MODALIDAD: IGUALDAD DE GÉNERO
GANADOR: RAÚL CLAVERO BLÁZQUEZ
Vivo en Madrid desde el
cambio de milenio, pero nací en 1978 en Salamanca (España), donde estudié la
carrera de Filología Hispánica y un máster de guión para televisión y cine.
Hasta ahora he trabajado fundamentalmente como guionista y redactor para varias
productoras de televisión y de radio. He ganado premios de guión en concursos
como el Rovira-Beleta y desde finales de 2011 he empezado a participar también
en certámenes de relato breve y de microrrelato, obteniendo en este tiempo
cerca de trescientos premios como el Europe Direct de Cáceres, el concurso
internacional de relatos de la Semana Negra de Gijón, el Ciudad de Marbella, el
Joaquín Lobato, el Villa de Montánchez, el Camilo José Cela de Padrón, el
Ciudad de Elda, el Kimetz de Ordizia o el José Calderón Escalada de Reinosa,
entre otros. He publicado dos libros de relatos, "Ausencias" en 2017
y “Aluminosis” en 2020, ambos con la editorial sevillana “La Isla de
Siltolá".
Uno.
Es
imposible describir el dolor de un latigazo. Va más allá del músculo y de la
sangre. Ataca directamente a la conciencia, a la voluntad de seguir siendo. Lacera
sin compasión la solidez de todo aquello en lo que crees, y te convierte de
pronto en una niña desnuda en mitad de una tormenta.
Dos.
Son
rápidos, como dentelladas de un animal pequeño y cobarde. Muerde y huye. Cada
restallido anticipa el impacto. El sufrimiento, por tanto, es doble. Apenas
queda espacio para pensar o para sentir un mínimo alivio entre cada uno de los
golpes.
Tres.
Cuando
mi madre me visita, se acuclilla junto a mí en silencio. Sé que he traído la
vergüenza a la familia y sólo espero que ellos no sean también castigados.
Cuatro.
Durante
años, me advirtió de lo que podría pasarme. Me dijo que no merecía la pena. Me
suplicó que parara. Yo sabía que ella tenía razón, pero no podía hacerle caso.
No quería. No podía. Desde pequeña tuve una incómoda hoguera en el centro de mi
pecho que me abrasaba cuando veía cómo se pisotean los derechos humanos. Era
consciente de que antes o después me detendrían, aunque no me esperaba que lo
hicieran por convertirme en la abogada de varias mujeres que se negaban a la
imposición obligatoria del velo. Algo tan simple como eso.
Cinco.
Sin
embargo, por algún motivo que se me escapa, en el juicio decidieron que aquel
gesto simbólico era más que suficiente para acusarme de conspiración,
de incitación a la corrupción y a la prostitución, de espionaje y de perturbación
del orden público.
Seis.
La
condena: diez años de cárcel y mil latigazos, repartidos durante cuarenta
viernes consecutivos en cómodas sesiones de veinticinco azotes con una vara de
avellano en cada una.
Siete.
Esta
es mi cuarta semana. He perdido la cuenta de todas las marcas que adornan mi
cuerpo, y a estas alturas ya tengo claro que no soy ninguna heroína.
Ocho.
La
primera vez me desmayé antes de que acabaran. La segunda, se ensañaron con mis
piernas y no pude caminar durante cuatro días. En la tercera aguanté sin gritar
hasta el final, quizá ellos fueron más benévolos, quizá yo me voy acostumbrando
a la violencia.
Nueve.
Navid,
en el silencio te recuerdo, susurro las letras de tu nombre, y te pido perdón.
Diez.
Los
torturadores saben hacer muy bien su trabajo. Te dejan creer que sigues viva
mientras te anulan por completo, borran cuanto te convierte en un ser distinto
sobre este miserable planeta y, cuando terminan contigo, ya no eres más que una
carcasa vacía, un amasijo de huesos con forma de mujer.
Once.
¿Merece
la pena la libertad de culto? ¿La libertad de reunión? ¿El pensamiento crítico?
Puede que sea mejor hacer lo que me digan, ser lo que ellos quieren que sea.
Doce.
No
sé si habrán cerrado el despacho por mi culpa. Hace unos días me pareció reconocer
a mi socia, pero no estoy segura. Pasó esposada por delante de mi celda. La
conducían hacia la segunda planta. Lo último que vi de ella fue su espalda
congestionada en llanto.
Trece.
Ser
abogada fue siempre mi vocación, el único destino posible de mi viaje. Defender
incluso a los indefendibles. Reclamar justicia, especialmente para las mujeres.
Si sobrevivo, ¿podré seguir ejerciendo? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para quién? De entre todos
los clientes del país que se peleaban por contratarme, ¿alguno aún se acordará
de mí?
Catorce.
El
olor de Navid al atardecer. Sus manos grandes y firmes, hechas de arena y
sombra, preparadas para construir torres o para acariciar el estómago de un
recién nacido.
Quince.
La
piel se retuerce sobre sí misma, se endurece y se clava despacio sobre la
carne. Mi propio cuerpo me hiere, y me dan ganas de reír al darme cuenta de que
eso es lo que he estado haciendo desde mi primera infancia: herirme, lanzarme
al vacío, a pozos cubiertos de barro y espinas sin que nadie me obligue.
Dieciséis.
Mi
mente, por ejemplo, también conspira contra mí. Sé que está apuntando datos,
guardando, en rincones inaccesibles para cualquier interrogador, todos los
detalles de esto que me está sucediendo. Sé que me impulsará a poner denuncias cuando
salga de aquí. Si salgo de aquí.
Diecisiete.
No
lo hagas, por favor, no lo hagas. Recuerda: la justicia no es tan importante. No
necesitamos que todo sea justo para que el mundo siga girando. Es más, para que
el mundo siga girando es mejor que no todo sea justo.
Dieciocho.
¿Y
qué voy a hacer si no? Al fin y al cabo, no soy más que una triste abogada en
un rincón ignorado del universo.
Diecinueve.
Algo,
probablemente una astilla desgajada de la fusta, ha penetrado en mí limpiamente
hasta rozar uno de los nervios de mi espalda. Me he desplomado.
Veinte.
No
sé cuánto tiempo he permanecido en el suelo. Cuando me han levantado, estaba
cubierta de vómito y, al incorporarme, se me ha caído el saco de esparto con el
que cubren mi cabeza. He escuchado un murmullo a mi alrededor. Estoy un patio
que no conozco de la prisión, rodeada de personas que me miran con hastío y de
cuatro paredes que se extienden hasta el infinito. Allá, al fondo, un minúsculo
cuadrado de cielo quiere tentarme con la fantasía de una vaga esperanza, pero
no, yo sé que todo está perdido.
Veintiuno.
Deciden
terminar por hoy sin taparme de nuevo los ojos.
Veintidós.
A
veces me gustaría creer en algún dios.
Veintitrés.
A
veces me pregunto cuáles habrán sido los titulares en la prensa extranjera
sobre mi detención ¿Habrá habido titulares sobre mi detención?
Veinticuatro.
A
veces imagino la vida de Navid sin mí. La vida de mi madre sin mí. Si yo no
hubiera existido, ahora serían felices. No puedo dejar de pensar en ello, y al
hacerlo soy consciente de que me han derrotado y de que no han tenido que
esforzarse demasiado para conseguirlo. Me han convencido de que sobro, de que
soy dañina y, seguramente, dentro de unas semanas creeré que estaban en lo
cierto cuando me acusaron de conspiración, de incitación a la corrupción y a la
prostitución, de espionaje y de perturbación del orden público.
Veinticinco.
El
último es un latigazo blando, desganado, similar al manotazo despreocupado que
se le dedica a un insecto insignificante. Cuando me desatan ni siquiera
necesitan conducirme de regreso a mi celda, soy yo quien se da la vuelta y
camina mansamente hacia el pasillo, con la mirada hundida entre mis pies. He
comprendido el verdadero significado de este castigo. No se trata de dañar,
sino de someter. Han grabado la cárcel a fuego en lo más profundo de mis
entrañas. Podrían soltarme ahora mismo en mitad de una plaza y continuaría
estando presa. Han vencido. Han matado a la mujer. Lo que no sé, lo que no
podré saber hasta que no tenga frente a mí una voz que reclama justicia, es si han
matado también a la abogada.
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