martes, 29 de enero de 2008

XIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2008

MODALIDAD NARRACIÓN EN CASTELLANO

TOMÁS VICENTE MARTÍNEZ CAMPILLO


Resultado de imagen de GALLO CANTANDO

Tomás Vte. Martínez Campillo es maestro de profesión. Actualmente imparte clases de Ciencias de la Naturaleza en el IES Los Alcores de San Miguel de Salinas (Alicante), pueblo en el que nació en 1957.

En 2004 ganó el primer premio del III Certamen Literario comarcal del Instituto de Secundaria de San Miguel de Salinas, en la categoría profesorado.

Autor de relatos, poesías y la novela El Sitio (2007). 

EL GALLO

A Carmen Campillo. In Memoriam

El gallo.
Siempre el gallo.
Otra vez con su canto madrugador anunciando que ya es hora de levantarse. ¡Maldito sea!... Aunque, bien pensado, si no fuera por él no tendríamos huevos en la mesa. ¡Y a mi pequeño le gustan tanto! Cómo duerme en su cunita. Qué carita de ángel. Ahora ya dormirá más caliente. Anoche, por fin, terminé de coser la cortina del dormitorio, y algo quitará del frío que entra por las rendijas de la ventana sin cristales. Algún día tendremos una casa con cristales en las ventanas.
Cómo me cuesta abrir los ojos. Qué tarde se me hizo anoche. Mi marido —el pobre acaba tan cansado después de todo el día con el ganado— se quedó dormido en la mecedora de su madre al poco de cenar, yo acabé la cortina pasadas las dos y lo llamé para irnos a la cama, se espabiló un poco,… somos jóvenes y a pesar del agotamiento… llevábamos ya más de dos semanas sin… siempre trabajando…, es la felicidad más barata que nos podemos permitir los pobres. Creo que me quedé dormida alrededor de la tres.
El gallo me ha roto el sueño. ¡Cómo me gustaría que pudiésemos quedarnos en la cama hasta que el sol esté alto, como hacen los señoritos! No puedo abrazar a mi hombre por las mañanas porque todos los días se levanta con noche cerrada para irse al corral, y en su trabajo no hay fiestas ni domingos. A mi hijo sí lo veo despertarse los domingos, o cuando llueve que no tengo que ir al “bancal”. Cómo se ríe cuando me ve, enseñando su dientecitos de leche.
Parece que el gallo se ha dormido hoy, y yo con él; se cuela demasiada luz por las rendijas. Me va a faltar tiempo, todavía tengo que lavar los pañales de mi hijo. Qué frío hace cuando se sale de debajo de las mantas, y más aquí, en la sala, lejos de la cocina baja. Con los abrigos de paño tan buenos que llevan las señoronas.

Cómo me duelen las manos. La olla de agua que he calentado en la lumbre —menos mal que la ha encendido mi marido antes de irse— no es bastante para poner tibia la que he sacado del aljibe. Este febrero se las trae, pero no me queda más remedio que lavar los trapos porque apenas me quedan pañales para hoy. Los colgaré en las sillas delante de la lumbre, el día ha aparecido nublado y el vientecillo que sopla de levante va a secar poco. Se me hielan las manos. Así las tengo, agrietadas. Ya me gustaría tenerlas finas como esas artistas que salen en el cine, con sus uñas largas y pintadas. En cambio las mías…

Se me hace tarde. Ya he preparado la fiambrera con la comida para hoy. Tan sólo me queda envolver a mi hijo en una manta y bajarlo a la habitación de mi suegra; menos mal que él no se despierta; ya está acostumbrado, todos los días igual. Tengo que taparle muy bien la cabecita para que no se resfríe.
Apenas comienza el día y ya voy corriendo. Me gusta dejarme la cama hecha y la escoba pasada por la casa antes de salir. Mi suegra lo podría hacer pero dice que no tiene tiempo porque ha de ocuparse de su nieto; pobrecito mío, si él se pasa mucho tiempo durmiendo. A mi suegra le doy la mitad de mi jornal por cuidar a mi hijo, así puedo aprovechar yo el otro medio. Ella ya está mayor y le resulta duro el “bancal”; con este acuerdo ganamos las dos.
Mi niño pronto echará a andar y quiero comprarle unas botas que he visto en el escaparate de la zapatería del pueblo. Las pagaré a plazos. Un poco cada sábado, con lo que voy sacando de la venta de los conejos; por eso me llevo el saco para llenarlo de hierba cuando vuelva en la tarde.

Qué frío hace. Tengo la cara helada a pesar de que ando deprisa porque tengo que llegar a la hora de “engancharse”. Si llego después, aunque sólo sean unos minutos, me despedirán, y con lo que gana mi marido no podríamos pagar las cuatro cabras que ha comprado, y eso es leche segura para mi hijo.
Poco abriga el pantalón y la bata, y ni siquiera la camisa remendada, el jersey desgastado y la chaqueta de lana descolorida de tantos lavados que lleva me quitan este helor del cuerpo. Tengo que comprar unos ovillos de lana y hacerme otra chaqueta con el molde, y me hace falta otro pantalón, aunque primero hay que pagar las cabras. Puedo esperar.
Ya casi alcanzo a las mujeres. Voy a llegar a tiempo. El camino que hacemos cada día en cuarenta minutos lo he hecho yo en tan sólo treinta. Sudo en febrero. ¡Maldito manijero! Ahí está, con los brazos en jarra, esperándonos, con esa cara burlona. Nos arrea como a animales, arañándonos unos minutos para comenzar antes de la hora, y dando la voz para abandonar el tajo cuando, ya bien cumplida la jornada, las mujeres le gritamos. Algún día le diré en su cara todo lo que no quiera oír, le arrojaré el espigaor[1] al suelo, me daré media vuelta y me iré caminando bien derecha y con la cabeza lo más alta que pueda. Pero eso será algún día, ahora no: las cabras, mi hijo, una casa…

Las manos. No siento ya las manos. Los pésoles[2] se me caen. Me duelen con el frío de la mañana y el rocío. Menos mal que en la hoguera ya se están calentando las piedras. No tengo más remedio que coger una y pasármela de mano en mano para calentármelas un poco y poder seguir trabajando. Lo peor son los pies; ya los llevo mojados, y los calcetines, y las alpargatas, para toda la mañana. Quizás por eso no se me va esa tos que tengo cogida al pecho.
Si ese mal nacido del manijero nos dejara abocar los espigaores cuando van por la mitad no nos dolerían tanto los riñones, pero el hijo de… —su madre no tiene culpa— dice que así perderíamos mucho tiempo. Como él no tiene que estar agachado todo el santo día, desde la mañana a la tarde, con el peso cada vez mayor de los pésoles tirando de la espalda. A ese lo arreglaba yo; con que estuviera una hora con el lomo doblado me conformaba. «¡Venga, mujeres, que esto no cunde!», nos grita desde la punta del bancal apoyado en los sacos llenos, esperando que acudamos a abocar. ¡Abrir el saco es lo único que hace! ¡Y eso que no es el amo!

¡Por fin la hora de comer! Y no por la comida, que ya hay hambre, sino porque podemos descansar un poco. Las conversaciones que en el tajo tenemos unas con otras nos ayudan a sobrellevar los dolores en la espalda: que si la “fulanica” se entiende con el “menganico”, que la suegra de tal no quiere a la nuera y la enfrenta al hijo, que si tu “marío” la tiene más o menos… pero los dolores ahí siguen, aumentando a medida que avanza la mañana. Un ¡ay! con otro se oye cuando nos dejamos caer al suelo, con más ganas de dormir que de comer. Pero hay que reponer fuerzas porque la tarde nos espera. Hasta la caída del Sol; aunque pocas voy a recuperar con lo que traigo en la fiambrera: ensalada del campo frita, una sardina de bota y un poco de pan que sobró anoche. El tocino, el huevo duro y los cacahuetes, con el resto de la ensalada y otro mendrugo de pan se lo he puesto a mi marido, porque él estará todo el día andando con el ganado. Por la noche ya cenaremos algo caliente. Espero que mi suegra lo tenga preparado.

Qué lento se mueve el Sol. Estoy reventada. Todos los dolores son uno: la espalda, los brazos, las piernas. Los pocos minutos que hemos parado a fumar[3] apenas me han servido de algo. Y ya casi no nos quedan fuerzas para cantar. Al poco de “engancharnos”, las coplas de unas y otras nos han hecho más llevadero el trabajo, pero a estas horas ya… sólo me mantiene en pie pensar en mi hijo. En un rato lo tendré en los brazos, le haré mimos y carantoñas, lo levantaré muy alto y él se reirá a carcajadas enseñando sus dientes pequeñitos y blancos. Lo llenaré de besos. Lo bañaré en agua caliente al lado de la lumbre y después le daré de cenar y lo dormiré acunándolo en mis brazos. Creo que ya es la hora, lo sé por el Sol. Pero el manijero no da la voz; es el único que lleva reloj y quiere robarnos el tiempo que pueda. Algún día también tendré yo un reloj de pulsera. Un día vi los que llevaba el joyero que de vez en cuado viene por el pueblo. Se los estaba enseñando a unas señoritingas. ¡Qué bonitos son! ¡Y qué caros!
«¡Venga, que ya es la hora!», grita una. «¡Se ve que te pagan más por exprimirnos el tiempo!», se desahoga otra. «¡Que se nos va a hacer de noche por el camino!», protesto yo. Al fin, el manijero, al que se le ha olvidado que es un trabajador, da por acabada la jornada. Me cuesta enderezarme. Aboco los últimos pésoles del espigaor en el saco, recojo la capaza con la fiambrera y emprendo el camino de regreso. Las otras mujeres van a su paso, parece que no tienen prisa como yo. A mí todavía me quedan muchas cosas que hacer. Lo primero: la hierba para los conejos. Por eso me he traído el saco de hilo de pita para llenarlo con vallo[4], que es lo que mejor les va. Menos mal que el saco no es muy grande y lleno pesa poco.

Qué regordete que está mi hijo. Cuando nació estaba canijo, casi en los huesos. Poca y mala era la comida durante el embarazo y se ve que no le llegaba alimento suficiente. Ahora, en cambio, con sus mofletes rosados, su carita redonda, los bracitos y piernas bien rellenos está para comérselo. Sólo he podido jugar unos minutos con él porque la noche se viene encima y todavía tengo que acarrear un cántaro de agua de un aljibe del pueblo. Nosotros tenemos aljibe pero el agua es demasiado dura y no sirve para cocer los garbanzos o las lentejas. Por si mis piernas han dado hoy pocos pasos, ahora al pueblo; menos mal que no está muy lejos. Lo peor es tener que cargar con el cántaro lleno, al costado, después de todo un día en el bancal. ¡Qué se le va a hacer! La vida de los pobres… Mi marido dice que hay casas en las que el agua sale por un grifo, que no hay que sacarla del aljibe o acarrearla con el cántaro, claro que eso lo tienen los que lo tienen: los ricos. También dice que hacen sus necesidades sentados sobre un agujero; retrete creo que lo llaman. No como nosotros que tenemos el jarro o las palas[5]. Algún día…

Ya se ha dormido mi pequeño. Es un tragón. Se ha cenado un plato de puré de patatas y un huevo cocido sopado con un poco de pan. Ahora duerme toda la noche de un tirón y puedo descansar algo más. Por fortuna, el dolor de oídos hace una semana que le desapareció. Si llega a durar un día más no sé si yo lo hubiese podido soportar, no por el llanto sino por las horas pasadas en vela sin poder descansar, y al día siguiente al bancal, y el agua, y la casa. El cansancio ya me estaba venciendo. Menos mal que mi marido se hizo cargo algún rato. Pero bueno, ya ha pasado.
Mi suegra se ha ido a dormir; la mujer se acuesta temprano. Dice que en la cama es donde menos frío pasa, y con el reuma… Mi marido ha cenado y se ha vuelto al corral del ganado porque tiene una oveja preñada con algún problema; hasta la primavera no están previstos los partos pero ésta parece que se ha adelantado. Voy a “quitar la mesa” y fregar los platos; ya tengo el agua calentándose en la lumbre. Esta noche quiero acostarme pronto porque estoy rendida y necesito descansar.

Siempre sale algún imprevisto, y el tiempo no espera. Me he puesto a doblar la ropa lavada que había en el cesto y he visto el pantalón de faena de mi marido: tiene un roto en el camal; algún enganchón que se ha dado. No tengo más remedio que remendarlo esta noche porque seguro que vuelve de atender a la oveja hecho un cristo y lo necesitará para cambiarse. Y de paso zurciré los calcetines de mi pequeño; no sé cómo lo hace pero los rompe por la punta. Esto me llevará poco tiempo pero el pantalón… Aunque estoy que me caigo de sueño. Y pensar que hay gente que tiene criada para hacerle las cosas de la casa. Si al menos el tiempo de trabajo fuera más corto. Dice mi marido, que sí sabe leer, que antes de la Guerra su padre tenía unos libros en los que estaba escrito que los obreros pedían ocho horas de trabajo, ocho de tiempo libre y ocho para dormir. ¡Ojalá pudiéramos tener ese tiempo así! Podríamos ir alguna tarde los tres al pueblo, o  pasear por el campo, acostarnos temprano, estar más descansados. Yo podría coser con la luz de la tarde y no tener que dejarme los ojos enhebrando la aguja a la luz del candil. Si dispusiéramos de ese tiempo para nosotros… ¡Maldita aguja! El hilo se me ha salido otra vez y no atino a meterlo por el ojo; es que con esta luz hay que ver lo que cuesta. Si tuviéramos ese tiempo para nosotros mi marido iría enseñando todo lo que sabe a mi hijo: a escribir, las cuatro operaciones, los ríos, los montes. Porque mi hombre sí que fue algo a la escuela. Yo, en cambio, como soy mujer… Nos gustaría que cuando mi pequeño crezca y se haga mayor vaya a estudiar. Ya lo hemos hablado su padre y yo, que vamos a trabajar todo lo que haga falta para que, si el chiquillo aprovecha, estudie una carrera, aunque sea corta, a ver sí así sale él de toda esta miseria. Pero, eso sí, yo le voy a decir todos los días que no se olvide nunca de dónde viene, de cuál es su gente, que no le pase como a esos muertos de hambre que porque han tenido un poco de suerte y han hecho algo de dinero, o tienen un don por haber estudiado, se creen superiores a nosotros, los que no hemos tenido oportunidades.

La cama, al fin la cama. Qué largos se hacen los días, y que iguales todos, siempre la misma rutina. Apenas me quedan fuerzas para rezarle mi oración de todas las noches a la Virgen del Carmen: danos salud y guárdanos a toda la familia; muy especialmente a mi marido y a mi hijo que son lo que más quiero.
La cama, al fin la cama. Cómo necesito descansar, dormir, olvidarme. Olvidarme del cansancio, del dolor, del manijero, del hambre, de la ropa de pobres… de que nosotros perdimos y ellos ganaron. Del gallo.
Porque ahora mismo volverá el gallo.
Y me arrancará del sueño, del descanso, del olvido.
El gallo.
¡Maldito gallo!
Menos mal que de nuevo veré a mi hijo aunque sea dormido.
Tú no tienes la culpa, gallo.
Canta cuando llegue tu hora.
Gallo.




[1] Bolso de tela que se ata a la cintura, a modo de delantal, y se usa para ir recolectando los guisantes.
[2] Guisantes.
[3] Pequeño descanso que se realizaba en el tajo a mitad de mañana y tarde.
[4] Hierba anual de la familia de las gramíneas.
[5] Chumberas.

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