viernes, 25 de septiembre de 2020

XXV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2020

 MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO


GANADOR: ISABEL GARCÍA VIÑAO

TITULO: LA LLUVIA CAE DESPEINADA

Nació en Aratorés (Huesca) y estudió Magisterio. Es autora de numerosos cuentos, relatos y poesías en los que Aragón, de una forma u otra, casi siempre está presente. Su querido valle de Canfranc, con sus habitantes, aparece con frecuencia en sus escritos; también las flores que lo alfombran, así como los pájaros, acaparan su atención. Ha recibido numerosos premios entre los cuales cabe mencionar el primer premio “Hermanos Becquer” de la Diputación Provincial de Zaragoza y el primer premio en el XLII Certamen poético de Salas de los Infantes (Burgos).

LA LLUVIA CAE DESPEINADA

-La lluvia cae despeinada –digo en voz alta en un día soleado, sabiendo que nadie me escucha. Y no es una contradicción el que diga que llueve en un día de sol. Es un soliloquio que repetía mi abuela, mi bisabuela y mi tatarabuela. En realidad, mi abuela semejaba el caer de la lluvia despeinada a los papeles de la mujer en la vida, a la desigualdad existente, a las múltiples tareas a realizar que obligan a hacer más de una faena al mismo tiempo debido al cúmulo de obligaciones. Y esta frase: “La lluvia cae despeinada”, también la pronunciaba mi madre. Y sé que mi hijo, y no hija, también continuará con esta expresión familiar. Con tres años pronuncia la palabra lluvia con claridad; cae, con claridad  y en despeinada se le enreda la lengua y graciosamente dice: “desperinada”. Además, resulta muy  divertido que  justamente sea la palabra “desperinada” a la que más énfasis le dé.

Esta expresión ha sido dicha por mis mujeres ancestrales de cuatro genealogías atrás. Ha ido pasando de generación en generación y tiene su significado intrínseco. Despeinada, significa los distintos valores sociales que se nos enseñan desde el nacimiento en función del sexo, la desigualdad, la multiplicidad  (-los movimientos variados de la mujer a lo largo del día: el tener que estar aquí y casi al instante en otro lugar distinto-).

Y ante estas imágenes de lluvias enmarañadas que todos hemos observado caer alguna vez al ser batidas por diferentes vientos, lo que debemos hacer es peinar los mechones que todavía quedan (por supuesto nada que ver con el tiempo de mis antepasadas) en la dirección de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.

Por ello, hoy, (pero antes debo presentarme y les digo que me llamo Irene), voy a componer mis sinfonías en pro de la paridad, en las que recitaré algunos  apotegmas con pensamientos, consejos y enseñanza. También añadiré una coda que enfatice el final.

No rompo, no…, no rompo con la tendencia de la familia. Sigo diciendo que la lluvia cae despeinada, aunque con el paso del tiempo la lluvia se vaya alineando y descienda más mansamente. No obstante, todavía quedan gotas de desigualdad, unas visibles, otras que son ocultadas; algunas inimaginables, otras ciertas aunque increíbles… Quedan patentes ciertos aires de machismo que se cubren con los velos de la costumbre y que siguen ocasionando desigualdades, aunque los platillos de la balanza se vayan equilibrando.

Mi deseo sería que este relato fuese leído por personas que todavía piensan que “la lluvia tiene que seguir cayendo despeinada”, puesto que esta forma de caer la lluvia es lo más normal del mundo, que la mujer es inferior y que debe mantenerse en un nivel más bajo que el hombre.

Con mis palabras deseo manifestar lo que observo en un día cualquiera del calendario. Por ejemplo en el día de hoy, lunes, 26 de agosto de 2019. Estaré pendiente de lo cotidiano e intentaré reflejar lo más fielmente posible las distintas situaciones, intercalando mis estados de ánimo e intentando que sirvan para reflexionar sobre la igualdad necesaria.

 

Así, pues, comienzo el día…

 

Acudo al trabajo en un autobús urbano. Conduce una mujer, con soltura y destreza, algo ya habitual. Imagino la cara de incredulidad que pondrían mis antepasadas si la vieran. Se quedarían boquiabiertas. Pero todavía hay personas que no admiten estos nuevos papeles. En la siguiente parada sube un señor que tarda en sentarse. Cuando el bus arranca, el señor se tambalea y acaba sentado a mi lado.

-¡Mujer tenía que ser! –exclama. ¿Ha visto qué falta de respeto? Podría mirar por el retrovisor que para algo lo lleva –masculla,  con tono despectivo.

-¿Y por qué dice lo de “mujer tenía que ser”? –le inquiero. Mi pregunta se queda sin respuesta, pues, ante un frenazo repentino nos desplazamos hacia delante y luego hacía atrás. El principio de acción y de reacción de Newton no falla nunca. Un turismo ha salido de manera imprevista de un cruce sin cederle el paso y gracias a la rápida respuesta de la conductora no se ha producido colisión.

-¡Ve, lo que le estaba diciendo hace un rato!: ¡Que mujer tenía que ser! ¡Habrase visto! Casi nos estampa –repite el viajero con cabreo.

En una primera apreciación, considero que es un hombre un tanto misógino. La verdad es que parece ser que habla en alto para él porque ni me ha mirado. Apostaría cualquier cosa a que ni se ha dado cuenta que de compañera de asiento lleva a una mujer. Reflexiono y pienso que debo volver a preguntarle lo mismo. Claro, antes de soltarle un adagio que al menos le haga recapacitar, hay que tirarle de la lengua para ahondar en su interior:

-¿Y por qué ha dicho lo de “mujer tenía que ser”?

Entonces me mira, y al darse cuenta que soy mujer, vuelve su mirada con rapidez al respaldo del asiento delantero. Creo que siente cierta cobardía, quizás también timidez, aunque no sé si siente lo que sí sería substancial: arrepentimiento de sus palabras. Pronto voy a apearme en un lugar cercano a la redacción de un periódico donde trabajo y no debo perder el tiempo. A ver si tengo la suerte de que mis palabras no caigan en un erial. Hoy, en este día elegido, debo hacer recapacitar sobre esas gotas de lluvia que han quedado fosilizadas y que siguen cayendo despeinadas.

Reitero mi pregunta. Seguro que en su cabeza le ronda la idea de que soy una pesada, pero me da igual. Mi intención es que me escuche.

-¿Por qué ha dicho lo de “mujer tenía que ser”? –mi entonación no puede molestarle porque es respetuosa. Me mira, simplemente me mira, escurridizo, fugaz como una lágrima de San Lorenzo en un diez de agosto, y su defensa cobarde es la de permanecer en silencio. Como mi tiempo es exiguo, y eso que tengo la suerte de que el autobús se detiene en un semáforo en rojo, le improviso mi adagio, sin esfuerzo; por supuesto, corto, para que le resulte fácil de memorizar, expresándole mi pensamiento moral, y a la vez, mi consejo y mi enseñanza.

-Mire, ¿señor…? hombres y mujeres somos igualmente sabios e igualmente desquiciados. La igualdad es un derecho social y la sociedad debe convertirla en un hecho. – ¿Me permite? Me apeo aquí –. Él se levanta y sale al pasillo del autobús. Su mirada al decirme adiós es distinta, quizás… Por qué no soñar un poco…Por qué no. Nunca hay que renunciar a un sueño, al fin y al cabo, soñar es vivir una realidad posible.

El día se presenta muy caluroso. El asfalto, a esa hora, ya suelta bocanadas asfixiantes. El reloj me indica que dispongo de cinco minutos para comprar el pan. En la panadería me encuentro con las personas habituales; la mayoría de los días  estamos sometidos a la parálisis de la costumbre, repetimos las mismas solfas, semejamos estar casi narcotizados, unos días son casi calcos de los otros. Tenemos tendencia a ocupar los mismos espacios en el mismo momento. Me coloco en la cola. Un señor conversa con un buen chorro de voz con el que le precede:

-No sé a dónde vamos a llegar. Ahora a las mujeres no se les puede echar un piropo porque a la mínima te denuncian. Cuando era joven (este señor rondará los setenta años) que las mujeres iban vestidas con decoro, las piropeabas y te sonreían, pero ahora… ahora que van ligeras de ropa, si les dices algo, te echan una mirada que mata. Fíjate, antes de entrar aquí, le he dicho a una chavalilla: “¡Cuántas curvas tienes, preciosa, y yo sin frenos!”, ¿y qué crees que me ha contestado la muy descarada?

 -Pues igual te ha dicho que te metas la lengua en donde te quepa. Claro, por decírtelo de una manera fina, que si no ya te puedes imaginar donde.

-No, no. Eso no. Me ha dicho: “¡Pues, anda, que usted! ¡Usted sí que tiene una buena curva y con muy buena visibilidad!”, y la muy desahogada me ha mirado a la tripa.

-Ja, ja, ja. La verdad es que a la chavala razón no le ha faltado. Vas a tener que dejar de comprar bollos, que todas las mañanas me doy cuenta que sales con una bolsa de la panadería.

De momento, soy simplemente espectadora pero creo que es la hora de soltar algún alegro, rápido y vivaz, como en las composiciones musicales.

-¡Ah, perdonen! –intervengo. Como ustedes hablan alto no he podido evitar escucharlos y qué quiere que le diga señor… señor del piropo: “¡Que el que busca, halla, por mal que le vaya! Y, a veces, nos caen carámbanos de punta. Imagínese usted, y perdone por mi intromisión, que ahora al salir a la calle comenzamos a lisonjearle con “menuda curva tiene usted”. ¿Y cómo se sentiría si nos quedamos mirando fijamente a la curva de la felicidad dibujada en su cuerpo?

-Pero ¿será posible? –dice el señor de los piropos –. Mira que escuchar lo que otros hablan.

-Que conste que una cosa es escuchar y otra es oír. Aunque me hubiese tapado los oídos, con lo que gritan, hubiera dado lo mismo.

-¡Mira que las mujeres se están volviendo guerreras! ¿Eh, Cosme?

Lo de “guerreras” me acerca el recuerdo de la canción “Las chicas son guerreras”  del grupo Coz.  La tarareo:

-¡Uhh, ahh, las chicas somos guerreras! –. Me atrevo a seguir canturreando un poquito más. “Tenemos más vatios que una nuclear y no somos dañinas” –. En la letra me incluyo.

-¡No te digo, Cosme! ¡Lo que hay que oír!

Al salir de la panadería, la pareja sigue conversando en la calle. Me miran, solamente me miran. En los gestos y en las miradas se nota cuando estos encierran algo más. Mis palabras quizás le hayan ayudado a reparar los frenos. Vuelvo a tener un pequeño sueño. Mis sueños no son frivolidades que vuelen en el aire y mi deseo es que desciendan a la tierra. Quiero repartir las semillas para que mis ilusiones se conviertan en realidad y no solo roncar cuando sueño.

Llego a la redacción del periódico. El director distribuye los trabajos. Es un hombre recto, disciplinado, comprensivo, pero ante la redacción de determinadas noticias, en la elección de los articulistas, no es muy equitativo. Considera a la mujer más débil para enfrentarse a determinadas situaciones que él cree más propias de hombre. Cuando se produce algún caso, se inclina, siempre, a que el redactor sea un periodista varón. El día que sale a la luz una nueva muerte, por muchos rayos que suelte el sol, estos se convierten en tallos de niebla, y la lluvia roja cae tan despeinada que forma enredones que enmarañan mi alma. Por ello, hoy, voy a solicitar el reunirme con mi jefe para decirle que a las mujeres no nos asigne este tipo de noticias porque considero que esto apunta a una latente desigualdad de género. Puede ser que en el proceso de socialización, o sea, desde nuestro nacimiento, a los hombres se les reprima el plano de lo emotivo y se les alimente en libertades, talento, ambiciones diversas que les permitan el abrigo y la seguridad: se les coloca una armadura que llevarán puesta de por vida y que además pueden reforzarla. De allí, que los hombres no puedan vestir de rosa, no deban llorar y menos delante de nadie. Todos hemos escuchado en más de una ocasión que llorar es de mujeres… sensiblerías propias del género femenino. Posiblemente nuestro director del periódico se ha criado en un ambiente que le inclina a apartarnos a las mujeres de aquello que cree no apto para nosotras. Pero hoy quiero hacerle aprender una nueva lección. Hacerle ver que, una manera de combatir la desigualdad, sería cambiar el lenguaje y educar en valores igualitarios desde niños y así esa igualdad se mantendría siendo adultos.

Oígo las dos campanadas del reloj de la torre de la catedral. Es la hora de salir. Me apresuro para hablar con el director del diario.

-Señor, Gutiérrez, por favor, querría hablar con usted –le ruego.

Nuestro director, como es habitual, sale deprisa por el pasillo con un puro sin encender preparado en la mano.

-Sí, dime, Irene. ¿No te importa que hablemos en la calle? –se nota que la carencia de nicotina nos lanza a dialogar en el exterior.

-Mire, señor Gutiérrez, quería exponerle que a todas las mujeres de la redacción nos debe considerar débiles y vulnerables porque nunca nos asigna las noticias escabrosas, por ejemplo, las de violencia de género. Igual supone que es bueno que reprimamos nuestras emociones y se apoya en el refrán de “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero si las mujeres guardamos y acumulamos en nuestro interior las estigmatizaciones negativas, como la rabia, el dolor, el miedo… al final lo que puede ocurrirnos es que suframos un colapso emocional. Yo quiero dar rienda suelta a mis emociones, soltar sentimientos al mismo tiempo que escribo, aunque, algunos de ellos, por desgracia, tengan que quedar pululando en el aire.

-Tienes razón, Irene. Quizás, yo también esté contaminado con la desigualdad. En realidad nací en una familia con directriz patriarcal y aunque intento ser lo más equitativo posible siempre queda algún pespunte antiguo que te ata a lo que has podido vivir de niño. Pero me has abierto los ojos, Irene. Te prometo que el próximo artículo de violencia de género vas a escribirlo tú, y que, para el Día de la Mujer Trabajadora, colocaré en la portada de nuestro Diario una columna redactada por ti que hable de la igualdad.

-Se lo agradezco, señor Gutiérrez. Quiero hacerle una última reflexión y le dejo acabar su puro tranquilo. ¿Dónde se manifiesta más la desigualdad entre ambos sexos que en la muerte de una mujer por violencia? En esta violencia, la carcoma son los celos y su causa el egoísmo. –Acabo tendiéndole la mano y dándole las gracias con mi mirada.

Me atuso el pelo una vez sentada en el autobús urbano. Estoy contenta. Los rayos del sol entran nítidos a través de los cristales. Llego a casa y preparamos con mi marido la comida. Hoy hacemos un postre especial. Le gusta tanto a nuestro pequeño Diego que deja limpio el plato. Después de comer reposamos un poquito. Me adormezco y sueño con una lluvia que cae mansamente. Pero, de pronto, me despierta una gota gorda que cae despeinada. Sé bien qué significa. Esta gota me lleva a pensar en Elena, mi vecina. Ayer coincidimos en el ascensor y sus ojos estaban enrojecidos. Me contó el motivo con voz entrecortada por la rabia y por la impotencia. Cada una de sus lágrimas me enseñaba su verdad. Más que saladas eran amargas. En ese momento comprendí una de las frases de Lope de Vega que encierra una gran verdad: “No sé yo que haya en el mundo palabras tan eficaces y oradores tan elocuentes como las lágrimas”. A Elena, el gerente del supermercado donde trabaja desde casi dos décadas le había prometido formar parte del Departamento de Contabilidad, y, para ello, además de su título académico, se había formado con mucha ilusión en una academia para reciclarse. Mas, el día propuesto, el gerente asignó el puesto que le había prometido a un contable. Había sido un ofrecimiento almíbar con cumplimiento acíbar.

Así que, como esta gota despeinada me ha despertado y me produce rabia, acudo a ver a Elena. Antes de ir al trabajo compro dos tonterías ex profeso en el supermercado. La encuentro reponiendo fruta.

-¿Qué tal te encuentras, Elena?

- Mejor que ayer, pero cuesta ir digiriendo una ilusión cuando se frustra. Vamos a dejar de hablar, que allí está mi jefe –lo señala con su índice.

Me acerco al él. Por supuesto, voy a ser respetuosa. Mi apotegma será corto. “Lo breve si bueno, dos veces bueno”, dice el refrán.

-Señor, buenas tardes, escúcheme. Solo quiero decirle que Elena está sintiendo la sinrazón de la brecha de la desigualdad, tiene frustrada su ilusión de ser contable.

-Tuve un compromiso y por eso no he podido darle el puesto que le ofrecí. Recojo sus palabras, y, por supuesto, no caen en saco roto. Mi sonrisa le da las gracias. Le extiendo la mano. La aprieta.

   Por la tarde, trabajo en la redacción relajada, sonriente, como un niño cuando acaba los deberes y recibe la felicitación de los padres. El director se acerca a mi puesto. Me dice: “Irene, con tus palabras he reflexionado y te doy las gracias. Hay que arrojar de las manos las injusticias para poder construir un futuro diferente”.

Hoy he vivido un día especial. Me siento satisfecha. Llego a casa. Todavía no ha llegado mi marido con el niño. Mi melena esta un tanto desordenada. Le paso el cepillo. El espejo me refleja una lluvia peinada.

Después de cenar, nos sentamos los tres en el sofá para disfrutar del merecido descanso.

-Veo que tu cara irradia alegría, cariño. Me imagino que en el trabajo habrás tenido un buen día. Además vas muy peinada y estás muy guapa. Seguro que hoy no has visto caer la lluvia despeinada –adivina mi marido.

Diego me mira. Lleva el pelo tieso y revuelto como las gotas de una tormenta con descarga eléctrica y sometida a vientos entremezclados.

-¡Ahí va!, ¡qué mamá más guapa tengo! Hoy la lluvia no ha caído “desperinada”, ¿verdad, mami?

Nuestro hijo me despierta una ternura inconmensurable. Lo acerco a mi pecho y mi marido nos abarca con sus brazos a ambos.

Finalmente pronuncio la coda en voz alta: “ambos sexos debemos poner el alma en el día a día para que las gotas de lluvia no desciendan despeinadas”.  


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