MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO
GANADOR: ISABEL GARCÍA VIÑAO
TITULO: LA LLUVIA CAE DESPEINADA
Nació en Aratorés (Huesca)
y estudió Magisterio. Es autora de numerosos cuentos, relatos y poesías en los
que Aragón, de una forma u otra, casi siempre está presente. Su querido valle
de Canfranc, con sus habitantes, aparece con frecuencia en sus escritos;
también las flores que lo alfombran, así como los pájaros, acaparan su
atención. Ha recibido numerosos premios entre los cuales cabe mencionar el
primer premio “Hermanos Becquer” de la Diputación Provincial de Zaragoza y el
primer premio en el XLII Certamen poético de Salas de los Infantes (Burgos).
LA LLUVIA CAE DESPEINADA
-La
lluvia cae despeinada –digo en voz alta en un día soleado, sabiendo que nadie
me escucha. Y no es una contradicción el que diga que llueve en un día de sol. Es
un soliloquio que repetía mi abuela, mi bisabuela y mi tatarabuela. En
realidad, mi abuela semejaba el caer de la lluvia despeinada a los papeles de
la mujer en la vida, a la desigualdad existente, a las múltiples tareas a
realizar que obligan a hacer más de una faena al mismo tiempo debido al cúmulo
de obligaciones. Y esta frase: “La lluvia
cae despeinada”, también la pronunciaba mi madre. Y sé que mi hijo, y no
hija, también continuará con esta expresión familiar. Con tres años pronuncia la
palabra lluvia con claridad; cae, con claridad
y en despeinada se le enreda la lengua y graciosamente dice:
“desperinada”. Además, resulta muy divertido que justamente sea la palabra “desperinada” a la
que más énfasis le dé.
Esta
expresión ha sido dicha por mis mujeres ancestrales de cuatro genealogías atrás.
Ha ido pasando de generación en generación y tiene su significado intrínseco.
Despeinada, significa los distintos valores sociales que se nos enseñan desde
el nacimiento en función del sexo, la desigualdad, la multiplicidad (-los movimientos variados de la mujer a lo
largo del día: el tener que estar aquí y casi al instante en otro lugar
distinto-).
Y
ante estas imágenes de lluvias enmarañadas que todos hemos observado caer
alguna vez al ser batidas por diferentes vientos, lo que debemos hacer es
peinar los mechones que todavía quedan (por supuesto nada que ver con el tiempo
de mis antepasadas) en la dirección de la igualdad de oportunidades entre
hombres y mujeres.
Por
ello, hoy, (pero antes debo presentarme y les digo que me llamo Irene), voy a
componer mis sinfonías en pro de la paridad, en las que recitaré algunos apotegmas con pensamientos, consejos y
enseñanza. También añadiré una coda que enfatice el final.
No
rompo, no…, no rompo con la tendencia de la familia. Sigo diciendo que la
lluvia cae despeinada, aunque con el paso del tiempo la lluvia se vaya
alineando y descienda más mansamente. No obstante, todavía quedan gotas de
desigualdad, unas visibles, otras que son ocultadas; algunas inimaginables,
otras ciertas aunque increíbles… Quedan patentes ciertos aires de machismo que
se cubren con los velos de la costumbre y que siguen ocasionando desigualdades,
aunque los platillos de la balanza se vayan equilibrando.
Mi deseo
sería que este relato fuese leído por personas que todavía piensan que “la
lluvia tiene que seguir cayendo despeinada”, puesto que esta forma de caer la
lluvia es lo más normal del mundo, que la mujer es inferior y que debe mantenerse
en un nivel más bajo que el hombre.
Con
mis palabras deseo manifestar lo que observo en un día cualquiera del
calendario. Por ejemplo en el día de hoy, lunes, 26 de agosto de 2019. Estaré
pendiente de lo cotidiano e intentaré reflejar lo más fielmente posible las distintas
situaciones, intercalando mis estados de ánimo e intentando que sirvan para
reflexionar sobre la igualdad necesaria.
Así,
pues, comienzo el día…
Acudo
al trabajo en un autobús urbano. Conduce una mujer, con soltura y destreza, algo
ya habitual. Imagino la cara de incredulidad que pondrían mis antepasadas si la
vieran. Se quedarían boquiabiertas. Pero todavía hay personas que no admiten
estos nuevos papeles. En la siguiente parada sube un señor que tarda en
sentarse. Cuando el bus arranca, el señor se tambalea y acaba sentado a mi lado.
-¡Mujer
tenía que ser! –exclama. ¿Ha visto qué falta de respeto? Podría mirar por el
retrovisor que para algo lo lleva –masculla,
con tono despectivo.
-¿Y
por qué dice lo de “mujer tenía que ser”? –le inquiero. Mi pregunta se queda
sin respuesta, pues, ante un frenazo repentino nos desplazamos hacia delante y
luego hacía atrás. El principio de acción y de reacción de Newton no falla
nunca. Un turismo ha salido de manera imprevista de un cruce sin cederle el
paso y gracias a la rápida respuesta de la conductora no se ha producido colisión.
-¡Ve,
lo que le estaba diciendo hace un rato!: ¡Que mujer tenía que ser! ¡Habrase
visto! Casi nos estampa –repite el viajero con cabreo.
En
una primera apreciación, considero que es un hombre un tanto misógino. La
verdad es que parece ser que habla en alto para él porque ni me ha mirado.
Apostaría cualquier cosa a que ni se ha dado cuenta que de compañera de asiento
lleva a una mujer. Reflexiono y pienso que debo volver a preguntarle lo mismo.
Claro, antes de soltarle un adagio que al menos le haga recapacitar, hay que
tirarle de la lengua para ahondar en su interior:
-¿Y
por qué ha dicho lo de “mujer tenía que ser”?
Entonces
me mira, y al darse cuenta que soy mujer, vuelve su mirada con rapidez al
respaldo del asiento delantero. Creo que siente cierta cobardía, quizás también
timidez, aunque no sé si siente lo que sí sería substancial: arrepentimiento de
sus palabras. Pronto voy a apearme en un lugar cercano a la redacción de un
periódico donde trabajo y no debo perder el tiempo. A ver si tengo la suerte de
que mis palabras no caigan en un erial. Hoy, en este día elegido, debo hacer
recapacitar sobre esas gotas de lluvia que han quedado fosilizadas y que siguen
cayendo despeinadas.
Reitero
mi pregunta. Seguro que en su cabeza le ronda la idea de que soy una pesada,
pero me da igual. Mi intención es que me escuche.
-¿Por
qué ha dicho lo de “mujer tenía que ser”? –mi entonación no puede molestarle
porque es respetuosa. Me mira, simplemente me mira, escurridizo, fugaz como una
lágrima de San Lorenzo en un diez de agosto, y su defensa cobarde es la de permanecer
en silencio. Como mi tiempo es exiguo, y eso que tengo la suerte de que el
autobús se detiene en un semáforo en rojo, le improviso mi adagio, sin esfuerzo;
por supuesto, corto, para que le resulte fácil de memorizar, expresándole mi
pensamiento moral, y a la vez, mi consejo y mi enseñanza.
-Mire,
¿señor…? hombres y mujeres somos igualmente sabios e igualmente desquiciados.
La igualdad es un derecho social y la sociedad debe convertirla en un hecho. –
¿Me permite? Me apeo aquí –. Él se levanta y sale al pasillo del autobús. Su
mirada al decirme adiós es distinta, quizás… Por qué no soñar un poco…Por qué
no. Nunca hay que renunciar a un sueño, al fin y al cabo, soñar es vivir una realidad
posible.
El
día se presenta muy caluroso. El asfalto, a esa hora, ya suelta bocanadas
asfixiantes. El reloj me indica que dispongo de cinco minutos para comprar el
pan. En la panadería me encuentro con las personas habituales; la mayoría de
los días estamos sometidos a la
parálisis de la costumbre, repetimos las mismas solfas, semejamos estar casi
narcotizados, unos días son casi calcos de los otros. Tenemos tendencia a
ocupar los mismos espacios en el mismo momento. Me coloco en la cola. Un señor
conversa con un buen chorro de voz con el que le precede:
-No
sé a dónde vamos a llegar. Ahora a las mujeres no se les puede echar un piropo
porque a la mínima te denuncian. Cuando era joven (este señor rondará los
setenta años) que las mujeres iban vestidas con decoro, las piropeabas y te
sonreían, pero ahora… ahora que van ligeras de ropa, si les dices algo, te
echan una mirada que mata. Fíjate, antes de entrar aquí, le he dicho a una
chavalilla: “¡Cuántas curvas tienes, preciosa, y yo sin frenos!”, ¿y qué crees
que me ha contestado la muy descarada?
-Pues igual te ha dicho que te metas la lengua
en donde te quepa. Claro, por decírtelo de una manera fina, que si no ya te
puedes imaginar donde.
-No,
no. Eso no. Me ha dicho: “¡Pues, anda, que usted! ¡Usted sí que tiene una buena
curva y con muy buena visibilidad!”, y la muy desahogada me ha mirado a la
tripa.
-Ja,
ja, ja. La verdad es que a la chavala razón no le ha faltado. Vas a tener que
dejar de comprar bollos, que todas las mañanas me doy cuenta que sales con una
bolsa de la panadería.
De
momento, soy simplemente espectadora pero creo que es la hora de soltar algún
alegro, rápido y vivaz, como en las composiciones musicales.
-¡Ah,
perdonen! –intervengo. Como ustedes hablan alto no he podido evitar escucharlos
y qué quiere que le diga señor… señor del piropo: “¡Que el que busca, halla,
por mal que le vaya! Y, a veces, nos caen carámbanos de punta. Imagínese usted,
y perdone por mi intromisión, que ahora al salir a la calle comenzamos a
lisonjearle con “menuda curva tiene usted”. ¿Y cómo se sentiría si nos quedamos
mirando fijamente a la curva de la felicidad dibujada en su cuerpo?
-Pero
¿será posible? –dice el señor de los piropos –. Mira que escuchar lo que otros
hablan.
-Que
conste que una cosa es escuchar y otra es oír. Aunque me hubiese tapado los
oídos, con lo que gritan, hubiera dado lo mismo.
-¡Mira
que las mujeres se están volviendo guerreras! ¿Eh, Cosme?
Lo
de “guerreras” me acerca el recuerdo de la canción “Las chicas son
guerreras” del grupo Coz. La tarareo:
-¡Uhh,
ahh, las chicas somos guerreras! –. Me atrevo a seguir canturreando un poquito
más. “Tenemos más vatios que una nuclear y no somos dañinas” –. En la letra me
incluyo.
-¡No
te digo, Cosme! ¡Lo que hay que oír!
Al
salir de la panadería, la pareja sigue conversando en la calle. Me miran,
solamente me miran. En los gestos y en las miradas se nota cuando estos
encierran algo más. Mis palabras quizás le hayan ayudado a reparar los frenos.
Vuelvo a tener un pequeño sueño. Mis sueños no son frivolidades que vuelen en
el aire y mi deseo es que desciendan a la tierra. Quiero repartir las semillas
para que mis ilusiones se conviertan en realidad y no solo roncar cuando sueño.
Llego
a la redacción del periódico. El director distribuye los trabajos. Es un hombre
recto, disciplinado, comprensivo, pero ante la redacción de determinadas
noticias, en la elección de los articulistas, no es muy equitativo. Considera a
la mujer más débil para enfrentarse a determinadas situaciones que él cree más
propias de hombre. Cuando se produce algún caso, se inclina, siempre, a que el
redactor sea un periodista varón. El día que sale a la luz una nueva muerte,
por muchos rayos que suelte el sol, estos se convierten en tallos de niebla, y
la lluvia roja cae tan despeinada que forma enredones que enmarañan mi alma.
Por ello, hoy, voy a solicitar el reunirme con mi jefe para decirle que a las
mujeres no nos asigne este tipo de noticias porque considero que esto apunta a
una latente desigualdad de género. Puede ser que en el proceso de
socialización, o sea, desde nuestro nacimiento, a los hombres se les reprima el
plano de lo emotivo y se les alimente en libertades, talento, ambiciones
diversas que les permitan el abrigo y la seguridad: se les coloca una armadura
que llevarán puesta de por vida y que además pueden reforzarla. De allí, que
los hombres no puedan vestir de rosa, no deban llorar y menos delante de nadie.
Todos hemos escuchado en más de una ocasión que llorar es de mujeres…
sensiblerías propias del género femenino. Posiblemente nuestro director del
periódico se ha criado en un ambiente que le inclina a apartarnos a las mujeres
de aquello que cree no apto para nosotras. Pero hoy quiero hacerle aprender una
nueva lección. Hacerle ver que, una manera de combatir la desigualdad, sería
cambiar el lenguaje y educar en valores igualitarios desde niños y así esa igualdad
se mantendría siendo adultos.
Oígo
las dos campanadas del reloj de la torre de la catedral. Es la hora de salir.
Me apresuro para hablar con el director del diario.
-Señor,
Gutiérrez, por favor, querría hablar con usted –le ruego.
Nuestro
director, como es habitual, sale deprisa por el pasillo con un puro sin
encender preparado en la mano.
-Sí,
dime, Irene. ¿No te importa que hablemos en la calle? –se nota que la carencia
de nicotina nos lanza a dialogar en el exterior.
-Mire,
señor Gutiérrez, quería exponerle que a todas las mujeres de la redacción nos
debe considerar débiles y vulnerables porque nunca nos asigna las noticias
escabrosas, por ejemplo, las de violencia de género. Igual supone que es bueno
que reprimamos nuestras emociones y se apoya en el refrán de “Ojos que no ven,
corazón que no siente”. Pero si las mujeres guardamos y acumulamos en nuestro
interior las estigmatizaciones negativas, como la rabia, el dolor, el miedo… al
final lo que puede ocurrirnos es que suframos un colapso emocional. Yo quiero
dar rienda suelta a mis emociones, soltar sentimientos al mismo tiempo que
escribo, aunque, algunos de ellos, por desgracia, tengan que quedar pululando
en el aire.
-Tienes
razón, Irene. Quizás, yo también esté contaminado con la desigualdad. En
realidad nací en una familia con directriz patriarcal y aunque intento ser lo
más equitativo posible siempre queda algún pespunte antiguo que te ata a lo que
has podido vivir de niño. Pero me has abierto los ojos, Irene. Te prometo que
el próximo artículo de violencia de género vas a escribirlo tú, y que, para el
Día de la Mujer Trabajadora, colocaré en la portada de nuestro Diario una
columna redactada por ti que hable de la igualdad.
-Se
lo agradezco, señor Gutiérrez. Quiero hacerle una última reflexión y le dejo
acabar su puro tranquilo. ¿Dónde se manifiesta más la desigualdad entre ambos
sexos que en la muerte de una mujer por violencia? En esta violencia, la
carcoma son los celos y su causa el egoísmo. –Acabo tendiéndole la mano y
dándole las gracias con mi mirada.
Me
atuso el pelo una vez sentada en el autobús urbano. Estoy contenta. Los rayos
del sol entran nítidos a través de los cristales. Llego a casa y preparamos con
mi marido la comida. Hoy hacemos un postre especial. Le gusta tanto a nuestro
pequeño Diego que deja limpio el plato. Después de comer reposamos un poquito.
Me adormezco y sueño con una lluvia que cae mansamente. Pero, de pronto, me
despierta una gota gorda que cae despeinada. Sé bien qué significa. Esta gota
me lleva a pensar en Elena, mi vecina. Ayer coincidimos en el ascensor y sus
ojos estaban enrojecidos. Me contó el motivo con voz entrecortada por la rabia
y por la impotencia. Cada una de sus lágrimas me enseñaba su verdad. Más que
saladas eran amargas. En ese momento comprendí una de las frases de Lope de
Vega que encierra una gran verdad: “No sé yo que haya en el mundo palabras tan
eficaces y oradores tan elocuentes como las lágrimas”. A Elena, el gerente del
supermercado donde trabaja desde casi dos décadas le había prometido formar
parte del Departamento de Contabilidad, y, para ello, además de su título
académico, se había formado con mucha ilusión en una academia para reciclarse. Mas,
el día propuesto, el gerente asignó el puesto que le había prometido a un
contable. Había sido un ofrecimiento almíbar con cumplimiento acíbar.
Así
que, como esta gota despeinada me ha despertado y me produce rabia, acudo a ver
a Elena. Antes de ir al trabajo compro dos tonterías ex profeso en el
supermercado. La encuentro reponiendo fruta.
-¿Qué
tal te encuentras, Elena?
-
Mejor que ayer, pero cuesta ir digiriendo una ilusión cuando se frustra. Vamos
a dejar de hablar, que allí está mi jefe –lo señala con su índice.
Me
acerco al él. Por supuesto, voy a ser respetuosa. Mi apotegma será corto. “Lo
breve si bueno, dos veces bueno”, dice el refrán.
-Señor,
buenas tardes, escúcheme. Solo quiero decirle que Elena está sintiendo la
sinrazón de la brecha de la desigualdad, tiene frustrada su ilusión de ser
contable.
-Tuve
un compromiso y por eso no he podido darle el puesto que le ofrecí. Recojo sus
palabras, y, por supuesto, no caen en saco roto. Mi sonrisa le da las gracias.
Le extiendo la mano. La aprieta.
Por la
tarde, trabajo en la redacción relajada, sonriente, como un niño cuando acaba
los deberes y recibe la felicitación de los padres. El director se acerca a mi
puesto. Me dice: “Irene, con tus palabras he reflexionado y te doy las gracias.
Hay que arrojar de las manos las injusticias para poder construir un futuro
diferente”.
Hoy
he vivido un día especial. Me siento satisfecha. Llego a casa. Todavía no ha
llegado mi marido con el niño. Mi melena esta un tanto desordenada. Le paso el
cepillo. El espejo me refleja una lluvia peinada.
Después
de cenar, nos sentamos los tres en el sofá para disfrutar del merecido
descanso.
-Veo
que tu cara irradia alegría, cariño. Me imagino que en el trabajo habrás tenido
un buen día. Además vas muy peinada y estás muy guapa. Seguro que hoy no has
visto caer la lluvia despeinada –adivina mi marido.
Diego
me mira. Lleva el pelo tieso y revuelto como las gotas de una tormenta con
descarga eléctrica y sometida a vientos entremezclados.
-¡Ahí
va!, ¡qué mamá más guapa tengo! Hoy la lluvia no ha caído “desperinada”,
¿verdad, mami?
Nuestro
hijo me despierta una ternura inconmensurable. Lo acerco a mi pecho y mi marido
nos abarca con sus brazos a ambos.
Finalmente
pronuncio la coda en voz alta: “ambos sexos debemos poner el alma en el día a
día para que las gotas de lluvia no desciendan despeinadas”.
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