miércoles, 23 de agosto de 2017

XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2017

 XXII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA 

“REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2017

MODALIDAD: GENERAL

GANADOR: JORGE SAIZ MINGO

Jorge Saiz Mingo nació en Burgos en 1964. Está licenciado en Filología Francesa por la Universidad del País Vasco. Se define como un auténtico esclavo de la literatura y un iluso que cree que algún día la gente volverá a leer como antes. Lector voraz y cuentista disciplinado fantasea a diario con tramas reales y ficticias para eludir el acoso de la televisión y el fútbol.

Dentro de su trayectoria literaria destacan, entre otros,  el Premio de El Rosario de Santa Cruz de Tenerife en el 2016 y el Premio del Ateneo Sanlúcar de Barrameda en el 2017.

Tiene diversos libros de narrativa publicados, como Registro de Penados, La hora de los padrastros, Usted no se acordará de mí y Por decirlo de alguna manera.  

SALVACIÓN

Francisco había dormido fatal, sitiado por un ejército de pesadillas horrorosas, como todas las noches de los viernes de los últimos veinticuatro meses. Sin embargo, se levantó a las siete y media de la mañana, siempre fiel a la disciplina del sábado, el día que visitaba a su esposa por la tarde en el siquiátrico. Desayunó un zumo de naranja y una manzana, se lavó los dientes y se puso el traje de ciclista. Cogió la bicicleta de la terraza, la metió de pie en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Empotrado en el habitáculo junto al vehículo, contento de poder hacer lo que realmente le apetecía, pensó en el chaparrón de reproches incesantes que ella le regalaba cada vez que iba a verla. No le había quedado más remedio que ingresarla, dos años antes, en una clínica dedicada en exclusiva a las patologías mentales. Desvariaba a diestro y siniestro, confundía la leche con el vino y lanzaba andanadas de juramentos inefables sin venir a cuento. No reconocía los hechos a posteriori, rezaba el rosario a diario arrodillada en el bordillo de cualquier calle y escribía cartas al director del diario de la ciudad con quejas inverosímiles propias de un ser desnortado. En el centro asistencial seguía armándolas pardas. Chinchaba e insultaba a todo bicho viviente y, a las primeras de cambio, se contoneaba por las instalaciones con el culo al aire. Repetía citas filosóficas copiadas de sus abundantes lecturas, apiladas sin tino ni concierto en la superficie ilimitada de la memoria, y se creía una deidad en pleno apogeo zambullida en el cosmos ignorante de los humanos. Comía de cualquier manera, macerada en una descortesía inaudita, a veces con los dedos, en un intento de rebeldía adolescente contra las reglas del poder establecido. A menudo tiraba por el retrete las cuatro pastillas que precisaba ingerir a diario y, si nadie lo impedía, se las ingeniaba para atascar adrede cualquier lavabo que estuviera a su alcance. Tras la periodicidad de las charlas con el director, esgrimía una cara de cordera degollada y luego, al salir a la frescura del jardín, se bajaba las bragas con agilidad de gacela, mostraba la gallardía rosada de los glúteos a los presentes y orinaba con afán destructivo sobre los esquejes de las flores plantados por la mañana por el operario de servicios.

            

    Me pones en el disparador, Paco, y las carantoñas de antaño desaparecían por el sumidero del delirio, la paz inverosímil, los empellones de la cordialidad estampados contra el muro de la insolencia.

            

    Francisco llegó al zaguán y, dado que ya había amanecido del todo, vio la luz del día filtrada a través del cristal de la puerta del portal. Nada más pisar la acera, se ajustó el casco, se calzó las gafas de sol y comenzó a pedalear. Se trataba de una afición que le venía desde la niñez. En aquel entonces, además de al ciclismo, consagraba el tiempo libre a jugar al escondite con los chavales del barrio, a desear toquetear las partes pudendas de las compañeras de correrías y a repasar las tablas de multiplicar con los naipes en los rellanos de la escalera de la casa paterna. No había sido un chico conflictivo. Sacaba notas dignas, obedecía a bote pronto y no exasperaba a los progenitores con ristras de peticiones rocambolescas. Se enamoró de una vecina coetánea de ojos saltones y curvas prematuras que vivía dos portales más allá del suyo. Ella no le hizo el menor caso y él se creó un universo de fantasías pueriles desembocadas en el aluvión de las poluciones nocturnas. Con frecuencia la celaba, de matute, disfrazado de espía al servicio de los impulsos hormonales, y nunca se atrevía a dar el paso definitivo de abordarla. Jamás habló con ella. Le escribió docenas de cartas (todavía conservadas en un altillo dentro de una caja de recuerdos impúberes) que no envió por miedo a la catatara de las consecuencias. Dos veranos antes, por azar, la había visto transformada en una madre redondeada por el torno irrebatible de los lustros. Se saludaron con las cejas, separados por un paso de cebra con el muñeco del semáforo a punto de rojear, sin ninguna mercancía que intercambiarse en las alforjas de la existencia. Ella llevaba un rapaz prendido de la mano derecha y una bolsa de la compra atestada de verduras en la izquierda. No se detuvieron, pero al cruzarse en medio de la calzada, él percibió un olor a colonia antigua, un aroma agradable que encendió las alarmas del pasado en sus fosas nasales de hombre melancólico.

            

    Me pones en entredicho, Paco, y el ronroneo de las mentiras patinaba en el hielo de las desavenencias, el futuro avinagrado, el fulgor de las payasadas deslumbrante durante las visitas sabatinas.

            

    Cincuenta minutos más tarde, con las nubes de contaminación de la ciudad dejadas atrás, emprendió la ascensión de un puerto de montaña. Acompasó la respiración con el ritmo de las pedaladas y conjuntó el frufrú de los resuellos con la belleza pletórica de las laderas. Conocía la zona al dedillo, de otros sábados, pero no se cansaba de admirar la quietud sin parangón de los cajigos ni el matiz ocre de las mohedas. Hizo una parada técnica tras superar un repecho especialmente empinado y bebió un trago largo del agua con minerales que portaba en el bidón adosado al cuadro de la bicicleta. Escupió sobre las chinas de la gravilla del margen de la carretera y continuó con la subida. Tres horas después de haber empezado a pedalear, llegó a la meta de la cumbre. La vista desde allí arriba era magnífica. Los campos se extendían infinitos, sosegados, clasificados en polígonos asimétricos verdes o amarillos, planos como tablas de río. Una bandada de buitres volaba en cercanos círculos majestuosos, sin duda alrededor de una carroña divisada con el don de la vista prodigiosa, atentos a la exclusividad indomesticada de las circunstancias. No había nadie en lontananza, ni coches ni personas, solo la madre naturaleza empecinada en exhibir lo mejor de sí misma. Se comió el plátano y las nueces ya peladas con hambre auténtica, la pureza del aire mirífica, los sentimientos de la soledad indescriptibles. Le hubiera encantado quedarse allí todo el día, lejos de las garras de los compromisos conyugales, sin tener que acudir a la penitencia semanal del siquiátrico. Sabía que era imposible de todas todas, pero el perfil de una sonrisa se dibujó en la satisfacción del gesto mientras se lo figuraba. Amusgó los ojos y vio cómo las rapaces, posadas ya en torno al animal muerto, disfrutaban de un banquete de órdago gracias a la potencia de los picos. La peculiaridad de la escenografía se asemejaba a un documental de la televisión y el imperio tajante del silencio la pintaba con el lustre impoluto de la autenticidad.

            

    Me sacas de mis casillas, Paco, y la pujanza de la antipatía se esponjaba rauda, las tardes eternas, el tiento de las bromas cortado a cercén.

            

    Bajó por otro sitio para completar una ruta circular y volver a la ciudad. Moderó un poco la velocidad al advertir una franja de niebla en medio de la calzada, las zapatas revisadas, el egoísmo de los peligros real. Controlaba el manillar con precisión de puntillista gracias a la firmeza de los brazos y gozaba al romper el aire con el espolón de la bicicleta. Algún que otro insecto se le estrellaba contra las arrugas de la frente, pero eso era lo de menos. Ningún placer en el mundo mejoraba al ir a toda pastilla cuesta abajo. No pensaba en nada ni en nadie, solo se regocijaba, a palo seco. El firme, alquitranado recientemente por una máquina de competencias provinciales, según un cartel alardoso clavado a la vera de la cuneta, se imponía en las escasas y cerradas curvas. Al llegar a una de ellas, frenó con suavidad y, en el momento de girar, la vista se le fue hacia los arbustos de la derecha. Entonces, a unos veinte metros de la carretera, le pareció ver un coche patas arriba. De entrada imaginó que era un espejismo provocado por los rayos arrogantes del sol, pero cuando se detuvo del todo, vio que no se había equivocado con la primera impresión. Se quedó perplejo durante unos segundos, la magia del descenso rota, las ramificaciones de la sorpresa inesperadas. No se oían gemidos que alertaran de presencias humanas y los trinos de los pájaros colindantes interpretaban la melodía aparatosa de la normalidad. Se apeó de la bici y se acercó al lugar del desastre con lentitud de depredador, empapado de sudor, desconcertado, tratando de no ortigarse la desnudez de las piernas. Avanzó entre los matorrales a través del pasaje creado por las vueltas de campana del vehículo, sintiendo miedo de encontrarse de sopetón con cadáveres decapitados o extremidades escindidas. Nunca le habían agradado las películas de terror que incluían sangre a tutiplén, los monstruos hematófagos, los detalles de las mutilaciones escabrosos. Entretanto la tranquilidad del lapso descollaba inconmensurable y los porqués del accidente deambulaban invisibles entre las hojas dentadas de los árboles.

            

    Me pones del hígado, Paco, y el quiquiriquí de las rencillas se deslizaba por el tobogán de la hartura, las contradicciones chamuscadas, las llamas del desabrimiento azuzadas por el atizador de la rabia.

            

    El todoterreno era un modelo moderno, de color gris marengo, dotado de cuatro ruedas gigantescas, y parecía intacto a primera vista. No había lunas destrozadas ni parachoques abollados. En el asiento del conductor, boca abajo, se apreciaba la presencia de un bulto inerte. Francisco se arrimó más y vislumbró una cabellera cobriza despeluzada pegada a la cuadratura de la ventanilla. Era una fémina joven, desmayada o muerta, con el cuerpo de espaldas encogido en una postura insólita, y no se le veía el rostro. El tictac de las luces de avería, acaso automáticamente disparado a raíz del golpe, imprimía una cadencia de muelle bien engrasado a la fatalidad del momento. Tomó el móvil de la mochila que llevaba en la espalda, pero por desgracia no había cobertura en la zona. Buscó un pedrusco para intentar liberar a la mujer de la cárcel de la carrocería y no halló ninguno en las inmediaciones. Tornó a la carretera con los nervios a flor de piel, echó un vistazo a ambos lados por si alguien se aproximaba y asumió que estaba solo en el mundo ante la dictadura vehemente del siniestro. Quería reaccionar y no sabía por dónde empezar. Al cabo cogió una piedra de aristas puntiagudas y regresó hasta el coche. Aporreó el vidrio con brío de coloso, obtuvo la recompensa ridícula de unas grietas externas y se quedó más decepcionado que un infante sin chocolate con churros en una tarde decembrina. Entonces vio un portabebés medio oculto en el asiento del copiloto. Los cinco dedos minúsculos de una manita blanca como la leche surgían de la penumbra y trocaban la calma de la atmósfera por una balumba de urgencias. Rodeó el vehículo vapuleado por una prisa de histérico y descubrió con estupor que el cristal de la ventanilla estaba un poco bajado. Metió el brazo por el espacio libre, palpó la ropa que envolvía a la criatura y tocó la blandura de una carne facial aún sin hacer del todo.

            

    Me pones en un brete, Paco, y el zambombazo de las recriminaciones estallaba durante el mal trago de las visitas, los embrollos peliagudos, el busilis de las remembranzas finiquitado.

            

    Francisco se agachó más para poder actuar con mayor eficacia y se topó con las facciones atónitas de la mujer. No cabía ninguna duda del óbito, los iris petrificados, el arrebol de los mofletes abolido de un plumazo. No obstante, el niño estaba vivo y en ese instante los espeluznos del silencio se quebraron con el aguijonazo de un llanto inopinado. Fue un sonido agudo, límpido, casi irritante, sumergido en el maremagno tormentoso de la desdicha. Introdujo el otro brazo y trató de sacar al bebé con meticulosidad de tasador de rubís. Apretó el cristal hacia abajo con todas sus fuerzas, pero era literalmente imposible, con la contundencia del accidente bloqueando a conciencia todos los sistemas eléctricos. Pasó la yema de los dedos por la epidermis del rorro, sin poder verle la cara, y se le puso la piel de gallina al constatar que el porvenir de aquel angelito dependía de su capacidad de reacción. Fue hasta el maletero, por si encontraba una barra o algún otro utensilio apropiado para hacer palanca, aunque también estaba cerrado a cal y canto. Probó de nuevo con el maldito móvil, pero estaba claro que ese sábado la tecnología se ponía al servicio del infortunio. Pensó que el crío quizás llevaría toda la noche a la intemperie y fue a por el bidón de la bici para aliviarle la sed. Se mojó los dedos, los posó sobre la inocencia de los labios infantiles y, estremeciéndose, percibió cómo la lengua diminuta le lamía el estropicio de los padrastros. Estaba delante de la vida y de la muerte, transformado en otro dios distinto al de unos minutos antes mientras descendía a toda mecha por el abajadero de la carretera. Colocó al chiquilín lo más cómodo posible mediante una maniobra compleja y fue a buscar otro pedrusco mayor. Al fin encontró un ejemplar adecuado, sepultado a medias, y le costó horrores extraerlo porque la tierra estaba dura y reseca. Ante la posibilidad de herir al bebé, se plantó delante de la ventanilla de la conductora y, con las manos empercudidas como un hombre de las cavernas, observó de qué modo la impasibilidad del cielo se mantenía ajena a las tribulaciones de la humanidad.

            

    Me pones de mil colores, Paco, y el miramiento de la relación se hundía en el naufragio de las jornadas, las vicisitudes fraudulentas, la importancia del pretérito quebrantada.

            

    A fuerza de un sinfín de golpetazos, Francisco logró romper el cristal. Quitó los añicos con delicadeza supina y comenzó a sacar el cuerpo de la mujer. Pesaba de lo lindo. Tiró de las axilas con vigor de titán, las muñecas frías, la alianza del anular amustiada. En la pernera derecha del pantalón vaquero se apreciaba una mancha numular oscura y en los pies, descalzos, destacaban unas uñas pintadas con un fucsia vívido. La blusa malva se desabotonó y dejó a la vista la turgencia de dos senos de primípara joven. Era guapa, sin aditamentos cosméticos, convertida en esos momentos de tensión extrema en una heroína de carne y hueso dentro de una película con desenlace trágico. Sin embargo, no tenía tiempo para soñar con la dispersión del sexo. La tumbó al lado del tronco de un quejigo, la calibró durante un instante efímero, consciente de que aquel visaje de hermosura extinta jamás se le borraría de las páginas de la memoria, y retornó enseguida a la tarea de libertador. Penetró a rastras en el vehículo volcado y se rozó la desnudez de los muslos con diminutos trozos de vidrio todavía pegados a la ventanilla. No sintió dolor al reptar por el interior en busca del crío que continuaba llorando, pero se quedó de piedra nada más verle la cara. En los ojos rasgados del querubín se adivinaba un origen oriental. Anclado en medio del océano de la estupefacción, Francisco repasó en una fracción de segundo las capitales de unos cuantos países del continente asiático y tuvo auténticos problemas para recordar que Yakarta era la de Indonesia. Su mente se alejó de la adversidad a la velocidad de la luz, viajó hacia atrás entre el amasijo de los años y se detuvo en la tarde de un otoño remoto. Estaba sentado junto a su mujer, mucho antes de la ingratitud cruel de los descarríos, en el sofá donde disfrutaban de las películas de los domingos, turbados ambos con la historia de una pareja francesa que había ido a Camboya para adoptar un niño. Los incordios de la burocracia estatal se complicaban hasta límites insospechados y el amor de los futuros padres se agitaba por el zarandeo crudo de las incertidumbres. Ese día, tras apagar la tele, se fueron a la cama con la sensación de haber compartido la ambigüedad de una ficción con final chocantemente infausto y durmieron más juntos que nunca.

            

    Me pones de los nervios, Paco, y el barco de papel de las reconvenciones zozobraba en el pozo de las discrepancias, el varapalo de las marejadas categórico, el porqué de la incomunicación despotricado.

            

    A pesar de aquellos recuerdos venturosos, cuando tuvo al bebé en los brazos fuera del todoterreno, no supo qué hacer con él, con el cricrí de los vagidos, terminado por arte de magia, aliándose con el gobierno impiadoso del astro rey bajo el azul cerúleo del cielo. Su mujer siempre había querido tener hijos, incluso desde el principio de la relación, pero él se negó en redondo, arguyendo que ya existían demasiados desgraciados en el planeta para encima traer uno más. Ahora, a punto de cumplir la nada despreciable edad de medio siglo, pensó que quizás aquellos noes tozudos habían contribuido a desatar o a espolear la enfermedad mental de su consorte. Contempló la criatura que emergía con vitalidad incólume entre el desgarro de los padrastros y se emocionó como cuando, siendo un mocoso que apenas levantaba un palmo del suelo, se padre le regaló su primer triciclo. A renglón seguido, echó una última ojeada a la madre exánime que ya no podría desempeñar las funciones de genitora y regresó hasta donde permanecía la bicicleta, a sabiendas de que los avatares de aquel sábado iban a cambiarle la vida. Vació la mochila, se la colocó delante del pecho, arropó al bebé con el chal en el que estaba envuelto y lo encajó dentro de ella con escrúpulo de cirujano. Dejó la tapa abierta para facilitar la respiración y continuó con el descenso, más despacio que nunca, sin volver la vista atrás, con las pupilas hincadas en el éxtasis del horizonte y el corazón afincado en la heredad de la esperanza. No se sentía un ladrón de niños, sino un hombre consecuente en pos de la salvación, capaz de ir al siquiátrico a ver a su esposa y presentarle al nuevo miembro de la familia.

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