MODALIDAD: RELATO EN CASTELLANO
GANADOR: RAÚL CLAVERO BLÁZQUEZ
TÍTULO: EL HIJO DE PETER O'TOOLE
Raúl Clavero Blázquez vive en Madrid desde el cambio de milenio, pero nació en 1978 en Salamanca, ciudad donde estudió la carrera de Filología Hispánica y un máster de guión para televisión y cine. Hasta ahora ha trabajado fundamentalmente como guionista y redactor para varias productoras de televisión y de radio. Ha ganado premios de guión en concursos como el Rovira-Beleta y desde finales de 2011 ha empezado a participar también en certámenes de relato breve y de microrrelato, obteniendo en este tiempo más de doscientos premios como el Europe Direct de Cáceres, el Ciudad de Marbella, el Ciudad de Elda, etc. En noviembre de 2017 salió a la venta su primer libro de relatos titulado Ausencias bajo el sello editorial La isla de Siltolá.
El
hijo de Peter O’Toole
Raúl Clavero Blázquez
-Díselo,
Martín. Diles quién es mi padre. Díselo.
Ricardo
y yo éramos frágiles, como las promesas que se hacen al final de la noche. Dos
pequeñas sumas de hueso y piel dispuestas para el sacrificio. Nuestras pisadas
no acostumbraban a grabar huella en ningún lugar, y nuestras palabras, débiles
e inoportunas, se desvanecían sin destinatario en cuanto las dejábamos caer
desde la punta de nuestras lenguas. Los informativos hablaban de la crisis del
petróleo, del fichaje de Cruyff por el Barcelona, de un mandamás asesinado y de
otro que estaba a punto de morir. En las esquinas unas pocas voces susurraban
libertad, y algunas más pedían dinero a cambio de cosas que aún desconocíamos.
El mundo que siempre nos había rodeado se preparaba para abandonar el blanco y
negro, para asimilar un cambio definitivo que se aproximaba a marchas forzadas
y, sin embargo, a nosotros nada de eso nos preocupaba demasiado. En el Polígono
Sur, a nuestra edad, lo único verdaderamente importante era ser el más fuerte,
o el más hábil, o el más rápido. Ricardo y yo nunca vencimos en una pelea, y
éramos torpes en cualquier actividad que no incluyera un libro, así que no nos
quedaba más remedio que correr cada día a la salida del colegio, pero tampoco
eso se nos daba bien. Solían atraparnos unas calles antes de llegar al bloque
de edificios en el que ambos vivíamos. Nos perseguían entre insultos y
risotadas. Eliseo, Manolo “el Ceja”, y sobre todo León, el único niño de
nuestra clase que ya se movía por el barrio en su propia moto. Por algún motivo
disfrutaban acechándonos, y lo más humillante es que ni siquiera necesitaban
pegarnos a menudo para demostrar quién mandaba. Tan sólo con su presencia, con
sus miradas, conseguían hacernos temblar. Les gustaba darnos miedo. Quizá
habían descubierto ahí, en ese rincón minúsculo, en ese tiempo invisible, que
aquel era su propósito exclusivo en la vida, aterrorizar a dos críos
inadaptados. Aquellos tres matones vocacionales acabarían muertos de sobredosis
antes de cumplir los veinte años, pero eso, desgraciadamente, era algo que por
entonces ni Ricardo ni yo podíamos sospechar.
-Cuéntales
la verdad, Martín. Tú la sabes. Tú sabes que mi padre es Peter O’Toole.
-¿Pero
qué dices, anormal? – le respondió León.
Hasta
ese instante, Ricardo y yo habíamos sido amigos desde que apenas aprendimos a
hablar. Las cocinas de nuestras respectivas familias compartían patio interior,
y el hilo de confidencias que rápidamente unió a mi madre con la suya acabó por
extenderse a nosotros dos. Tímidos y escuálidos, estábamos destinados a
entendernos. Pasábamos la mayoría de las tardes de nuestra infancia encerrados
en su dormitorio, un minúsculo cuarto con una claraboya en el techo por la que
jamás entraba la luz. Y sin embargo, cuatro paredes, una cama, cinco
estanterías combadas por el peso de los Clásicos Universales, varios coches de
latón y seis muñecos, era cuanto necesitábamos para perseguir a mafiosos por
los callejones más oscuros de San Francisco, o para atravesar el Salvaje Oeste
huyendo de los indios, o para aterrizar en la luna con un par de sábanas como
trajes de astronautas. Aunque yo era el mayor de los dos por seis meses y
medio, al final siempre jugábamos a lo que proponía Ricardo. A mi nunca me
molestó que fuera él quien dirigiese nuestras aventuras. Inventaba historias
para nosotros que iban más allá de la imaginación de cualquier niño, narraciones
complejas, llenas de subtramas y en las que a menudo latía un cierto poso
melancólico. Me sobrecogía su capacidad para crear, su entusiasmo desbordante
cada vez que decía “esa caja es un cohete” o "esta herida que tienes en el codo
es en realidad el mapa de una isla del Pacífico”. En esas ocasiones sus
ojos se afilaban, parecían perforar muros, cruzar caminos, borrar fronteras,
buscar paisajes más allá, lejos, invariablemente lejos. En él habitaba una
esperanza de huida que no supe descifrar entonces y, probablemente por aquel
anhelo, esas horas íntimas, luminosas y desbordantes, que compartíamos a lomos
de caballos con alas o agazapados en un submarino de cartón, eran los únicos
momentos en los que yo vi a Ricardo verdaderamente feliz.
Una
mañana, Ricardo me invitó a ir al cine. No era habitual que nos atreviésemos a
prescindir de la seguridad de nuestro refugio, la calle nos resultaba un
territorio hostil y procurábamos evitarla. Bastaba con traspasar de nuevo la
puerta de su dormitorio hacia el exterior para que volviéramos a ser los niños
retraídos de los que todos se reían, pero Ricardo hizo la propuesta con tal
firmeza que no pude negarme, y ni siquiera me eché atrás cuando me dijo que
iríamos al Palacio Central. Nos habían robado las bicicletas unas semanas antes
y hubimos de caminar durante más de una hora con paso apresurado para llegar,
por los pelos, a la sesión de las cinco y media.
-¿Qué
vamos a ver? – le pregunté.
-“Lawrence
de Arabia” – dijo.
-Es
muy antigua, ¿no?
-La
están reponiendo en un ciclo de películas que han ganado el Óscar, y tampoco
tiene tantos años.
-Después
de la caminata casi prefiero entrar a un estreno.
-No.
-No,
¿por qué no?
-Ahora
lo verás. La rodaron aquí, ¿lo sabías?
Sí,
todo el mundo conocía esa historia. Hacia finales de mil novecientos sesenta y
uno Sevilla era una llaga. El desbordamiento del Tamarguillo, primero, y el
accidente de avión en la Operación Clavel, después, habían sumido a la ciudad
en el dolor y la confusión. Cualquier futuro se dibujaba sombrío hasta que, en
medio del desencanto, llegaron los americanos con su derroche de camiones,
focos y disfraces. Mi padre fue uno de los muchos extras contratados por la
productora para gritar en las escenas de multitudes, y la madre de Ricardo, tal
y como él me contó aquel día, trabajaba por esa época como camarera de planta
en el Alfonso XIII, el hotel en el que se alojaron el director y la mayoría de
las estrellas de la película.
Nos
sentamos en una de las primeras filas de una sala prácticamente vacía, y en
cuanto Peter O’Toole asomó su rostro en la pantalla, subido en una motocicleta
sobre la que iba a tener un accidente fatal, Ricardo lo señaló con el índice de
su mano derecha y dijo:
-Ése
que ves ahí es mi padre ¿Te das cuenta? Mira – añadió poniéndose de lado,
superponiendo su perfil al del soldado inglés –, somos iguales.
Yo
no encontré parecido alguno entre ambos, y tampoco supuse que en aquel momento
Ricardo me estuviera revelando ningún secreto, creí que se trataba de otra de
sus fantasías, y preferí concentrar mi atención en la historia que se
desarrollaba ante nosotros. Me olvidé de aquella confesión de Ricardo hasta
que, unas semanas después, acorralados por Eliseo, Manolo “el Ceja”, y
León, comenzó a gritar una y otra vez.
-¡Mi
padre es Peter O’Toole! ¡Mi padre es Peter O’Toole!
No
sé por qué pensó que aquella frase tendría algún efecto disuasorio en nuestros
acosadores. Sucedió lo contrario, asomaron los colmillos, sedientos de sangre.
A sus ojos ya no éramos sólo insectos insignificantes a los que debían aplastar
sino que, con las palabras de Ricardo, acabábamos de revestirnos con un halo de
extravagancia que nos hacía más apetitosos.
-Mi
padre es Lawrence de Arabia, y cuando se entere de lo que me hacéis os fusilará
en el desierto. Díselo, Martín. Diles quién es mi padre.
Estábamos
tumbados boca abajo, con los labios pegados a la tierra. De vez en cuando
alguno de ellos descargaba un ligero puntapié en nuestras costillas, como quien
golpea con una vara al rebaño. Sobre nuestras cabezas sonaban unos ladridos
desganados y el lamento metálico de una navaja de mariposa que se abría y se
cerraba, se abría y se cerraba. Sentí de pronto un salivazo blando en mi oreja.
Entonces no pude más y me incorporé de un salto.
-Estoy
harto – le grité a Ricardo, con los ojos en pleno incendio, con los pulmones
llenos de alfileres, de espinas, de cristales en suspensión -. Harto de tus
estupideces ¿Que quién es tu padre? ¿Quieres que lo diga? Tu padre es un gordo
que se pasa los días borracho en nuestro portal. Es un inútil, un desgraciado.
Eso es, un desgraciado, como tú.
Me
di la media vuelta y eché a correr. Escuché a mi espalda un torrente de
carcajadas lacerantes, de animales salvajes saciados. Incisivas y pegajosas, se
hundieron bajo mi piel donde, aún hoy, de cuando en cuando vibran.
Aquel
arrebato de crueldad hacia el que fue mi mejor, mi único amigo, me puso durante
el resto del curso en el lado de los depredadores, a salvo, lejos de las burlas
que a partir de ese instante se concentraron exclusivamente en Ricardo. Tuve
que dejarlo atrás para que no me arrastrara con él, y aunque al hacerlo creí
que recuperaba parte de mi dignidad, ahora sé que perdí muchas más cosas de las
que gané. Ahora sé que aquella tarde me adentré en una edad definitiva,
cubierta de grises, llena de incertidumbres y contradicciones, de la que ya no
se puede escapar.
Mi
amistad con Ricardo se rompió. Yo, por vergüenza, evitaba encontrármelo, y él
hacía lo propio por, supongo, rencor o decepción. Si hubiésemos permanecido
cerca el tiempo suficiente quizá nos habríamos reconciliado, pero unos meses
después del día en el que lo abandoné, mi familia se mudó de barrio y no volví
a cruzarme con él hasta que los dos empezamos a estudiar en la Universidad. No
compartíamos carrera, pero sí campus y cada vez que lo veía sentado en un banco
o atravesar algún paso de peatones, siempre con su porte soñador y fatigado, no
podía evitar apartar la mirada y cambiar de rumbo. En la adolescencia yo había
ganado muchos kilos, él sólo había aumentado en altura, y seguía manteniendo
una silueta similar a un suspiro. Llevaba el pelo largo y caminaba encorvado,
como si un viento propio le soplara sin descanso en el pecho. En aquellos años
jamás lo vi en una fiesta, o con una chica, o en alguna reunión política. Jamás
lo vi con amigos. Jamás lo vi sonreír.
En
la primavera de mil novecientos ochenta y tres nuestros caminos volvieron a
unirse, brevemente, por última vez. Él estaba de pie, a la salida de la
facultad, esperándome. Me miró fijamente, y con un gesto de la mano me invitó a
seguirlo. Regresamos al Palacio Central. En la marquesina Peter O’Toole sonreía
como protagonista de “Mi año favorito”. Me senté al fondo. Ricardo ocupó
la misma butaca que en aquella lejana sesión de “Lawrence de Arabia”. Al
terminar la película no nos levantamos hasta que terminaron los títulos de
crédito. Estábamos solos. Él se acercó, balanceándose en cada paso como un junco
a punto de quebrarse.
-Mi
padre entraba en mi dormitorio cada noche – dijo cuando llegó a mi lado -. El
gordo borracho. Eso nunca te lo había contado, ¿verdad?
A
continuación, sonrió levemente con la amargura de quien ha viajado al fin del
mundo y no ha encontrado más que vacío, después cerró los ojos, asintió con
vehemencia a una pregunta que yo no le hice, y se marchó. No lo vi nunca más.
Escuché que había publicado un poemario, pero en ninguna librería conocían su
nombre. También me contaron, varias veces, que había muerto. El caso es que,
poco a poco, Ricardo dejó de ocupar un lugar preferencial en mis pensamientos,
y después de unos años, de todo cuanto habíamos vivido juntos sólo resistió al
peso de la rutina el fantasma de mi traición, alojado en el fondo inmutable de
mi conciencia.
Hoy
ha muerto Peter O’Toole, y he vuelto a recordar a Ricardo. He buscado su cara en
las fotografías del entierro publicadas en la prensa y en Internet. He visto
todos los telediarios y no han hablado en ninguno de mi amigo. A modo de
homenaje he tomado prestada “Lawrence de Arabia” en la biblioteca del
barrio.
-¿Qué
es esto? – ha preguntado mi hijo mayor en cuanto ha visto la funda.
-Un
clásico – he contestado yo.
-O
sea, una antigualla – ha dicho mi hija.
-No,
un viaje en el tiempo – he rematado, sin encontrar en ellos más respuesta que
unas miradas de incomprensión.
Después,
cuando todos ya dormían, en el silencio de la madrugada, he puesto la película
en mi ordenador, y al llegar a la escena en la que el príncipe Alí se presenta
he tenido que pulsar el botón de pausa. He observado detenidamente, con el
corazón en un puño, el rostro del árabe, lo he imaginado sin bigote, y ha sido
entonces cuando, finalmente, me he dado cuenta de lo mucho que Ricardo se
pareció siempre a Omar Sharif.
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