lunes, 20 de septiembre de 2021

XXVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2021

 MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO


GANADOR: RAÚL CLAVERO BLÁZQUEZ

TÍTULO: UN MINÚSCULO CUADRADO DE CIELO

Vivo en Madrid desde el cambio de milenio, pero nací en 1978 en Salamanca (España), donde estudié la carrera de Filología Hispánica y un máster de guión para televisión y cine. Hasta ahora he trabajado fundamentalmente como guionista y redactor para varias productoras de televisión y de radio. He ganado premios de guión en concursos como el Rovira-Beleta y desde finales de 2011 he empezado a participar también en certámenes de relato breve y de microrrelato, obteniendo en este tiempo cerca de trescientos premios como el Europe Direct de Cáceres, el concurso internacional de relatos de la Semana Negra de Gijón, el Ciudad de Marbella, el Joaquín Lobato, el Villa de Montánchez, el Camilo José Cela de Padrón, el Ciudad de Elda, el Kimetz de Ordizia o el José Calderón Escalada de Reinosa, entre otros. He publicado dos libros de relatos, "Ausencias" en 2017 y “Aluminosis” en 2020, ambos con la editorial sevillana “La Isla de Siltolá".


UN MINÚSCULO CUADRADO DE CIELO

Uno.

Es imposible describir el dolor de un latigazo. Va más allá del músculo y de la sangre. Ataca directamente a la conciencia, a la voluntad de seguir siendo. Lacera sin compasión la solidez de todo aquello en lo que crees, y te convierte de pronto en una niña desnuda en mitad de una tormenta.

 

Dos.

Son rápidos, como dentelladas de un animal pequeño y cobarde. Muerde y huye. Cada restallido anticipa el impacto. El sufrimiento, por tanto, es doble. Apenas queda espacio para pensar o para sentir un mínimo alivio entre cada uno de los golpes.

 

Tres.

Cuando mi madre me visita, se acuclilla junto a mí en silencio. Sé que he traído la vergüenza a la familia y sólo espero que ellos no sean también castigados.

 

Cuatro.

Durante años, me advirtió de lo que podría pasarme. Me dijo que no merecía la pena. Me suplicó que parara. Yo sabía que ella tenía razón, pero no podía hacerle caso. No quería. No podía. Desde pequeña tuve una incómoda hoguera en el centro de mi pecho que me abrasaba cuando veía cómo se pisotean los derechos humanos. Era consciente de que antes o después me detendrían, aunque no me esperaba que lo hicieran por convertirme en la abogada de varias mujeres que se negaban a la imposición obligatoria del velo. Algo tan simple como eso.

 

Cinco.

Sin embargo, por algún motivo que se me escapa, en el juicio decidieron que aquel gesto simbólico era más que suficiente para acusarme de conspiración, de incitación a la corrupción y a la prostitución, de espionaje y de perturbación del orden público.

 

Seis.

La condena: diez años de cárcel y mil latigazos, repartidos durante cuarenta viernes consecutivos en cómodas sesiones de veinticinco azotes con una vara de avellano en cada una.

 

Siete.

Esta es mi cuarta semana. He perdido la cuenta de todas las marcas que adornan mi cuerpo, y a estas alturas ya tengo claro que no soy ninguna heroína.

 

Ocho.

La primera vez me desmayé antes de que acabaran. La segunda, se ensañaron con mis piernas y no pude caminar durante cuatro días. En la tercera aguanté sin gritar hasta el final, quizá ellos fueron más benévolos, quizá yo me voy acostumbrando a la violencia.

 

Nueve.

Navid, en el silencio te recuerdo, susurro las letras de tu nombre, y te pido perdón.

 

Diez.

Los torturadores saben hacer muy bien su trabajo. Te dejan creer que sigues viva mientras te anulan por completo, borran cuanto te convierte en un ser distinto sobre este miserable planeta y, cuando terminan contigo, ya no eres más que una carcasa vacía, un amasijo de huesos con forma de mujer.

 

Once.

¿Merece la pena la libertad de culto? ¿La libertad de reunión? ¿El pensamiento crítico? Puede que sea mejor hacer lo que me digan, ser lo que ellos quieren que sea.

 

Doce.

No sé si habrán cerrado el despacho por mi culpa. Hace unos días me pareció reconocer a mi socia, pero no estoy segura. Pasó esposada por delante de mi celda. La conducían hacia la segunda planta. Lo último que vi de ella fue su espalda congestionada en llanto.

 

Trece.

Ser abogada fue siempre mi vocación, el único destino posible de mi viaje. Defender incluso a los indefendibles. Reclamar justicia, especialmente para las mujeres. Si sobrevivo, ¿podré seguir ejerciendo? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para quién? De entre todos los clientes del país que se peleaban por contratarme, ¿alguno aún se acordará de mí?

 

Catorce.

El olor de Navid al atardecer. Sus manos grandes y firmes, hechas de arena y sombra, preparadas para construir torres o para acariciar el estómago de un recién nacido.

 

Quince.

La piel se retuerce sobre sí misma, se endurece y se clava despacio sobre la carne. Mi propio cuerpo me hiere, y me dan ganas de reír al darme cuenta de que eso es lo que he estado haciendo desde mi primera infancia: herirme, lanzarme al vacío, a pozos cubiertos de barro y espinas sin que nadie me obligue.

 

Dieciséis.

Mi mente, por ejemplo, también conspira contra mí. Sé que está apuntando datos, guardando, en rincones inaccesibles para cualquier interrogador, todos los detalles de esto que me está sucediendo. Sé que me impulsará a poner denuncias cuando salga de aquí. Si salgo de aquí.

 

Diecisiete.

No lo hagas, por favor, no lo hagas. Recuerda: la justicia no es tan importante. No necesitamos que todo sea justo para que el mundo siga girando. Es más, para que el mundo siga girando es mejor que no todo sea justo.

 

Dieciocho.

¿Y qué voy a hacer si no? Al fin y al cabo, no soy más que una triste abogada en un rincón ignorado del universo.

 

Diecinueve.

Algo, probablemente una astilla desgajada de la fusta, ha penetrado en mí limpiamente hasta rozar uno de los nervios de mi espalda. Me he desplomado.

 

Veinte.

No sé cuánto tiempo he permanecido en el suelo. Cuando me han levantado, estaba cubierta de vómito y, al incorporarme, se me ha caído el saco de esparto con el que cubren mi cabeza. He escuchado un murmullo a mi alrededor. Estoy un patio que no conozco de la prisión, rodeada de personas que me miran con hastío y de cuatro paredes que se extienden hasta el infinito. Allá, al fondo, un minúsculo cuadrado de cielo quiere tentarme con la fantasía de una vaga esperanza, pero no, yo sé que todo está perdido.

 

Veintiuno.

Deciden terminar por hoy sin taparme de nuevo los ojos.

 

Veintidós.

A veces me gustaría creer en algún dios.

 

 

Veintitrés.

A veces me pregunto cuáles habrán sido los titulares en la prensa extranjera sobre mi detención ¿Habrá habido titulares sobre mi detención?

 

Veinticuatro.

A veces imagino la vida de Navid sin mí. La vida de mi madre sin mí. Si yo no hubiera existido, ahora serían felices. No puedo dejar de pensar en ello, y al hacerlo soy consciente de que me han derrotado y de que no han tenido que esforzarse demasiado para conseguirlo. Me han convencido de que sobro, de que soy dañina y, seguramente, dentro de unas semanas creeré que estaban en lo cierto cuando me acusaron de conspiración, de incitación a la corrupción y a la prostitución, de espionaje y de perturbación del orden público.

 

Veinticinco.

El último es un latigazo blando, desganado, similar al manotazo despreocupado que se le dedica a un insecto insignificante. Cuando me desatan ni siquiera necesitan conducirme de regreso a mi celda, soy yo quien se da la vuelta y camina mansamente hacia el pasillo, con la mirada hundida entre mis pies. He comprendido el verdadero significado de este castigo. No se trata de dañar, sino de someter. Han grabado la cárcel a fuego en lo más profundo de mis entrañas. Podrían soltarme ahora mismo en mitad de una plaza y continuaría estando presa. Han vencido. Han matado a la mujer. Lo que no sé, lo que no podré saber hasta que no tenga frente a mí una voz que reclama justicia, es si han matado también a la abogada.

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