MODALIDAD: AUTOR LOCAL
SARA FERNÁNDEZ GARCÍA
Nace en
Guardamar en 1980. Dentro de sus inquietudes personales la escritura ocupa un
lugar muy importante, reflejándose en los premios que a nivel local ha
conseguido. Así, ha sido la ganadora del Premio de Narrativa Federico García
Lorca, que anualmente convoca el Instituto de Secundaria de la localidad. Y
ganadora asimismo durante las convocatorias de 2005, 2006, 2007 y 2008 del
Concurso de Narrativa Corta Real Villa de Guardamar en la modalidad de Autor
Local.
OLVIDO
Cuando la llama de
una vela se extingue queda el olor a cera adherido a cada una de las partículas
del aire que una vez estuvieron iluminadas.
A veces, este aroma
es incluso más hermoso que la fulgurante luz, porque después de todo, es lo
único que realmente queda.
Algo parecido sucede
con las personas.
Una vez desaparece su
luz, de ellos queda un gesto, una imagen o una frase en la memoria de aquellos
que se deslizaron por sus vidas.
Yo, hoy me concentro
en el perfume de las flores, tal vez en un tiempo no recuerde su color, ni si
eran lirios, rosas o siemprevivas, pero recordaré su aroma. Para ello con los
ojos cerrados intento ser consciente de todas aquellas sensaciones que recoge
mi cuerpo. Lo hago tal vez para obviar la extinción de su vela, para quedarme
tan sólo con el olor a cera sin sufrir la pérdida.
Y busco ese instante
que me niego a perder, ese momento que se evoca con un “te acuerdas cuando...”.
Así, como se empiezan las conversaciones más largas y cargadas de emociones,
las que intentan recomponer tu vida, que a fin de cuentas se forma de pequeños
recuerdos que salvamos entre todos los que desterramos por salud mental, esas
conversaciones alrededor de una mesa con cervezas, cafés, infusiones, zumos o
lo que sea que utilicemos como excusa para estar con aquellas personas que
compartieron un tiempo indultado en nuestro camino. así buscaba yo una imagen
en mi memoria que expulsara al frío mármol con letras doradas que hoy
representaba a un ser querido, pero que me negaba a guardar como su último
recuerdo, como su olor a cera.
Recordé una tarde de
septiembre en la que el látigo del levante había dado tregua al castigado
Mediterráneo. Aquella tarde el Sol moría, como cada día, por poniente y, en su
último aliento, acariciaba nuestras espaldas con sus lágrimas de luz rojiza.
Sentada frente al mar
lanzaba con curiosidad gatuna miradas a su pelo que, como dijo Gardel, había
sido plateado por las nieves del tiempo. Su rostro erosionado por la
experiencia transmitía la tranquilidad de una vida que, como la del astro, se
apagaba sin ruido.
Me gustaba observarla
y, aunque sabía que rara vez se percataba de mi presencia, procuraba pasar
inadvertida para su mirada, una mirada exiliada, ausente, perdida; como sus
recuerdos. Sentía que a pesar de estar tan físicamente cerca se encontraba a
miles de kilómetros y años de distancia, desubicada en un mundo que no
reconocía suyo. Disfrutaba mirándola, acariciándole su pelo de color blanco y
espeso, sus suaves manos de anciana, guiando sus pasos y compartiendo con ella
algunos atardeceres.
Llevaba escrita en la
piel su vida, una vida desterrada de su mente por un intruso con nombre difícil
de deletrear: alzheimer. Me llamaba la atención verla frente al perpetuo mar
siendo su memoria caduca, pero he aprendido que la vida está plagada de
paradojas.
Jugando con su pelo
la suave brisa entretejía sus cabellos y acariciaba su rostro junto con mi
mirada. Por alguna razón, estar junto a ella, frente al mar me hacía sentirme
cómoda en mi piel, tranquila y reposada en mi persona, sin dudas ni miedos, tan
solo con un presente acuático y salino.
Su mirada cada vez
más ausente y ajena a lo que sucedía a su alrededor refulgió entonces viva e
intensa, como la de quien rememora un agradable recuerdo. Y mi atención se fijó
en esa pequeña pero poderosa chispa que empezaba a transformar su cara hasta
convertirla en la felicidad resplandeciente de un niño la mañana de reyes.
- ¿Es tu primer
novio?
Aquella pregunta me
rompió el silencio que sostenía mi viaje visual por su persona y me sobresaltó.
- ¿Cómo dices abuela?
- Que si es tu primer novio
Ciertamente no era la
pregunta que esperaba de una mujer anciana con alzheimer avanzado, en realidad
no esperaba ninguna pregunta en absoluto, pero decidí contestar ante la
insistencia de sus ojos.
- No abuela, no lo es
Una silenciosa
sonrisa se instaló en sus labios y dio paso a un suspiro profundo y sentido.
- Este tampoco es el mío - me susurró al oído como se
susurran los secretos más queridos - ¡qué guapo era Rodrigo!
¿Rodrigo?. Aquél
nombre ajeno a mi familia se coló como un intruso en mis oídos para convertirse
en trueno y el trueno en tormenta y la tormenta en huracán y el huracán tan
sólo ululaba siete letras: R-O-D-R-I-G-O.
- Abuela... - dudé un segundo, dos, tres, hasta que ella
volvió a mirarme con aquella luz en sus ojos marinos - ¿de quién me hablas?
- De mi primer novio, niña. ¡Qué esbelto en su caballo por
la mañana!
Mi mandíbula inferior
había perdido por completo toda la sujeción que pudiera haber poseído alguna
vez y se abría dejando ver mi lengua lívida y estática.
No sé cuánto tiempo
permanecí parada, con los ojos abiertos e incrédulos observando a aquella mujer
y a su sonrisa frente al Mediterráneo, pero sí recuerdo que mi cabeza se
convirtió en un cajón desastre que intentaba localizar a aquél tal Rodrigo y
sacarlo de la sorpresa para convertirlo en anécdota o en comentario racional.
Al principio incluso
dudé que ella supiera de quién estaba hablando, pero en el tono que empleó
había música de madrugadas a caballo, esperas de un corazón joven tras un viejo
postigo y, quién sabe, probablemente primeros besos y caricias.
Sentí entonces algo
de envidia hacia aquél caballero desconocido que se resistía a abandonar su
memoria, la memoria de mi abuela, mía ahora y siempre desde que empezó la
andadura de mi vida. Sentí la rabia que crece dentro de un infante al que se le
niega una chuchería, pero estalló todo en un suspiro con forma de palabras.
- Así que Rodrigo... - dije en voz alta sin pensar.
- Fue bonito, mi niña, tan bonito... - en sus ojos una
sombra y en la sombra su enfermedad velaron al pobre Rodrigo y yo pasé de los
celos a la culpa y de esta a la curiosidad.
Hoy, con mis ojos
cerrados todavía, asisto a su despedida, pero me niego a dejar marchar su pelo
cano y sus ojos chispeantes, no quiero perder su media sonrisa ni su mueca de
desconcierto.
Siento una mano en mi
hombro que me invita a avanzar y abro los ojos.
El astro rey se pone,
como cada día por poniente, pero hoy no acariciaba mi espalda, hoy hiere mis
ojos con su despedida colorada. Permanezco frente al atardecer mientras aparto
de mí esa mano y la invito a marcharse sin mí.
Mi cabeza ahora bulle
como una olla Express y los deseos se agolpan en mis ojos deseando borrar el
rojo del cielo y volver al recuerdo de una tarde frente al mar de todos los
tiempos.
Pero tan sólo
experimento la impotencia producida por la ausencia total de movimiento y
decisión.
Tal vez cuando siendo
pequeña mi abuela imaginaba su boda con el almohadón en la cabeza, tal vez
cuando miraba a las estrellas, tal vez cuando soñaba despierta, no era con esta
vida, no era con nosotros, no era como resultó ser.
¿Y si hubiera vivido
haciendo tan sólo las cosas que sentía? ¿y si no hubiera aceptado los límites y
juicios impuestos? ¿y si hubiera renegado de esa agria normalidad de
convenciones que nos atrapa y nos ahoga? Posiblemente todo sería distinto, pero
no lo es.
Yo estoy viva,
decenas de personas han venido a despedir hoy su vida, una vida que no escogió,
pero que decidió disfrutar con los hijos que le fueron dados y más tarde con
los nietos.
Mientras mi cabeza
sigue amasando pensamientos condicionales llenos de preguntas, dolor, sorpresas
y lágrimas, mi corazón se libera y se abre a ese atardecer que se apaga frente
a mi rostro.
Con la fuerza de los
sentimientos, los que hasta hoy controlé dentro de unos límites impuestos giro
sobre mis talones ciento ochenta grados y le doy la espalda al sol moribundo, a
las frescas flores y a todas aquellas sombras humanas que guardan luto por una
vida que no fue como imaginó ser.
Mientras mis piernas
se mueven entre los cipreses enhiestos en un rincón de mi mente eclosiona una
duda, una pregunta que se convierte casi en afirmación: ¿Y si después de todo,
la única defensa fuera el olvido?
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