sábado, 24 de agosto de 2019

XXIV CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR”, 2019

 MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO


GANADORANURIA GARCÍA GONZÁLEZ

TÍTULO: ESA NO SOY YO

Nuria García González, nacida en Madrid en 1971, es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Comunicación e Información Audiovisual por la Universitat de Barcelona.

Literariamente hablando ha conseguido numerosos galardones, entre los que destacamos: Premio de Narrativa en castellano “Vila de L’Eliana” en 2014; un 2º premio en el X Certamen de Relato Breve “José Luís Gallego” en 2015, donde en 2014 consiguió ser finalista; Finalista del Premio Atzavares 2015 de la Universidad de Elche; Accésit en el Certamen Internacional de Relatos “Filando Cuentos de Mujer” también en 2015; 1º Premio del Certamen literario para la Igualdad del Ayuntamiento de Burgos en 2016 y 2º Premio de Relatos del distrito de Usera (Madrid) en 2017.


Esa no soy yo

Toy Costello

Mi padre moja los últimos trozos de solomillo en la crema de mostaza, lenta y concienzudamente. Vuelve a hacer la misma pregunta de hace un rato. Que se esté haciendo mayor no es excusa; esto ocurría también cuando éramos niños y preguntaba - pregunta retórica - dónde habíamos estado jugando ese día y con qué amigos, siempre sin esperar contestación porque su atención se desviaba inmediatamente hacia el parte que daban en la tele o al comentarista deportivo de turno.

-          ¿Cuándo dices que vuelve Catalina de Alemania?

-          El viernes, papá.

-          ¿Y cómo te estás apañando con los críos?

Enarca las cejas entre incrédulo y alarmado.

-          Pues como puedo.  Me llevo a la peque al estudio por las tardes porque es aún muy chiquita para dejarla tantas horas en la guardería. A Marcos le llevo y le traigo del cole, a ratos pasa las tardes en el estudio conmigo cuando no tiene deporte. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Intento estar en casa no más tarde de las 7… luego los baños y las cenas…ya sabes. A veces me llevo el trabajo a casa para seguir por la noche cuando acuesto a los críos.

Me interrumpe mientras mastica con dificultad el último trozo de carne.

-          Pero esto es un despropósito, Jorge. Tú solo, con dos críos. ¿Y tus visitas a los clientes? ¿Cómo puedes rendir si te pasas las noches sin pegar ojo? Mira la cara que tienes hoy.

Hago un gesto quitando peso al asunto. Es cierto que daría lo que fuera por echarme una buena siesta hoy después de comer, pero se me echa encima la hora de la merienda de la nena y luego me vuelvo al estudio.  Hoy tengo que acabar como sea el dichoso diseño, así que estoy rezando para que mi hija no tenga gases y no nos desconcentre en el estudio con sus gritos.

Mi padre pide dos cafés. Está dándole vueltas a algo. Saca un cigarrillo de un paquete de tabaco astutamente oculto en un bolsillo interior. Como yo le miro con reprobación, se lo piensa dos veces y vuelve a guardarse el cigarro de inmediato.

-          Mira, Jorge, aprovecha que he venido del pueblo y déjame esta tarde a los niños. Puedes ir con tranquilidad a ver a tu cliente, no pospongas más la visita. Me quedo en tu casa con la niña y después vamos a buscar a Marcos a la escuela. ¿No te fías de tu viejo padre?

-          No es eso. Una cría tan pequeña es mucha responsabilidad. ¿Tú te acuerdas de cómo se cambia un pañal? ¿Sabes preparar un biberón?

Mi padre pone la cara de vendedor de seguros convincente, pura deformación profesional, como diciendo “todo controlado”.  Pero sé que se ahogará en un vaso de agua si le encomiendo a dos niños.  Al final, acordamos que él vaya al colegio a recoger a Marcos y le lleve un rato al parque mientras yo termino el trabajito para entregarlo mañana. La nena se viene conmigo al estudio. Catalina pondría el grito en el cielo si dejase a un bebé en manos inexpertas.

Insiste en pagar la cuenta. Le doy mi juego de llaves. Le observo con sus pantalones de pana enfilar la calle hacia el cole de Marcos y le grito: “Papá, queda una hora para el toque de campana. Date un paseo por el barrio para bajar la comida”. Hace un gesto de despedida desentendiéndose de mí y sigue su rumbo. Empujo el cochecito hacia mi lugar de trabajo para continuar la jornada. Cuando me vuelvo para mirar a mi padre de lejos, veo un hombre envejecido con un abrigo pasado de moda, una silueta que ha ganado varios kilos en el pueblo. Advierto que en la parte trasera del cráneo apenas le queda pelo y, por primera vez, noto cómo cojea de la pierna derecha. Me embarga algo parecido a una ternura inmensa que en cualquier momento puede estallar y ahogarme el gaznate. Pero mi benjamina se ha despertado ya de la siesta y se arranca con unos graciosos gorgoritos para atraer mi atención. Y dejo de ser el hijo para ser de nuevo lo que me toca: padre.

 

Nadie en casa recordará el episodio que voy a contar. Mi padre por olvidadizo, mi hermano porque era unos cuantos años menor que yo en esos primeros años 80. La controvertida cantante Mari Trini apareció en TVE con un corte de pelo muy de la década, un ligero cardado algo descuidado, y esos ojos suyos claros e incisivos. El locutor presentó a la cantautora y llovieron aplausos en el plató. Mamá nos gritó desde la cocina:

“¿Va a salir la Mari Trini?”

“Ven, mamá”. Mi hermano y yo cenábamos en el salón mientras papá, inmerso en el Diario 16, nos rogaba que bajásemos el volumen de la televisión.

Y ahí mamá perdió la cabeza y se dejó llevar. Se despeinó el pelo y acompañó con un bailoteo provocador a Mari Trini, que interpretaba con pasión la famosa canción “Yo no soy esa” ante los televidentes. Mamá usó un pañuelo a modo de turbante para la cabeza y cantó bien alto al ritmo de esa melodía. Parecía poseída. Al final, aplaudió con entusiasmo: “Esa niña sí, noooo, esa no soy yo”. Papá miraba a mi madre como si hubiera perdido la razón: “Tiene pinta de loca. Es una tía rara”. “Como sois los hombres, concho. Mari Trini es una progre, que no te enteras” retrucó ella.

Este episodio es un recuerdo anecdótico en un año marcado por el despido de mi madre y su posterior transformación. Se había quedado embarazada de nuestra hermana pequeña y ese error de cálculo – no contaban con un tercero - trajo cola. Pasó las correspondientes semanas de maternidad cuidando de nuestra hermanita y cuando se incorporó a la peluquería pidiendo una reducción de jornada, sus jefes se lo tomaron a chiste. Ella porfió, pero se encontró una escueta carta y un finiquito encima de la mesa. Lo tomas o lo dejas. Después de muchos años de servicio, la echaron.

“Estaba cantado”. Fue lo que le escuché a mi padre. “Con Jorge pasó lo mismo. También te echaron del otro sitio. Es lo que hay”. Mi madre pasó algún tiempo contrariada y hermética hasta que puso en marcha sus “maquinaciones”, como decía mi padre. Se apuntó a un misterioso curso a distancia,  recibía extraños fascículos por correo y completaba unos retorcidos ejercicios en la mesa camilla todas las noches después de cenar. A mí me desaparecían los portaminas y las gomas de borrar por su culpa. De tanto en tanto, papá se inmiscuía en los deberes de mi madre: “Añade esa partida a los gastos también”. Yo, a mis 11 años, era testigo de ese trajín de cuadernos, del trasiego de hojas desparramadas por el hule de la mesa camilla, de su teclear sobre la calculadora.

Al cabo de unos meses, mamá llegó contenta con un título debajo del brazo, le puso un marco que andaba por casa y lo colgó en el cuarto de estar.

Carmen Fernández Zafra ha superado el Curso de Contabilidad y Gestión de Empresas Familiares, con un sello estampado en la parte inferior. Papá se quedó mirando el papel de color sepia en la pared y se encogió de hombros, sin sospechar lo que vendría después.

Las “maquinaciones” de mi madre se prolongaron todo ese año 1983.  Una sensación de intriga se mascaba por la casa. A menudo la pillaba yo haciendo citas telefónicas en la cocina, casi clandestinamente, vestía a mi hermana corriendo, la metía en el carrito y se la llevaba a visitar locales. Cuando tuvo la certeza de cuál era el espacio ideal para su negocio, convenció a mi padre, no sin que previamente hubiera más de un cruce de palabras en casa. Mi padre se mostró desconfiado pero accedió a regañadientes a acompañarla. Varias veces acudieron al local juntos para cerciorarse de que era el adecuado. Mi madre andaba efervescente de un lado a otro haciendo sus cálculos, mi padre era presa de la preocupación. No estaban las arcas familiares para reparaciones ni para material, pero en el momento preciso, como caída del mismo cielo, llegó una buena nueva en un año realmente difícil para la economía doméstica: un tío materno vendió los terrenos de la abuela y a nuestra madre le correspondió su parte. Mi padre presionaba para que ese dinero familiar pudiera servir para la entrada de un piso más grande, ahora que éramos cinco. Mi madre no se desvió de su objetivo. Llamó a un albañil y se dispuso a arreglar ese local de barrio con una inversión modesta, pero con gusto y una alta dosis de imaginación.

Un día se presentó el rotulista, quitó el antiguo letrero comercial  y colocó el nuevo. “Peluquería Estética Carmina”. Muchos vecinos se acercaron a desearnos la mejor de las suertes con el negocio. Recuerdo que mi hermano y yo corrimos al parque a informar a todos nuestros amigos de que ya “teníamos” peluquería propia con gabinete de estética, por nombrar con un eufemismo a ese cuartucho pintado de azul donde las mujeres de mi barrio se harían cera y manicura por un módico precio y donde, alguna que otra tarde, nos tocaba hacer los deberes hasta que mi madre echaba el cierre. 

Así pasaron 30 años. El negocio funcionó, con varios altibajos en tiempos de coyuntura delicada, pero siempre salió a flote. Nuestra empresaria de barrio amplió el local años después y contrató a una peluquera veterana, a dos jóvenes oficialas y una esteticista. No fue la crisis que arrancó en 2008, ni ninguna de las circunstancias y vicisitudes anteriores. Fue un diagnóstico descarnado escrito en una hoja de papel con el membrete de un hospital público lo que puso punto final a una empresa donde a ella le hubiese gustado cumplir los 65 años. Decidió cerrar las puertas de la peluquería  sin mirar atrás, sin asomo de pena y sin dramatismos. Empezaba otra etapa. Se montó en un avión y se fue a Viena con mi padre – siempre había sigo su sueño y nunca entendimos por qué no prefería París o Roma – con una cámara digital que le regalamos ese último verano para inmortalizar sus vacaciones.

 

Mi padre y Marcos ya están en casa cuando llego del estudio empujando el carrito de la peque. Catalina me ha llamado desde Alemania para avanzarme que la semana próxima tendrá que pasar dos días en Barcelona para un congreso. Cuando se lo comento a mi padre – en buena hora – bufa con fastidio:

-          Es como si estos críos tuvieran una madre a tiempo parcial…la vuestra siempre os llevaba a la peluquería y os entretenía hasta la hora de cerrar, se ocupaba de vosotros…

No voy a abrir un debate estéril para hacer entender a mi padre el tipo de trabajo que tiene Catalina, mi mujer. Mando a mi hijo Marcos a colocar sus cuadernos para el cole y luego a la ducha.

-          Papá, te quedas a cenar con nosotros. Voy a dar la cena a la niña. Mientras,  ponte a batir unos huevos.

Acepta sumiso. Mientras suministro el último biberón del día, oigo un estruendo que procede de la cocina. Tres huevos han ido a parar al suelo, huevera incluida. Mi padre pasa una bayeta por el suelo. Le recuerdo desde el salón que hay que ponerse las gafas de vez en cuando. “Suerte que quedan cinco huevos todavía, si no, adiós tortilla”, masculla arrodillado, respirando con dificultad por culpa del tabaquismo, frotando el suelo primero con la bayeta pringosa y luego con papel de cocina.

Acuesto a la pequeña para que nos deje cenar tranquilos. Marcos se ha puesto el pijama y empuña una espada láser que su abuelo le ha comprado esta misma tarde.  Oigo las risas de abuelo y nieto que llegan desde la habitación mientras cuajo una tortilla con atún. Saco el pan de la tostadora, pongo el queso fresco y el salami en una bandeja con los vasos. Por el camino se me ocurre sacar esa botella de Rioja decente que está esperando una buena ocasión para ser descorchada. Me digo a mí mismo que un buen vaso de vino por la noche no puede hacer mal a nadie, así que me la traigo a la mesa del salón y saco dos copas nuevas. Mi padre se planta la servilleta alrededor del cuello, su ritual de toda la vida, y paladea el vino.

-          Hoy justo he pasado por ahí. Ahora es una sucursal bancaria.

Engulle su porción de tortilla. Parece algo contrariado.

-          ¿?

-          Me refiero a la peluquería de tu madre. Una sucursal de no sé qué bank, no sé qué gaitas de banco.   

-          ¿?

-          Tu hermana Sonia, que andaba siempre jugando con los rulos y los cepillos cuando era niña, bien podría haber continuado con el negocio.

-          Sonia valía para estudiar, papá…

-          ¡Una arquitecta en paro que se ha tenido que marchar para ganarse el pan! ¡A Finlandia, nada menos!

He evitado estos años pasar por la peluquería solo por no ver esa puerta y esas paredes repletas de publicidades de conciertos, de pintadas obscenas y graffitis incoherentes. Por evitar que el abandono de esa esquina me taladre el corazón, doy un rodeo siempre que puedo. El material y todo el mobiliario que había dentro se liquidaron deprisa en una tienda de segunda mano. Era el local de Carmina, de su mujer, y eso es lo que le perturba a mi padre hoy.

Intento cambiar de tercio hablándole de los resultados de la liga, de los fichajes del mercado de invierno, de la salud de los viejos vecinos que voy encontrando en el supermercado o en el ambulatorio. “Todos te mandan recuerdos, ¿ves como no se olvidan de ti aunque tú te hayas querido exiliar en el pueblo?” El rostro se le va animando gracias al vino. Al final de la cena, mi padre parece haberse acordado de algo de repente. Comenta con aire soñador:

-          Tú no te acordarás, eras un chavalín. Tu madre nos dio el espectáculo un día cantando y bailando en medio del salón con un pañuelo atado en la cabeza…ella, una mujer tan seria y tan recatada. Y la pobre no tenía nada que celebrar ese día porque justo la habían echado sus jefes. Tú no te acuerdas. Venga a cantar como una loca…

Papá apura su copa, sacude la cabeza y se queda con la vista fija en la librería.

-          Claro que me acuerdo. Salió Mari Trini en la tele y a mamá le pirraba esa canción.

Respondo contento de que haya sacado a colación ese retazo de mi infancia. Papá chasquea la lengua.

-          A lo que voy. Ese día dejé adrede un folleto de no sé qué academia de estudios. Lo puse en la cocina bien a la vista. Yo no la creía nada tonta, me refiero a tu madre, por eso pensé que había que animarla a aprender algo para que se entretuviera mientras encontraba otro trabajo. Y de aquellos polvos llegaron esos lodos… ¡La señora se montó su propio negocio!

Se le han empañado las gafas y también los ojos. Intenta contener la ráfaga de emoción (no ha pasado tanto tiempo desde que mamá nos dejó) disertando sobre los malos momentos que pasaron juntos en los 80 cuando llegaban las implacables letras del piso. Y luego en la década de los 90, pagando mi universidad y después la de mi hermano y la de mi hermana más tarde, sacando a flote la peluquería…y él, que a duras penas lograba vender seguros por culpa de una mala racha. Le dejo perorar un buen rato porque sé que lo necesita.  Cuando se cansa, mira el reloj, se quita la servilleta y hace ademán de levantarse.

-          No te vayas a casa, que ha estado cerrada mucho tiempo y estará helada. Quédate a dormir aquí. En la habitación de invitados vas a estar cómodo. Mañana puedes pasar a recoger a Marcos del cole. 

Él ya ha cogido el abrigo y se encamina hacia la puerta.

-          Abuelito, quédate, porfa, mañana podemos jugar a las espadas.

Este que habla con cara somnolienta y un pijama del Hombre Araña es Marcos. El abuelo le mira, me mira a mí y luego de nuevo se queda observando a su nieto. Después de un largo silencio, responde muy formal:

-          En ese caso, caballerete, me tendrás que prestar tu pijama de Superman y un cepillo de dientes.

-          Eso está hecho, abuelo.

Abuelo y nieto chocan sus manos para sellar el acuerdo. Mi hijo se abraza con efusividad a la maltrecha pierna de su abuelo desestabilizándole.

 

[A todas esas ‘Carminas’ anónimas – madres, esposas, hermanas – que nos han procurado una vida mejor]









Mi padre moja los últimos trozos de solomillo en la crema de mostaza, lenta y concienzudamente. Vuelve a hacer la misma pregunta de hace un rato. Que se esté haciendo mayor no es excusa; esto ocurría también cuando éramos niños y preguntaba - pregunta retórica - dónde habíamos estado jugando ese día y con qué amigos, siempre sin esperar contestación porque su atención se desviaba inmediatamente hacia el parte que daban en la tele o al comentarista deportivo de turno.

-          ¿Cuándo dices que vuelve Catalina de Alemania?

-          El viernes, papá.

-          ¿Y cómo te estás apañando con los críos?

Enarca las cejas entre incrédulo y alarmado.

-          Pues como puedo.  Me llevo a la peque al estudio por las tardes porque es aún muy chiquita para dejarla tantas horas en la guardería. A Marcos le llevo y le traigo del cole, a ratos pasa las tardes en el estudio conmigo cuando no tiene deporte. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Intento estar en casa no más tarde de las 7… luego los baños y las cenas…ya sabes. A veces me llevo el trabajo a casa para seguir por la noche cuando acuesto a los críos.

Me interrumpe mientras mastica con dificultad el último trozo de carne.

-          Pero esto es un despropósito, Jorge. Tú solo, con dos críos. ¿Y tus visitas a los clientes? ¿Cómo puedes rendir si te pasas las noches sin pegar ojo? Mira la cara que tienes hoy.

Hago un gesto quitando peso al asunto. Es cierto que daría lo que fuera por echarme una buena siesta hoy después de comer, pero se me echa encima la hora de la merienda de la nena y luego me vuelvo al estudio.  Hoy tengo que acabar como sea el dichoso diseño, así que estoy rezando para que mi hija no tenga gases y no nos desconcentre en el estudio con sus gritos.

Mi padre pide dos cafés. Está dándole vueltas a algo. Saca un cigarrillo de un paquete de tabaco astutamente oculto en un bolsillo interior. Como yo le miro con reprobación, se lo piensa dos veces y vuelve a guardarse el cigarro de inmediato.

-          Mira, Jorge, aprovecha que he venido del pueblo y déjame esta tarde a los niños. Puedes ir con tranquilidad a ver a tu cliente, no pospongas más la visita. Me quedo en tu casa con la niña y después vamos a buscar a Marcos a la escuela. ¿No te fías de tu viejo padre?

-          No es eso. Una cría tan pequeña es mucha responsabilidad. ¿Tú te acuerdas de cómo se cambia un pañal? ¿Sabes preparar un biberón?

Mi padre pone la cara de vendedor de seguros convincente, pura deformación profesional, como diciendo “todo controlado”.  Pero sé que se ahogará en un vaso de agua si le encomiendo a dos niños.  Al final, acordamos que él vaya al colegio a recoger a Marcos y le lleve un rato al parque mientras yo termino el trabajito para entregarlo mañana. La nena se viene conmigo al estudio. Catalina pondría el grito en el cielo si dejase a un bebé en manos inexpertas.

Insiste en pagar la cuenta. Le doy mi juego de llaves. Le observo con sus pantalones de pana enfilar la calle hacia el cole de Marcos y le grito: “Papá, queda una hora para el toque de campana. Date un paseo por el barrio para bajar la comida”. Hace un gesto de despedida desentendiéndose de mí y sigue su rumbo. Empujo el cochecito hacia mi lugar de trabajo para continuar la jornada. Cuando me vuelvo para mirar a mi padre de lejos, veo un hombre envejecido con un abrigo pasado de moda, una silueta que ha ganado varios kilos en el pueblo. Advierto que en la parte trasera del cráneo apenas le queda pelo y, por primera vez, noto cómo cojea de la pierna derecha. Me embarga algo parecido a una ternura inmensa que en cualquier momento puede estallar y ahogarme el gaznate. Pero mi benjamina se ha despertado ya de la siesta y se arranca con unos graciosos gorgoritos para atraer mi atención. Y dejo de ser el hijo para ser de nuevo lo que me toca: padre.

 

Nadie en casa recordará el episodio que voy a contar. Mi padre por olvidadizo, mi hermano porque era unos cuantos años menor que yo en esos primeros años 80. La controvertida cantante Mari Trini apareció en TVE con un corte de pelo muy de la década, un ligero cardado algo descuidado, y esos ojos suyos claros e incisivos. El locutor presentó a la cantautora y llovieron aplausos en el plató. Mamá nos gritó desde la cocina:

“¿Va a salir la Mari Trini?”

“Ven, mamá”. Mi hermano y yo cenábamos en el salón mientras papá, inmerso en el Diario 16, nos rogaba que bajásemos el volumen de la televisión.

Y ahí mamá perdió la cabeza y se dejó llevar. Se despeinó el pelo y acompañó con un bailoteo provocador a Mari Trini, que interpretaba con pasión la famosa canción “Yo no soy esa” ante los televidentes. Mamá usó un pañuelo a modo de turbante para la cabeza y cantó bien alto al ritmo de esa melodía. Parecía poseída. Al final, aplaudió con entusiasmo: “Esa niña sí, noooo, esa no soy yo”. Papá miraba a mi madre como si hubiera perdido la razón: “Tiene pinta de loca. Es una tía rara”. “Como sois los hombres, concho. Mari Trini es una progre, que no te enteras” retrucó ella.

Este episodio es un recuerdo anecdótico en un año marcado por el despido de mi madre y su posterior transformación. Se había quedado embarazada de nuestra hermana pequeña y ese error de cálculo – no contaban con un tercero - trajo cola. Pasó las correspondientes semanas de maternidad cuidando de nuestra hermanita y cuando se incorporó a la peluquería pidiendo una reducción de jornada, sus jefes se lo tomaron a chiste. Ella porfió, pero se encontró una escueta carta y un finiquito encima de la mesa. Lo tomas o lo dejas. Después de muchos años de servicio, la echaron.

“Estaba cantado”. Fue lo que le escuché a mi padre. “Con Jorge pasó lo mismo. También te echaron del otro sitio. Es lo que hay”. Mi madre pasó algún tiempo contrariada y hermética hasta que puso en marcha sus “maquinaciones”, como decía mi padre. Se apuntó a un misterioso curso a distancia,  recibía extraños fascículos por correo y completaba unos retorcidos ejercicios en la mesa camilla todas las noches después de cenar. A mí me desaparecían los portaminas y las gomas de borrar por su culpa. De tanto en tanto, papá se inmiscuía en los deberes de mi madre: “Añade esa partida a los gastos también”. Yo, a mis 11 años, era testigo de ese trajín de cuadernos, del trasiego de hojas desparramadas por el hule de la mesa camilla, de su teclear sobre la calculadora.

Al cabo de unos meses, mamá llegó contenta con un título debajo del brazo, le puso un marco que andaba por casa y lo colgó en el cuarto de estar.

Carmen Fernández Zafra ha superado el Curso de Contabilidad y Gestión de Empresas Familiares, con un sello estampado en la parte inferior. Papá se quedó mirando el papel de color sepia en la pared y se encogió de hombros, sin sospechar lo que vendría después.

Las “maquinaciones” de mi madre se prolongaron todo ese año 1983.  Una sensación de intriga se mascaba por la casa. A menudo la pillaba yo haciendo citas telefónicas en la cocina, casi clandestinamente, vestía a mi hermana corriendo, la metía en el carrito y se la llevaba a visitar locales. Cuando tuvo la certeza de cuál era el espacio ideal para su negocio, convenció a mi padre, no sin que previamente hubiera más de un cruce de palabras en casa. Mi padre se mostró desconfiado pero accedió a regañadientes a acompañarla. Varias veces acudieron al local juntos para cerciorarse de que era el adecuado. Mi madre andaba efervescente de un lado a otro haciendo sus cálculos, mi padre era presa de la preocupación. No estaban las arcas familiares para reparaciones ni para material, pero en el momento preciso, como caída del mismo cielo, llegó una buena nueva en un año realmente difícil para la economía doméstica: un tío materno vendió los terrenos de la abuela y a nuestra madre le correspondió su parte. Mi padre presionaba para que ese dinero familiar pudiera servir para la entrada de un piso más grande, ahora que éramos cinco. Mi madre no se desvió de su objetivo. Llamó a un albañil y se dispuso a arreglar ese local de barrio con una inversión modesta, pero con gusto y una alta dosis de imaginación.

Un día se presentó el rotulista, quitó el antiguo letrero comercial  y colocó el nuevo. “Peluquería Estética Carmina”. Muchos vecinos se acercaron a desearnos la mejor de las suertes con el negocio. Recuerdo que mi hermano y yo corrimos al parque a informar a todos nuestros amigos de que ya “teníamos” peluquería propia con gabinete de estética, por nombrar con un eufemismo a ese cuartucho pintado de azul donde las mujeres de mi barrio se harían cera y manicura por un módico precio y donde, alguna que otra tarde, nos tocaba hacer los deberes hasta que mi madre echaba el cierre. 

Así pasaron 30 años. El negocio funcionó, con varios altibajos en tiempos de coyuntura delicada, pero siempre salió a flote. Nuestra empresaria de barrio amplió el local años después y contrató a una peluquera veterana, a dos jóvenes oficialas y una esteticista. No fue la crisis que arrancó en 2008, ni ninguna de las circunstancias y vicisitudes anteriores. Fue un diagnóstico descarnado escrito en una hoja de papel con el membrete de un hospital público lo que puso punto final a una empresa donde a ella le hubiese gustado cumplir los 65 años. Decidió cerrar las puertas de la peluquería  sin mirar atrás, sin asomo de pena y sin dramatismos. Empezaba otra etapa. Se montó en un avión y se fue a Viena con mi padre – siempre había sigo su sueño y nunca entendimos por qué no prefería París o Roma – con una cámara digital que le regalamos ese último verano para inmortalizar sus vacaciones.

 

Mi padre y Marcos ya están en casa cuando llego del estudio empujando el carrito de la peque. Catalina me ha llamado desde Alemania para avanzarme que la semana próxima tendrá que pasar dos días en Barcelona para un congreso. Cuando se lo comento a mi padre – en buena hora – bufa con fastidio:

-          Es como si estos críos tuvieran una madre a tiempo parcial…la vuestra siempre os llevaba a la peluquería y os entretenía hasta la hora de cerrar, se ocupaba de vosotros…

No voy a abrir un debate estéril para hacer entender a mi padre el tipo de trabajo que tiene Catalina, mi mujer. Mando a mi hijo Marcos a colocar sus cuadernos para el cole y luego a la ducha.

-          Papá, te quedas a cenar con nosotros. Voy a dar la cena a la niña. Mientras,  ponte a batir unos huevos.

Acepta sumiso. Mientras suministro el último biberón del día, oigo un estruendo que procede de la cocina. Tres huevos han ido a parar al suelo, huevera incluida. Mi padre pasa una bayeta por el suelo. Le recuerdo desde el salón que hay que ponerse las gafas de vez en cuando. “Suerte que quedan cinco huevos todavía, si no, adiós tortilla”, masculla arrodillado, respirando con dificultad por culpa del tabaquismo, frotando el suelo primero con la bayeta pringosa y luego con papel de cocina.

Acuesto a la pequeña para que nos deje cenar tranquilos. Marcos se ha puesto el pijama y empuña una espada láser que su abuelo le ha comprado esta misma tarde.  Oigo las risas de abuelo y nieto que llegan desde la habitación mientras cuajo una tortilla con atún. Saco el pan de la tostadora, pongo el queso fresco y el salami en una bandeja con los vasos. Por el camino se me ocurre sacar esa botella de Rioja decente que está esperando una buena ocasión para ser descorchada. Me digo a mí mismo que un buen vaso de vino por la noche no puede hacer mal a nadie, así que me la traigo a la mesa del salón y saco dos copas nuevas. Mi padre se planta la servilleta alrededor del cuello, su ritual de toda la vida, y paladea el vino.

-          Hoy justo he pasado por ahí. Ahora es una sucursal bancaria.

Engulle su porción de tortilla. Parece algo contrariado.

-          ¿?

-          Me refiero a la peluquería de tu madre. Una sucursal de no sé qué bank, no sé qué gaitas de banco.   

-          ¿?

-          Tu hermana Sonia, que andaba siempre jugando con los rulos y los cepillos cuando era niña, bien podría haber continuado con el negocio.

-          Sonia valía para estudiar, papá…

-          ¡Una arquitecta en paro que se ha tenido que marchar para ganarse el pan! ¡A Finlandia, nada menos!

He evitado estos años pasar por la peluquería solo por no ver esa puerta y esas paredes repletas de publicidades de conciertos, de pintadas obscenas y graffitis incoherentes. Por evitar que el abandono de esa esquina me taladre el corazón, doy un rodeo siempre que puedo. El material y todo el mobiliario que había dentro se liquidaron deprisa en una tienda de segunda mano. Era el local de Carmina, de su mujer, y eso es lo que le perturba a mi padre hoy.

Intento cambiar de tercio hablándole de los resultados de la liga, de los fichajes del mercado de invierno, de la salud de los viejos vecinos que voy encontrando en el supermercado o en el ambulatorio. “Todos te mandan recuerdos, ¿ves como no se olvidan de ti aunque tú te hayas querido exiliar en el pueblo?” El rostro se le va animando gracias al vino. Al final de la cena, mi padre parece haberse acordado de algo de repente. Comenta con aire soñador:

-          Tú no te acordarás, eras un chavalín. Tu madre nos dio el espectáculo un día cantando y bailando en medio del salón con un pañuelo atado en la cabeza…ella, una mujer tan seria y tan recatada. Y la pobre no tenía nada que celebrar ese día porque justo la habían echado sus jefes. Tú no te acuerdas. Venga a cantar como una loca…

Papá apura su copa, sacude la cabeza y se queda con la vista fija en la librería.

-          Claro que me acuerdo. Salió Mari Trini en la tele y a mamá le pirraba esa canción.

Respondo contento de que haya sacado a colación ese retazo de mi infancia. Papá chasquea la lengua.

-          A lo que voy. Ese día dejé adrede un folleto de no sé qué academia de estudios. Lo puse en la cocina bien a la vista. Yo no la creía nada tonta, me refiero a tu madre, por eso pensé que había que animarla a aprender algo para que se entretuviera mientras encontraba otro trabajo. Y de aquellos polvos llegaron esos lodos… ¡La señora se montó su propio negocio!

Se le han empañado las gafas y también los ojos. Intenta contener la ráfaga de emoción (no ha pasado tanto tiempo desde que mamá nos dejó) disertando sobre los malos momentos que pasaron juntos en los 80 cuando llegaban las implacables letras del piso. Y luego en la década de los 90, pagando mi universidad y después la de mi hermano y la de mi hermana más tarde, sacando a flote la peluquería…y él, que a duras penas lograba vender seguros por culpa de una mala racha. Le dejo perorar un buen rato porque sé que lo necesita.  Cuando se cansa, mira el reloj, se quita la servilleta y hace ademán de levantarse.

-          No te vayas a casa, que ha estado cerrada mucho tiempo y estará helada. Quédate a dormir aquí. En la habitación de invitados vas a estar cómodo. Mañana puedes pasar a recoger a Marcos del cole. 

Él ya ha cogido el abrigo y se encamina hacia la puerta.

-          Abuelito, quédate, porfa, mañana podemos jugar a las espadas.

Este que habla con cara somnolienta y un pijama del Hombre Araña es Marcos. El abuelo le mira, me mira a mí y luego de nuevo se queda observando a su nieto. Después de un largo silencio, responde muy formal:

-          En ese caso, caballerete, me tendrás que prestar tu pijama de Superman y un cepillo de dientes.

-          Eso está hecho, abuelo.

Abuelo y nieto chocan sus manos para sellar el acuerdo. Mi hijo se abraza con efusividad a la maltrecha pierna de su abuelo desestabilizándole.

[A todas esas ‘Carminas’ anónimas – madres, esposas, hermanas – que nos han procurado una vida mejor]


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