MODALIDAD: ACCÉSIT PARA MENORES DE 18 AÑOS
ÁNGELA LÓPEZ GARCÍA
Residente
en Orihuela esta joven autora cursa en la actualidad 4º de ESO en el Instituto
Tháder de Orihuela.
Literariamente
ha obtenido el 2º premio en el concurso literario “Los mejores relatos breves
juveniles de la provincia de Alicante”, convocado por
FORTUNA
Entre sus aficiones favoritas
destacan la lectura, la música y los idiomas. Tapé el Sol con las manos, con el fin de que no me
cegase. El cambio de iluminación del interior de la biblioteca al exterior
había hecho que cerrase los ojos y durante unos segundos lo único que pudiera
ver fueran puntitos de colores. Cuando al fin mis ojos se habituaron a la
intensa luz, me atreví a bajar la empinada escalinata que separaba el edificio
de la pequeña plaza, en cuyo centro había una fuente con apenas agua y con el
fondo repleto de monedas que gente supersticiosa había lanzado pensando que,
así, se les cumpliría un deseo prácticamente imposible sin mover un dedo. Pisé
las primeras baldosas del suelo, que dibujaban un círculo de tonalidades azules
y blancas que poco a poco se iba estrechando hasta alcanzar el diámetro de la
fuente y comenzar a formarla.
Me acerqué a la fuente y miré su fondo, repleto de sueños,
ilusiones y esperanza en forma de monedas. Pronto vino a mí aquella
descabellada idea que siempre cruzaba mi mente cuando me dedicaba a contemplar
aquella fontana. Sopesé durante unos segundos la idea hasta que finalmente me
decidí. Busqué en mi mochila el monedero y extraje una moneda de cinco
céntimos. ¿Qué más daba que desperdiciase así tan poco dinero? Acerqué la mano que
contenía la moneda a mis labios y le susurré mi deseo para después arrojarla a
las aguas de la fuente y ver como, poco a poco, se hundía y tocaba el fondo,
confundiéndose con las demás y haciendo que fuera imposible diferenciarla.
No es que creyera que todo aquello tendría algún
efecto o que conseguiría que mi deseo se hiciera realidad… al menos, no del
todo. A veces, cuando las cosas no tienen una solución aparente nos exiliamos,
en cierto modo, a la fortuna y a las supersticiones con la esperanza de que
algún día se cumplan. Suspiré. ¿Cómo podía haber pensado por unos segundos que
al tirar una moneda al agua el centro de mi preocupación se disiparía? Era de
necios pensar así, al fin y al cabo, pues la suerte no existe…, lo único real
es nuestro esfuerzo y, a decir verdad, yo apenas tenía fuerzas para intentar
seguir dando lo máximo de mí.
Alguien gritó mi nombre, pero no me giré…, ya sabía de
quién se trataba y también que se acercaría a mí al no parecer haberle oído. Esperé
hasta notar que me daban varios golpecitos en el brazo. Giré la cabeza con
lentitud, como si me pesase. Posé mis ojos en ella, parpadeé dos veces y tomé
aire para hablar.
-Pensé que no llegarías nunca, Edith.
Mi amiga sonrió.
-Me entretuve un poco con el trabajo de fin de curso.
-Ah. ¿Vamos ya?
-Sí, claro.
Salimos con paso ligero de la plaza. No sé muy bien
por qué pero sentía como mi corazón se aceleraba cada vez más y más.
-Julia, ¿estás nerviosa?
Miré a Edith, que tenía sus ojos clavados en mis
manos. Cuando tomé conciencia de mis extremidades, me di cuenta de que estaba
temblando de manera exagerada. Traté de inspirar hondo varias veces pero no
pude, mis pulmones parecían haberse colapsado. Comencé a marearme, sentí como
mi cara perdía todo el color, un sudor frío recorrió mi frente y los
escalofríos se sucedían uno tras otro en mi espalda. Pronto todo comenzó a dar
vueltas hasta que noté cómo mi mejilla chocaba con la dura piedra del suelo.
Después, todo desapareció.
No sé cuánto tiempo pasó desde que me desmayé hasta
que me desperté, pero cuando lo hice no reconocí dónde estaba. Miré hacia la
izquierda y después hacia la derecha, esperando ver a alguien durmiendo en una
silla junto a la cama en la que estaba tendida, pero ahí no había nadie. Opté
por destaparme y salir de la habitación, pero primero tenía que encontrar mis
zapatillas y con la débil claridad de la luz de la luna no era posible. Después
de tres minutos intentándolo, desistí. Andaría descalza si no quedaba otro
remedio. Me dirigí hacia la puerta, que había localizado durante la fallida
búsqueda de mi calzado. Agarré el picaporte con cuidado y lo giré con
dificultad, pues mis manos habían comenzado a sudar sin razón aparente. La luz
se abalanzó sobre mí como un león hambriento. Cuando me hube habituado a ella
pude comprobar que todavía llevaba puestos los pantalones vaqueros y la
sudadera que había elegido el día de mi desvanecimiento. Recorrí con la mano
las paredes blancas sin decoración que tenía a ambos lados. No había ninguna
puerta, como si la creación de aquel pasillo sólo hubiera tenido la finalidad
de juntar una casa con una habitación que, durante el proceso de construcción,
había quedado rezagada. Me paré en seco al llegar al final y encontrar un
vestíbulo que, al contrario que el pasillo, estaba repleto de fotos y cuadros.
A pesar de todo, lo que más me sorprendió fue ver a una mujer de unos sesenta
años mirándome con una sonrisa gentil. Sus ojos, cercados por arrugas leves,
eran de color grisáceo y desprendían una dulzura indescriptible que me ponía
nerviosa. Abrí la boca para hablar pero ella alzó el dedo, indicándome que
guardara silencio. A continuación, habló:
-Acércate y guarda silencio hasta que yo te lo
indique.
Su voz parecía la de una persona mucho más mayor,
sonaba como oxidada, como desgastada por haberla usado durante toda una vida…
como si sólo fuera un fantasma de cómo había sido en su juventud. Pero, a pesar
de todo, era uno de los sonidos más tranquilizadores que jamás había tenido
ocasión de oír, como si pretendiera dar lugar a la aceptación de una noticia terrible
evitando pasar por la ira y la incomprensión que ésta provocaría en una
persona. Por eso supongo que le hice caso y me situé a su lado, de cara al
pasillo que acababa de atravesar. No tenía conciencia del tiempo, pero tampoco
me importaba… al menos, ya no. Observé las imágenes que colgaban de las
paredes, una a una, pero sin moverme de mi sitio. Todas contenían escenas de la
vida de un grupo de personas… de una familia. Parecía que de un momento a otro
saldrían de los marcos y se colocarían a nuestro lado. El sonido de las
chirriantes bisagras de una puerta abriéndose a nuestras espaldas me sobresaltó
e hizo que mis pensamientos se esfumasen tan rápido como habían llenado mi
cabeza. Me giré, instintivamente, a la vez que un escalofrío recorría mi
columna vertebral pero antes de que pudiera ver nada, la señora tomó mi cara
con sus dos manos y me obligó a seguir mirando la pared y dar la espalda a la
puerta, con delicadeza. Al contrario de lo que había imaginado, sus manos eran extremadamente
suaves, como las bufandas que mi madre solía tejer cada invierno y que siempre
eran más grandes de lo normal para poder darles mil vueltas y que, aún así,
colgaran hasta rozar el suelo.
-Me llamo Charlotte.
Me pilló desprevenida que me dijera su nombre de
repente. Tardé unos segundos en reaccionar y decidir que lo más cortés y normal
era presentarme yo también.
-Julia. Encantada.
Las dos sonreímos y a ella se le escapó una risita
pícara, o eso me pareció oír. Después, se dio la vuelta y abrió la puerta, que
se acababa de cerrar. Con un gesto de la cabeza me indicó que la siguiera.
-Vaya… -fue todo lo que pude decir al entrar en
aquella sala.
-Bienvenida al salón de la casa en la que creciste.
Era imposible que estuviera allí… estaba en la otra
punta del mundo, no podían haberme llevado allí después de desmayarme.
-Oh, tú has sido quien ha venido aquí… nadie te ha
traído.
¿Acaso podía leer mis pensamientos? Y, sobre todo,
¿qué pretendía decir con lo de que yo había ido allí? La confusión estaba
comenzando a crecer dentro de mí, imposible de ser parada si yo no tomaba
cartas en el asunto.
-¿Cómo que hoy he venido aquí?
-Sí, has venido al lugar por el que más amor sientes…
-La casa de papá.
Charlotte sólo asintió. Después fijó su mirada en unas
sillas que había en un rincón de la estancia. Seguía teniendo las paredes de
color mandarina y la chimenea tenía gran cantidad de portarretratos sobre su
repisa. El fuego estaba comenzando a extinguirse y la gran lámpara de araña que
pendía del techo lanzaba destellos en todas direcciones cada vez que los rayos
de luz que entraban por las ventanas atravesaban sus pequeños cristales. Todo
era tal y como yo lo recordaba, incluso la silla en la que estaba sentada.
-Ahora sólo tienes que ver y escuchar… no es necesario
que hables.
¿Qué se traía entre manos?
No me dio tiempo de encontrar una respuesta a mi
pregunta, alguien entró en el salón y, sin que pudiéramos verle la cara, se
sentó en el sofá de color marrón que estaba enfrente del televisor y que nos
daba la espalda. Cogió el periódico y se puso a hojearlo, a la vez que encendía
la televisión, a la espera de que comenzasen las noticias.
-No puede ser, murmuré.
En la cara de Charlotte se dibujó una sonrisa. No
podía apartar la mirada de aquel hombre… se parecía tanto a él… pero volverle a
ver era imposible, había muerto hacía mucho tiempo, quizá cuando yo más lo
necesitaba. Pero, al contrario de lo que mucha gente podía pensar, la verdad es
que lo único que quería, más que nada en el mundo, era poder hablar de nuevo
con él, sólo una vez más aunque fuera imposible.
Cuando acabaron las noticias, a las cuales no presté
ni la menor atención, él comenzó a hablarnos, sin girarse para vernos las caras.
-Gracias por todo, Charlotte.
-No hay de qué, viejo amigo. –Se levantó y fijó su
mirada en mí- Encantada de haberte conocido, Julia.
Me abrazó y me dio un beso en la frente. Algo dentro
de mí se conmovió ante tal gesto por lo que no dudé en corresponder a su
abrazo.
-Julia, por favor, siéntate a mi lado.
Hice lo que me pedía y entonces lo vi. Seguía teniendo
los mismos ojos verdes pardo que lo miraban todo de un modo extremadamente
observador. Llevaba la barba de unos cuantos días, como acostumbraba a tener
debido a su constante descuido. Su pelo todavía era un completo caos, como el
mío. Pero lo que más me llamaba la atención era que estaba tan joven como yo lo
recordaba… no alcanzaría los treinta y cinco años; el tiempo no había pasado
por él como lo había hecho por mí.
-Hay tanto de lo que tenemos que hablar….-sonaba
cansado, como si hubiera esperado durante mucho tiempo que aquello llegara.
Sentí, entonces, el corazón latir en las sienes. A
pesar del vértigo repentino que estaba experimentando, fui capaz de articular
algunas palabras:
-¿Cómo…?
-No creo que preguntarme cómo es posible que esté aquí
hablando contigo sea lo que primero quieres saber, ¿me equivoco?
-En absoluto. –me temblaba la voz, lo que me obligaba
a contestar con frases cortas.
-Julia, inspira y espira. Expulsa los nervios
inútiles.
Lo intenté, pero no funcionó. A pesar de ello, hice
como que estaba ya más calmada.
-¿Por qué fue? –me atreví a preguntar.
-Nada del otro mundo… una parada cardiaca. Venía de
familia.
-Oh.
Miré al suelo, a la vez que con mis manos comenzaba a
arrugar mis pantalones, como acostumbraba a hacer cuando estaba incómoda.
-Te incomodo.- No era una pregunta, sino una
afirmación.
No le contesté. ¿Qué debía decirle? ¿Que estaba
pensando en que mi salud mental era pésima? ¿Que no creía que él fuera real?
¿Que sólo quería salir corriendo de allí, como una niña pequeña que se esconde
de sus miedos? ¿Que, aunque mi mayor deseo había sido siempre poder hablar una
última vez con él, ahora daría cualquier cosa para poder dejarlo de lado?
-No es eso… -¿A quién pretendía engañar?. Desde luego
que a él nunca conseguiría hacerle creer cualquier falsedad que se escapase de
mis labios. Éramos tan parecidos…
-Se te da tan
mal mentir como a mí.
Entonces se rió, con una placidez que yo jamás podría
imitar. Seguía teniendo la misma risa cantarina de siempre, aquella que nos
acompañaba cuando jugábamos juntos, aquella que me permitía dormir tranquila
por las noches después de que me contase un cuento, aquella que durante tantas
noches había invadido mis sueños y hacía que me levantase con buen humor…; seguía
siendo su risa, nuestra risa. Al llegar a esa conclusión fue cuando me di
cuenta de que no tenía razón alguna para que su presencia me incomodara porque
él no había hecho nada para que fuera así. Y, en ese momento, me di cuenta de
que todo aquello no era obra de mi imaginación, ni de mi subconsciente, sino
que era algo más… algo que no alcanzaba a entender pero que me daba
completamente igual. Al fin estaba sentada a su lado, al fin podría hablarle de
todo lo que me había pasado por la cabeza desde su ausencia, al fin tenía cerca
de mí a mi mayor confidente.
-Soy una estúpida -me dije en voz alta, sin darme
cuenta.
-¿Tú crees?
-Sí, estoy absolutamente convencida de ello.
Me observó con una mirada inescrutable. Y luego, con
calma, sacudió la cabeza.
-Tienes razón, eres estúpida… por pensar que lo eres.
Me reí. Me recordaba tanto los viejos tiempos…
-En serio, por unos momentos se me ha ocurrido dudar
de que tu presencia aquí fuera real; es más, quería huir como fuera de aquí. No
sabes lo mal que me siento por ello.
-No pasa nada. Es lógico que tengas miedo a aquello
que se escapa de tu entendimiento. Pero por eso mismo, porque no lo entiendes,
debes afrontarlo con más valor.
No pude evitar que mis ojos se inundaran de lágrimas
al escuchar su consejo. Siempre sabía lo que debía decir y cuándo era el momento más oportuno para
hacerlo. Era un don natural, estaba convencida de ello.
-¿Por qué… por qué te tuviste que ir? –tenía miedo de
formular aquella pregunta; en cierto modo no quería saber su respuesta.
-Ya te lo he dicho antes, Julie.
Sonreía, a la vez que secaba mis lágrimas.
-No me refiero a eso…
-No puedo responderte a esa pregunta… simplemente
llegó mi hora.
-Pero no es justo.
-Claro que no lo es… pero, ¿acaso todo es justo,
Julia?. Piensa en esos niños que por haber nacido en el tercer mundo se ven
obligados a pasar hambre y vivir en la peor de las pobrezas, ¿qué me dices de
ellos?. Su situación es muchísimo más injusta que la mía, ¿no crees?
Me quedé sin palabras, no sabía qué decirle… me había
dejado desarmada, sin ningún argumento convincente que justificara mi repentino
egoísmo.
-De todos modos, no estamos aquí para hablar de mí,
sino de ti.
-De… ¿de mí?
¿A qué venía ese repentino cambio de tema? Yo no
quería hablar de mí, quería hablar de él…
-Has dejado de luchar.
Me estaba mirando a los ojos con tal intensidad, que
no tuve más remedio que huir de su mirada, dirigiendo la mía al suelo.
-¿Te das cuenta?. Ya no puedes ni sostener una mirada.
Empecé a llorar otra vez. Tenía toda la razón… ya no
era valiente como lo había sido antes.
-Yo…-comencé a murmurar.
-No te estoy riñendo, Juls, sólo quiero que encuentres
de nuevo algo que te motive, que te dé una razón para levantarte cada mañana
sonriendo y que no sea por rutina... quiero que puedas ser feliz de una vez y
para siempre. No puedes pasar el resto de tus días aferrada a un recuerdo que
ya no volverá.
-Pero yo no quiero olvidarme de ti…
Presentía que lo que me estaba pidiendo era que
borrase toda memoria suya, todo momento que pasamos juntos, pero eso era
imposible, ¿cómo destruir esos momentos dulces de mi vida?
-Nunca te pediría que lo hicieses. Es de locos decirte
eso porque, además, yo no quiero que me dejes de lado y no te acuerdes de mí
nunca más… sólo quiero que convivas con ello, que sigas siendo la misma niña
que yo dejé atrás aquel día, la que cuando se caía contenía sus lágrimas para
no preocuparnos, la que siempre estaba dispuesta a adoptar a cualquier animal
abandonado en la calle, la que defendía con el mayor entusiasmo posible sus
ideas…; sólo quiero que vuelvas a ser Julia, mi Julia. ¿Tan difícil es para ti?
Tenía toda la razón, después de su muerte me había
convertido en una completa cobarde que no era capaz de sobreponerse a la
situación y se había negado a afrontarla para tener algo en lo que regodear su
pena. Me había convertido en todo aquello que yo odiaba en los demás. Y, por
primera vez en mi vida, sentí que yo era una total desconocida para mí misma…
ya no me reconocía, era una persona totalmente diferente de cómo pensaba que era y eso no me apenaba, no, sólo
hacía que sintiera rabia y, por eso mismo, lloré más y más. Estuve varios
minutos llorando apoyada en su hombro. Él no me soltó ni un solo momento.
Cuando al fin mis lágrimas se agotaron, mis enrojecidos ojos se cerraron,
vencidos por el cansancio. No estaba del todo dormida, por lo que noté cómo
jugaba con mi pelo y me hacía una trenza, como solía hacer cada tarde de verano
cuando nos sentábamos en el jardín a ver las hileras de hormigas trabajar.
-Gracias por todo, papá.
Me rozó la mejilla y me lo imaginé sonriendo, como
cuando me quedaba durmiendo después de cenar en el sofá de la casa mientras que
veíamos una película. Recordando aquellos momentos, me sumí en un profundo
sopor.
Abrí los ojos, estaba en un hospital. El silencio sólo
era interrumpido por los ronquidos de mi compañero de habitación. A mi lado
aparentemente no había nadie, lo que me extrañó porque mi madre para estos
temas era como un guardaespaldas: nunca se separaba de mí.
-¡Julia! ¡Has despertado!
Se abalanzó sobre mí, haciendo que me quedara sin
aire. Estaba temblando; debía haberlo pasado muy mal durante el tiempo que
había estado aquí.
-¿Cómo te encuentras ?.–Su voz sonaba ansiosa,
impaciente.
-Bien… ¿Qué me ha pasado?
-Los médicos dicen que ha sido por culpa de la ola de
calor que estamos pasando.
-Claro, el calor… no lo soporto muy bien.
-No, en eso te pareces a tu padre.
Yo sonreí, y ella me respondió con otra sonrisa. Vi la
alegría reflejada en sus ojos y supe que no tenía razón para estar triste o
deprimida por nada… ya no. Ahora menos que nunca.
Entonces, mi madre clavó la vista en mi pelo y abrió
la boca en señal de sorpresa.
-Vaya, te has hecho una trenza como las que te hacía
tu padre.
-Sí, como las que me hacía papá…
Comprendí, en ese momento, que la suerte no obra
milagros, pero sí que existe porque el hecho de que tuviera personas a mi
alrededor que se preocuparan tanto por mí era todo un favor de la fortuna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario