domingo, 8 de marzo de 2009

XIV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2009


MODALITAT: ACCÈSIT AUTOR MENOR 

DE 18 ANYS


Celia Arroyo Prat




Celia nace en Valencia en 1993. En la actualidad cursa 4º de Educación Secundaria Obligatoria, y en su corta trayectoria ya ha participado en varios concursos literarios. 


EL ÚLTIMO COMBATE
Si hubiera podido pedir cualquier deseo, si hubiese tenido la certeza de que se cumpliría, habría solicitado su libertad. Se recriminó a sí mismo de inmediato; era un gladiador, un mirmillón, entrenado para matar y para desafiar a la propia muerte; no podía temerla, era consciente de que terminaría sus días desangrándose sobre la arena del Coliseo. Sin embargo, no cabía en él la desesperanza. Cuando se permitía soñar, imaginaba que lograba las suficientes victorias para comprar su liberación, salir de allí, y entonces…Entonces ¿qué? ¿Qué sería de su vida si lograba salir de allí? ¿En qué trabajaría? ¿Cómo se ganaría la vida? Él mismo desmoronaba sus propios sueños e intentaba encerrar en un rincón de su mente la fogosidad de su joven alma, que clamaba por la libertad. A su alrededor, demasiado alboroto. Sus compañeros, con los que debía enfrentarse unas horas más adelante, bebían y comían sin pensar en nada más; tal vez serían aquellos los últimos manjares que probaran en sus vidas. Se consentían incluso reír aún sabiendo el funesto destino que les aguardaba. Porque todos vivían en la misma cruda realidad; o matabas o morías. En una de las pocas veces que se decidió a alzar la mirada la vio, aunque hubiese deseado no hacerlo. La criatura más hermosa que jamás había visto se posaba ahora ante sus ojos. Ella también lo vio a él, y quedó atrapada en aquellos salvajes ojos verdes que recordaban a los de un león. Realmente, aquel joven poseía un cierto parecido a los grandes felinos: los músculos que se adivinaban bajo la fina camisa de tela estaban aparentemente tranquilos, pero en tensión; sus ojos parecían de esmeralda y lo observaban todo en silencio, desafiantes.  Su corazón dio tal vuelco que no pudo más que acercarse a él. Se sentó a su lado sin decir nada, sin osar respirar apenas. Él la miró entonces; era una mirada de reproche:
            _Quiero estar solo._su voz era firme y no admitía réplica.
            No obstante, ella sentía curiosidad por aquel gladiador:
            _ ¿No deseas compañía en el que puede que sea tu último día?
            El joven respiró hondo y tragó saliva. No podía apartar su mirada de aquella joven. Y se negaba a ser débil. Nada debía rondar por su mente excepto la necesidad de sobrevivir un día más. Haciendo un esfuerzo posó sus ojos en la otra punta de la estancia:
            _ ¿Qué puede desear un hombre que puede ver tan cercana su muerte? Lo único que deseo es sobrevivir. Nada debe distraerme mañana. No puedo fallar.
            Al escuchar esto, la muchacha se levantó y se marchó de allí dejando al guerrero solo de nuevo. Un extraño sentimiento que no supo definir le invadió entonces, y es que nunca antes había sentido prender la llama del amor en su corazón.

            Sobrevivió a aquel día pero, desde entonces, no pudo dejar de pensar en aquella misteriosa muchacha, aquella que le había ofrecido su compañía y a la que él había rechazado. Pasaron los días y hubo de nuevo un gran banquete dedicado a los gladiadores que ofrecerían sus vidas a la mañana siguiente. De nuevo él se había retirado a un lado, alejado del barullo que tan nervioso lo ponía. Y de nuevo estuvo ella. Cuando la joven localizó al mirmillón sus músculos se relajaron y una sonrisa se dibujó en su rostro reflejando el tremendo alivio que sentía. Corrió junto a él y se abrazó a su cuello. El gladiador, visiblemente sorprendido, no supo si apartarla o corresponderla. Cuando se separaron, dos largas lágrimas recorrían el rostro de la muchacha. Él, mirándola con extrañeza, preguntó:
            _ ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras?
            _Ha sido el verte aquí, sentado, sano y salvo. Cuando me marché la otra noche pensé que nunca más volvería a mirarte a los ojos, que no regresarías, que tu cuerpo descansaría sin vida en la arena del Coliseo. Estas lágrimas son lágrimas de alegría. Lo siento si con ellas te he incomodado.
            Entonces una extraña fuerza se apoderó de él. La tomó entre sus brazos y la besó, con pasión. A partir de aquel momento ambos empezaron a compartir todas las vísperas de los combates, en todos los banquetes estaban juntos. Cada momento que podían verse era como un pequeño rayo de luz entre la más espesa niebla. Todo parecía nuevo e iluminado cuando estaban juntos. Y él, sin embargo, sentía una inquietud en el fondo de su alma. Cada vez le costaba más y más concentrarse en los combates. Cada vez sus heridas eran más profundas. Cada vez se sentía más cercano a la muerte. Llegó a plantearse el dejar de una vez aquella locura, pero cuando miraba a la joven no se sentía capaz. Y sintió miedo por primera vez en su vida; miedo a la muerte, miedo a perder todo aquello. Temía morir porque por primera vez había descubierto lo que era la vida; porque por fin tenía algo por lo que luchar, por lo que vencer, por lo que sobrevivir. Aquel miedo le hacía débil, frágil, quebradizo como el más fino cristal. Pero guardó todo su desasosiego para sí mismo, nadie más debía padecer por él. Una de las noches anteriores a un combate, al mirar a la joven a la cara, sintió como un terrible pánico le sacudía por dentro. No podía soportar la posibilidad de perecer en el Coliseo y de no volver a verla jamás. Ella lo notó de inmediato:
            _Tiemblas. ¿Tienes frío?
            Él agachó la cabeza de modo que algunos mechones de su melena castaña le cubrieron los ojos:
            _No. Estoy bien.
            _No es cierto. Algo te ocurre.
            El gladiador se levantó bruscamente:
            _No puedes presumir de conocerme. No sabes nada de mí; ni mi nombre, ni mi condición. Nada.
            _Sé que te quiero._respondió ella, levantándose a su vez.
            Él la miró, sintiendo como el corazón se le partía. Estuvo a punto de derrumbarse, de confesarle todas sus inquietudes. Sentía la necesidad de desahogarse en su regazo, de llorar como un niño; pero se obligó a sí mismo a recordar que era un gladiador y que debía matar o morir. Simplemente la abrazó en silencio, y ella pudo disfrutar de la calidez de sus brazos y de la dulzura de su corazón. Permanecieron mudos toda la noche. No tenían nada que decirse. Ninguno de los dos sentía la necesidad de conocer la identidad del otro, el sentimiento que los unía era más importante que todo aquello.

            El día del combate ella sintió la imperiosa necesidad de asistir. Cuando lo vio aparecer caminando con aplomo sobre la arena sintió como se le oprimía el corazón. Su mirada saltaba nerviosamente de un arma a otra, todas ellas mortíferas al igual que sus dueños. Fue consciente entonces del terrible peligro al que se exponía el mirmillón, y su respiración se agitó sin poder apartar los ojos de él. Comenzó la lucha. El sonido de los aceros al chocar y de los gritos agónicos de los primeros alcanzados por sus filos llenaban el Coliseo. Los espectadores aguantaban la respiración esperando descubrir un nuevo vencedor. Ella sólo lo buscaba a él. Durante unos segundos que se le hicieron eternos se levantó una terrible polvareda. Cuando la nube de polvo se disipó pudo ver como él caía sobre la arena, sangrando por el vientre, el casco a sus pies, con una herida que no tardaría en arrebatarle la vida. Ella sintió como se le desgarraba el alma y gritó. Nunca antes se había escuchado en el Coliseo un grito que expresase tan hondo pesar. Todo el público guardó silencio y se giró hacia ella, los gladiadores interrumpieron su lucha. Él, con sus últimas fuerzas, alzó la mirada. Y la vio, tan perfecta y tan maravillosa como el primer día. Y el miedo que le había estado carcomiendo por dentro se esfumó de pronto porque comprendió que, para él, ella había sido mucho más que un rostro o un cuerpo, ella había sido la libertad con la que tanto había estado soñando, aquella que tanto había ansiado y que había logrado conseguir en cada uno de sus besos. Antes de cerrar sus ojos de esmeralda para siempre no pudo evitar sonreírle, agradeciéndole todo lo que le había dado. Ella comprendió esto y un mar de lágrimas surcó sus mejillas. Para ella, él había sido toda su vida, por cada sonrisa ella se habría arrancado un trozo de su propio corazón. Y en aquel momento se habría cambiado por él, sin dudarlo un segundo, porque supo que sin aquel gladiador sin nombre nada tendría sentido. Pero después de todo y a pesar de la intensidad de sus sentimientos, el combate acabó como cualquier otro día. Los vencedores regresaron a su encierro y los vencidos fueron retirados de la arena sin ningún tipo de emoción. No obstante, lo que aquel gladiador entendió momentos antes de su muerte fue que la libertad no es poder librarte de las cadenas que te atan, sino elegirlas por ti mismo; pues antes de saber que el amor existía se sentía preso y al vivirlo había sido libre, aún estando tan encerrado y condenado como antes.


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