sábado, 13 de marzo de 2010

XV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2010



MODALIDAD: NARRACIÓN EN CASTELLANO



 FERNÁNDO MOLERO CAMPOS

Fernando Molero Campos ha cursado estudios de Magisterio en la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de E.G.B. de Córdoba y es también Licenciado en Humanidades por la Facultad de Filosofia y Letras de  la Universidad de Córdoba.

Es colaborador habitual en el Diario Córdoba donde se ocupa de realizar las críticas de cine. También es director, guionista y locutor del programa de radio “El cine de Mr. Arkadin” en Onda Marina Radio, la emisora de radio municipal de su pueblo, Fernán-Núñez.

De su extenso currículum, hemos extraído las siguientes distinciones: 1º Premio en el V Concurso de Relato Breve “Saturnino Calleja”; 2º Premio en el III Certamen Andaluz de Experiencias en Medios de Comunicación; 1º Premio en el VI Certamen de Relato Corto Villa de Adeje.

Tiene dos libros publicados: “En la playa”, un libro de relatos y la novela corta ¿Quién se esconde detrás de Nosferatu?.



CONGELADO



  Si madre pudiera verme ahora le gritaría, alzados los brazos al cielo azul: Mira mamá, estoy en la cima del mundo; al fin lo he conseguido. Pero ella no puede verme. Murió. De tristeza. La enfermedad se la ha llevado, dijeron las vecinas con llantos y grandes aspavientos, surcados sus rostros de profundas arrugas bajo los negros pañuelos que cubrían sus campesinas cabezas. Mentían. Bueno, eso quizá sea injusto. Silenciaban más bien lo que todos sabíamos. No se atrevían a nombrar lo innombrable. Los estúpidos juegos de los hombres y sus monstruosas consecuencias. Cada cual arrastraba peor que bien una historia similar a la de madre a sus espaldas. Y todas laceraban por igual. La enfermedad sólo aceleró el proceso. La pena de verse despojada de lo más querido acabó con su vida. Trastocado su universo de la noche a la mañana se empecinó en ver a la muerte como una amiga liberadora. No hay imperativo más poderoso para la autoaniquilación del cuerpo que el deseo de morir.
  Bombas cayendo del cielo: lágrimas de plomo. Desmoronamiento de las ciudades. Fuego por doquier. Puentes destruidos. Aullidos en la noche. Tanques y camiones invadiendo los caminos. Soldados armados y descerebrados, lobotomizados por la propaganda y las altivas consignas de los dictadores, eliminando con determinación, sin remordimiento, convencidos de que su misión es la de su líder: una misión de índole divina. Ése fue el escenario. Nosotros, nadie. Extras sin frase en una película de terror. Conejillos de indias para saciar la sed de sangre de nuestros enemigos, para sufrir el énfasis quirúrgico de la depuración étnica.
  Resulta cuanto menos curioso cómo un buen día, sin que uno sepa exactamente por qué, quienes hasta ayer eran tus vecinos o incluso amigos, comienzan de pronto a dirigirte miradas hostiles, retirándote la palabra primero y señalándote con el dedo después. Y una vez bien abonada la semilla del odio y el rencor que hunde sus raíces en tiempos que a uno se le antojan la arqueología de una nación, todas las razones del mundo confluyen en una: la culpa de los males que afectan a los individuos de una determinada comunidad siempre es del otro. Ahí está la historia para corroborarlo. Ríos de sangre corrieron aquí, en ésta mi patria de acogida. También sufrieron los judíos la inhumana persecución de los arios. Ruanda y su limpieza a machetazos, sin necesidad de modernas y sofisticadas armas, da cuenta de cómo la maldad de los hombres no conoce límites. Y, por supuesto, la llamada Guerra de los Balcanes, cuyo epígono viví como habitante de la región de Kosovo.
No caminábamos con una estrella cosida en chaquetas y abrigos, ni teníamos marcadas las puertas de nuestras casas. Pero sabíamos que los ojos púrpuras de los lobos serbios brillaban por la noche en la maleza, que afilaban sus dientes para hincarlos en nuestras carnes temblorosas. Pocas cosas hay tan disuasorias como el miedo. Cada cual conocía la religión de sus padres, la genealogía racial de su familia. Una mentira repetida mil veces adquiere pronto el estatus de verdad. Y el oscuro Slobodan Milosevic, alteza licántropo de los carniceros, lo sabía muy bien. Pobres de nosotros los serbios que somos ninguneados, despreciados y oprimidos por los bosnios, los croatas, los albanos... Hasta que encontró las palabras mágicas: ¡Al diablo con Yugoslavia! Construiremos la Gran Serbia. ¿Cómo sustraerse al poder magnético del imperialismo, la falaz heroicidad de los cobardes y la sed de sangre cazadora impresa en los genes de los hombres? La locura humana. Su afán por desenterrar -ignoro por qué oscuras razones- los fantasmas del pasado y aniquilar al otro.
  Trato de ser feliz, no obstante, con los torcidos mimbres que el destino me ha deparado. No olvido. ¿Cómo olvidar el horror cuando te acompaña en sueños, pegado a la retina, aletargado pero expectante en los pasillos del cerebro? ¿Y perdonar? ¿Puede uno perdonar a quienes lo han privado de todo, incluido del derecho a tener un pasado y una familia? ¿Pero quiénes son ellos, a los que hay que perdonar? ¿Tienen nombres y apellidos, domicilio conocido, manchas de sangre en sus manos, llagas en la lengua de denunciar, costras de callar? Sobre ancestrales odios se han edificado en el pasado, y se edifican en el presente, países enteros y culturas que no entierran del todo sus particulares animadversiones. Siempre hay alguien que por una u otra razón o en beneficio propio se encarga de despertar a los fantasmas, a los monstruos, a los dragones de la sinrazón, con el objetivo único de eliminar al que no es como él, al diferente, sea por su condición étnica, religiosa, racial o sexual. Personas habilidosas de la retórica o jerifaltes con demasiado poder suelen ser sus principales abanderados. Luego tras ellos, las hienas y los chacales surgen en manadas, hambrientos, devoradores, exterminadores.
  Estrella es fantástica y me consta que me quiere. La conocí en la calle. Trabajando. Yo en las alturas, igual que ahora; ella a ras de suelo, en la plaza de al lado. Terminó de trabajar antes que yo. Nos habíamos visto alguna vez, pero nunca habíamos hablado. Ese día, sin embargo, me miró de una manera que se me antojó muy especial. Bajé y me presenté:
  - Hola, soy Leon –y le extendí la mano derecha. En la izquierda llevaba la bombilla.
  Tomó mi mano con dulzura y la estrechó.
  - Hola Leon. Mi nombre es Estrella –y como por arte de magia la bombilla que yo sujetaba se encendió iluminando su rostro.
  - ¡Oh, señal buena! –exclamé artificiosamente como un principiante en un casting televisivo. La verdad es que estaba muy nervioso. Era la primera vez que trataba de agradar a una chica desde hacía mucho tiempo. Me atraía.- ¿Podíamos beber algo juntos?
  Ella río. Su risa era franca. Le gustaba mi manera de hablar y mi acento, me dijo poco después.
  - Claro, por qué no.
  De eso hace ya dos años. Mi español ha mejorado muchísimo, siempre con la ayuda de Estrella, bien es cierto. Vivimos juntos casi desde entonces. En un modesto apartamento alquilado. Con ella he podido hablarlo todo, sincerarme, abrir mi corazón y mostrarle sus pústulas. Me ha guiado en las tinieblas, sanando algunas heridas que yo creía incurables. Todo esto es idea suya. Dice que a fuerza de repetición acabas por asumir tus tragedias y las pérdidas y vas expulsando el veneno que llevas dentro. Se va diluyendo en el río de la vida diaria; aprendes a vivir con las cosas malas que te han sucedido, incluso con las más terribles, viéndolas desde miles de ángulos distintos. Yo no estoy muy seguro de compartir sus ideas al respecto. Aun así sigo sus consejos. Y cuando le digo que me parece una desconsideración olvidar a los seres queridos; a mi madre, despojo de amor y enfermedad; a mi padre, apaleado y tiroteado en plena calle; a mi hermana violada, preñada por el enemigo como una retorcida forma de tortura y control, que abrazó la muerte cuando apenas despertaba a la vida porque no pudo soportar esa condena injusta que no comprendía, la contundencia de Estrella me desarma. Yo no estaba allí para protegerles. Estudiaba en la Universidad, lejos del pueblo. Si hubieras estado allí no estarías ahora aquí para contármelo. Mira el lado bueno. Tú eres el testigo, la herencia, la memoria viva que puede servir para  que nada de esa tragedia caiga en el olvido, que esas personas anónimas como tus padres y tu hermana sigan viviendo, aunque sólo sea en el interior de tu corazón. La repetición mental de los hechos no implica el olvido de los seres queridos, me asegura.
  Yo también tengo las manos manchadas de sangre. No tuve elección. La locura me empujó a ello. Después de la aniquilación tomé partido activo en aquella estúpida contienda. Yo, que en un principio fui partidario del posicionamiento pacífico de Ibrahim Rugosa, me alisté en el UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo. Y también cometimos nuestras atrocidades, nuestras vengativas matanzas. Nosotros éramos más en nuestra tierra, acobardados por la minoría serbia. Ellos vinieron con su poderosa maquinaria bélica el día que las cosas se les empezaron a poner feas. Fue entonces que todo se complicó en exceso. Así que cuando las fuerzas de interposición de la ONU y de la OTAN finalmente dijeron aquí estamos para poner fin a las monstruosidades, encontré el camino para abandonar las armas, mi tierra, las raíces que pretendían aferrarme a la sangre derramada y huir del horror. Tenía los ojos hinchados, como los de una rana o un sapo, millones de duros fotogramas suturados a fuego lento uno a uno en la retina, la mente en ebullición: una olla a presión a punto de explotar. Primero recalé en la vecina y hermana Albania, y luego en distintas ciudades europeas. Hasta que me instalé en España. Aquí encontré cierta paz y alegría de vivir. Justo lo que yo más necesitaba. Pronto aprendí a buscarme la vida en trabajos temporales. ¡Yo que casi había terminado mis estudios para ser maestro! Quería enseñar a los demás. Moldear el barro tierno de los niños para que en el futuro, cuando fueran mayores, pensaran por sí mismos y fueran mejores personas, comprendieran y respetaran a los demás. Ilusión frustrada por un estúpido conflicto de fronteras, nacionalidades y antiguos imperios decimonónicos descompuestos en los albores del siglo pasado.
  Desde las alturas contemplo el ir y venir de los humanos, sus prisas, sus afanes y preocupaciones, como hormigas atareadas camino de sus labores o su hormiguero. Y tengo tiempo para inventar historias sobre ellos, historias que siempre deseo menos duras que la mía. Ellos, que viven en su burbuja protectora, nada saben de mí. Son europeos; nada deben temer. Pero Yugoslavia también era Europa. Los conflictos suelen tener lugar en otros continentes, en países subdesarrollados, escasamente evolucionados en asuntos políticos, que deben resolver sin dilación sus atrasadas revoluciones. La experiencia contradice esta apreciación. Nadie está libre de la barbarie, de la mecha aletargada que puede prender en cualquier momento, por cualquier razón. Algunos me miran, se paran incluso junto a mi escalera y sonríen, me tiran fotos acaso y depositan monedas en una cajita de cartón para verme trabajar. Correspondo en agradecimiento iluminando sus vidas un instante, antes de volver a mi ocupación en la cima del mundo.
  Amo a Estrella. He progresado muchísimo desde que vivo con ella. Se lo debo todo. Mi vida vuelve a tener sentido. El muro al final del túnel se va descascarillando y ya alcanzo a ver una luz al fondo. ¿Será verdad eso que dicen de que el tiempo todo lo cura? ¿O será el amor el que me ha salvado del naufragio existencial? Sin Estrella no lo habría logrado; sería un paria más, medio loco, arrastrando mi miseria por las calles enlodadas de este mundo. Capas y capas de odio, ansiedad y miedo se han venido abajo entre sus brazos, abrazado a su cuerpo cálido, a su sexo acogedor y vibrante, bajo sábanas que huelen de una manera especial, con un olor que no es del todo suyo ni del todo mío, que pertenece a la fusión de ambos.
  Sin embargo, todavía, en la oscuridad de las noches, cuando la conciencia sucumbe a la llamada de Morfeo y los buitres carroñeros que habitan en el inconsciente planean a sus anchas por mis sueños, me suelo despertar sudoroso, el corazón desbocado, falto de oxígeno, al borde del colapso o las lágrimas. Entonces miro a Estrella, su pelo negro desparramado por la almohada, su respiración pausada, ajena al terror y las pesadillas, y me siento protegido y feliz. Es mi anclaje, me digo, la perfecta barra de funambulista que equilibra mi vida e impide que caiga a un lado u otro de la cuerda floja por la que a veces camino entre la vigilia y el sueño. La abrazo y me pego cuanto puedo a su cuerpo, tanto que diríase quisiera confundirme con ella, habitarla, ser uno indisoluble, y que al despertar, frotándose los ojos ante mi ausencia, se dijera a sí misma Hola León, te quiero. ¿Cómo estás en mí? ¿Te molesta el ruido de mis vísceras, el aleteo de mi alma? En lugar de esta quimera, Estrella ronronea igual que una gatita, separa sus muslos y permite que mi pierna descanse entre las suyas. Nada es comparable a esta sensación de bienestar con la que vuelvo a dormirme con un corte de mangas a los dueños de la carroña. Algún día los venceré. Con las armas de la razón y del amor. Sólo el amor es capaz de redimir a los seres humanos de todas las atrocidades sufridas o perpetradas.  
Pero ese pánico nocturno perdura luego. No se va tan fácilmente como yo deseo. Y me paso el día nervioso mientras trabajo, como si de un momento a otro esta vida impostada se fuera a venir abajo por cualquier nimiedad, como unos papeles que no están en regla, un accidente fortuito o una crisis sentimental. Debo asumir que el miedo forma parte de lo que personalmente soy en conjunto: un armazón hecho de esqueleto, carne, entrañas, piel y miedo.
Hasta la cima del mundo, donde me siento protegido, también escalan terrores que llevo incrustados en algún lugar del corazón. La policía. La policía, por ejemplo. Aunque sé que nada malo he hecho, que no molesto a nadie, que estoy limpio, si alguien con uniforme pasa cerca de mi escalera, notó un temblor interior que sólo desaparece una vez que su figura se pierde en el horizonte, confundida con la de los demás viandantes. Las gotas de sudor asoman a mi frente y por más que me digo León, no temas, aquí estás a salvo, soy incapaz de sustraerme al pequeño espanto que anida de pronto en el palpitar de mis párpados o en el imperceptible baile de mis rodillas.
El otro día, sin ir más lejos, encaramado al penúltimo peldaño de la escalera, aún a riesgo de sufrir una caída, contemplaba yo el pizpireto caminar de una chiquilla con un globo fuertemente prendido con sus pequeños deditos. ¿Tendremos Estrella y yo un hijo algún día? Me gustaría mucho. Siempre que veo a niños felices pienso en el placer y la tremenda responsabilidad de ser padre. Se me pasa enseguida. ¿Es lícito engendrar criaturas y traerlas a este mundo loco e inhumano? La niña no dejó de mirarme un solo instante. Señalaba hacia arriba con su globo y la madre tiraba de ella con un apremiante Ahora no podemos pararnos, cariño, que tengo mucha prisa; ya llegamos tarde. Yo hubiera querido girarme y vigilar sus pasos, robarle la inocencia de su mirada. Me fue imposible: la inmovilidad absoluta es la esencia de mi trabajo. Y cinco segundos después de que desapareciera de mi ángulo visual, una pequeña explosión estuvo a punto de hacerme despeñar escaleras abajo. El corazón se me encogió en el pecho hasta adquirir el tamaño de una nuez y la consistencia de un guijarro de gelatina. El ruido de las balas, los obuses, el disparo de morteros y tanques, todos los terribles sonidos del mundo cruzaron por mi mente. Estaba de nuevo en el centro de la guerra, en el corazón de las tinieblas, sufriéndola, participando de ella, eliminando, odiando, odiando, odiando, odiando, muriendo. Cuando la fugaz visión de Kosovo en llamas desapareció, torcí el cuello y contemplé el llanto de la chiquilla a la que por arte de birlibirloque se le había explotado el globo. Ése había sido el sonido generador de recuerdos que dolían igual que astillas clavadas entre las uñas de los dedos o dientes extirpados sin anestesia con unas mohosas tenazas. La niña, incapacitada por su edad para hallar una explicación plausible a aquel tremendo desastre infantil, lloraba a moco tendido mientras miraba su manita desposeída del globo azulado que una fracción de segundo antes había tenido entre sus dedos. Por ahí se empieza. Sobre peldaños de contrariedades se va encostrando el alma de los humanos.
  No me sentí con fuerzas para continuar trabajando. Recogí la escalera y la recaudación, me desvestí y guardé la bombilla y la pila de petaca en la mochila. Fui a buscar a Estrella a la plaza y esperé en un banco leyendo un libro de cuentos de Saramago que me había regalado por mi cumpleaños. De vez en cuando contemplaba con admiración su pose de sirena varada que expelía burbujas redondas y transparentes soplando a través de un pequeño círculo que antes introducía en un tarrito con agua y jabón.
De camino a casa le conté el suceso del globo, la niña y mis visiones, y se rió de mí. Eso me molestó. No dije nada; dejé que fuera mi rostro el que hablara. Ella me desarmó con un reto:
  - No seas tonto. Olvídate de eso; una anécdota sin importancia. Seguro que mañana traigo más dinero que tú a casa.
  - Trato hecho –dije olvidándome un instante del desasosiego provocado por el incidente. No me asistía ningún derecho a amargarle el día con mis traumas. Teníamos una tarea mucho más importante por delante: construir un universo a imagen y semejanza de nuestro amor.  
  Ese reto me ha obligado a emplearme a fondo, a cambiar de estrategia, a situarme a media altura, con la mano extendida y la bombilla sujeta entre los dedos. Trato de no pensar ahora en el pasado, ni en el presente, ni siquiera en el futuro. Procuro mantener la mente en blanco, concentrarme en atraer a quienes pasan por la calle. Los miro a los ojos uno a uno, imploro en silencio su comprensión, reclamo el óbolo de su generosidad para que mi vida en común con Estrella sea lo más cómoda posible.
  Al final se desencadena una interminable rueda que no me da tregua ni respiro. Subo y bajo sin descanso. Todo empieza con el tímido acercamiento de un muchacho de unos siete años. Contemplando mi pose de estatua, echa unas monedas en la cajita de cartón y espera mi respuesta. Hoy me he embutido en un traje espacial casero de color plateado y un casco viejo de moto que Estrella conservaba de un novio anterior. Con un movimiento casi robótico del cuello lo observo. Sonrío tras el plástico rayado que difumina mis ojos. Desciendo muy despacio los escalones, como si anduviera por el espacio con gravedad cero, y me aproximo a él. Le tiendo a cámara lenta la mano cerrada con el índice derecho extendido; en la otra sostengo la bombilla. El muchacho comprende más allá del silencio y el movimiento y acerca su dedo al mío. En el instante en que nuestras yemas se rozan, la bombilla de mi mano se enciende y también todas las farolas de la ciudad. Luces de esperanza me alumbran. Nada acaba. Todo empieza.
  Luego, despacio, igual que bajé, vuelvo a subir por la escalera para adoptar mi pose de estatua espacial, en la cima del mundo, suspendida en un cielo al que difícilmente podrán trepar ya los fantasmas, los monstruos, los dragones de la sinrazón, los sátrapas de todo el mundo. Al menos hoy.
Abrazo algo muy parecido a la felicidad. Mañana será otro día para pensar o recordar, me digo.


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