jueves, 31 de enero de 2008

XIII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2008

MODALIDAD: AUTOR LOCAL


SARA FERNÁNDEZ GARCÍA

Nace en Guardamar en 1980. Dentro de sus inquietudes personales la escritura ocupa un lugar muy importante, reflejándose en los premios que a nivel local ha conseguido. Así, ha sido la ganadora del Premio de Narrativa Federico García Lorca, que anualmente convoca el Instituto de Secundaria de la localidad. Y ganadora asimismo durante las convocatorias de 2005, 2006, 2007 y 2008 del Concurso de Narrativa Corta Real Villa de Guardamar en la modalidad de Autor Local.


OLVIDO

  Cuando la llama de una vela se extingue queda el olor a cera adherido a cada una de las partículas del aire que una vez estuvieron iluminadas.

  A veces, este aroma es incluso más hermoso que la fulgurante luz, porque después de todo, es lo único que realmente queda.

  Algo parecido sucede con las personas.

  Una vez desaparece su luz, de ellos queda un gesto, una imagen o una frase en la memoria de aquellos que se deslizaron por sus vidas.

  Yo, hoy me concentro en el perfume de las flores, tal vez en un tiempo no recuerde su color, ni si eran lirios, rosas o siemprevivas, pero recordaré su aroma. Para ello con los ojos cerrados intento ser consciente de todas aquellas sensaciones que recoge mi cuerpo. Lo hago tal vez para obviar la extinción de su vela, para quedarme tan sólo con el olor a cera sin sufrir la pérdida.

  Y busco ese instante que me niego a perder, ese momento que se evoca con un “te acuerdas cuando...”. Así, como se empiezan las conversaciones más largas y cargadas de emociones, las que intentan recomponer tu vida, que a fin de cuentas se forma de pequeños recuerdos que salvamos entre todos los que desterramos por salud mental, esas conversaciones alrededor de una mesa con cervezas, cafés, infusiones, zumos o lo que sea que utilicemos como excusa para estar con aquellas personas que compartieron un tiempo indultado en nuestro camino. así buscaba yo una imagen en mi memoria que expulsara al frío mármol con letras doradas que hoy representaba a un ser querido, pero que me negaba a guardar como su último recuerdo, como su olor a cera.

  Recordé una tarde de septiembre en la que el látigo del levante había dado tregua al castigado Mediterráneo. Aquella tarde el Sol moría, como cada día, por poniente y, en su último aliento, acariciaba nuestras espaldas con sus lágrimas de luz rojiza.

  Sentada frente al mar lanzaba con curiosidad gatuna miradas a su pelo que, como dijo Gardel, había sido plateado por las nieves del tiempo. Su rostro erosionado por la experiencia transmitía la tranquilidad de una vida que, como la del astro, se apagaba sin ruido.

  Me gustaba observarla y, aunque sabía que rara vez se percataba de mi presencia, procuraba pasar inadvertida para su mirada, una mirada exiliada, ausente, perdida; como sus recuerdos. Sentía que a pesar de estar tan físicamente cerca se encontraba a miles de kilómetros y años de distancia, desubicada en un mundo que no reconocía suyo. Disfrutaba mirándola, acariciándole su pelo de color blanco y espeso, sus suaves manos de anciana, guiando sus pasos y compartiendo con ella algunos atardeceres.

  Llevaba escrita en la piel su vida, una vida desterrada de su mente por un intruso con nombre difícil de deletrear: alzheimer. Me llamaba la atención verla frente al perpetuo mar siendo su memoria caduca, pero he aprendido que la vida está plagada de paradojas.

  Jugando con su pelo la suave brisa entretejía sus cabellos y acariciaba su rostro junto con mi mirada. Por alguna razón, estar junto a ella, frente al mar me hacía sentirme cómoda en mi piel, tranquila y reposada en mi persona, sin dudas ni miedos, tan solo con un presente acuático y salino.

  Su mirada cada vez más ausente y ajena a lo que sucedía a su alrededor refulgió entonces viva e intensa, como la de quien rememora un agradable recuerdo. Y mi atención se fijó en esa pequeña pero poderosa chispa que empezaba a transformar su cara hasta convertirla en la felicidad resplandeciente de un niño la mañana de reyes.

  - ¿Es tu primer novio?

  Aquella pregunta me rompió el silencio que sostenía mi viaje visual por su persona y me sobresaltó.

- ¿Cómo dices abuela?

- Que si es tu primer novio

  Ciertamente no era la pregunta que esperaba de una mujer anciana con alzheimer avanzado, en realidad no esperaba ninguna pregunta en absoluto, pero decidí contestar ante la insistencia de sus ojos.

- No abuela, no lo es

  Una silenciosa sonrisa se instaló en sus labios y dio paso a un suspiro profundo y sentido.


- Este tampoco es el mío - me susurró al oído como se susurran los secretos más queridos - ¡qué guapo era Rodrigo!
 
  ¿Rodrigo?. Aquél nombre ajeno a mi familia se coló como un intruso en mis oídos para convertirse en trueno y el trueno en tormenta y la tormenta en huracán y el huracán tan sólo ululaba siete letras: R-O-D-R-I-G-O.

- Abuela... - dudé un segundo, dos, tres, hasta que ella volvió a mirarme con aquella luz en sus ojos marinos - ¿de quién me hablas?

- De mi primer novio, niña. ¡Qué esbelto en su caballo por la mañana!

  Mi mandíbula inferior había perdido por completo toda la sujeción que pudiera haber poseído alguna vez y se abría dejando ver mi lengua lívida y estática.

  No sé cuánto tiempo permanecí parada, con los ojos abiertos e incrédulos observando a aquella mujer y a su sonrisa frente al Mediterráneo, pero sí recuerdo que mi cabeza se convirtió en un cajón desastre que intentaba localizar a aquél tal Rodrigo y sacarlo de la sorpresa para convertirlo en anécdota o en comentario racional.

  Al principio incluso dudé que ella supiera de quién estaba hablando, pero en el tono que empleó había música de madrugadas a caballo, esperas de un corazón joven tras un viejo postigo y, quién sabe, probablemente primeros besos y caricias.

  Sentí entonces algo de envidia hacia aquél caballero desconocido que se resistía a abandonar su memoria, la memoria de mi abuela, mía ahora y siempre desde que empezó la andadura de mi vida. Sentí la rabia que crece dentro de un infante al que se le niega una chuchería, pero estalló todo en un suspiro con forma de palabras.

- Así que Rodrigo... - dije en voz alta sin pensar.

- Fue bonito, mi niña, tan bonito... - en sus ojos una sombra y en la sombra su enfermedad velaron al pobre Rodrigo y yo pasé de los celos a la culpa y de esta a la curiosidad.

  Hoy, con mis ojos cerrados todavía, asisto a su despedida, pero me niego a dejar marchar su pelo cano y sus ojos chispeantes, no quiero perder su media sonrisa ni su mueca de desconcierto.

  Siento una mano en mi hombro que me invita a avanzar y abro los ojos.

  El astro rey se pone, como cada día por poniente, pero hoy no acariciaba mi espalda, hoy hiere mis ojos con su despedida colorada. Permanezco frente al atardecer mientras aparto de mí esa mano y la invito a marcharse sin mí.

  Mi cabeza ahora bulle como una olla Express y los deseos se agolpan en mis ojos deseando borrar el rojo del cielo y volver al recuerdo de una tarde frente al mar de todos los tiempos.

  Pero tan sólo experimento la impotencia producida por la ausencia total de movimiento y decisión.

  Tal vez cuando siendo pequeña mi abuela imaginaba su boda con el almohadón en la cabeza, tal vez cuando miraba a las estrellas, tal vez cuando soñaba despierta, no era con esta vida, no era con nosotros, no era como resultó ser.

  ¿Y si hubiera vivido haciendo tan sólo las cosas que sentía? ¿y si no hubiera aceptado los límites y juicios impuestos? ¿y si hubiera renegado de esa agria normalidad de convenciones que nos atrapa y nos ahoga? Posiblemente todo sería distinto, pero no lo es.

  Yo estoy viva, decenas de personas han venido a despedir hoy su vida, una vida que no escogió, pero que decidió disfrutar con los hijos que le fueron dados y más tarde con los nietos.

  Mientras mi cabeza sigue amasando pensamientos condicionales llenos de preguntas, dolor, sorpresas y lágrimas, mi corazón se libera y se abre a ese atardecer que se apaga frente a mi rostro.

  Con la fuerza de los sentimientos, los que hasta hoy controlé dentro de unos límites impuestos giro sobre mis talones ciento ochenta grados y le doy la espalda al sol moribundo, a las frescas flores y a todas aquellas sombras humanas que guardan luto por una vida que no fue como imaginó ser.

  Mientras mis piernas se mueven entre los cipreses enhiestos en un rincón de mi mente eclosiona una duda, una pregunta que se convierte casi en afirmación: ¿Y si después de todo, la única defensa fuera el olvido?

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