MODALIDAD NARRACIÓN EN CASTELLANO
TOMÁS VICENTE MARTÍNEZ CAMPILLO
Tomás Vte. Martínez
Campillo es maestro de profesión. Actualmente imparte clases de Ciencias de
En 2004 ganó el primer
premio del III Certamen Literario comarcal del Instituto de Secundaria de San
Miguel de Salinas, en la categoría profesorado.
Autor de relatos, poesías
y la novela El Sitio (2007).
EL GALLO
A Carmen Campillo. In Memoriam
El gallo.
Siempre el gallo.
Otra vez con su canto madrugador anunciando que ya es hora de levantarse.
¡Maldito sea!... Aunque, bien pensado, si no fuera por él no tendríamos huevos en
la mesa. ¡Y a mi pequeño le gustan tanto! Cómo duerme en su cunita. Qué carita
de ángel. Ahora ya dormirá más caliente. Anoche, por fin, terminé de coser la
cortina del dormitorio, y algo quitará del frío que entra por las rendijas de
la ventana sin cristales. Algún día tendremos una casa con cristales en las
ventanas.
Cómo me cuesta abrir los ojos. Qué tarde se me hizo anoche. Mi marido —el
pobre acaba tan cansado después de todo el día con el ganado— se quedó dormido
en la mecedora de su madre al poco de cenar, yo acabé la cortina pasadas las
dos y lo llamé para irnos a la cama, se espabiló un poco,… somos jóvenes y a
pesar del agotamiento… llevábamos ya más de dos semanas sin… siempre
trabajando…, es la felicidad más barata que nos podemos permitir los pobres.
Creo que me quedé dormida alrededor de la tres.
El gallo me ha roto el sueño. ¡Cómo me gustaría que pudiésemos quedarnos
en la cama hasta que el sol esté alto, como hacen los señoritos! No puedo
abrazar a mi hombre por las mañanas porque todos los días se levanta con noche
cerrada para irse al corral, y en su trabajo no hay fiestas ni domingos. A mi
hijo sí lo veo despertarse los domingos, o cuando llueve que no tengo que ir al
“bancal”. Cómo se ríe cuando me ve, enseñando su dientecitos de leche.
Parece que el gallo se ha dormido hoy, y yo con él; se cuela demasiada
luz por las rendijas. Me va a faltar tiempo, todavía tengo que lavar los
pañales de mi hijo. Qué frío hace cuando se sale de debajo de las mantas, y más
aquí, en la sala, lejos de la cocina baja. Con los abrigos de paño tan buenos
que llevan las señoronas.
Cómo me duelen las manos. La olla de agua que he calentado
en la lumbre —menos mal que la ha encendido mi marido antes de irse— no es
bastante para poner tibia la que he sacado del aljibe. Este febrero se las
trae, pero no me queda más remedio que lavar los trapos porque apenas me quedan
pañales para hoy. Los colgaré en las sillas delante de la lumbre, el día ha
aparecido nublado y el vientecillo que sopla de levante va a secar poco. Se me
hielan las manos. Así las tengo, agrietadas. Ya me gustaría tenerlas finas como
esas artistas que salen en el cine, con sus uñas largas y pintadas. En cambio
las mías…
Se me hace tarde. Ya he preparado la fiambrera con la
comida para hoy. Tan sólo me queda envolver a mi hijo en una manta y bajarlo a
la habitación de mi suegra; menos mal que él no se despierta; ya está
acostumbrado, todos los días igual. Tengo que taparle muy bien la cabecita para
que no se resfríe.
Apenas comienza el día y ya voy corriendo. Me gusta dejarme la cama hecha
y la escoba pasada por la casa antes de salir. Mi suegra lo podría hacer pero
dice que no tiene tiempo porque ha de ocuparse de su nieto; pobrecito mío, si
él se pasa mucho tiempo durmiendo. A mi suegra le doy la mitad de mi jornal por
cuidar a mi hijo, así puedo aprovechar yo el otro medio. Ella ya está mayor y
le resulta duro el “bancal”; con este acuerdo ganamos las dos.
Mi niño pronto echará a andar y quiero comprarle unas botas que he visto
en el escaparate de la zapatería del pueblo. Las pagaré a plazos. Un poco cada
sábado, con lo que voy sacando de la venta de los conejos; por eso me llevo el
saco para llenarlo de hierba cuando vuelva en la tarde.
Qué frío hace. Tengo la cara helada a pesar de que ando
deprisa porque tengo que llegar a la hora de “engancharse”. Si llego después,
aunque sólo sean unos minutos, me despedirán, y con lo que gana mi marido no
podríamos pagar las cuatro cabras que ha comprado, y eso es leche segura para
mi hijo.
Poco abriga el pantalón y la bata, y ni siquiera la camisa remendada, el
jersey desgastado y la chaqueta de lana descolorida de tantos lavados que lleva
me quitan este helor del cuerpo. Tengo que comprar unos ovillos de lana y
hacerme otra chaqueta con el molde, y me hace falta otro pantalón, aunque
primero hay que pagar las cabras. Puedo esperar.
Ya casi alcanzo a las mujeres. Voy a llegar a tiempo. El camino que
hacemos cada día en cuarenta minutos lo he hecho yo en tan sólo treinta. Sudo
en febrero. ¡Maldito manijero!
Ahí está, con los brazos en jarra, esperándonos, con esa cara burlona. Nos
arrea como a animales, arañándonos unos minutos para comenzar antes de la hora,
y dando la voz para abandonar el tajo cuando, ya bien cumplida la jornada, las
mujeres le gritamos. Algún día le diré en su cara todo lo que no quiera oír, le
arrojaré el espigaor[1] al suelo, me daré
media vuelta y me iré caminando bien derecha y con la cabeza lo más alta que
pueda. Pero eso será algún día, ahora no: las cabras, mi hijo, una casa…
Las manos. No
siento ya las manos. Los pésoles[2] se me caen. Me
duelen con el frío de la mañana y el rocío. Menos mal que en la hoguera ya se
están calentando las piedras. No tengo más remedio que coger una y pasármela de
mano en mano para calentármelas un poco y poder seguir trabajando. Lo peor son
los pies; ya los llevo mojados, y los calcetines, y las alpargatas, para toda
la mañana. Quizás por eso no se me va esa tos que tengo cogida al pecho.
Si ese mal nacido del manijero
nos dejara abocar los espigaores
cuando van por la mitad no nos dolerían tanto los riñones, pero el hijo de… —su
madre no tiene culpa— dice que así perderíamos mucho tiempo. Como él no tiene
que estar agachado todo el santo día, desde la mañana a la tarde, con el peso
cada vez mayor de los pésoles tirando de la espalda. A ese lo arreglaba
yo; con que estuviera una hora con el lomo doblado me conformaba. «¡Venga,
mujeres, que esto no cunde!», nos grita desde la punta del bancal apoyado en
los sacos llenos, esperando que acudamos a abocar. ¡Abrir el saco es lo único
que hace! ¡Y eso que no es el amo!
¡Por fin la hora de comer! Y no por la comida, que ya hay
hambre, sino porque podemos descansar un poco. Las conversaciones que en el
tajo tenemos unas con otras nos ayudan a sobrellevar los dolores en la espalda:
que si la “fulanica” se entiende con el “menganico”, que la suegra de tal no
quiere a la nuera y la enfrenta al hijo, que si tu “marío” la tiene más o
menos… pero los dolores ahí siguen, aumentando a medida que avanza la mañana.
Un ¡ay! con otro se oye cuando nos dejamos caer al suelo, con más ganas de
dormir que de comer. Pero hay que reponer fuerzas porque la tarde nos espera.
Hasta la caída del Sol; aunque pocas voy a recuperar con lo que traigo en la
fiambrera: ensalada del campo frita, una sardina de bota y un poco de pan que
sobró anoche. El tocino, el huevo duro y los cacahuetes, con el resto de la
ensalada y otro mendrugo de pan se lo he puesto a mi marido, porque él estará
todo el día andando con el ganado. Por la noche ya cenaremos algo caliente.
Espero que mi suegra lo tenga preparado.
Qué lento se
mueve el Sol. Estoy reventada. Todos los dolores son uno: la espalda, los
brazos, las piernas. Los pocos minutos que hemos parado a fumar[3]
apenas me han servido de algo. Y ya casi no nos quedan fuerzas para cantar. Al
poco de “engancharnos”, las coplas de unas y otras nos han hecho más llevadero
el trabajo, pero a estas horas ya… sólo me mantiene en pie pensar en mi hijo.
En un rato lo tendré en los brazos, le haré mimos y carantoñas, lo levantaré
muy alto y él se reirá a carcajadas enseñando sus dientes pequeñitos y blancos.
Lo llenaré de besos. Lo bañaré en agua caliente al lado de la lumbre y después
le daré de cenar y lo dormiré acunándolo en mis brazos. Creo que ya es la hora,
lo sé por el Sol. Pero el manijero
no da la voz; es el único que lleva reloj y quiere robarnos el tiempo que
pueda. Algún día también tendré yo un reloj de pulsera. Un día vi los que
llevaba el joyero que de vez en cuado viene por el pueblo. Se los estaba
enseñando a unas señoritingas. ¡Qué bonitos son! ¡Y qué caros!
«¡Venga, que ya es la hora!», grita una. «¡Se ve que te pagan más por
exprimirnos el tiempo!», se desahoga otra. «¡Que se nos va a hacer de noche por
el camino!», protesto yo. Al fin, el manijero,
al que se le ha olvidado que es un trabajador, da por acabada la jornada. Me
cuesta enderezarme. Aboco los últimos pésoles
del espigaor en el saco, recojo la
capaza con la fiambrera y emprendo el camino de regreso. Las otras mujeres van
a su paso, parece que no tienen prisa como yo. A mí todavía me quedan muchas
cosas que hacer. Lo primero: la hierba para los conejos. Por eso me he traído
el saco de hilo de pita para llenarlo con vallo[4], que es lo que
mejor les va. Menos mal que el saco no es muy grande y lleno pesa poco.
Qué regordete
que está mi hijo. Cuando nació estaba canijo, casi en los huesos. Poca y mala
era la comida durante el embarazo y se ve que no le llegaba alimento
suficiente. Ahora, en cambio, con sus mofletes rosados, su carita redonda, los
bracitos y piernas bien rellenos está para comérselo. Sólo he podido jugar unos
minutos con él porque la noche se viene encima y todavía tengo que acarrear un
cántaro de agua de un aljibe del pueblo. Nosotros tenemos aljibe pero el agua
es demasiado dura y no sirve para cocer los garbanzos o las lentejas. Por si
mis piernas han dado hoy pocos pasos, ahora al pueblo; menos mal que no está
muy lejos. Lo peor es tener que cargar con el cántaro lleno, al costado,
después de todo un día en el bancal. ¡Qué se le va a hacer! La vida de los
pobres… Mi marido dice que hay casas en las que el agua sale por un grifo, que
no hay que sacarla del aljibe o acarrearla con el cántaro, claro que eso lo
tienen los que lo tienen: los ricos. También dice que hacen sus necesidades sentados
sobre un agujero; retrete creo que lo llaman. No como nosotros que tenemos el
jarro o las palas[5]. Algún día…
Ya se ha dormido mi pequeño. Es un tragón. Se ha cenado un
plato de puré de patatas y un huevo cocido sopado con un poco de pan. Ahora
duerme toda la noche de un tirón y puedo descansar algo más. Por fortuna, el
dolor de oídos hace una semana que le desapareció. Si llega a durar un día más
no sé si yo lo hubiese podido soportar, no por el llanto sino por las horas
pasadas en vela sin poder descansar, y al día siguiente al bancal, y el agua, y
la casa. El cansancio ya me estaba venciendo. Menos mal que mi marido se hizo
cargo algún rato. Pero bueno, ya ha pasado.
Mi suegra se ha ido a dormir; la mujer se acuesta temprano. Dice que en
la cama es donde menos frío pasa, y con el reuma… Mi marido ha cenado y se ha
vuelto al corral del ganado porque tiene una oveja preñada con algún problema;
hasta la primavera no están previstos los partos pero ésta parece que se ha
adelantado. Voy a “quitar la mesa” y fregar los platos; ya tengo el agua
calentándose en la lumbre. Esta noche quiero acostarme pronto porque estoy
rendida y necesito descansar.
Siempre sale algún imprevisto, y el tiempo no espera. Me
he puesto a doblar la ropa lavada que había en el cesto y he visto el pantalón
de faena de mi marido: tiene un roto en el camal; algún enganchón que se ha
dado. No tengo más remedio que remendarlo esta noche porque seguro que vuelve
de atender a la oveja hecho un cristo y lo necesitará para cambiarse. Y de paso
zurciré los calcetines de mi pequeño; no sé cómo lo hace pero los rompe por la
punta. Esto me llevará poco tiempo pero el pantalón… Aunque estoy que me caigo
de sueño. Y pensar que hay gente que tiene criada para hacerle las cosas de la
casa. Si al menos el tiempo de trabajo fuera más corto. Dice mi marido, que sí
sabe leer, que antes de la
Guerra su padre tenía unos libros en los que estaba escrito
que los obreros pedían ocho horas de trabajo, ocho de tiempo libre y ocho para
dormir. ¡Ojalá pudiéramos tener ese tiempo así! Podríamos ir alguna tarde los
tres al pueblo, o pasear por el campo,
acostarnos temprano, estar más descansados. Yo podría coser con la luz de la
tarde y no tener que dejarme los ojos enhebrando la aguja a la luz del candil.
Si dispusiéramos de ese tiempo para nosotros… ¡Maldita aguja! El hilo se me ha
salido otra vez y no atino a meterlo por el ojo; es que con esta luz hay que
ver lo que cuesta. Si tuviéramos ese tiempo para nosotros mi marido iría
enseñando todo lo que sabe a mi hijo: a escribir, las cuatro operaciones, los
ríos, los montes. Porque mi hombre sí que fue algo a la escuela. Yo, en cambio,
como soy mujer… Nos gustaría que cuando mi pequeño crezca y se haga mayor vaya
a estudiar. Ya lo hemos hablado su padre y yo, que vamos a trabajar todo lo que
haga falta para que, si el chiquillo aprovecha, estudie una carrera, aunque sea
corta, a ver sí así sale él de toda esta miseria. Pero, eso sí, yo le voy a
decir todos los días que no se olvide nunca de dónde viene, de cuál es su gente,
que no le pase como a esos muertos de hambre que porque han tenido un poco de
suerte y han hecho algo de dinero, o tienen un don por haber estudiado, se
creen superiores a nosotros, los que no hemos tenido oportunidades.
La cama, al fin
la cama. Qué largos se hacen los días, y que iguales todos, siempre la misma
rutina. Apenas me quedan fuerzas para rezarle mi oración de todas las noches a la Virgen del Carmen: danos
salud y guárdanos a toda la familia; muy especialmente a mi marido y a mi hijo
que son lo que más quiero.
La cama, al fin la cama. Cómo necesito descansar, dormir, olvidarme.
Olvidarme del cansancio, del dolor, del manijero,
del hambre, de la ropa de pobres… de que nosotros perdimos y ellos ganaron. Del
gallo.
Porque ahora mismo volverá el gallo.
Y me arrancará del sueño, del descanso, del olvido.
El gallo.
¡Maldito gallo!
Menos mal que de nuevo veré a mi hijo aunque sea dormido.
Tú no tienes la culpa, gallo.
Canta cuando llegue tu hora.
Gallo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario