martes, 23 de agosto de 2022

XXVII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2022

  MODALIDAD: RELATO DE AUTOR LOCAL


GANADOR: ANÍBAL ALFONSO QUESADA CAMPOS

TÍTULO: ESTACIONES

Aníbal A. Quesada Campos nace en Guardamar del Segura en 1988. Es músico profesional y su relación con la escritura nace a la temprana edad de doce años cuando participa en diversos concursos. En 2009 gana un concurso de microrrelatos en Cehegín con el relato titulado Reconstrucción de un suceso. Tan solo un año después publica su primer libro, Relato de un alcohólico, una novela adolescente con tintes de drama. Desde siempre le ha fascinado lo desconocido, la ciencia-ficción y los crímenes, un cóctel que ha conseguido aunar en su actual libro, Los casos Black Velvet.

Actualmente se dedica a la enseñanza de música en su especialidad instrumental, la trompa y lo compagina con su pasión, la escritura.

Estaciones

            Para Andrés, las estaciones del año estaban bien diferenciadas. En otros lugares del país no era tan calurosas el verano, o mucho más frío y con estampas más navideñas el invierno. Él tenía claro cuándo empezaba cada estación. Tan solo tenía siete años, pero eso lo controlaba a la perfección. 

Otoño

Está claro que la concepción del tiempo y de la propia realidad es muy distinta entre adultos y niños, por lo que, para él, el año no empezaba en enero, sino en septiembre, con “la vuelta al cole”. Era curioso que el otoño comenzase tal día como un trece de septiembre aquel año, otros era un quince, un ocho o incluso un once, pero lo que sí que estaba claro es que con el comienzo de las clases la tristeza llegaba a su vida y la oscuridad se abría paso cada tarde recortando, minuto a minuto, la luz del día. 

            A pesar de lo triste que se volvían las tardes, sobre todo cuanto más se acercaba el invierno, se lo pasaba muy bien en el colegio. Las leyendas, los rumores, las peleas, los piques con los compañeros, todo eso hacía que fuera un trimestre espectacular. 

—No te creo, en el cole no hay ningún cementerio. —decía incrédulo Matías.

—Ya no, porque lo cambiaron de sitio ¿No te acuerdas de los huesos que sacó Pablo donde estaban los árboles?

Si algo había en aquel lugar era realidad mezclada con fantasía, lo que un adulto había perdido por el camino de la vida y cuya única manera de recuperar era procreando para ver la magia en los ojos de sus hijos. Ahora muchos miran atrás y se acuerdan de las conversaciones en el patio del Molivent, como Andrés y muchos otros. 

Sin desviarnos más del tema, el frío comenzaba a bajar las temperaturas mes a mes, los cielos se volvían cada vez más grises y el levante hacía rugir el mar escuchándose desde el colegio. La ropa pasaba, de ser ligera, a ir como espantosos sacos de patatas acolchados e introducirse en aulas que olían a tabaco, café y tiza. Un perfume perfecto que hacía reconocible al maestro y la escuela a varias decenas de metros. 

Pero a pesar de las condiciones adversas dentro y fuera del aula, el primer trimestre y el otoño era uno de los mejores momentos del año. Muchos puentes; se acercaban las navidades con los regalos y, a pesar de bajar las temperaturas, tampoco hacía excesivo frío. Además, por las tardes, cuando refrescaba, en casa le esperaba una buena chimenea que calentaba el salón y le hacía estar a gusto en todo momento.

 

Invierno

Si le preguntas a un niño cuándo comienza el invierno, todos lo tienen claro, y no dista mucho de la realidad puesto que la festividad de la Navidad se situó en esas fechas por la antigua celebración del solsticio de invierno pagano. Pero, dejando las religiones y las creencias de lado, lo que está claro es que el invierno, para Andrés, comenzaba el mismo día que le daban las vacaciones de navidad, ese año el día veintitrés de diciembre. 

Allí no nevaba. La costa alicantina no era un lugar propicio para la nieve, pero frío hacía bastante. La humedad provocaba que la sensación térmica disminuyera alrededor de cinco o seis grados, y aquel año fue duro. Ni guantes ni abrigos hacían que se te fuera el frío del cuerpo. 

¿Pero acaso le importaba eso al pequeño Andrés? No; salía de casa con gran ilusión a ver el Belén y, cuando llegaba para la cena de nochebuena, debajo del árbol estaban los regalos. Pocos en navidad y un poco más en reyes. Siempre era así. Unos calcetines, un juguete, un libro, un pijama, un jersey… eso era la Navidad. Pero luego, en la noche y el día de reyes siempre tenía juguetes en las casas de sus abuelos y, como en navidad, bajo su propio árbol. 

Le encantaban esas fechas. Si el día siete no había colegio, como ese año, cogía el teléfono y llamaba a la casa de su primo para saber qué le habían regalado, quedar y poder enseñarse los juguetes. Era muy emocionante, porque no hay nada mejor que compartir las cosas nuevas con la gente con la que mejor te lo pasas. 

Por muchos años que transcurran, al final siempre se tienen los mismos gustos. Todos los juguetes eran superhéroes, distintos Spider-man y personajes de los X-men de las series de dibujos que echaban por televisión. ¿Quién no quería ser Lobezno? 

La vuelta al colegio después de Navidad era casi más dura, porque los niños se pasaban todas las horas que estaban en clase, pensando en los juguetes nuevos que tenían en casa y era imposible que se concentraran. Él no era distinto a los demás niños y la concentración brillaba por su ausencia durante prácticamente todo el mes de enero. 

El segundo trimestre escolar, o el invierno, que casi era lo mismo para él, se le hacía larguísimo. Era el peor trimestre del año sin lugar a dudas y por eso bajaba su rendimiento. Llegaba agotado a casa. “¡Qué duro es ser niño!” pensaba a menudo. “Quiero ser mayor, esto es una caca.” Se repetía. Y qué desencaminado iba al pensar que siendo adultos se acababa el esfuerzo y el trabajo. Años después lo entendió, todo aquello eran pensamientos vacíos y perdidos. Trabajo mental desaprovechado. Pero en su presente eran realidades como templos. 

Primavera

Era habitual que la primavera, para Andrés, llegase al mismo tiempo que las vacaciones de Semana Santa. Pero ese año no era así. Era el segundo trimestre más largo de su vida prolongándose hasta mediados de abril y, claro, la primavera llegaba antes sí o sí. ¿Cuándo? Era una buena pregunta, no sabía la respuesta, pero sí cuándo se dio cuenta de que había llegado. Fue en San José, el día del padre, la festividad de la gran mayoría de mujeres de su familia repleta de María Josés, Josefas y Pepas. 

Aquel año hizo un día precioso, soleado, sin aire, tan bueno que cuando se acercó a unas flores que había en la plaza del ayuntamiento, cerca de la fuente, se dio cuenta de lo que estaba pasando. Al fin había llegado la primavera. ¡Qué plaza aquella! Por aquel entonces, ir a la plaza del ayuntamiento, para él, era casi lo mismo que visitar un lugar mágico, lleno de plantas y árboles, con bancos y una fuente en el centro que le encantaba. Qué poco echamos la vista atrás a veces para comprobar lo mucho que se ha perdido de un mundo que indudablemente era mejor que éste. 

—Andrés ¿quieres unos gusanitos del kiosco de la iglesia? —le decía su madre.

Había dos kioscos junto a la iglesia, muchos los recordarán y para otros será nuevo, pero cuando llegaba el buen tiempo, la gente se apelotonaba en aquellos kioscos, a la salida de misa, para comprar gominolas, bolsas de patatas, revistas y periódicos. A Andrés le encantaba ir, siempre había un montón de colecciones de VHS, también llamadas toda la vida cintas de video, y cromos de las series de televisión. 

Le gustaban mucho las películas, podía haber cosas en el mundo que le parecían chulas, pero el cine era algo que le apasionaba. No adelantaremos acontecimientos ni pasiones, pero la realidad es que era un auténtico cineasta de siete años. 

La Semana Santa siempre solía partir la primavera y se le asemejaba mucho más a algún mes del otoño que de los que se aproximan al verano. Fuertes vientos, lluvias y tormentas eran un tópico en esa semana de solemnidad y pasión beata que se sentía mucho más por aquel entonces. 

Andrés acompañaba a su madre a las procesiones y las veía con los ojos de lo que era, un niño, sin llegar a entender exactamente por qué la gente se ponía tan triste. Él comprendía que Jesús había muerto, que luego el domingo resucitaba, que los romanos eran malos y que los cristianos buenos, o al menos así se pintaba en las representaciones que veía, pero no entendía que los que veían aquel espectáculo se pusieran tristes. Había ocurrido, o al menos eso le habían dicho, pero hacía más de mil novecientos cincuenta años. ¿Por qué llorar por alguien que lleva más de ese tiempo muerto? No llegaba a comprenderlo. 

Las mujeres vestidas de negro con mantillas y con las caras tapadas; las luces de las velas en calles oscuras; las campanitas para que los costaleros subieran o bajaran la imagen de la Virgen o del Señor, para él era todo un tanto siniestro, pero a la vez le encantaba ir con la vela. Todos los años tenía el mismo propósito, que el chorrete que caía se convirtiera en un carámbano lo más largo posible, si podía llegar a medir veinte o treinta centímetros mejor. Pero siempre se rompía. Diversiones olvidadas que remarcan el sentimiento de nostalgia de estos tiempos. 

Pero la primavera no acababa ahí. No se quedaba solo en Semana Santa y poco más, llegaba hasta la maravillosa fecha de final de curso, hasta junio. Y entonces empezaba el período más largo para Andrés. La gran espera. 

 

 

Verano

Las clases habían terminado y daban paso a un limbo en su vida que iba desde el final del tercer trimestre y del colegio, hasta el inicio del verano, o lo que para él significaba el principio del verano. Desde el final del curso se levantaba por las mañanas, en esos días soleados que casi cortan la respiración del calor que hace antes de despertarse uno, y salía corriendo al balcón para ver si habían puesto la cartelera en el cine Costablanca. Andrés no tenía una clara concepción del tiempo, no recordaba que hasta la primera semana de julio o el último fin de semana de junio, según vinieran las fechas, los hermanos Cartagena no abrían el cine de verano, por lo que todas las mañanas corría para llevarse una decepción. 

Cerca de quince días estuvo en ese limbo insufrible en el que no sabía qué películas iban a traer a la puerta de su casa. Esos días, como todos, pasaban rápidos, pero la emoción de levantarse y pensar que ese era el día en el cual vería los enormes carteles le inundaba hasta los sueños. Aún a día de hoy, recuerda cómo soñaba con un señor poniendo la cartelera un jueves y anunciando la película que se iba a proyectar y las siguientes dos que se proyectarían tres y seis días después de la anunciada. 

Un buen día, siendo éste un treinta de junio, se levantó por la mañana y al asomarse a la ventana, allí estaban los carteles. ¿Por qué le gustaba tanto el cine? Era una sensación inexplicable. Para los adultos, la magia ya no existe en el mundo; se ha perdido en esos años de niñez; pero para un infante, esa magia se encuentra en todos los sitios, en todos los rincones, y el cine era algo que estaba cargado de ella. Locuras descabelladas e imposibles, explosiones que nadie vería en su vida, robots con forma humana, dinosaurios… un sinfín de posibilidades al alcance de tres monedas de cien pesetas. 

Asientos de madera incómodos, más parecidas a sillas que a las butacas a las que estamos acostumbrados hoy en día, se llenaban noche tras noche para disfrutar, al aire libre, de lo que era el auténtico cine de verano. Pipas en el suelo, latas de refrescos llevadas desde casa, bocadillos, bolsas de patatas, un entorno familiar en el que todo el mundo disfrutaba y en el que muchos buscaban la comodidad con cojines que se llevaban desde sus hogares. 

¡Al fin había empezado el verano! Daba igual cuantos baños se hubiera dado ya en la playa, o las veces que hubiera visitado la piscina municipal. Hasta que no ponían la cartelera, no empezaba el verano para él. ¡Y qué verano aquél! 

Andrés sabía qué películas quería ir a ver, y cuáles le iban a dejar. Durante todo el año había estado viendo anuncios de televisión y apuntándose en su inmaculada memoria todas las que no se quería perder ese verano. “Dos tontos muy tontos” era la que más ganas tenía de ver. Esa comedia desternillante con Jim Carrey y Jeff Daniels estaba en la boca de todos, y junto a su primo Mateo estaban deseando que la “estrenaran”. La película era de marzo, pero lo bueno que tenía el cine de verano era eso, que te traían películas de todo el año; si te la habías perdido, ahora podías disfrutarla. 

A parte de esa comedia, también fueron a ver, siempre en pareja con su primo, la nefasta pero a la vez entretenida para niños “Batman Forever” y por supuesto, como no podía faltar, el estreno del verano, “Power Rangers: La Película”. Con el tiempo y echando la vista atrás, le habría gustado ver los peliculones que estrenaron ese año, a la altura de “Cadena Perpetua”, “Leyendas de Pasión”, “Rob Roy” o la divertidísima y trepidante “Jungla de Cristal: la venganza”, pero era demasiado niño para esos títulos. 

Las fiestas también le gustaban, aunque los desfiles eran demasiado largos y pesados como para poder disfrutarlos en plenitud. Esos “disfraces”, como él decía, eran de lo más aterradores. “La Pluma”, una comparsa mítica, a sus ojos era de lo más increíble que había en el desfile, hacía que le brillaran y conseguía el mismo entusiasmo que su asombro hacia el cine. Pero si había algo en fiestas que le hacía sentir la emoción y el entusiasmo de los moros y cristianos,  más que nada, era el retumbar de los timbales. Esos ritmos graves y profundos, esos golpes, esa energía lo tenían absorto por completo. Claro está que de ahí surgió su segunda pasión, la música.

El verano tiene un inconveniente cuando eres pequeño, el tiempo pasa lento porque te juntas menos con los amigos que durante el resto del curso; pero al mismo tiempo, cuando te vas a dar cuenta, los cursos de natación se acaban, la gente que copa las calles comienza a desaparecer, el ruido nocturno se extingue, el cine cierra y vuelve otra vez el triste y gris otoño. 

 

Otoño, invierno, primavera y verano. Uno tras otro van pasando los ciclos naturales y las cosas a nuestro alrededor van cambiando. Andrés, quien no se llama Andrés en realidad, ve cómo unos negocios cierran y otros abren y, como si fuera algo natural, el pueblo de Guardamar va cambiando. Algunos pensarán que a peor, otros que a mejor; otros se centrarán en deudas locales y otros en qué partido hizo cada cosa bien o mal. Pero lo que es cierto es que, tal vez por crecer y perder ese sentimiento mágico, o tal vez por ver el mundo con otros ojos, se convierte en cierto lo que dicen de que “tiempos pasados siempre fueron mejores”.

Otoño, invierno, primavera y verano. La plaza del ayuntamiento se convierte en un yermo desierto de losetas y asfalto, vacío por dentro. Lo que era un colegio de monjas, pasa a ser un banco. Los edificios comienzan a alzarse en ambos extremos del pueblo. La gente comienza a llamarlo “ciudad”. La pinada se valla con horribles barrotes carcelarios. Los cines se convierten en un muro donde artistas callejeros, o más bien llamados “bandarras”, hacen pintadas feas hasta que algún constructor los compre y edifique. Y todo seguido de un largo etcétera que hace que la visión de una niñez no tan lejana quede como un vago recuerdo de lo bello, y al mismo tiempo salvaje, que era el pasado. 

Otoño, invierno, primavera y verano. Es posible que todo tuviera otro brillo por el mero hecho de ser pequeño. Es posible que el comprender las cosas elimine la parte más hermosa de la realidad que vemos, pero lo que siempre queda es el recuerdo. Un recuerdo que, de vez en cuando, podemos alcanzar subiendo al castillo o sentado en lo alto de una duna, mirando el horizonte. Andrés, quien ahora sabemos que no se llama así, y siendo éste un servidor, sueña con el futuro mientras vive el presente, otea la línea de costa o la silueta del campanario mientras, en lo más profundo de su corazón, piensa “¿Llegará el día en que añore lo que ahora veo?”. Y siendo el tiempo tan escurridizo, y la vida tan efímera, se da cuenta de que solo hay una respuesta. “Sí”. 

Otoño, invierno, primavera y verano. Por muchas estaciones que pasen, siempre miraré al pasado con lágrimas en los ojos, niñez, adolescencia, vida adulta… lo único que perdurará por siglos será un nombre: Guardamar.

 


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