi padre
me puso un escueto telegrama en el que me pedía que le llamara lo antes
posible. Lo hice en cuanto el barco estuvo a una distancia de tierra que
permitía mantener una conversación. Papá me confesó que no me había dicho el
verdadero alcance de la enfermedad porque poco iba a poder hacer yo en la
distancia sino preocuparme. Desgraciadamente, la situación que en principio se
creía estable, de repente se complicó hasta el punto de que la habían
internado. «Tienes que venir», terminó diciendo y yo sabía que papá nunca
hubiera pronunciado esas palabras de no haber sido absolutamente necesarias.
Desembarqué en Las Palmas
donde tomé un avión para Jerez. Nada más aterrizar le rogué a un taxista que se
dirigiera a toda prisa al Hospital General. En el puesto de enfermeras de la 8ª
planta pregunté en qué habitación se encontraba mi madre. Me atendió una chica que
tendría más o menos mi edad. Inevitablemente pensé que aquella enfermera bien
podía haber sido yo, y que de ser así, mi madre hubiese sido la mujer más feliz
del mundo. Me entraron unas ganas irreprimibles de llorar. Cuando balbuceando le
apunté el nombre de la paciente, la enfermera elevó el rostro con expresión de
sorpresa:
—¡No me lo puedo creer!
—La joven se giró hacia la compañera que estaba sentada en el puesto contiguo—.
¡Mira quién tenemos aquí, la hija de Remedios!
—¿La capitana? —Las dos se
levantaron y tras darme un beso se ofrecieron a acompañarme hasta la habitación.
—Qué ganas teníamos de conocerte. Tú madre no deja de
hablarnos de ti. No veas lo orgullosa que está de su hija, “la capitana”.
Yo no daba crédito. Las
enfermeras llamaron la atención a un médico que caminaba presuroso por el
pasillo. Cuando le informaron que yo era la hija de Remedios, el hombre se detuvo
en seco.
—Podría recitarte de
memoria los barcos en los que has estado. ¿Cómo se llamaba aquel capitán que te
daba consejos ¿don Guillermo? Gracias a tu madre aquí eres toda una celebridad.
—El médico terminó la frase con un halo de tristeza en sus ojos que yo supe interpretar.
Entré en la habitación trastabillando.
Mi padre estaba en la cabecera, acariciando el rostro de mi madre, consumido y
pálido. Cuando me acerqué para besarla, mamá tuvo fuerzas para abrir los ojos:
—Ayer estuvo soplando
mucho viento… mucho, mi niña. Retumbaban los ventanales. Tuviste que oírlo…
Entonces lo entendí todo.
Mi madre siempre había tenido razón: allá donde yo estuviese por fuerza soplaría el
mismo viento que ella tenía a su alrededor, porque en realidad yo no navegaba en
mar abierto a cientos de millas de distancia, sino junto a ella, en un lugar privilegiado de
su corazón. Al socaire del viento, madre, al socaire.
—Fin—
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