jueves, 24 de septiembre de 2020

XXV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2020

 MODALIDAD: AUTOR LOCAL


GANADOR: ADRIÁN PÉREZ QUESADA

TÍTULO: EN DERROTA, NUNCA EN DOMA

Adrián Pérez Quesada es natural de Guardamar del Segura. Estudió la Licenciatura de Publicidad y Relaciones Públicas en la Universidad de Alicante, el Grado Superior en Diseño y Producción Editorial en el Instituto Carrús de Elche y Máster en Gestión Cultural por la Universidad de Valencia.

Ganador del XVI Concurso de Narrativa Corta “Real Villa de Guardamar” en el año 2011, en la categoría de “Autor Local” con la obra “Superhéroes.


 En derrota, nunca en doma

 

A mi abuelo.

 

 

El horizonte apenas se divisaba ese día. El mar espejado se fundía a lo lejos con un sombrío cielo, conformando, en el espacio, un lienzo triste de luz inquietado tan solo  por la llegada de algunas olas a la orilla. Ensimismado, Manuel apenas prestó atención a la llegada de Vicente, que se sentó a su lado en la arena.

–¿Has pensado ya lo que vas a hacer? –le preguntó Vicente tras permanecer sentado junto a él en silencio un largo rato.

­­­–Me vuelvo a casa. ¿Adónde ir si no? ¿Al extranjero? ¿A qué? ¿A pasarme la vida pensando en volver?... No… Mira esas olas… Irremediablemente llegan a la orilla… Me vuelvo Vicente. Yo sólo he hecho lo que tenía que hacer. No pueden culparme de nada. Sólo he cumplido con mi deber como soldado… Y en el caso de que tuviera culpa alguna, creo que ya lo he pagado con creces tras casi 3 años combatiendo en esta puta guerra de mierda… Me vuelvo. Estoy cansado ya de luchar… –Contestó Manuel sin apartar en ningún momento los ojos del mar­.­

 

Ya en el campamento, Manuel comunicó al capitán su decisión de regresar a casa.

–Otro Ulises… Aunque al menos él ganó la guerra… –se dijo a sí mismo en voz alta el capitán sin saber Manuel a quién demonios se refería.– Te deseo toda la suerte del mundo muchacho. La vas a necesitar en los tiempos que vienen  –le respondió mientras le estrechaba fuerte y prolongadamente su rasposa mano.

Manuel, sin vacilar, dejó el fusil que le había acompañado durante tantos años sobre los  otros, en un montón, pero pidió permiso para llevarse consigo su pistola.

–Llévatela. Ahora será como en las películas de vaqueros… Tendrás que cuidarte solo compañero –contestó el capitán antes de dar una última calada a su cigarro.–  En un rato sale un camión hacia Alicante. Estad atentos los que vayáis al sur –gritó a todo el grupo mientras se dirigía a mear tras un limonero.

 

Manuel se despidió uno a uno de sus compañeros con un fuerte abrazo y sinceras  palabras de ánimo hasta llegar a Vicente.

–Toma, esta es mi dirección. Escríbeme… O mejor, ven a visitarme si puedes cuando se tranquilicen las cosas… ¿Vale?... Cuídate mucho amigo, e intenta pasar página y ser feliz. Nos lo merecemos. –Y lo abrazó con lágrimas en los ojos como a un hermano al que, quizás, no volvería a ver nunca más en la vida.

–¡Mira!… ¡Aún podemos emocionarnos!… Seguimos siendo humanos Manuel… ¡Aún hay esperanza!… –Contestó también entre lágrimas Vicente; y ambos esbozaron una triste sonrisa con la frente de uno apoyada en la del otro­–. Toma este trozo de pan y un poco de queso que te he guardado… Venga capullo, corre y sube ya al camión que te están esperando –se despidió empujándolo con un brazo mientras se secaba los ojos con la manga del otro.

Mientras Manuel subía a la parte trasera del camión junto a otros compañeros que también habían decidido regresar a sus hogares, alguien comenzó a entonar una última canción a la que todos, sin excepción, se unieron pronto con gran energía.

 

“Por los viejos que lloran nuestra ausencia,

por la esposa que añora nuestros brazos,

por los hijos que esperan nuestra vuelta,

¡Peleamos!, ¡Peleamos!

 

Por el torno que cuenta nuestras horas,

por la tierra que labran nuestras manos,

por el limpio sudor de nuestra frente,

¡Peleamos!, Peleamos!

 

Por el sol y el azul de nuestro cielo,

por las piedras sagradas que heredamos,

por el suelo cansado de dar flores,

¡Peleamos!, ¡Peleamos!”[1]

 

¡Qué silencio tan triste al acabar la última estrofa! Ni un solo pájaro se atrevió a cantar después. Solamente el sonido del camión alejándose a través de los naranjos pudo hacerlo desaparecer en el tiempo. Y ya, nadie, tuvo el valor de pronunciar ninguna palabra más durante gran parte del trayecto.

 

La toma de Madrid era cuestión de horas, y miles de desplazados, que perseguían el exilio desde los últimos puertos aún en manos republicanas, convertían las carreteras y caminos de levante en un hervidero de desesperación. Manuel, al observar desde el camión aquellos ríos de gente en huída hacia el mar, dudó entonces de que todos ellos pudieran lograrlo. Eran demasiados. Harían falta muchos barcos… Y en aquellos momentos de gran confusión los recursos eran muy escasos y la organización un verdadero desastre. Se acordó entonces de los compañeros que acababa de dejar atrás, y  deseó, desde lo más hondo, que pudieran abandonar sin muchos problemas el país como habían decidido.

 

Pasado Valencia, una fina lluvia empezó a caer de aquel cerrado cielo convirtiendo, poco a poco, el camino en un barrizal. Manuel, ante una visión que le terminó de remover por dentro, ya no dudó más y ordenó detener el camión para ceder su sitio a una mujer que caminaba -si a eso se le podía llamar caminar-, con sus dos hijos pequeños y una gran maleta a cuestas. La mujer sólo pudo agradecérselo con un mojado y repetido “gracias” y una caricia en la mejilla con una mano tan débil como helada. “Hasta en el infierno se puede ser amable”, pensó Manuel mientas los aupaba al camión y se despedía de los otros compañeros que lo habían acompañado hasta ese momento.

 

Tras varias horas de lenta ruta a pié en aquella angustiosa caravana, el cielo les aguardaba aún más sorpresas. Por detrás del sonido de la lluvia comenzó a escucharse un rumor en ascenso. “No creo que sean tan hijos de puta”, pensó Manuel intentando descubrir, sin éxito, por donde venían los bombarderos a través de las espesas nubes. Toda la columna se detuvo, y todos, indefensos y acojonados, miraron a lo alto esperando lo peor. Pero aquel mortal sonido, por suerte, les pasó por encima alejándose hasta desvanecerse por completo entre la lluvia. Pocos minutos después, el estruendo en la distancia de varias explosiones dirección Gandía sobresaltó de nuevo a todos. En ese instante, Manuel sintió el instinto militar de abandonar las carreteras que conducían a las grandes ciudades de la costa, ya que intuía que aquellas últimas serían los grandes objetivos de la ofensiva final, y decidió cambiar de ruta regresando campo a través. Aunque el camino fuera más largo sería más seguro, pensó. Al llegar al siguiente desvío, abandonó la carretera principal tomando un embarrado camino hacia los campos del interior para desaparecer, a través de la lluvia, en la lejanía.

 

Estaba anocheciendo, y el cielo, por el momento, no tenía pensado dar ninguna tregua. Manuel, empapado y muy cansado ya de caminar entre la espesura, se dirigió hacia un enorme olivo buscando algo de refugio y se acurrucó debajo de él apoyado contra su grueso tronco. Necesitaba descansar al menos un rato y comer algo o no tendría fuerzas suficientes para continuar. Recogido sobre sí mismo, sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo que envolvía la comida que le había dado Vicente antes de partir. Temblando, con los ojos cerrados, engulló el mojado pan y el pedazo de queso sin pensar en nada. El frío y el cansancio habían disuelto todo pensamiento dejando abierto un vacío en el que sólo se podía sentir viva una presencia sin límites. Finalmente, rendido por un profundo sueño, logró quedarse dormido con la cabeza apoyada sobre sus rodillas mientras la lluvia, atenuada por su paso a través de las hojas del olivo, siguió cayendo sobre él hasta bien entrada la madrugada.

 

La creciente claridad trajo consigo un nuevo día, y los pájaros, con su tempranero canto, anunciaron con gran alboroto el despertar de Manuel. Entumecido y helado nada más abrir los ojos, alzó la cabeza hacia el despejado cielo comprobando, con alivio, que la tormenta ya había pasado. “Gracias”, se dijo a sí mismo mientras se estiraba lentamente para ponerse en pie. Tiritando, se quitó la ropa, la estrujó fuertemente para quitarle toda el agua que la había empapado y la colgó con cuidado sobre las ramas. Desnudo, se frotó repetidamente el cuerpo con las manos y realizó intensos ejercicios físicos para entrar rápidamente en calor. Para calmar la sed, lamió, una a una, las gotas de lluvia que colgaban como gemas de las hojas de olivo a su alcance. Y aunque sólo fuera mínimamente, algo reforzado, retomó su regreso; y únicamente, con los zapatos puestos, comenzó a caminar de nuevo hacia el sur guiándose por el sol que apenas acababa de asomar.

 

El día se iba calentando a medida que el sol trepaba con firmeza a través de la mañana. Tras varias horas de desnuda y solitaria caminata, decidió descansar un rato al llegar a lo alto de una colina desde la que se podía ver todo el paisaje a la redonda: la huerta valenciana en todo su esplendor de primavera. Y él ahí, contemplándola, aún con vida,  desde aquella pequeña cima, desnudo y solo, como si fuera un desterrado Adán. Aprovechó entonces para extender su ropa sobre unas rocas para que el sol la secase y para comerse con tranquilidad unas naranjas que había cogido por el camino. Al terminar, se tumbó sobre la fresca hierba y se encendió un cigarro que había conseguido salvar de la lluvia en un bolsillo interior de su chaqueta. Con los ojos cerrados, calentando el sol su cuerpo desnudo, saboreó lentamente el humo, calada tras calada, y sintió apoderarse de él una irremediable inmensa alegría, que le inundó por completo como no le ocurría desde su infancia. “Sólo por un momento así vale la pena una vida…” resonó una voz en su interior, tan conocida como misteriosa. Y en esa sensación de dicha completa, tumbado al sol en la sagrada tierra, se mantuvo sin tiempo hasta caer rendido por un sueño tan reparador como luminoso.

 

Cuando volvió a despertar, aunque sabía que debía regresar con prontitud antes de que los franquistas se hicieran con las últimas zonas libres por las que él debía retornar, recogió con calma la ya seca y limpia ropa y se vistió sereno contemplando, con la cabeza bien alta, el lejano y circular horizonte desde aquel pequeño cerro, como si fuera, ahora sí, de verdad, de nuevo el primer hombre. Y volvió a emprender con entereza su camino con la seguridad del que se sabe ya en casa.

 



[1] Canción escrita en Valencia a mediados del año 1938 bajo el título de “Peleamos” por Pedro Garfias, poeta vanguardista inicialmente ligado al Ultraísmo y fundador de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura.

 










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