domingo, 8 de marzo de 2009

XIV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2009



MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO


Julio Alejandre Calviño.




Julio Alejandre Calviño ha realizado estudios de magisterio y pedagogía en la Universidad Complutense de Madrid. Durante más de diez años vivió en Centroamérica, donde trabajó con varias asociaciones en el campo de la cooperación para el desarrollo. Actualmente trabaja en Azuaga, en la provincia de Badajoz, en orientación escolar. Sus relatos están inspirados en la experiencia vital de los marginados del Pulgarcito de América, como se conoce a El Salvador.

            Ha obtenido, entre otros, el primer premio del IV Certamen de Relato Breve “Gerald Brenan” 2008, Alhaurín el Grande; el primer premio del 7º Concurso “Leopoldo Alas”, de Quintes, 2007 y el primer premio del XII Certamen Literario “Todos somos diferentes”, 2007.

AL FINAL DEL CALLEJÓN

S
andra vigila, desde el vehículo, una casa cercana en la colonia Las Lomas, que es, con sus calles empinadas y su trazado irregular, una de las muchas barriadas nuevas que han encaramado a la ciudad por las laderas del volcán. Desde que se metió en esta operación lleva empleadas muchas horas en esperas como la de hoy, atenta en alguna esquina. Es un trabajo tedioso que afronta con esa paciencia que ha estado presente en todos los momentos de su vida, desde que era apenas una chiquilina mocosa que aguardaba horas, cuando no días, con el estómago en carne viva a que su madre se serenara lo suficiente para alistarle una tortilla encopetada con arroz. Para este trabajo en el que anda metida, son preferibles colonias como esta, de clase media, donde la vida social se reduce a saludar al vecino cuando te lo cruzas por la calle, a curiosear cuando hay un chisme jugoso y a aparentar lo que no se tiene, para estimular la envidia ajena. En otro tipo de barrios, sin embargo, las cosas son muy diferentes. En los de ricos, donde no hay casas sino fortalezas con garitas, vigilantes armados y vallas electrificadas, nadie camina por sus calles, que ni aceras tienen, y todo el mundo se desplaza en carro y abre los portones a distancia. Y luego son aún peores para aflojar la plata. Además, en este país de mierda no se roba una chibola ni se mueve una libra de sal sin el permiso de los de arriba. Pero así es la vida. Sandra lo sabe bien porque, al fin y al cabo, para alguno de ellos trabaja. Si pudiera, se haría igual de rica y viviría también en uno de sus castillos. Así que, cuando la buscaron, no lo pensó dos veces. Aquí hay plata de la buena, se dijo, plata para salir de la miseria, para terminar de una vez con los vestidos remendados, con los viajes en buses topados y cochambrosos, con el hambre mientras se espera la quincena y con pedir de fiado en las tiendas; plata para olvidar aquellos momentos en los que sólo le ha faltado tantito así para hundirse entre tanta porquería como la rodea, con todo y su última esperanza. Por eso está aquí, completando el último encargo de un trabajo que no es difícil pero sí arriesgado, y cuando lo termine le habrá ganado un enorme montón de billetes. Entonces se irá con el Ricky, lejos, a pegarse la gran vida en las islas de la bahía o en cualquier otro rincón caribeño donde pueda desquitarse de toda la mierda que lleva aguantada desde que su mamá la botó al mundo.
Angelita sale de la casa con su hija. Aquélla es más bien menuda, con la piel morena y el pelo muy negro; la niña, sin embargo, es algo chelita y tiene el pelo castaño, finito y suave, como el de su padre. Viven desde hace casi un año en la colonia. A ella no le gusta mucho, que siempre ha sido de campo y las ciudades la atosigan. La familia quedó lejos y la gente de la ciudad es altanera; la miran de arriba a abajo. Le notan su origen en el habla, en las ropas, en la trenza gruesa hasta la cintura, en las chancletas verdes, desgastadas pero cómodas. Pero a Darío, su marido, como empezó a ganar bien cuando se colocó en la empresa eléctrica, le dio por venirse para la capital. Se vive mejor, le decía, hay más comodidades, buenos colegios para que vaya la nena, lugares elegantes donde poder salir,… y además la guerra azota menos. Por eso están acá. Por eso y porque, en el fondo, él no se conformaba con ganar su buen pistillo, sino que además quería aparentarlo y que comentaran en el caserío lo bien que nos va, y que se admiren cuando les dice dónde vivimos. Pero a ella poco la convencen las supuestas ventajas de la ciudad, se dice; y salir, lo que se dice salir, lo hacen poco. Quizá unas tres veces hayan ido al cine; y a comer fuera, poco más. Angelita disfruta más los domingos que se van a la costa en la troca de la eléctrica, a comer pupusas de arroz, y se acercan después a la playa de la bocana para pasar la tarde jugando con las olas, la niña y ella; o cuando van a visitar a sus padres, allá en el caserío, y ayuda a su mamá a quebrar la masa, a tortear, a cocer los frijoles y a lavar los trastes, mientras su hermana la pone al corriente de todos los chismes de los últimos tiempos o se cagan de la risa con las pasadas que les cuenta Libreta, el tontito. Fuera de eso, es poco lo que salen. Aparte, Darío siempre está viajando, recorriéndose el país de acá para allá, reparando el tendido donde se arruina por un rayo o lo bota un vendaval, cuando no se lo echa abajo la insurgencia. Y luego vuelve a casa rendido, sin ánimo para nada, ni siquiera para lo que a un marido le corresponde. Pero así es la vida y también tiene sus ratos buenos, que sólo estar con Darío ya vale la pena el sufrimiento. Qué tendrá este hombre, se pregunta, que desde la primera vez que me miró me derretí como manteca puesta al sol y así me sigue pasando aunque ya vaya para cinco años de conocerlo.
Siempre tiene las manos calientes, calientes y secas, que nunca suda el cabrón, ni en las socazones ni en la cama, piensa Sandra cuando siente la mano cálida del Ricky en la rodilla. Un calor que recuerdan bien todos los rincones de su cuerpo. Qué galán es sentir esas manos tibiecitas recorriéndote la espalda y demorándose un rato en las paletillas. Nota el calor a través de la falda. Precisamente así empezó su historia con él. Lo habían buscado sus jefes especialmente para este volado. Mira Sandrita, este es Ricky, los presentó el Mayor, y te va a acompañar en todo. Le aseguró que era de confianza. Este buey es guardia, con ese aspecto, había pensado ella. Y ahí anduvieron juntos en todas las vueltas, concentrados en el trabajo y punto. Al principio, no pensó en él de otra forma que como compañero. Cierto que tampoco él anduvo con indiques ni pretendió cuenteársela. Es raro, pero así fue. Hacían su trabajo, platicaban lo necesario y, durante las tediosas esperas, ella le contaba algo de su perra vida, porque el Ricky, al principio, no soltaba prenda. Sandra le hablaba de su hijo, que vive con la nanita en Santa Bárbara; de su marido, que se fue para el norte hace años y nunca más supo de él, aunque se callara los detalles que más le ardían, como que se vio obligada a compartirlo con dos o tres viejas putas y ni aún así juntó nunca fuerzas para dejarlo; o del Mayor, de cómo la ayudó ofreciéndole algunos trabajitos, babosadas al principio, pero cosas más serias después, hasta llegar a este de ahora. Pero el Ricky hablaba poco y sobre todo se la pasaban en silencio dentro del carro, cada cual encerrado en sus propios pensamientos. Había entre ellos un límite que un buen día cruzó, de repente, la mano de Ricky acariciándole el muslo a través de la falda. Sandra recuerda que sintió como un chispazo que le inundó el cuerpo y se lo dejó ardiente y tembloroso. Ese mismo día se lo llevó a su casa de la colonia Zacamil: un apartamento diminuto, con paredes de durapán, que rentaba a medias con una amiga. Pero toda esta miseria ya se va a acabar, piensa con fiereza, que de esta vez las cosas cambiaban sí o sí. ¡Ahí se acercan! Hay que ver qué calma se gasta la criada. Estas indias, parece que les sobrase vida.

Suben la calle hasta media cuadra y de ahí llegan a la esquina por la otra acera. Se ha fijado Angelita en una troca parqueada, grande y negra, que tiene los vidrios oscuros; a pesar de lo cual se nota que hay gente dentro. Decide, sin mucha lógica, que no le da buena espina ese carro. Angelita se fía mucho de sus intuiciones y le gusta darse pisto de que es medio adivina. Pero al doblar la esquina ya se ha olvidado y sigue pensando en sus cosas y contestando a las preguntas que su hija hilvana en una retahíla interminable. Se dirigen al súper de la esquina. Le gusta acercarse allí cuando tiene tiempo y dinero. Hay más variedad que en las casatiendas de los alrededores, y además venden un queso que a Darío le chifla para untarlo en los trozos de tortilla que van sobrando. Al entrar, la tendera saluda a Angelita y ofrece un dulce a la niña. Hay que ver, Angelita, que niña más rechula tiene usted, que ojazos, vea, le dice, mientras la niña se come el dulce y señala  a su madre unas galletas de chocolate que le gustan. No hija, que de esas aún quedan; pero la verdad es que no las compra porque son caras y no carga mucha plata encima. A Angelita le gusta dar a su hija todo lo que le pide, incluidos caprichos. Ay, pero qué hija más preciosa tengo, le dice a veces, y la coge en brazos y se la come a besos hasta que la niña le reclama: mami, mami, que me aprietas mucho, con su vocecita tan fina y con una pronunciación precisa y cursi, de niña precoz. Lo de Angelita por su hija es pasión. A ella le gustaría tener otro hijo, un varoncito, a pesar de lo duro que fue tener a esta y lo que sufrió, pero Darío no quería que se cargara de chinos tan joven y se dedicara solamente a criarlos. El año que viene, cuando la niña empiece a ir al kinder, le había dicho él, te inscribes en el instituto y terminas tu bachillerato, que sólo dos años te faltan. Y después, ya veremos. ¿Quiere alguna cosa más, Angelita? No, doña Tencha, sólo dígame cuánto le debo. Le paga, recoge la compra y sale con la niña de la mano. Adiós preciosa, le dice la tendera, y le regala otro dulcecito para el camino.
Al verlas salir, Sandra se disfraza con una peluca rubia, se cala unas gafas oscuras y grandes y mete en el bolso un cuchillo que extrae de la guantera. Se retoca ayudándose del espejito auxiliar, se vuelve hacia el compañero, lo besa y se baja del carro. Ya en la acera mira de reojo y las ve venir, tan confiadas. Esto va a ser fácil, se dice, más que otras veces. La agarro, la meto al auto, llegamos al destino y la entregamos. Allí una cuidadora la recoge y se hace cargo. El lugar está aislado como un penal, con tapias altas y alambres de púas. La casa es grande y se ve confortable, aunque Sandra sólo ha entrado hasta el vestíbulo. Sabe que sedan a los chigüines, para que no hagan bulla. Los meten en algún cuarto y, cuando se juntan varios, llega el doctor y los opera. Entonces viene la parte más sucia del trabajo, que es deshacerse de los cuerpos. Los meten en bolsas de basura, troceados, y después los botan por ahí. Para esto, Ricky es especialista. Eficaz, el baboso. Conoce lugares en las afueras que ni el mismo cadejo ha de haber pisado; refundideros solitarios que sólo pensar en quedarse allí sola da miedo, a donde para llegar hay que dar cien revueltas por callejas de tierra estrechas y solitarias. A saber cómo los conoce, si no es que ha sido guardia. Algunos muertos llevará a cuestas el Ricky, con todo y esa carita de chico serio que tiene. Sí, este negocio es peligroso y desagradable, pero hay mucha plata por medio y, de todos modos, alguien va a hacerlo. Si no nosotros, otros serán, así que mejor nosotros. La vida es así, una mierda. A Sandra le ha tocado pasársela trampeando sobre la línea divisoria, donde no hay lugar para compunciones ni sentimentalismos. O te salvas, o te hundes, de ti depende. De ti y de la suerte, que si no acompaña un poco te quedas igualmente en el arroyo. Sandra camina con paso firme hasta la esquina donde se detiene, mira a ambos lados, deja pasar un carro y cruza con tranquilidad, encaminándose a un maquilishuat grande y frondoso que hay al otro lado. Al llegar se vuelve, con la cabeza baja, mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y levanta la vista.
Sus miradas se cruzan e instantáneamente nota algo raro en la mujer. Qué hace ahí esperando. Y vaya figura estrafalaria, con ese rubio teñido que más parece una peluca. Angelita está mirándola fijamente y al llegar a la esquina, casi sin pensarlo, decide no cruzar y dobla a la izquierda, por la misma acera. Mami, que es por allí. No, corazón, sigamos por este lado, que voy a la tienda de la niña Ester. La niña quiere empezar una batería de preguntas pero Angelita no está para juegos ahora, le dice que se calle y su hija, con esa intuición que tienen los niños, le hace caso de inmediato. Camina despacio, sin acelerar el paso, porque quiere parecer natural. Es una tontera mía pensar que esa mujer sea un peligro. Soy muy desconfiada, siempre me lo dice Darío, pero qué le voy a hacer, son mañas que se me han pegado de estos tiempos tan revueltos, pero con la guerra. Nadie está seguro y se vive siempre con la angustia de si le pasará algo a la familia, a los conocidos. Dios guarde, cuántas calamidades. Y suelta un suspiro profundo, desalentado, mientras continúa calle abajo y busca con disimulo a la mujer, que ya no está bajo el maquilishuat sino que avanza por la otra acera, a su misma altura. Su temor aumenta un punto y quiere entrar en la tienda de la niña Ester, que es una mujerona enfadada que suele tratar con algo de desprecio a quienes considera inferiores, pero no hay nadie en ese momento. Angelita golpea la reja con una moneda y la llama con voz suave, pues conserva esa timidez campesina que la hace casi incapaz de hablar duro. Pero no sale la niña Ester, sino Yanira, la hija mayor. Tendrá unos once años y le dice a Angelita que su mamá no está, que anda trayendo mercancías. Angelita, con verle la cara, ya sabe que no va a abrirle la puerta, por lo que ni siquiera pregunta, pero le deja la bolsa de la compra, tome Yanirita, cuídeme esto que ya voy a regresar, y agarra a la niña de la mano y sale afuera, casi frente a la mujer, que está ahora sentada en los escalones de entrada a una casa. Parece tranquila, como si descansara o esperase a alguien, pero Angelita es buena observadora y la nota pendiente. Está segura, ahora sí, de que la vigila a ella. No eran tonteras mías, que esta vieja viene a por mí. Si supiera que yo plata no ando, más que unos pinches pesos que me han sobrado de la compra. Pero con esta ropa que llevo, ¿tengo cara de andar plata? Ay, Dios, si va a ser la niña lo que quiere, uno de esos secuestros que se oyen en los noticieros. Alza la cabeza en busca de quien le pueda ayudar, pero no ve a nadie. Ni hay tales de que aparezca el vigilante de la colonia, que sólo se deja ver a fin de mes, cuando reclama el pago de puerta en puerta. Así que agarra con más fuerza a su hija, poniéndola del lado de la pared, y aprieta el paso calle abajo.
Qué carajo me habrá encontrado, que me mira tanto. Esta india pasmada se recela algo, pero no se me va a escapar. Se levanta y la sigue por la acera opuesta, caminando despacio, aunque sin disimular ya. La calle se prolonga un trecho más y termina en un descampado que baja hacia una quebrada. El contraste de la tierra blanquecina del descampado con el verde profundo de los arbolones le trae a la imaginación una playa tropical de arena fina y altas palmeras donde ella y Ricky se mecen pausadamente en sendas hamacas y gozan del sol y del sonido del mar. El paraíso que imagina Sandra es así, pero una playa vacía y enorme, para ellos dos, sin más ruido que el batir de las olas, no como estas playas de acá, abarrotadas, sucias y bullangueras. En el descampado va a ser mejor, piensa. Pero la mujer no llega hasta allí, sino que se mete por un callejón estrecho que arranca casi al final de la calle. Bueno, ya está bien de pendejadas, vamos a por ella. Sandra abre el bolso y saca el cuchillo. Lo sujeta con fuerza y lo esconde en la bocamanga. Cruza la calle y se dirige hacia la entrada del callejón.
Es largo y estrecho, y sólo da servicio a los portones traseros de algunas casas. Angelita ya lo sabe, pero ha preferido tirar por ahí que no arriesgarse por el descampado de más allá. Todas las portadillas están cerradas, pero al fondo, frente a la última, hay un montón de arena, materiales y unos chunches de obra. Ahí ha de haber gente trabajando, piensa ella; no van a dejar todo eso botado para que se lo lleve cualquiera, y avanza sin saber bien qué hacer, fija la vista en la mancha oscura del portón que no logra aún apreciar si está o no cerrado. No vuelve la cabeza, ni oye los pasos de la mujer, pero siente su presencia a su espalda y puede imaginar cómo se acerca y acorta distancia. Está tensa y aprieta con fuerza la mano de la niña, que ha captado el peligro, o al menos la preocupación, y no se queja. Al contrario, camina deprisa y en silencio. Apenas tardan unos instantes más en llegar al final del callejón, despiadadamente cegado por una pared alta de cemento rugoso. El portón junto a la obra presenta golpes y manchas de óxido. Angelita apoya la mano en el postigo, que está ardiendo por el sol, y lo presiona con fuerza, pero no cede. Tampoco hay llamador, así que golpea el portón con la palma de la mano, no tan duro. Lanza una mirada rápida, de reojo, hacia el callejón pero no logra ubicar a la mujer. Tiene que haber alguien ahí dentro, se dice, y golpea nuevamente, esta vez con los nudillos, un poco más recio, venciendo la timidez y la pena que siente ante la idea de molestar a unos desconocidos. Pero no se oye nada. No sabe qué hacer. Angelita se encuentra acorralada como nunca antes lo ha estado, y tan nerviosa que casi empieza a perder la capacidad de raciocinio. Por fin gira alrededor del montón de arena, se sitúa en el centro del callejón y se encuentra de frente a la mujer con la peluca rubia y las ropas estrafalarias que se le acerca armada con un cuchillo. Da un grito sofocado y rápida, instintivamente, esconde a la niña tras de sí.
Está a dos pasos, quieta. Le parece de una torpeza ridícula, con esa estampa de campesina, las ropas baratas y las chancletas verdes gastadas, protegiendo a la niña como si fuera suya, paralizada como la presa ante su predador. Al final va a resultar que es tonta, piensa, pero si no aprovecho ahora, que se ha bloqueado, puede ponerse a gritar o intentar resistirse. Amenazándola con el cuchillo, le dice con voz dura dame a la niña o te mato, tú verás si quieres morir por la hija de otra, mamita. La mujer sigue inmóvil, paralizada, y Sandra amaga un viaje con el cuchillo que su víctima esquiva con unos reflejos que la sorprenden. Pero ha logrado agarrar a la niña y tira de ella con fuerza. Coma mierda india sonsa, la putea Sandra, suéltala de una vez, suéltala te digo. La niña empieza a gritar mami, mami, con una voz aguda que cualquiera va a oír, así que, medio desequilibrada por los tirones, lanza otra cuchillada a la mujer, a muerte, alcanzándole un tajo por el que brota al instante sangre; pero Sandra ha puesto tanta fuerza en el envite que se va al suelo y se golpea con un bloque y se le cae la peluca. De dentro le sale una rabia ciega contra la criadita del carajo que ahora resulta que es la mamá, pero se le desvanece al percatarse de que la niña se le ha zafado. Así que se levanta como puede, medio resbalando en la arena suelta que hay en el suelo y tira de ella, que chilla, y la arrastra, y enfila la entrada del callejón dándole la espalda a la india caída en medio del montón de arena.
Tiene una mano hundida en él, buscando un punto de apoyo firme para levantarse y lanzarse sobre esa mujer que quiere llevarse a su hija. Angelita no siente el corte, ni ve la sangre que le tiñe la blusa, ni nada más sino los ojos de la nena, enormes, llenos de lágrimas, que la llaman con más fuerza que las voces y los gritos, y que la impulsan a saltar hacia delante para recuperarla. Y lo hace con tal ímpetu que casi se le quiebra el hombro del porrazo que se da con el puño de la pala. La violencia del jalón desentierra la herramienta y entonces ella se percata de que la pala está allí, con su extremo de metal, contundente. La agarra y, en la misma zancada en que reduce la distancia que la separa de la mujer, la balancea y le asesta en la nuca un golpe rabioso.
Sandra cae en un pozo oscuro, girando en una espiral interminable hacia una playa azul y amarilla que brilla al final, donde la espera Ricky con la troca en marcha, sonriendo, pero la visión se aleja cada vez más hasta convertirse en un puntito diminuto, como una estrella, y se pierde en un vacío negro y absoluto.■

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