miércoles, 23 de agosto de 2017

XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2017

 XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA 
“REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017

MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO

GANADOR: CARLOS FERNÁNDEZ SALINAS

Carlos Fernández Salinas, natural de Gijón, es marino y trabaja en el campo de la seguridad marítima. Ha publicado artículos relacionados con su profesión en la práctica totalidad de publicaciones del sector. Es autor del libro Los abordajes en la mar y coautor de Los servicios de tráfico marítimo


En narrativa ha resultado vencedor de treinta y dos premios literarios entre ellos el de Guardamar del Segura, premio que obtuvo en el año 2011 con el relato titulado Elisa. Es autor del libro de cuentos Lo que la mar esconde y de la novela Los marinos prudentes leen las olas entre paréntesis, editada por RBA.



AL SOCAIRE DEL VIENTO

Siempre que el viento de la sierra descuidaba sus quehaceres para descender jadeando entre las copas de los pinsapos y las herrumbres del cortijo, mi madre se despertaba con el corazón agitado. El mismo suspiro, la eterna duda: «¡Mi niña! ¿Qué será de mi niña?». Con los pies desnudos, mamá caminaba hasta la ventana y tras abrir los pesados postigos(en Grazalema ninguna hacienda tenía persianas), pegaba la nariz al frío cristal. En movimientos certeros los brazos del viento doblegaban árboles y matorrales. Ella volvía a suspirar: «¡Mi niña! ¿Qué será de ella?». Desde la cama mi padre le rogaba que volviera junto a él al lecho, que yo ya tenía edad suficiente para cuidar de mí misma. Pero ella seguía escudriñando tras el cristal en un intento desesperado por calcular el espesor de las nubes, de noche siempre lóbregas.

            Días después, cuando la distancia a tierra me permitía llamar por teléfono a casa, sus palabras derramaban angustia:

            —¿De verdad que estás bien, mi niña? Pero dime, ¿dónde te sorprendió la tormenta?

            Por enésima vez yo tenía que explicarle que el viento que hiciera en la sierra de Grazalema nada tenía que ver con el que pudiera soplaren mar abierto a cientos de millas de distancia, pero mi madre no entendía, o no quería entender, más bien esto último. Era su particular manera de recordarme que ella nunca aprobó aquella estrafalaria idea de hacerme marino.

            Un marino de la sierra de Grazalema, ¡para colmo mujer!, demasiadas novedades para una familia de ganaderos acostumbrada a vivir durante generaciones de la cordura que impone la prudencia. La gente del campo le tiene tirria a las novedades. Para ellos es tentar a la suerte, cosa de tahúres. Bastante tienen con enfrentarse a los caprichos de la naturaleza, que no son pocos. Desde que tengo uso de razón mi madre soñó con que yo fuera enfermera. En sus fantasías me veía regresando a Grazalema de brazos de un joven médico que se habría enamorado de mí nada más verme trabajando en el Hospital General de Jerez. Él viajaría hasta el pueblo para pedir solemnemente mi mano, porque mi futuro marido tenía que ser tradicional ya ser posible de buena familia, si bien esto último no era condición sine quanon. En cualquier caso celebraríamos la boda en Grazalema yo vestida de blanco y él de riguroso chaqué, como mandan los cánones. En sus quimeras mi madre no dejaba nada al azar. De ahí lo importante fuese que primero me hiciese enfermera. En cuanto tenía ocasión me dejaba entrever que ella y mi padre habían ahorrado, no sin esfuerzo, una cantidad de dinero suficiente para que yo pudiera estudiar sólo preocupándome de los exámenes. En mi inocencia yo me prestaba a ese juego, pero según pasaban los años descubrí lo poco que me gustaban los estetoscopios, las jeringas y los guantes de látex, y lo mucho que deseaba conocer el mundo oculto tras los riscos de la sierra. Paradójicamente cuanto yo más me alejaba del dispensario, más cerca veía mi madre a su hija enfermera del brazo de su gentil yerno, manojo de virtudes donde los hubiere. Bajo el panorama descrito, ¿cómo osar a dejar caer el más mínimo comentario acerca de mi verdadera vocación?

Una vez terminaban el instituto, los jóvenes de la comarca que tenían pensado seguir estudiando viajaban a Cádiz, Málaga o Sevilla a preinscribirse en aquellas facultades en que deseaban matricularse. Eso sucedía a finales de junio, tras haber superado la selectividad. Como la Escuela de Náutica de Cádiz apenas tenía solicitudes, no era necesario hacer preinscripción alguna, pero la ausencia del viaje hubiera levantado sospechas, así que le dije a mi madre que me iba a prematricular en enfermería y me acerqué a Cádiz a hacer el paripé. Regresé asegurando que lo había dejado todo atado y bien atado, pues habida cuenta de mi expediente académico no iba a tener problema alguno para entrar. La idea no era otra que matricularme en Náutica y decir en casa que estaba estudiando enfermería, al fin y al cabo las dos carreras se cursaban en la misma ciudad. Pero según se acercaba la hora de partir la conciencia me impidió continuar con la farsa. Además de injusto, aquello era una temeridad, pues cualquier joven de la comarca que estudiase en Cádiz podría hacer un comentario que tarde o temprano llegaría a oídos de mi madre. Así que senté a mis padres en el escaño y les anuncié que desechaba la idea de ser enfermera para convertirme en marino mercante. Papá se aupó de hombros, como si aquello no fuera con él, bastante tenía con preocuparse de las cuitas del ganado, pero el efecto que mis palabras causaron en mi madre fue equivalente al de una bomba de napalm. Llegó incluso a ridiculizarme:

            —¡Pero qué piensas hacer tú en un barco entre tanto hombre! ¿Realmente crees que es una profesión para una mujer respetable?

            Yo era joven y obstinada. Mi padre siempre decía que mi carácter más le recordaba a una mula del establo que a una hija suya. Aunque por motivos de protocolo familiar papá y mamá formaban un frente único e inexpugnable, obviamente él no era el problema. Centré todas mis fuerzas en el verdadero escollo y durante días mantuve un pulso titánico con mi madre. Al verme tan decidida, ella decidió cambiar de estrategia. Debió calcular que lo de hacerme marino era una fantasía de niñata y que la cordura que caracterizaba a las mujeres de mi familia acabaría imponiéndose. Así que una semana antes de que finalizara el periodo de matrícula, en una de mis arremetidas me dijo que hiciera lo que me viniera en gana, dando por zanjada la contienda. No obstante, más que a un armisticio, aquello dio comienzo a una guerra fría. Cierto que durante los años que estudié la carrera puntualmente me giraron dinero suficiente para que estudiase con dignidad, y que cuando subía a Grazalema me recibían con la alegría propia de unos padres que quieren a su hija por encima de todas las cosas. Ahora bien, jamás me preguntaron cómo iba en los estudios o qué perspectivas de futuro se me presentaban. Jamás. Aquello era tema tabú. Tal vez mamá seguía aguardando a que en unas vacaciones yo llegara a casa y le comunicara que me rendía a la evidencia y que el curso siguiente me matricularía en enfermería. Pero para su pesar aprobé año tras año, y aunque peque de inmodestia, en Navegación, Teoría del Buque y Maniobra, obtuve las máximas calificaciones de mi promoción.

            Y llegó la hora de mi primer embarque como oficial en prácticas, lo que en los buques mercantes se denomina “alumno de puente”. Encontré plaza en un buque quimiquero llamado el “Patricia del Mar”. A bordo era la primera vez que enrolaban a una mujer, y como había otro alumno, con el que teóricamente me correspondía compartir camarote, en una decisión sin precedentes me cedieron el camarote del armador. El camarote era muy espacioso, casi tanto como el del capitán, y como el dueño del barco nunca había pernoctado en el “Patricia del Mar”, el mobiliario estaba a estrenar. Yo temía que tal prebenda a la larga jugara en mi contra, que la envidia es una planta venenosa que florece en el corazón de las personas, así que me esforcé en estar al nivel de las circunstancias, y he de confesar que no fue fácil, pues en la carrera nos habían preparado para todo salvo para lo más importante: cómo convivir en un espacio tan reducido, porque en un barco, te caigan mal o bien, te encuentras por los pasillos con tus compañeros de trabajo las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Cualquier mínimo roce, por nimio que éste sea, se magnifica hasta los límites del absurdo. Si tras una desavenencia entre tripulantes se formaban dos bandos, o estabas con unos o con los otros, la famosa equidistancia aristotélica brillaba por su ausencia.

Uno de los aspectos inherentes a la vida a bordo era la división jerarquizada del trabajo. Por una parte estaban los oficiales, grupo al que yo pertenecía en su rango inferior. Nuestros camarotes se ubicaban en las partes altas del buque, y comíamos en una cámara aparte, con el capitán. Los subalternos se alojaban en los camarotes bajos, y tenían su propia cámara, donde reinaba un ambiente festivo y jovial que a mí me llamaba poderosamente la atención, por lo que me dejé caer por ahí en más de una ocasión. Los oficiales me resaltaban la importancia de mantener las distancias con la marinería. Ya ven cómo le puede sonar esto a una chica de poco más de veinte años, así que poca atención le presté a lo que para mí era un rancio consejo. Una tarde que navegábamos a la altura de Las Sisargas, el capitán me llevó a un aparte.

—Al que ostenta el mando no se le respeta por sus cualidades personales, sino por el cargo que representa. Sé que esto te será difícil de entender, pero más vale una mediocre decisión tomada a tiempo por un incompetente, que cinco brillantes soluciones flotando en el aire en espera de un consenso. El mar es rápido y violento, además de impaciente. Quien ha de obedecerte en una situación de peligro, antes que a un amigo, debe ver los galones que luces en las hombreras.

Las prácticas para la obtención del título profesional duraban un año. Yo las hice en tres tandas, entre las cuales regresaba a Grazalema. Como era de esperar allí mis padres me esperaban con los brazos abiertos, no obstante, nunca me preguntaban nada sobre mis viajes. Por contra, los vecinos del pueblo sí que querían saber sobre peripecias marinas, pues de todos los jóvenes de la sierra yo había escogido la profesión más exótica. Era muy frustrante hablar con todos sobre mis aventuras por los mares, y llegar a casa y no poder pronunciar palabra. A veces forzaba la situación y bajo la más banal de las disculpas les empezaba a contar a mis padres mi vida a bordo. Entonces de repente a mi madre le surgía algo urgente que hacer en otra habitación y mi padre (por no contrariar a su esposa) regresaba al establo. Llevando la situación al límite, yo perseguía a mi madre por los pasillos y mientras ella se ponía a limpiar un mueble o hacía que buscaba cualquier utensilio, le recitaba los puertos que había visitado, anécdotas hilarantes de los tripulantes, los menús del cocinero… Había que vernos a los dos. Una hablando como una metralleta y otra haciendo como si no escuchaba. Tal que así, que cuando yo la llamaba desde el barco sólo había un tema náutico sobre el que ella estuviera dispuesta a hablar: el viento y la fuerza con la que nos acometía.

La compañía armadora donde hice las prácticas me contrató al final de las mismas. El escalafón establece que empieces de tercer oficial, si bien al cabo de dos campañas ascendí a segundo. Las cosas me iban viento en popa, valga la redundancia. Tenía dinero en el bolsillo y un trabajo que me apasionaba. Cierto que un nombre femenino destacaba en la lista de tripulantes con luces de neón, si bien he de puntualizar que a veces no era la única mujer a bordo. Me explico: de aquélla era frecuente que las esposas de los marinos los acompañasen en sus viajes por un espacio de una o dos semanas, a veces más. La reacción de éstas al verme desempeñando un cargo hasta entonces reservado a sus maridos era dispar. Tras la sorpresa inicial la mayoría me animaba a seguir en el empeño, pero también sé que algunas lo reprobaban para sus adentros. Es triste reconocerlo, pero muchas de las miradas desalentadoras que percibí, pertenecían a ojos de mujer.

Otras de las ocasiones en las que los familiares pernoctaban a bordo era cuando el barco tocaba puerto español. Había escalas que sólo duraban unas horas, pero para ellos el esfuerzo merecía la pena. Mis padres nunca vinieron a visitarme mientras estuve embarcada, y eso que hice varias entradas en Algeciras y Málaga, que quedaban relativamente cerca de Grazalema. El ver cómo los familiares de mis compañeros subían por la escala con la ilusión prendida en sus rostros me hacía sentirme terriblemente sola.

Al cabo de un tiempo la compañía armadora compró un buque de segunda mano y me ofreció que yo fuera la primer oficial. El vértigo me atenazó durante días. Aquello eran palabras mayores. El primer oficial es el alma de un barco. Es él quien organiza el día a día. Los trabajos, la limpieza, el arranche de las bodegas. Demasiada responsabilidad para una joven que no había cumplido los treinta. Hablé por teléfono con el jefe de personal de la naviera, y aunque le agradecí la deferencia que había tenido conmigo, le comuniqué mi negativa a asumir el cargo. Su respuesta estuvo exenta de cualquier atisbo de cariño.

—Llevas cinco años con nosotros. Muchos hombres han ascendido en menos tiempo. ¿Pretendes decirme que he de ser más paciente con vosotras?

Acepté pero no por mí, sino por las miles de mujeres que luchan cada día por abrirse un hueco. De esta manera tan pusilánime me hice primer oficial de un buque portacontenedores. El trabajo era exigente hasta la extenuación. Las guardias me rompían el sueño y los imprevistos aún más. Los contenedores se cargan y descargan muy deprisa. En puerto apenas estábamos un día, a veces media jornada, y los festivos en que las terminales no trabajaban, la compañía se las arreglaba para que el buque se mantuviese navegando. Profesionalmente crecí muchísimo, tanto que al cabo de año y medio la empresa me ofreció ser capitán de ese mismo barco. En esta ocasión no le di al jefe de personal la oportunidad de humillarme.

El nombramiento de una mujer capitana supuso una auténtica revolución, no sólo en mi barco. Cuando arribábamos a puerto, algunos periódicos locales querían hacerme entrevistas, a las que siempre me negué. Ningún periodista supo refutar mi argumento:

—En este puerto entran cada semana decenas de barcos mandados por hombres y nunca les hacéis un reportaje. Sólo se consigue verdadera igualdad cuando se deja de ser noticia.

Me es muy difícil describir qué se siente cuando se es capitán de un navío. Tú tomas en solitario las decisiones pero cualquier error condena a toda la tripulación. Y lo más llamativo es que un capitán no puede dudar. Mejor dicho, nadie debe verte dudar. Todo lo tienes que hacer como si estuvieras plenamente segura de lo que te traes entre manos. Da igual el asunto del que se trate. Eres una suerte de oráculo. No puedes siquiera consultar a quien tienes a tu lado, pues esa mínima consulta se interpreta como un síntoma de debilidad. Cuántas veces me acordé de aquel sabio consejo que en su día me dio el capitán del “Patricia del Mar”, lo que él denominó la soledad del mando. Los tripulantes se deshacen en atenciones, te adulan, se ríen de tus chistes sosos, pero apreciarte, lo que se dice apreciarte, uno o dos a lo sumo.

Fue durante mi primer embarque como capitán cuando recibí la noticia de la enfermedad de mi madre. Yo sabía que andaba con sus achaques, pero no que la situación fuese grave. Mi padre me puso un escueto telegrama en el que me pedía que le llamara lo antes posible. Lo hice en cuanto el barco estuvo a una distancia de tierra que permitía mantener una conversación. Papá me confesó que no me había dicho el verdadero alcance de la enfermedad porque poco iba a poder hacer yo en la distancia sino preocuparme. Desgraciadamente, la situación que en principio se creía estable, de repente se complicó hasta el punto de que la habían internado. «Tienes que venir», terminó diciendo y yo sabía que papá nunca hubiera pronunciado esas palabras de no haber sido absolutamente necesarias.

Desembarqué en Las Palmas donde tomé un avión para Jerez. Nada más aterrizar le rogué a un taxista que se dirigiera a toda prisa al Hospital General. En el puesto de enfermeras de la 8ª planta pregunté en qué habitación se encontraba mi madre. Me atendió una chica que tendría más o menos mi edad. Inevitablemente pensé que aquella enfermera bien podía haber sido yo, y que de ser así, mi madre hubiese sido la mujer más feliz del mundo. Me entraron unas ganas irreprimibles de llorar. Cuando balbuceando le apunté el nombre de la paciente, la enfermera elevó el rostro con expresión de sorpresa:

—¡No me lo puedo creer! —La joven se giró hacia la compañera que estaba sentada en el puesto contiguo—. ¡Mira quién tenemos aquí, la hija de Remedios!

—¿La capitana? —Las dos se levantaron y tras darme un beso se ofrecieron a acompañarme hasta la habitación.

—Qué ganas teníamos de conocerte. Tú madre no deja de hablarnos de ti. No veas lo orgullosa que está de su hija, “la capitana”.

Yo no daba crédito. Las enfermeras llamaron la atención a un médico que caminaba presuroso por el pasillo. Cuando le informaron que yo era la hija de Remedios, el hombre se detuvo en seco.

—Podría recitarte de memoria los barcos en los que has estado. ¿Cómo se llamaba aquel capitán que te daba consejos ¿don Guillermo? Gracias a tu madre aquí eres toda una celebridad. —El médico terminó la frase con un halo de tristeza en sus ojos que yo supe interpretar.

Entré en la habitación trastabillando. Mi padre estaba en la cabecera, acariciando el rostro de mi madre, consumido y pálido. Cuando me acerqué para besarla, mamá tuvo fuerzas para abrir los ojos:

—Ayer estuvo soplando mucho viento… mucho, mi niña. Retumbaban los ventanales. Tuviste que oírlo…

Entonces lo entendí todo. Mi madre siempre había tenido razón: allá donde yo estuviese por fuerza soplaría el mismo viento que ella tenía a su alrededor, porque en realidad yo no navegaba en mar abierto a cientos de millas de distancia, sino junto a ella, en un lugar privilegiado de su corazón. Al socaire del viento, madre, al socaire.

—Fin—

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