domingo, 14 de marzo de 2010

XV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA "REAL VILLA DE GUARDAMAR", 2010



MODALITAT: IGUALDAD DE GÉNERO


Yose Álvarez-Mesa

Yose Álvarez-Mesa nació en Asturias, región donde vive actualmente y donde desarrolla su actividad cultural. Su obra escrita abarca todos los géneros literarios, especialmete la poesía.

Ha publicado hasta la fecha nueve libros, y ha participado en diversas antologías y revistas culturales. Desde 2005 hasta hoy le han sido otorgados un centenar de premios literarios tanto en verso como en prosa.

 

LA CASA NAKHON


Quién le iba a decir a Kania que una desgracia de tan ingentes proporciones la iba a sacar de la marginalidad en la que vivía desde el mismo instante de su nacimiento. Se hallaba en una cama del hospital de campaña número 3 de ayuda humanitaria HHW, y buscaba entre la multiculturalidad que la rodeaba algo familiar con lo que sentirse en casa, pero no lo logró. Y se sintió extrañamente feliz, porque aquel lugar aséptico lleno de gentes desconocidas era el más cálido en el que jamás había estado.

Tenía las piernas rotas y todo el cuerpo magullado debido al último terremoto que sacudió el Golfo de Tailandia dejando muchas ciudades, pueblos y aldeas completamente arrasados. Durante esos días las calles eran un verdadero infierno, pero no tanto como aquél en el que había estado retenida durante sus trece años de existencia.

Nunca supo con exactitud el día de su nacimiento. Le habían dicho “entre febrero y  abril”, así que el 1 de marzo celebraba su cumpleaños con una siesta a escondidas que luego le valía una reprimenda y trabajar más horas esa jornada. Y es que siempre tenía tanto sueño y cansancio… demasiadas horas de trabajo y muy poco tiempo para dormir eran su día a día. Así que para ella su mejor regalo era dormir a pierna suelta, un lujo que sólo se permitía una vez al año y a costa del castigo posterior. Era su única rebeldía.

Jamás tuvo una madre que velara por ella, ya que quien le dio la vida murió durante el parto cuando aún no había cumplido los quince años. Le habían dicho que era una linda muchacha de grandes ojos verdes, llegada a Casa Nakhon a muy corta edad desde la lejana provincia de Nong Khai, y cuya madre la había vendido para poder aliviar la miseria de su familia. Se llamaba Kania, por eso a ella le pusieron ese mismo nombre. Fue enterrada en el descampado próximo a la casa, y sus pertenencias, un libro de oraciones que nunca supo leer y una pulsera de cuentas de ámbar que siempre llevaba puesta,  fueron su único legado.

Ella iba a visitar aquel descampado a menudo. El sitio exacto donde le dijeron que estaba su madre, bajo un túmulo apenas perceptible en medio del suelo pedregoso, era su lugar de culto, la única referencia a sus orígenes. Instintivamente siempre necesitó una madre aunque no sabía lo que eso significaba. Necesitaba un horizonte, un por qué, algo a lo que pertenecer. Y también un lugar donde canalizar esa falta de amor que siempre tuvo. Nunca había conocida a aquella otra niña que la trajo al mundo, pero en su imaginación podía sentir sus abrazos maternales saliendo de la tierra para abrigarla de todas las penurias.

Era su quinto día en el hospital y aún le dolía todo el cuerpo, pero nunca se quejaba. Si la enfermera no le preguntase de vez en cuando aguantaría el dolor igual que lo hizo tantas veces antes.
—¿Te duelen las heridas, ma chérie?
—Bueno, un poco, señorita.
—Pues avisa, criatura, no sufras a lo tonto que para eso están los analgésicos.
Le dio una pastillita y un poco de agua y a la media hora el dolor había remitido. Qué maravillosa magia, ojalá hubiera tenido esas pastillas milagrosas cuando los golpes recibidos la dejaban dolorida durante días  sin que nadie se preocupase por ella.

Apenas recuerda su vida antes de los cinco años. Deambulaba por la casa limpiando y fregando lo que le mandaban, y le enseñaban lo que había que hacer con  los hombres en las habitaciones de trabajo. La ponían a observar detrás de unas cortinas y le explicaban todo lo que sucedía en la alcoba, de qué manera atender a los clientes para que cuando se fueran dejasen su dinero, porque a los cinco años tendría que trabajar como las demás para poder pagarse su sustento.

Cuando llegó el momento supo qué hacer y ni siquiera pasó por su cabeza rebelarse ante aquello que no comprendía. No había opción y no se planteó que pudiera negarse. Era lo que hacían todas las niñas de la casa, para lo que la señora Tasanee las había estado preparando. Y lloró hasta quedar sin lágrimas porque aquello le parecía algo horrible, pero siguió haciéndolo porque era lo único que podía hacer.

No conocía otra vida que aquella y por eso ni había tenido la oportunidad de  ambicionar otra. Y ahora, con trece años, se preguntaba qué sería de ella a partir de ese momento. Le habían dicho que aquel trabajo que tanto detestaba se había terminado, y que ahora lo que tenía que hacer era ir a la escuela. ¡La escuela! Eso siempre le había parecido un sueño inalcanzable.

Una vez un cliente quiso llevársela de allí. Le ofreció una habitación para ella sola en su casa de Bankgok, a cambio de ocuparse de las tareas domésticas y de atender a sus hijos y a su esposa enferma. Pero la señora Tasanee puso un precio que el hombre no pudo pagar. Hubiera sido su oportunidad de cambiar de vida, como les ocurrió a algunas niñas de la casa. Nada podía ser peor que seguir años tras año creciendo en aquel lugar en el que, al cumplir los 16, había que salir por la puerta sin más equipaje que un papel con los nombres de las mejores calles en las que vender aquellos cuerpos maltratados.

El terremoto había derruido su casa y, excepto ella, habían muerto todos sus ocupantes: Sus compañeras, la vieja cocinera Suchin, las criadas, la señora Tasanee, y el esposo de ésta, el señor Arich. Tanto Kania como las otras niñas tenían tanto miedo del señor Arich… Se encargaba de castigarlas cuando hacían algo mal, y ellas se ponían a temblar cada vez que él se acercaba con su gesto amenazante y su cara de odio. Era sin duda el hombre más malvado de todos los que habían conocido. Hasta la señora Tasanee le regañaba a veces porque, cuando se le iba la mano, dejaba a las niñas inservibles por unos días y perdían dinero. Y ahora estaba muerto. Qué exultante alegría le recorría las venas a Kania sólo de pensar que aquel hombre jamás volvería a tocarla. Ni en sus mejores sueños se hubiera imaginado que algo tan maravilloso pudiera ocurrir.

También murieron todos los clientes que se encontraban en la Casa Nakhon en el momento de la catástrofe, en su mayoría extranjeros, lo que provocó un conflicto internacional a la hora de repatriar los cadáveres, por el sitio donde habían sido encontrados aquellos respetables ciudadanos europeos. El asunto de las casas de niñas fue noticia en la prensa durante días, y el caso de Kania, cuya foto apareció en los noticiarios siendo rescatada bajo los escombros por los servicios de ayuda internacional, despertó conciencias y desató gritos de horror, los suficientes para que varias ONG se avinieran a rescatarla de aquel país que le robó la infancia.

Ahora se encontraba recuperándose de sus heridas, pero pronto sería evacuada a Francia para poder empezar una nueva vida lejos de allí. ¡Francia! Eso se le antojaba muy lejos, y ni siquiera hablaban su misma lengua, “pero aprenderé, aprenderé rápido, nada me impedirá perseguir este sueño”. Le daba vértigo lo que estaba pasando, y tenía miedo que de pronto el sueño se evaporase, y se despertase en su camastro de la Casa Nakhon, como todos los días, sin más deseo que ver llegar la hora de dormir. 

¿Qué habrá sido de Niran? No hacía más que preguntárselo desde que abrió los ojos tras el estruendo. Era su único amigo, al que conocía desde que él empezó a llevarles el pedido de la tienda de comestibles de su padre, un par de años atrás. Desde el primer momento había nacido entre ellos una mutua simpatía, y a menudo él le regalaba dulces y ella le preguntaba por lo que aprendía en la escuela. Fue quien le contó lo poco que sabía del mundo fuera de aquellas paredes. Quien le dijo que había sitios donde las niñas también iban a la escuela, cosa que a ella le parecía algo impensable.
—¿Es posible? ¿Las niñas en la escuela? ¿Y aprenden lo mismo que los niños?
—Claro que sí, ¿te gustaría ir a la escuela?
—Es lo que más me gustaría en el mundo.
La última vez que se vieron con el pedido de verduras, se habían besado aprovechando que la cocina estaba vacía. Habían quedado en el descampado al día siguiente junto a la tumba de su madre, pero los planes de aquel día fueron otros. Y ahora tan solo deseaba saber si había sobrevivido al desastre o había sucumbido también a la furia demoledora de la tierra. Pero era una respuesta que ya nunca tendría.

El doctor se acercó a ella haciendo que sus pensamientos cambiaran de rumbo. Revisó sus heridas y movió la cabeza con aprobación.
—Muy bien, muy bien, esto marcha estupendamente. Traigo buenas noticias, pequeña, podrás salir en el vuelo de mañana.
Mañana. Qué palabra tan linda, de repente tenía tanto sentido… ¡Mañana! 




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