martes, 21 de septiembre de 2021

XXVI CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2021

 MODALIDAD: RELATO EN CASTELLANO


GANADOR: NELIDA LEAL RODRÍGUEZ

TÍTULO: LA MENTE SOBRE LA MATERIA

Nélida Leal Rodríguez Nace en Nuremberg de padres emigrantes, y vive en Cádiz desde antes de los dos años, donde sigue residiendo. Desde poco después del nacimiento de su primera hija, ha ido combinando su vida laboral, personal y familiar, con la literaria, habiendo obtenido hasta la fecha más de sesenta reconocimientos literarios, tanto en prosa como en poesía, entre los que cabe destacar, tras el reciente premio en el Concurso de Narrativa corta Real Villa de Guardamar, los premios Villa de Colindres, Hermanos Caba, Cuentos Valentín Andrés, Carolina Planells, Barbadillo, Carmen Martín Gaite, Ciudad de Palos (en 2014 y 2017), etc, así como, en poesía, el certamen Amantes de Teruel, Conrado Blanco León, Maxi Benegas, Casas Regionales de Alcobendas, Villa de Madridejos, etc.


LA MENTE SOBRE LA MATERIA

La anciana se levantó con dificultad. Despacio, poco a poco, fue enderezándose, tratando de ahogar los ingratos quejidos que invariablemente le confirmaban, tozudos, que incluso ponerse en pie podía llegar a ser una tarea dolorosa, pensara lo que pensara al respecto. Aquel ritual del despertar, del dificultoso y lento proceso de recordarle a sus anquilosados miembros que seguían vivos, era el peaje más ingrato de sus ochenta años, los que precisamente estrenaba ese día, aunque no pensaba hacer nada especial al respecto y, tras arduas y prolongadas disputas familiares, nadie estaba autorizado siquiera a recordárselo. De hecho, estaba deseando que llegara la noche para ignorar que esa misma fecha, en otros tiempos, había sido motivo de celebración.

El despertar era la única parte de su particular comedia que más esfuerzo le costaba fingir. Había decidido ignorar su propia vejez con decidida perseverancia, guardando todos los espejos pequeños de la casa en los cajones del aparador, y dedicando solo miradas distraídas a su propio cuerpo cuando acometía la peliaguda tarea de darse una ducha. Ni se cuidaba ni dejaba que la cuidasen: ya estaba bien de ponerle las cosas fáciles a la vejez, si tanto la vejez como ella misma sabían muy bien cuál iba a ser el único final.

A ella ni la evidencia más evidente del mundo, por redundante que fuera la cosa, iba a hacerle flaquear. Se moriría con las botas puestas. Lo demás era cosa de débiles, de resignados, y, desde luego, nadie que la hubiera conocido en su dilatada existencia hubiera cometido jamás la temeridad de considerarla nada parecido.

Con el tiempo, además, creía haber vencido esa misma evidencia tan fastidiosa. No se engañaba con respecto a lo que sería el inevitable desenlace, pero, a fuerza de mirar para otro lado cada vez que un achaque le daba los buenos días, llegó a pensar que en realidad seguía siendo, grosso modo, la misma de medio siglo atrás. No pensaba rendirse a la decadencia: siempre había tenido una fe inquebrantable en la disciplina, en el autocontrol, en la superioridad de la mente sobre la materia. Aquel cotidiano ensayo de pretender ser joven aunque no lo fuera acabaría dando resultado, se decía cada noche, cuando dejaba su dentadura postiza en el vaso de agua, sin apenas mirarla. Siempre que había aborrecido algo, su única forma de enfrentarlo había sido cerrando los ojos a su existencia, negando lo irrebatible, rechazando lo que a todas luces era inevitable, en la confianza de que su propio desprecio provocaría el milagro de hacerlo desaparecer. No siempre había dado resultado, desde luego, pero su tozudez era, en ocasiones, mucho más profunda que su sentido práctico, y dado que envejecer había sido, con mucho, lo que más había logrado despertar su rebeldía, estaba convencida de que la muerte le llegaría antes de aceptar que era una anciana decrépita y achacosa. Morir, en realidad, no era tan malo… eso lo tenía sobradamente asumido y a ella nadie podía decirle que le daba la espalda a la realidad. No, ella no era ninguna lunática que rechazara las bases de la misma vida… simplemente no acataba sus reglas, no le  perdonaba  que la fuera matando poco a poco, arrebatándole las fuerzas y la belleza, esa belleza que tanta admiración había provocado. Eso no. Estaba dispuesta a dejarse su cada vez más arrugada piel en el esfuerzo de no darle la razón. Así, obstinada como una mula, continuaba viviendo a despecho de la realidad, esa realidad que, de haber usado alguna vez incluso el más pequeño de los desechados espejos, hubiera resultado demasiado dura como para ser ignorada.

Pero hoy, el día de su ochenta cumpleaños, ni siquiera tuvo que comenzar a disimular la anciana que era. Algo desconcertante borró de un plumazo sus dotes de actriz.

Ese día, cuando se puso al fin en pie, se dio cuenta de que no le dolía nada. Que aquel numerito diario de contorsiones, descansos para recuperar el aliento, quejidos en voz baja a medida que su cuerpo iba adaptándose a la posición erguida, había sido completamente prescindible: podría haberse puesto en pie en un segundo, de haberlo intentado. Podría incluso haber saltado de la cama sin que sus huesos y sus músculos hubieran expresado queja. 

Aquello era tan devastadoramente insólito que, por un instante, la anciana se quedó quieta, alerta, como esperando que le asaltaran de improviso los dolores que eran su constante compañía desde hacía ya mucho, a pesar de los desplantes que ella misma ofrecía a su propio cuerpo, arrojando a la basura las cajas de píldoras y jarabes que, según su férreo criterio, no eran “tan” imprescindibles. Pero los dolores no llegaron. Vulneró incluso su sólido dominio de sí misma y se miró, a hurtadillas, como si esperara encontrar carnes firmes y lisas en lugar de las flácidas y arrugadas que habían ido ganando terreno en los últimos años a portentosa velocidad. Sus ojos le devolvieron una imagen que no la tranquilizó, en absoluto. De hecho, sus ojos le devolvieron una imagen, lo cual de por sí, habida cuenta que usaba gafas desde hacía tres décadas y éstas descansaban, descuidadamente arrojadas, en la mesita de noche, ya era extraordinario. Durante un minuto entero trató de recordar cuándo había sido la última vez que su vista había sido tan aguda y precisa como la que tenía ahora, y ocurrió el tercer milagro del día: lo recordó.

Su mente también había rejuvenecido.

La anciana achacosa que ya no parecía una anciana achacosa no estaba preparada para eso. Sabía moverse bien en las arenas movedizas de su propia fantasía de juventud, era diestra en el arte de ignorar las evidencias, y, a fin de cuentas, un puñado de peticiones de chequeos y de análisis sin realizar o un montón de píldoras arrojadas al WC no podían rebatirle nada, pero su férrea determinación no le servía para manejar aquello. Con su camisón bordado y sus pies descalzos, de pie sobre la mullida alfombra de su dormitorio, permanecía silenciosa y petrificada, sin ser capaz siquiera de reaccionar o moverse, lo cual, teniendo en cuenta que se le ofrecía la oportunidad de hacerlo en la medida que quisiera, sin daño, no dejaba de resultar una faena. Aquella mujer intrépida, decidida, la cabezota abuela que había jugado a ser más fuerte que el tiempo y conseguía despreciar el progresivo deterioro de su cuerpo, se sentía una jovencita temblorosa y aterrorizada ahora que el tiempo, enemigo cruel pero previsible, parecía querer ofrecerle un regalo insospechado.

Por un instante, breve y efímero en su inflexible cabeza, consideró la idea de llamar a alguno de sus hijos, de claudicar, de pedirles ayuda, en lugar de limitarse, como siempre había hecho y pensaba seguir haciendo, a rechazarla. Sabía que acudirían enseguida, llevaban cuanto menos una docena de años suplicándole, como quién dice, que aceptara vivir con ellos o compartir su viejo piso con alguna señora que le ofreciera cuidados y compañía, pero después de tanto esfuerzo y tozudez en conseguir vivir (y morir) como a ella le daba la gana, no podía dejar que todo se malgastara tontamente  por un instante de debilidad, por una alucinación.

 Porque ¿qué otra cosa sino eso podía ser?

No había una explicación lógica para que, sus manos, sus viejas y conocidas manos a pesar de que procurase no fijarse en ellas, se hubieran convertido en las manos de una mujer de treinta, cuarenta, incluso cincuenta años menos. No había explicación para el cálido peso de una nueva cabellera sobre sus hombros, unos hombros que ahora sujetaban su cuello firme y fuertemente. Respiró hondo, y una energía que había olvidado que podía sentirse la recorrió de arriba a abajo. Inconscientemente, impulsada por un instinto de curiosidad más poderoso que su legendario autocontrol, se dirigió a pasos rápidos y seguros hacia el aparador, dejó que aquellas manos extrañas en las que lucían los mismos anillos de siempre abrieran el primer cajón de la derecha, y sin titubear, sin un atisbo de vacilación, sacó un espejo de él. Con decisión lo subió hasta su cara, dispuesta a jugársela en un solo movimiento, y se obligó a abrir los ojos, que había cerrado fuertemente asaltada por un pánico mayor del que había sentido en toda su vida, porque ante este pánico no era capaz de inventar nada que pudiera borrarlo. El espejo, ovalado, le devolvió el rostro de una mujer rubia, de ojos azules y labios llenos que ahora estaban entreabiertos por la sorpresa. La anciana que ya no era una anciana trastabilló, enredando sus ahora sólidas piernas en el esfuerzo inútil de querer correr y permanecer quieta a un mismo tiempo, pero su nueva juventud le permitió mantener el equilibrio sin dificultad. El espejo cayó al suelo con estrépito, y ella oyó, con una cristalina claridad que hacía mucho que no era capaz de percibir, cómo se partía en mil pedazos, cómo esas pequeñas esquirlas rodaban por el bruñido suelo perdiéndose bajo los muebles. Sus piernas volvieron a enredarse, mientras su mente trataba de decidir qué debía hacer. Quería huir, quería que la tierra se abriera y la tragase, quería despertar de aquella pesadilla. Cualquier cosa antes de tener que aceptar lo que estaba pasando.

Finalmente, corrió.

Recorrió la casa de un lado a otro, como una demente, abriendo y cerrando cajones, dejando caer cosas en su precipitada carrera, tratando de encontrar entre las conocidas paredes alguna pista que pudiera devolverle la cordura que se desparramaba sin remedio por su cabeza. Una foto, un calendario, un periódico reciente, algún regalo de sus nietos, esos a los que ella regañaba ferozmente si cometían la temeridad de llamarla “abuela” … si lograba encontrar un pedazo de realidad, algo que desmontara sin remedio aquella pesadilla delirante, quizá pudiera volver a recomponer la vida que se le estaba deshaciendo a medida que se le borraban las arrugas. Notaba, desquiciada, cómo su piel, aquella que al acostarse la noche anterior había sido un delicado pergamino apolillado, se tensaba cada vez más alrededor de una figura perfecta que ella no había conocido más que en su primera juventud. El pelo era ya una cascada alborotada de rizos dorados que le acariciaba la cintura, y ella sabía que aquello solo había sido así cuando era una jovencita inocente y risueña, que aún aceptaba lo inevitable de la vida porque la vida todavía no le había robado nada. Corrió y corrió sin atreverse a detenerse, asustada de encontrar su imagen reflejada en alguna superficie inesperada, corrió porque una parte de ella sabía que, si volvía a verse, a intuirse cuanto menos, en un espejo, en la brillante mesa de caoba, en las puertas acristaladas del aparador, la mujer que había visto hacía menos de diez minutos habría sido sustituida por otra incomparablemente más hermosa, más turgente, más lozana.

Más joven.

La anciana, que ahora era una radiante veinteañera a la que le bailaba el holgado, y ya  también más corto, camisón, se obligó a mantener la calma, a tratar de recuperar aunque fuera un precario control sobre sí misma; si no lograba tranquilizarse, pensó, aquel infernal proceso de viajar hacia atrás en el tiempo se le escaparía de las manos. Tenía que intentar encontrar la clave de todo aquello, por ilógico que le resultara, por más que desafiara su mente racional, aquella que siempre había llevado por bandera. “La mente sobre la materia, la mente sobre la materia”, se repitió, una y otra vez, con una voz nueva, fuerte, juvenil, desconocida. Quería convertir su eterna máxima en una plegaria que la ayudara a justificar lo injustificable. Quería sobrevivir al ataque inverosímil de una demencia inexplicable.

Pero esta vez no le funcionaba. La letanía se iba repitiendo, con voces  similares pero perceptiblemente diferentes, a medida que la anciana pasaba de veinteañera a adolescente, de adolescente a niña de once años, de niña de once años a esbelta criatura de cinco, que no podía apenas moverse sumergida entre las ondas bordadas del camisón que se había puesto una noche de hacía setenta y cinco años. Pero incluso siendo una criatura, su mente conservaba unos pensamientos que la atormentaban, y tozuda, trataba de ahogarlos y ahogarse ella al mismo tiempo, corriendo por el piso aferrando con sus pequeñas manitas las vueltas del camisón. 

Pero llegó un momento en que ni siquiera su exuberante fortaleza física pudo superar el inmenso terror que la asfixiaba.

Al fin, ya vencida, dejó de recorrer la casa. Estaba a punto de sucumbir, lo notaba, y no sabía ni siquiera qué era lo que la estaba aniquilando sin piedad. Llorando, encogida entre los pliegues, apoyada en la cama donde se había consumido aquel infernal sortilegio, esperó, aterrorizada, que el proceso continuara y acabara convertida en nada, en un proyecto humano que esperaría, quién sabe si en vano, que alguien lo hiciera realidad. Por primera vez en sus ochenta años (¿o eran cinco, o eran incluso menos?), anhelaba con desesperación que el tiempo corriera hacia delante y no hacia atrás, que no le escamoteara una sola arruga, que no la dejara detenida en mitad de ninguna parte. Anheló su cumpleaños con la misma fuerza que antes lo había aborrecido. Añoró poder empezar de nuevo y borrar cada disputa familiar en que había hecho caso omiso de aquellos consejos que le recomendaban cuidarse, vivir a medida de sus años reales, aceptar que había cosas que ya no podía hacer y que no había nada de malo en ello. Agradecer que gozaba de una salud envidiable para su edad, que unas píldoras y unos chequeos no la convertían en una debilucha, que la cobardía no se definía precisamente en la aceptación, con dignidad y sensatez, de la realidad que uno tenía. Lo que ella había hecho era huir, no tenía mejor nombre que darle. Le daba miedo aceptar que ya no era una joven de belleza fascinante, que ya no tenía el “poder” que tanto había disfrutado, que el tiempo no le había hecho objeto de ningún trato especial y el final del camino era amargo e inevitable. Y por eso se había inventado que ella podía ser más fuerte que nadie, que todo era cuestión de actitud, que el estribillo cierto de “la mente sobre la materia”, usado en su beneficio, podía alterar lo inalterable. 

Una cobarde. Una estúpida y ridícula cobarde. Lo que toda la vida había detestado. 

Había tergiversado el significado real de la palabra valor. Ahora se daba cuenta, ahora lo estaba sufriendo… y, ahora… ¿de qué podía servirle?

En algún momento, antes de que pudiera siquiera concebirlo, no habría vida pasada a la que retroceder… ¿Cómo sería el final? ¿O eso iba a ser el principio? ¿De qué?  ¿Se convertiría en una molécula, en un átomo solitario bailando en el espacio? ¿Y qué había sido de su vida, de sus ochenta años de experiencias, de amor, de viajes, de hijos, de nietos, de amigas, de paseos …? Ella había sido una mujer feliz, una mujer con suerte… aunque a la vez hubiera sido una cabezota insufrible y hubiera hecho poner los ojos en blanco a cualquiera con su tozudez, su “inofensiva” manía de ignorar su decadencia no podía cobrarle ahora un precio tan desproporcionado. 

¿Verdad que no?

¿Por qué la castigaba con tanta saña?

La anciana se llevó sus diminutas manos al pecho, creyendo que la angustia podía llegar a acabar con ella mucho antes que aquel horrible viaje al pasado lo hiciese. Bajo los temblorosos deditos, percibió el alocado golpeteo de su corazón.

Cuánto tardaría… cuándo ocurriría… cuándo…

Y entonces despertó. Escuchó su propio e interminable alarido y notó cómo le desgarraba la garganta. La fuerza de su sobresalto fue tal que estuvo a punto de caer de la cama, y el esfuerzo de mantenerse en ella, de no chocar contra las baldosas, despertó a su vez el eco de mil dolores olvidados, que recorrieron punzantes su descarnado cuerpo. Abrió los ojos y la visión de su dormitorio, otra vez borrosa y desenfocada, le dio fuerzas para mirarse las manos, que ahora agarraban feroz y dolorosamente las sábanas. El alivio la recorrió en oleadas cálidas y consoladoras: ¡Eran sus manos, sus artríticas, arrugadas y queridas manos llenas de manchas, sus manos de los denostados ochenta años, sus manos de siempre! La anciana, que era otra vez una anciana, que nunca había dejado en realidad de serlo, lloró silenciosas lágrimas de desesperado alivio que recorrieron despacio su de nuevo apergaminada piel. Temblorosa pero firmemente decidida, extendió las manos y agarró sus gafas, colocándoselas por primera vez con cuidado y esmero, en lugar de, como era habitual en ella, poniéndoselas de mala manera, incapaz, por pura necesidad, de desecharlas como desdeñaba cualquier otro indicio de senectud. Después, con las gafas puestas y sus envejecidas manos cuidadosamente entrelazadas sobre el parco regazo, permaneció quieta unos instantes, meditando, deshaciendo hilo a hilo la cuidadosa telaraña de sus antiguas fantasías. La mente sobre la materia. No siempre. A veces, la materia debía guiar a la mente, hacerla caminar de la mano de la realidad, vivir acorde con la que una era, no con la que había sido, y mucho menos, con la que aún deseaba ser. 

Había desdeñado esa vida que tanto le aterrorizaba perder, prescindiendo de tratamientos, de cuidados, de las mínimas precauciones. Había hecho sufrir a los suyos y había arriesgado tontamente su mayor tesoro: la posibilidad de seguir siendo feliz, fuera cual fuera la envoltura.

La anciana era testaruda, pero no tenía nada de rencorosa, y mucho menos de tonta. Había rendido tributo a su única extravagancia porque, hasta el momento, había creído obtener más ventajas que perjuicios. Quizá se había excedido, bueno, con toda seguridad se había excedido, enredándose en las telarañas de su elaborado delirio de juventud, pero siempre podía rectificar. Ése era uno de los privilegios de continuar viva, aunque se caminara hacia el siglo. También podía permitirse a estas alturas un poco de autoindulgencia. A fin de cuentas, a nadie le gustaba envejecer, y había sido una mujer hermosa: no tenía nada de malo que, al menos en su memoria, quisiera seguir pensando que lo era. Pero al parecer, su inofensivo capricho se había convertido en un arma de doble filo, y las viejas creencias, una vez probada su ineficacia, tenían que ser revisadas. Quizá ya iba siendo hora de valorar que no todo el mundo llegaba a los ochenta, y mucho menos rodeada de familiares atentos que estaban dispuestos a seguirle el juego a una vieja excéntrica a la que no le daba la gana de conmemorar que estaba a dos décadas de cumplir un siglo y que, después de todo, tampoco estaba en tan baja forma.

Que no se dijera que ella no era una mujer capaz de rectificar sus errores, incluso con ochenta años encima. La anciana sonrió. Ése sí era el auténtico valor y estaba dispuesta a llevarlo por bandera con la misma determinación que había llevado lo que no había sabido identificar, hasta aquel día,  como genuina cobardía.

¡Qué suerte darse cuenta de que, de nuevo se repetía pero daba igual, tenía suerte! ¡Qué suerte saber que era una vieja afortunada! Se sentía frenética de expectación, casi se diría llena de energía, solo de pensarlo. Se sentía joven. Una octogenaria joven e ilusionada, llena de nervios. Notó como su piel reseca, un fino velo deshilachado, se estiraba en una súbita y radiante sonrisa.

 Más tarde, recobrada ya la calma y regodeándose en todos y cada uno de los cotidianos dolores de sus cansados huesos, decidió ponerse en marcha y llamar antes que nada a la tienda, para encargar, costara lo que costara, una enorme y suculenta tarta que esa misma pudieran devorar sin miramientos sus numerosos nietos. Después… no sabía qué haría después. Había dormido, por decirlo así, hasta muy tarde, e iba sumamente retrasada: tenía muchas otras cosas que hacer, que planificar...

A fin de cuentas, hoy era su cumpleaños.

 

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