MODALITAT: ACCÈSIT AUTOR MENOR
DE 18 ANYS
Celia Arroyo Prat
Celia nace en Valencia en
1993. En la actualidad cursa 4º de Educación Secundaria Obligatoria, y en su
corta trayectoria ya ha participado en varios concursos literarios.
EL ÚLTIMO COMBATE
Si hubiera podido
pedir cualquier deseo, si hubiese tenido la certeza de que se cumpliría, habría
solicitado su libertad. Se recriminó a sí mismo de inmediato; era un gladiador,
un mirmillón, entrenado para matar y para desafiar a la propia muerte; no podía
temerla, era consciente de que terminaría sus días desangrándose sobre la arena
del Coliseo. Sin embargo, no cabía en él la desesperanza. Cuando se permitía
soñar, imaginaba que lograba las suficientes victorias para comprar su
liberación, salir de allí, y entonces…Entonces ¿qué? ¿Qué sería de su vida si
lograba salir de allí? ¿En qué trabajaría? ¿Cómo se ganaría la vida? Él mismo
desmoronaba sus propios sueños e intentaba encerrar en un rincón de su mente la
fogosidad de su joven alma, que clamaba por la libertad. A su alrededor,
demasiado alboroto. Sus compañeros, con los que debía enfrentarse unas horas
más adelante, bebían y comían sin pensar en nada más; tal vez serían aquellos
los últimos manjares que probaran en sus vidas. Se consentían incluso reír aún
sabiendo el funesto destino que les aguardaba. Porque todos vivían en la misma
cruda realidad; o matabas o morías. En una de las pocas veces que se decidió a
alzar la mirada la vio, aunque hubiese deseado no hacerlo. La criatura más
hermosa que jamás había visto se posaba ahora ante sus ojos. Ella también lo
vio a él, y quedó atrapada en aquellos salvajes ojos verdes que recordaban a
los de un león. Realmente, aquel joven poseía un cierto parecido a los grandes
felinos: los músculos que se adivinaban bajo la fina camisa de tela estaban
aparentemente tranquilos, pero en tensión; sus ojos parecían de esmeralda y lo
observaban todo en silencio, desafiantes.
Su corazón dio tal vuelco que no pudo más que acercarse a él. Se sentó a
su lado sin decir nada, sin osar respirar apenas. Él la miró entonces; era una
mirada de reproche:
_Quiero estar solo._su voz era firme y no admitía
réplica.
No obstante, ella sentía curiosidad por aquel gladiador:
_ ¿No deseas compañía en el que puede que sea tu último
día?
El joven respiró hondo y tragó saliva. No podía apartar
su mirada de aquella joven. Y se negaba a ser débil. Nada debía rondar por su
mente excepto la necesidad de sobrevivir un día más. Haciendo un esfuerzo posó
sus ojos en la otra punta de la estancia:
_ ¿Qué puede desear un hombre que puede ver tan cercana
su muerte? Lo único que deseo es sobrevivir. Nada debe distraerme mañana. No
puedo fallar.
Al escuchar esto, la muchacha se levantó y se marchó de
allí dejando al guerrero solo de nuevo. Un extraño sentimiento que no supo
definir le invadió entonces, y es que nunca antes había sentido prender la
llama del amor en su corazón.
Sobrevivió a aquel día pero, desde entonces, no pudo
dejar de pensar en aquella misteriosa muchacha, aquella que le había ofrecido
su compañía y a la que él había rechazado. Pasaron los días y hubo de nuevo un
gran banquete dedicado a los gladiadores que ofrecerían sus vidas a la mañana
siguiente. De nuevo él se había retirado a un lado, alejado del barullo que tan
nervioso lo ponía. Y de nuevo estuvo ella. Cuando la joven localizó al
mirmillón sus músculos se relajaron y una sonrisa se dibujó en su rostro
reflejando el tremendo alivio que sentía. Corrió junto a él y se abrazó a su
cuello. El gladiador, visiblemente sorprendido, no supo si apartarla o
corresponderla. Cuando se separaron, dos largas lágrimas recorrían el rostro de
la muchacha. Él, mirándola con extrañeza, preguntó:
_ ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras?
_Ha sido el verte aquí, sentado, sano y salvo. Cuando me
marché la otra noche pensé que nunca más volvería a mirarte a los ojos, que no
regresarías, que tu cuerpo descansaría sin vida en la arena del Coliseo. Estas
lágrimas son lágrimas de alegría. Lo siento si con ellas te he incomodado.
Entonces una extraña fuerza se apoderó de él. La tomó
entre sus brazos y la besó, con pasión. A partir de aquel momento ambos
empezaron a compartir todas las vísperas de los combates, en todos los
banquetes estaban juntos. Cada momento que podían verse era como un pequeño
rayo de luz entre la más espesa niebla. Todo parecía nuevo e iluminado cuando
estaban juntos. Y él, sin embargo, sentía una inquietud en el fondo de su alma.
Cada vez le costaba más y más concentrarse en los combates. Cada vez sus
heridas eran más profundas. Cada vez se sentía más cercano a la muerte. Llegó a
plantearse el dejar de una vez aquella locura, pero cuando miraba a la joven no
se sentía capaz. Y sintió miedo por primera vez en su vida; miedo a la muerte,
miedo a perder todo aquello. Temía morir porque por primera vez había
descubierto lo que era la vida; porque por fin tenía algo por lo que luchar,
por lo que vencer, por lo que sobrevivir. Aquel miedo le hacía débil, frágil,
quebradizo como el más fino cristal. Pero guardó todo su desasosiego para sí
mismo, nadie más debía padecer por él. Una de las noches anteriores a un
combate, al mirar a la joven a la cara, sintió como un terrible pánico le
sacudía por dentro. No podía soportar la posibilidad de perecer en el Coliseo y
de no volver a verla jamás. Ella lo notó de inmediato:
_Tiemblas. ¿Tienes frío?
Él agachó la cabeza de modo que algunos mechones de su
melena castaña le cubrieron los ojos:
_No. Estoy bien.
_No es cierto. Algo te ocurre.
El gladiador se levantó bruscamente:
_No puedes presumir de conocerme. No sabes nada de mí; ni
mi nombre, ni mi condición. Nada.
_Sé que te quiero._respondió ella, levantándose a su vez.
Él la miró, sintiendo como el corazón se le partía.
Estuvo a punto de derrumbarse, de confesarle todas sus inquietudes. Sentía la
necesidad de desahogarse en su regazo, de llorar como un niño; pero se obligó a
sí mismo a recordar que era un gladiador y que debía matar o morir. Simplemente
la abrazó en silencio, y ella pudo disfrutar de la calidez de sus brazos y de
la dulzura de su corazón. Permanecieron mudos toda la noche. No tenían nada que
decirse. Ninguno de los dos sentía la necesidad de conocer la identidad del
otro, el sentimiento que los unía era más importante que todo aquello.
El día del combate ella sintió la imperiosa necesidad de
asistir. Cuando lo vio aparecer caminando con aplomo sobre la arena sintió como
se le oprimía el corazón. Su mirada saltaba nerviosamente de un arma a otra,
todas ellas mortíferas al igual que sus dueños. Fue consciente entonces del
terrible peligro al que se exponía el mirmillón, y su respiración se agitó sin
poder apartar los ojos de él. Comenzó la lucha. El sonido de los aceros al
chocar y de los gritos agónicos de los primeros alcanzados por sus filos
llenaban el Coliseo. Los espectadores aguantaban la respiración esperando
descubrir un nuevo vencedor. Ella sólo lo buscaba a él. Durante unos segundos
que se le hicieron eternos se levantó una terrible polvareda. Cuando la nube de
polvo se disipó pudo ver como él caía sobre la arena, sangrando por el vientre,
el casco a sus pies, con una herida que no tardaría en arrebatarle la vida.
Ella sintió como se le desgarraba el alma y gritó. Nunca antes se había
escuchado en el Coliseo un grito que expresase tan hondo pesar. Todo el público
guardó silencio y se giró hacia ella, los gladiadores interrumpieron su lucha.
Él, con sus últimas fuerzas, alzó la mirada. Y la vio, tan perfecta y tan
maravillosa como el primer día. Y el miedo que le había estado carcomiendo por
dentro se esfumó de pronto porque comprendió que, para él, ella había sido
mucho más que un rostro o un cuerpo, ella había sido la libertad con la que
tanto había estado soñando, aquella que tanto había ansiado y que había logrado
conseguir en cada uno de sus besos. Antes de cerrar sus ojos de esmeralda para
siempre no pudo evitar sonreírle, agradeciéndole todo lo que le había dado.
Ella comprendió esto y un mar de lágrimas surcó sus mejillas. Para ella, él
había sido toda su vida, por cada sonrisa ella se habría arrancado un trozo de
su propio corazón. Y en aquel momento se habría cambiado por él, sin dudarlo un
segundo, porque supo que sin aquel gladiador sin nombre nada tendría sentido.
Pero después de todo y a pesar de la intensidad de sus sentimientos, el combate
acabó como cualquier otro día. Los vencedores regresaron a su encierro y los
vencidos fueron retirados de la arena sin ningún tipo de emoción. No obstante,
lo que aquel gladiador entendió momentos antes de su muerte fue que la libertad
no es poder librarte de las cadenas que te atan, sino elegirlas por ti mismo;
pues antes de saber que el amor existía se sentía preso y al vivirlo había sido
libre, aún estando tan encerrado y condenado como antes.
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