jueves, 24 de septiembre de 2020

XXV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2020

 MODALIDAD: RELATO EN CASTELLANO



GANADOR: ANDRÉS MORALES ROTGER

TÍTULO: ALANEGRA

Andrés Morales Rotger nació en Badalona, ciudad costera en pleno cinturón industrial, donde el número de fábricas superaba a las casa de vecinos y donde respirar aire con suficiente oxígeno era una entelequia.

Es licenciado en Farmacia y después cursó la diplomatura de Óptica y de Administración de Empresa.

"Y así pasaba el tiempo, entre Farmacopeas y aridísimos tratados hasta que un buen día descubrí que existe otra literatura más allá del discurso científico y me puse a leer toda la prosa de ficción que caía en mis manos.

Tanto que con el tiempo me transformé en un letraherido. Un hombre cuyas heridas no sanarán ya nunca y que precisa de las letras para aplacar esa dependencia de las palabras que lleva dentro.

En la actualidad escribo a orillas del Mediterráneo, en Segur de Calafell, Tarragona"


ALANEGRA

AGENCIA,— Una caída de tensión deja la Línea 3 del metro varias horas sin servicio. Inopinadamente ninguno de los usuarios entrevistados recuerda lo sucedido durante ese lapso de tiempo.

 

Doblo el billete en dos, lo echo al bote y le arranco al último cliente la consumición de las manos. Tintinean los hielos y flota un reproche en el aire cuando yo le esquivo la boca y le indemnizo con un beso en la mejilla. Apuro mi copa hasta que los cubitos me dan en los dientes. Enjuago el vaso del hombre y el mío. Ronronea la caja registradora y brilla la ginebra en mis labios. Así son las copas de los bares de noche cuando se acaba la fiesta y la música se pone triste. El último tramo de la madrugada, la lluvia menuda sobre el amanecer de la calle y mi prisa por meterme en el metro.

Y al otro extremo de la ciudad, más allá de donde se acaban las vías de la L3, hay un hombre que manda callar la alarma del móvil. Echa pie al suelo y busca a tientas la luz de la mesita, muy metido aún en el sueño. Sale del chubasco frío de la ducha, la toalla sobre el cuello; se peina. Descuelga un traje negro y una camisa blanca, tal vez rosa. Sin prisa y pensándoselo bien. Me espera. Entretiene el tiempo por si hoy abro antes la puerta y puede llevarse un beso con sabor a ginebra y tabaco rubio al trabajo. Mi último y mi primer beso del día. Así son los amaneceres en mi minúsculo apartamento y así comienza el día el hombre que ocupa mi cama mientras yo trabajo de noche.

Así era mi vida nocturna de alterne; así eran sus esperas al filo del amanecer, mientras el sol se volvía más y más amarillo. Y todo seguiría así hasta que sufrí la crisis en que veía al diablo. Lo vi, lo oí y lo toqué, o me tocó; aunque parezca irreal. Me manoseó el diablo, la verdad sea dicha.

La primera vez que di con él fue en la línea verde. Ocurrió después de cerrar el local, una madrugada en que me sumergía deprisa en la boca del metro por escapar de la lluvia. Para salir del agua y para encontrarme con Miguel y su calor residual en un nido de sábanas. Pero el caso fue que me topé con un ángel negro sin alas: y en aquel instante cambió mi vida.

Llovía. Bajé a trancos los escalones, me desenredé el cabello mojado, entré a empellones en el metro y al sujetarme a la barra allí estaba él, envuelto en el compás ternario del magnífico Magnificat en Re Mayor de Bach, asido al falo de inoxidable que cruza verticalmente el vagón.

—¿Agnés? ––El metal de su voz. Esa voz suya, confidencial, enredada en humo de azufre, que nunca había oído y que, aun así, identifiqué de inmediato dentro del elenco de voces de mis pensamientos más destructivos, alucinaciones sexuales y demás sueños eróticos—. ¿Me reconoces?

—No —mentí descaradamente. Si no a qué venía tanto diostesalve y diostesalve y todas esas letanías que me enseñaron las monjas antes de meterme a trajinar entre copas y cantinelas de borrachos. Mentí a sabiendas de que no podía ser otro sino el mismísimo arcángel Luzbel, expulsado de un cuadro como el que presidía el despacho de nuestra superiora, con todo sus resplandores, palmeras de luz y espadas de fuego. Por eso me puse a rezar como una mártir, por si a la tercera lograba exorcizarlo—. No lo conozco, no lo conozco, juro que no lo conozco  —le negué tres veces.

—No temas, Agnés —me deslumbró con la voz hundida en mis ojos—:  Soy Luzbel, el portador de la luz. Arcángel repudiado por alumbrar la verdad a hombres y mujeres. —Y sin necesidad de embrujos puso su cara a un centímetro de la mía, avivó ese halo de luz que rodea la cabeza de lo ángeles y me deslizó un beso en la boca que no conseguí esquivar. Un beso extraviado que recibí con los brazos caídos y la espalda arqueada hacia atrás, en un gesto de tímido rechazo; pero que acabó alcanzándome de pleno, haciendo crecer los otros mil demonios que llevo dentro.

Y para iluminar las sombras de mis pasos, el orden del caos y las manzanas del conocimiento, el Tentador detuvo el tiempo. Pero no verás sino lo que tú quieras ver, me previno, ni tocarás sino lo que quieras tocar, ni probarás nada que tú no quieras probar. Porque nadie ve ni siente ni aprecia lo mismo que otros, aun siendo las mismas cosas. Por eso el Padre de las Mentiras detuvo el tiempo, con sus horas, sus animales, sus minutos, sus plantas, sus segundos y sus objetos. Para que alcanzara a descubrirlo todo en el escaparate de un instante y que, al regreso de nuestro viaje, el planeta Tierra no fuese una vieja roca muerta en el espacio sino un mundo azul como hasta ahora.

Y el Ángel Negro dijo: deténgase el tiempo. Y las placas del tiempo se cerraron de golpe.

Y sin perder más tiempo de ese tiempo que había dejado de correr, Luzbel detuvo los segundos en el reloj que Miguel se había ceñido a la muñeca, al otro extremo de la ciudad, más allá de donde a la L3 se le acaban las vías. Y el tiempo lo sorprendió así, estatua de sal, foto fija de un hombre sonriéndole a la claridad ceniza de un amanecer truncado, con una camisa blanca y otra rosa en las manos, y una gota de agua fresca de colonia en la punta de un cabello; pendiente de decidirse. Enmudeció el tiempo y enmudeció a su vez el traqueteo en la unidad 311 de la línea verde del metro. Y con el tiempo congelado quedó congelada también la habilidad del carterista en el momento de aliviarle la cartera al señor del Periódico de la Mañana, primera edición, y, suspendida en el aire, la noticia que leía el señor cuando estaba a punto de pasar página. Y por encima de mi hombro, los dedos de mi secuestrador detenidos a media caricia, sin tomar partido hacia adónde encaminarse. Todo se ha detenido en un instante. Pero el Magnificat, no. El Magnificat BWV 243 de Johann Sebastián, ése no se detiene. A los golpes de timbal le siguen los oboes y tras ellos los violines y más allá la flauta barroca sobre el ritmo bien marcado de violonchelos y contrabajos, para dar entrada al coro con la palabra "Magnificat" en primer plano, y "anima mea Dominum" en segundo. Porque yo soy la esclava del Señor: llévame donde tú quieras. Deo gratias, Deo gratias.

Suya: la esclava hipnotizada de Luzbel. La consecuencia de una suma de prodigios que me han pillado indefensa, destemplada por la lluvia y más templada que destemplada por la fuerza del alcohol y las palabras mojadas en gintonic a lo largo de la larga noche en el bar. Y de pronto, el prodigio del silencio amontonándose a mi alrededor y esos segundos largos como trozos de eternidad que nos permiten, al Gran Secuestrador y a mí, irrumpir sin problemas entre el pasaje paralizado del metro, estáticos cual figuras de cera. De pronto, el desconcierto de salir o entrar en los márgenes del tiempo -no sabría explicarlo-, a la degradación cósmica del espacio, al brillo de dos agujeros negros en las pupilas del arcángel, y al desconcierto aún mayor del azul nigérrimo de unos rizos que me mantuvieron profundamente descolocada hasta que el diablo me ordenó abrir los ojos.

––No bajes los ojos, Agnés, mira.

Convencida de que cerrar los ojos no cambiaba nada. Que con cerrar los ojos y taparme los oídos no volvería a correr el tiempo. Que efectivamente lo había detenido; los abrí.

Parecía de todo punto imposible; pero el entorno se había esfumado. Totalmente absurdo. ¿Qué había sido del falo de inoxidable que cruza verticalmente el vagón? ¿En qué infierno estaba el tren, la línea 3, sus estaciones, la ciudad entera? Necesitaba penetrar hasta el fondo de su mirada para descubrir cómo había sido transportada físicamente hasta allí. Sin respuesta y paralizada de estupor me puse a rezar. Cuando necesites ayuda alza los ojos al Cielo, me exhortaban las concepcionistas, Kyrie eléison, Christe eléison; en el club no te pases con el alcohol, me advertía Miguel con cara de pocos amigos y muchos celos en las venas; y yo a mí misma, reprochándome, Agnés, eres una majadera; Agnés eres un monja metida a puta que le reza rosarios al demonio. Pero acto seguido me santiguaba y retomaba mis rezos, sancta Virgo vírginum, ora pro nobis.

––¿Qué ocurre? —Lo del diablo ha sido siempre deslumbrar; sorprenderme hasta la locura. Me hurta el tiempo. Me escamotea el espacio. Pero con París no pudo: París lo reconocí de inmediato. Nos habíamos desvanecido por los pliegues del espacio-tiempo como los sueños de un feto. Y allí estábamos, en un bistrot del cartier latin desde cuya terraza el Sena nos hacía guiños con sus luces. Entre nosotros, un mantel de flores blancas, dos candelabros y una diferencia de edad de millones de años. El maestresala prendió con una sola mano ambas velas. Para mí que le bastó con acariciar el pabilo entre el pulgar y el índice. Con la mirada en la pared de enfrente, nos sugirió lo más selecto de la carta; y al poco rato nos presentaban una cubitera con su botella de brut escarchada en hielo y un cestillo con diversas variedades de pan.

Y entonces fue cuando el Tentador me tentó.

Me vertió cava en la copa, tomó el cestillo y apartó el pan a un lado de la mesa. En su lugar se llevó lentamente la mano a los cabellos, se echó a un lado los rizos y desprendiéndose de una parte de su aura, la besó, la partió y me la dio a probar: ten, me dijo, come el verdadero pan y colma con cava tu sangre, Agnés; dominenonsumdignus, Agnés, cuando te acerques al altar repite trescientas once veces el nonsumdignus, sin descontarte, me advertía la superiora de las concepcionistas, y yo probé el pan de Luzbel y apuré el gran reserva para apagar esa perplejidad de hierbas venenosas que fermentaba en mi cerebro; nonsumdignus trescientos nueve, beber no te sienta bien, Agnés, en el club no toques la ginebra ni te metas nada que te saque de ti, me machaca Miguel con sus celos, nonsumdignus trescientos diez, su móvil 4G en silencio; Miguel quieto frente a la luna del armario, no existe el tiempo, sin decidirse, camisa blanca o camisa rosa, y la gota de colonia en el extremo de un cabello, en equilibrio inestable, nonsumdignus trescientos once; Luzbel partió su aura con sabor a hierbas sagradas y la depositó en mi lengua, eso fue lo que hizo, recrear el misterio de la transustanciación, convertir el aura en pan, y ofrecérmelo a cambio de mi libertad. Mi libertad por pan, como viene sucediendo desde que el mundo es mundo. La libertad de los hombres a cambio de pan. Su trabajo por pan. Hemos de derogar ese acuerdo ya mismo, le apremio antes de que recupere el juicio. Ahora, en este precioso momento en que Bach nos regala un festival de música con la orquesta y el coro en júbilo. Porque Él ha puesto sus ojos en mí, su humilde esclava, llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Dominenonsumdignus.

El ángel que le daba cuerda al reloj del mundo ha muerto. Dominenonsumdignus.

—Cuando pares de rezar abre los ojos al mundo y mira. —me dijo Luzbel desprendiendo una nube de vapor frío que desdibujaba el bello rostro. Y yo no pude sino abrir la boca y volverla a cerrar porque aún no había recuperado las palabras que olvidé en la botella de brut. Y porque ahora será cuando, al dejar de mirar hacia dentro me encuentre, sin saber cómo, lejos de mi bar de copas, de la línea 3 y sus estaciones; lejos del bristot, del cartier latin, de la poesía a voces del Sena y sus guiños de luces; con la conciencia enredada entre piedras y espinas de estrellas.

Y allí, a una distancia próxima e infinita de la Ciudad de la Luz, el Tentador me tentó por segunda vez, sacando ventaja del enredo que traía en mi cerebro.

Que me enjugara las lágrimas, que dejara de ensartar salves y credos y me deslizara por el tobogán del tiempo, me susurró intimísimo: que mis ángeles te tomarán en sus palmas.

—No te atormentes, mira —desorientada, ingrávida, el cabello enharinado de polvo estelar, centellas, maravillas y lumbres—, mira, Agnés, así es el país de las estrellas.

Así eran las nebulosas que visité. Se asemejan a la arena gruesa; son como esos cristalitos desgastados por años de olas que recolectaba de niña en la playa; ¿te das cuenta, Agnés?, me da a probar Luzbel, éste es el polvo blanco donde cabalgan las estrellas, inocentes cristalitos, y ésa la fascinante constelación de Berenice, cuya cabellera prometiera sacrificar a Afrodita Pandemos si su marido regresaba vivo de la batalla; y más allá veo a la perra Siria del Can Menor, cada estrella dibuja una vida; mil vidas de pasión, de encierro, de castigo; y Siria abre los ojos a la perra bastarda que soy; mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa, para eludir la culpa recita el recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, de Manrique, me adoctrinaba la superiora que, aun no siendo una oración, serenaba el espíritu y daba buenísimos resultados, inocentes cristalitos de playa envueltos en una papelina encerada, nada más, tercia el diablo que se subiera al metro para arrastrarme a un tiempo sin tiempo; allí la Cruz del Sur y la pasión del Gólgota y la túnica ensangrentada de Julio César sobre los escalones del Senado; y frente a la luna de un espejo, Miguel con más y más celos en cada latido y una gota de colonia en la punta de un cabello, indecisa; y dale que dale con sus gaitas de que beber no te sienta nada bien, Agnés, ni te envenenes con ese polvo de locos, que luego no sabes ni dónde estás ni qué mierda estás haciendo, celos, la puta carcoma de los celos en el corazón, qué sabrá él, simple polvo de estrellas, polvo de ángel, cristalitos de playa que coleccionabas de pequeña, me apunta Luzbel en una invitación sin trampas a proseguir mi viaje extático, porque yo sí sabía dónde estaba y podía ver con lucidez química lo que hacía en cada momento, si no, bien que veía a los Tronos y a las Virtudes escoltando a san Andrés, el primero de los doce apóstoles, el llamado protocletos: y vi a un pastor bueno con un borreguito a hombros, y a las Potestades del segundo coro celeste, cuyo deber consiste en supervisar las muertes y nacimientos; y allá, custodiadas por la serpiente, manzanas de oro, manzanas envenenadas y manzanas que contenían todo el saber; y allí, buenísimas samaritanas, tetas de natillas, pezones de chocolate, sacaban agua fresca de un aljibe y daban de beber al peregrino sediento; y acullá, a siete varas de una higuera, la SCALA DEI, cuyos escalones conducen directamente a las ocho puertas de la Jerusalén Celeste; y acullende, vi sumido en los confines del universo, -os lo aseguro como que me llamo Agnés y trabajo levantando copas en un bar-, vi a un primate antropomorfo, antepasado nuestro, de cualquier especie extinta, no sabría concretar, lanzar un fémur al cielo, y, como en aquella famosa secuencia de cine, comenzar a girar sobre su propio eje en el instante que los oboes inician la parte instrumental, responden las trompetas y las violas marcan el nuevo tempo hacia la relajación final que ya se había escuchado antes de la entrada del coro, Magnificat anima mea Dominum: mi alma alaba Su grandeza y desde ahora todas las generaciones me llamarán dichosa.

Y Miguel, al otro extremo de la ciudad, más allá de donde acaban las vías, escultura en hielo, sonriéndole al gris amarillento de un amanecer interminable. Sin conexión 4G. Y la noche agarrada aún a los tejados. Las calles igual de negras, sino por la limosna de luz de una farola solitaria. Bajo el lienzo de una ventana iluminada reluce un gato. Olor quieto a jazmín y pájaros atravesados en una rama. Tapias blancas de cal y luna. El aliento de la noche. Una campana esperará hasta que caiga el comienzo del día. A que el tiempo regrese y vuelva a ser el de antes. Como antes.

—Ya has tocado tu cielo —los ángeles me depositan en la bella terraza loft del bello Luzbel. Ni un rasguño en los pies—. Ahora te ofrezco el mío. Mi propio cielo.

Última tentación. Última oferta.

Me había dado a probar su aura hecha pan de pueblo; me había puesto a correr polvo de estrellas por mis venas y nervios agotados. Y ahora me lo ofrece todo. En un solo lote. Omni tibi dabo, Agnés. Me quiere reclutar para su causa misionera. Para reunir, dice, un grupo de doce mujeres cuyo apostolado ilumine el mundo. Una monja metida a puta tiene un porvenir celestial; voz cálida, como de actor. Omni tibi dabo, me repite con máxima suavidad. Y yo que de latín, lo justo; pero que traducido viene a decir, pídeme lo que quieras que yo te lo daré TODO; y yo, sin podérmelo creer, con la mirada fija en sus labios, ¿todo? ¿el conocimiento también?; y Luzbel que sí, que la suma del TODO engloba primordialmente el conocimiento del bien y del mal. Todas y cada una de las cuarenta lenguas de fuego que sustituyen el miedo de la ignorancia por el vértigo de la sabiduría. Porque en verdad, en verdad te digo, que todo es ahora y nada es eterno y que, conmigo, podrás escoger entre cualquiera de las otras vidas que estas viviendo en este instante.

—Sígueme, Agnés: despréndete de tu vieja ropa. De tus viejas supersticiones y sígueme.

Debo controlar la marea de ideas y palabras que inundan mi cabeza. Un tirante se desliza por el perfil del hombro. He estudiado en las concepcionistas, queda dicho; pero en ningún caso hice voto de renuncia a las urgencias de la carne. Recojo el borde del top en un pliegue, yergo el busto y tiro de la prenda. Acuérdate del renuncio a satanás, Agnesita, ronronea la monja quisquillosa; pero a mí, que no acabo de creer en la eficacia del CATECISMO DE SEGUNDO GRADO, lo que de repente me viene a la cabeza es el apurar, cielos, pretendo, de Segismundo, que sólo quisiera saber para apurar mis desvelos, que si el vivir sólo es soñar, a qué tanto padecer, si toda la vida es sueño. Mi ropa hecha bola en un rincón de la terraza. Toda, Agnés, toda la ropa. Luzbel me arrima las palabras en voz baja; pero la mirada, no. En los ojos del Tentador vive un alarido permanente que me obliga a abrazarme los hombros al enfrentarlo desnuda. La cremallera, la falda de cuero. Pero mi fascinación por el Estafador Inteligente es incontestable. Las bragas. El pene negro de mi ángel negro. Estoy dispuesta a seguirlo adondequiera me lleve. A abrirle la puerta de mis sueños. Todas mis puertas. Porque yo soy así de puta, amén.

Nos aproximamos hasta juntar los labios.

Besos de yaestatutranquila, besos de aquinohapasadonada, un beso de buenapersonaenlafrente. Es posible que ya nos hubiéramos besado otra vez; pero no en esta vida ni en este mundo. Ni nunca un beso me hizo temblar así de gozo, que yo recuerde. Ningún beso me puso a temblar los labios, a temblar los huesos, los pezones. Mi párpado izquierdo comenzó a temblar. Y temblaron mis pies y tembló también el suelo, la balaustrada de la terraza, una maceta con pensamientos, las ventanas, las persianas, las tejas y los tejados del horizonte.

Y el tiempo regresó.

El Ángel Negro dijo: hágase el tiempo. Y las placas del tiempo se abrieron de golpe.

Se despierta el tiempo. El cielo va dando forma a su ropaje dorado; y las calles vuelven a ser calles y las nubes, nubes. Con un primer esfuerzo la campana celebra el alba. Desata su traqueteo eléctrico la unidad 311 de la línea verde y se derrama sobre la página del Periódico de la Mañana, primera edición, la noticia que había quedado suspendida en el aire. Y yo presencio consternada cómo el tiempo se apodera de la barra a la que voy sujeta y se escurre flácida entre mis dedos. En la mitad de un segundo estoy semiinconsciente sobre el piso del vagón, las rodillas flexionadas, la frente pegada al suelo como en una alfombra de oración, rodeada por el caballero del Periódico, la voz de los pañuelos de papel a 50 centavos de euro, de un lotero ambulante de cuyo cuello cuelga un cargamento de lotería, y por unas piernas envueltas con vaqueros rock & republic y coronas de cristal que han acudido a ver quién atiende a esta pobre chica que se ha caído redonda al suelo. Y antes de la segunda mitad de ese mismo segundo el carterista se apeaba de la línea 3 con la cartera del caballero del Periódico de la Mañana, primera edición, se cerraban las puertas del tren y yo me hundía definitivamente en el pozo del coma.

Mientras, al otro extremo de la L3, más allá de donde acaban las vías, comenzaban a girar uno tras otro los segundos en la muñeca de Miguel, le regresaban los 4G al móvil, la luna del armario devolvía el reflejo despierto de una camisa azul bajo un traje negro y, aquella gota de colonia pendiente de la punta de un pelo se dejaba caer, al fin, justo en el momento en que él atendía una llamada; ¿conoce usted a la señorita Agnés Aguilar Hayïm? A toda prisa mi compañero se echó a la calle dejándose las luces abiertas. Un gato se desperezaba bajo el lienzo iluminado de la ventana.

—¿La señorita Agnés Aguilar?  —solemne como un notario el agente de la urbana le tiende a Miguel una copia del atestado—. La señorita Aguilar ingresó en Hospital Clínico Provincial a las cinco horas y cincuenta y cinco minutos de esta madrugada.

—Aguilar Hayïm, Agnés —sin levantar la vista, una administrativa del Clínico le informa con los reflejos fríos de un monitor en la cara—. Diríjase a la UNIDAD DE REANIMACIÓN, planta 11: allí le informarán. Para hablar con el doctor tendrá que esperar a la ronda médica.

—Familiares de Agnés Aguilar… —la bata blanca ondeando sobre el pijama verde de la internista, desechando los guantes, retirándose la mascarilla, liberada ya la melena de la cofia. Cuando la responsable de la unidad le tiende la mano, Miguel recula un par de pasos; el rostro desencajado, la mirada perdida; muy nervioso—. Agnés está consciente y con las constantes vitales estables. Se ha recuperado de forma tan asombrosamente rápida que el pronóstico, a estas horas, es menos grave. Un auténtico milagro atendiendo al cóctel politóxico detectado en sangre —la expresión de la doctora sobrepasada todavía por la sorpresa—: algún ángel bueno le salvó la vida. Puede visitarla cinco minutos.

Que le rezara a mi ángel bueno, me comenta Miguel que le ha dicho la doctora. Y también que la urbana utilizó los contactos de emergencia de mi móvil para telefonearle, y que en Recepción le informaron que en planta 11; pero que ahora no, que hablara antes con la responsable de REANIMACIÓN, y la doctora que sólo cinco minutos, para no agobiarme, y sobre todo eso: que le rezara a mi ángel, concluye Miguel que le ha dicho la doctora. Y en eso lleva razón porque el Ángel de la Luz se ha quedado a vivir permanentemente en mi cabeza; para cuidar de mí. Por eso cierro los ojos y le rezo.

A mi lado, Miguel me acaricia en silencio. De pie junto a mi cama, la mirada prendida en el gotero, en la vía con suero, en el catéter clavado en el dorso de mi mano. Respiro en orden. La atmósfera es cálida y huele a ácido fénico y a sangre caliente de cordero degollado.

—¿Sabías, Miguel, que el diablo es buena gente? Y que hay una escalera cuyos escalones te entregan frente a las puertas del cielo; pero de poco sirven porque están casi siempre atrancadas. Y que allá arriba todo es ahora y nada es eterno. E igual te tropiezas con Adán que con Julio César, in Gallia citeriore essentque conlocatae legiones in hibernis, y todo el mundo habla el idioma de los ángeles y se entienden que da gloria oírlos. Te lo digo porque acabo de regresar de allí, aunque imagino que no vas a creerme.

—Y a que tampoco sabías que san Andrés es el patrón de Escocia. Le llaman el protocletos, no sé por qué, y se desplaza siempre escoltado por su guardia personal de Tronos y Virtudes.

—Está bien, Agnés, está bien: ahora debes descansar. Cierra los ojos y descansa.

Cierro los ojos y noto la mano de Miguel que me separa el pelo con los dedos. Y mientras él me acaricia, en mi cabeza se instala Luzbel para quedarse a dormir sobre mis pechos. Pero yo no duermo. No puedo. El sueño es demasiado real.

Agnus Dei: miserere, miserere nobis.

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