MODALIDAD: RELATO DE AUTOR LOCAL
GANADOR: ANÍBAL ALFONSO QUESADA CAMPOS
TÍTULO: ESTACIONES
Aníbal A. Quesada Campos nace en Guardamar del Segura
en 1988. Es músico profesional y su relación con la escritura nace a la
temprana edad de doce años cuando participa en diversos concursos. En 2009 gana
un concurso de microrrelatos en Cehegín con el relato titulado Reconstrucción de un suceso. Tan solo un
año después publica su primer libro, Relato
de un alcohólico, una novela adolescente con tintes de drama. Desde siempre
le ha fascinado lo desconocido, la ciencia-ficción y los crímenes, un cóctel
que ha conseguido aunar en su actual libro, Los
casos Black Velvet.
Actualmente se dedica a la enseñanza de música en su especialidad instrumental, la trompa y lo compagina con su pasión, la escritura.
Estaciones
Para Andrés, las estaciones del año estaban bien diferenciadas. En otros lugares del país no era tan calurosas el verano, o mucho más frío y con estampas más navideñas el invierno. Él tenía claro cuándo empezaba cada estación. Tan solo tenía siete años, pero eso lo controlaba a la perfección.
Otoño
Está claro que la concepción del tiempo y de la propia
realidad es muy distinta entre adultos y niños, por lo que, para él, el año no
empezaba en enero, sino en septiembre, con “la vuelta al cole”. Era curioso que
el otoño comenzase tal día como un trece de septiembre aquel año, otros era un
quince, un ocho o incluso un once, pero lo que sí que estaba claro es que con
el comienzo de las clases la tristeza llegaba a su vida y la oscuridad se abría
paso cada tarde recortando, minuto a minuto, la luz del día.
A pesar de lo triste que se volvían
las tardes, sobre todo cuanto más se acercaba el invierno, se lo pasaba muy
bien en el colegio. Las leyendas, los rumores, las peleas, los piques con los
compañeros, todo eso hacía que fuera un trimestre espectacular.
—No te creo, en el cole no hay ningún cementerio.
—decía incrédulo Matías.
—Ya no, porque lo cambiaron de sitio ¿No te acuerdas
de los huesos que sacó Pablo donde estaban los árboles?
Si algo había en aquel lugar era realidad mezclada con
fantasía, lo que un adulto había perdido por el camino de la vida y cuya única
manera de recuperar era procreando para ver la magia en los ojos de sus hijos.
Ahora muchos miran atrás y se acuerdan de las conversaciones en el patio del Molivent,
como Andrés y muchos otros.
Sin desviarnos más del tema, el frío comenzaba a bajar
las temperaturas mes a mes, los cielos se volvían cada vez más grises y el
levante hacía rugir el mar escuchándose desde el colegio. La ropa pasaba, de
ser ligera, a ir como espantosos sacos de patatas acolchados e introducirse en
aulas que olían a tabaco, café y tiza. Un perfume perfecto que hacía
reconocible al maestro y la escuela a varias decenas de metros.
Pero a pesar de las condiciones adversas dentro y fuera
del aula, el primer trimestre y el otoño era uno de los mejores momentos del
año. Muchos puentes; se acercaban las navidades con los regalos y, a pesar de
bajar las temperaturas, tampoco hacía excesivo frío. Además, por las tardes,
cuando refrescaba, en casa le esperaba una buena chimenea que calentaba el
salón y le hacía estar a gusto en todo momento.
Invierno
Si le preguntas a un niño cuándo comienza el invierno,
todos lo tienen claro, y no dista mucho de la realidad puesto que la festividad
de la Navidad se situó en esas fechas por la antigua celebración del solsticio
de invierno pagano. Pero, dejando las religiones y las creencias de lado, lo
que está claro es que el invierno, para Andrés, comenzaba el mismo día que le
daban las vacaciones de navidad, ese año el día veintitrés de diciembre.
Allí no nevaba. La costa alicantina no era un lugar
propicio para la nieve, pero frío hacía bastante. La humedad provocaba que la
sensación térmica disminuyera alrededor de cinco o seis grados, y aquel año fue
duro. Ni guantes ni abrigos hacían que se te fuera el frío del cuerpo.
¿Pero acaso le importaba eso al pequeño Andrés? No;
salía de casa con gran ilusión a ver el Belén y, cuando llegaba para la cena de
nochebuena, debajo del árbol estaban los regalos. Pocos en navidad y un poco
más en reyes. Siempre era así. Unos calcetines, un juguete, un libro, un
pijama, un jersey… eso era la Navidad. Pero luego, en la noche y el día de
reyes siempre tenía juguetes en las casas de sus abuelos y, como en navidad, bajo
su propio árbol.
Le encantaban esas fechas. Si el día siete no había
colegio, como ese año, cogía el teléfono y llamaba a la casa de su primo para
saber qué le habían regalado, quedar y poder enseñarse los juguetes. Era muy
emocionante, porque no hay nada mejor que compartir las cosas nuevas con la
gente con la que mejor te lo pasas.
Por muchos años que transcurran, al final siempre se
tienen los mismos gustos. Todos los juguetes eran superhéroes, distintos
Spider-man y personajes de los X-men de las series de dibujos que echaban por
televisión. ¿Quién no quería ser Lobezno?
La vuelta al colegio después de Navidad era casi más
dura, porque los niños se pasaban todas las horas que estaban en clase,
pensando en los juguetes nuevos que tenían en casa y era imposible que se
concentraran. Él no era distinto a los demás niños y la concentración brillaba
por su ausencia durante prácticamente todo el mes de enero.
El segundo trimestre escolar, o el invierno, que casi
era lo mismo para él, se le hacía larguísimo. Era el peor trimestre del año sin
lugar a dudas y por eso bajaba su rendimiento. Llegaba agotado a casa. “¡Qué
duro es ser niño!” pensaba a menudo. “Quiero ser mayor, esto es una caca.”
Se repetía. Y qué desencaminado iba al pensar que siendo adultos se acababa el
esfuerzo y el trabajo. Años después lo entendió, todo aquello eran pensamientos
vacíos y perdidos. Trabajo mental desaprovechado. Pero en su presente eran
realidades como templos.
Primavera
Era habitual que la primavera, para Andrés, llegase al
mismo tiempo que las vacaciones de Semana Santa. Pero ese año no era así. Era
el segundo trimestre más largo de su vida prolongándose hasta mediados de abril
y, claro, la primavera llegaba antes sí o sí. ¿Cuándo? Era una buena pregunta,
no sabía la respuesta, pero sí cuándo se dio cuenta de que había llegado. Fue
en San José, el día del padre, la festividad de la gran mayoría de mujeres de
su familia repleta de María Josés, Josefas y Pepas.
Aquel año hizo un día precioso, soleado, sin aire, tan
bueno que cuando se acercó a unas flores que había en la plaza del
ayuntamiento, cerca de la fuente, se dio cuenta de lo que estaba pasando. Al
fin había llegado la primavera. ¡Qué plaza aquella! Por aquel entonces, ir a la
plaza del ayuntamiento, para él, era casi lo mismo que visitar un lugar mágico,
lleno de plantas y árboles, con bancos y una fuente en el centro que le
encantaba. Qué poco echamos la vista atrás a veces para comprobar lo mucho que
se ha perdido de un mundo que indudablemente era mejor que éste.
—Andrés ¿quieres unos gusanitos del kiosco de la
iglesia? —le decía su madre.
Había dos kioscos junto a la iglesia, muchos los
recordarán y para otros será nuevo, pero cuando llegaba el buen tiempo, la
gente se apelotonaba en aquellos kioscos, a la salida de misa, para comprar
gominolas, bolsas de patatas, revistas y periódicos. A Andrés le encantaba ir,
siempre había un montón de colecciones de VHS, también llamadas toda la vida
cintas de video, y cromos de las series de televisión.
Le gustaban mucho las películas, podía haber cosas en
el mundo que le parecían chulas, pero el cine era algo que le apasionaba. No
adelantaremos acontecimientos ni pasiones, pero la realidad es que era un
auténtico cineasta de siete años.
La Semana Santa siempre solía partir la primavera y se
le asemejaba mucho más a algún mes del otoño que de los que se aproximan al
verano. Fuertes vientos, lluvias y tormentas eran un tópico en esa semana de
solemnidad y pasión beata que se sentía mucho más por aquel entonces.
Andrés acompañaba a su madre a las procesiones y las
veía con los ojos de lo que era, un niño, sin llegar a entender exactamente por
qué la gente se ponía tan triste. Él comprendía que Jesús había muerto, que
luego el domingo resucitaba, que los romanos eran malos y que los cristianos
buenos, o al menos así se pintaba en las representaciones que veía, pero no
entendía que los que veían aquel espectáculo se pusieran tristes. Había
ocurrido, o al menos eso le habían dicho, pero hacía más de mil novecientos
cincuenta años. ¿Por qué llorar por alguien que lleva más de ese tiempo muerto?
No llegaba a comprenderlo.
Las mujeres vestidas de negro con mantillas y con las
caras tapadas; las luces de las velas en calles oscuras; las campanitas para
que los costaleros subieran o bajaran la imagen de la Virgen o del Señor, para
él era todo un tanto siniestro, pero a la vez le encantaba ir con la vela.
Todos los años tenía el mismo propósito, que el chorrete que caía se
convirtiera en un carámbano lo más largo posible, si podía llegar a medir
veinte o treinta centímetros mejor. Pero siempre se rompía. Diversiones
olvidadas que remarcan el sentimiento de nostalgia de estos tiempos.
Pero la primavera no acababa ahí. No se quedaba solo
en Semana Santa y poco más, llegaba hasta la maravillosa fecha de final de
curso, hasta junio. Y entonces empezaba el período más largo para Andrés. La
gran espera.
Verano
Las clases habían terminado y daban paso a un limbo en
su vida que iba desde el final del tercer trimestre y del colegio, hasta el
inicio del verano, o lo que para él significaba el principio del verano. Desde
el final del curso se levantaba por las mañanas, en esos días soleados que casi
cortan la respiración del calor que hace antes de despertarse uno, y salía
corriendo al balcón para ver si habían puesto la cartelera en el cine
Costablanca. Andrés no tenía una clara concepción del tiempo, no recordaba que
hasta la primera semana de julio o el último fin de semana de junio, según vinieran
las fechas, los hermanos Cartagena no abrían el cine de verano, por lo que
todas las mañanas corría para llevarse una decepción.
Cerca de quince días estuvo en ese limbo insufrible en
el que no sabía qué películas iban a traer a la puerta de su casa. Esos días,
como todos, pasaban rápidos, pero la emoción de levantarse y pensar que ese era
el día en el cual vería los enormes carteles le inundaba hasta los sueños. Aún
a día de hoy, recuerda cómo soñaba con un señor poniendo la cartelera un jueves
y anunciando la película que se iba a proyectar y las siguientes dos que se
proyectarían tres y seis días después de la anunciada.
Un buen día, siendo éste un treinta de junio, se
levantó por la mañana y al asomarse a la ventana, allí estaban los carteles. ¿Por
qué le gustaba tanto el cine? Era una sensación inexplicable. Para los adultos,
la magia ya no existe en el mundo; se ha perdido en esos años de niñez; pero
para un infante, esa magia se encuentra en todos los sitios, en todos los
rincones, y el cine era algo que estaba cargado de ella. Locuras descabelladas
e imposibles, explosiones que nadie vería en su vida, robots con forma humana,
dinosaurios… un sinfín de posibilidades al alcance de tres monedas de cien
pesetas.
Asientos de madera incómodos, más parecidas a sillas
que a las butacas a las que estamos acostumbrados hoy en día, se llenaban noche
tras noche para disfrutar, al aire libre, de lo que era el auténtico cine de
verano. Pipas en el suelo, latas de refrescos llevadas desde casa, bocadillos, bolsas
de patatas, un entorno familiar en el que todo el mundo disfrutaba y en el que
muchos buscaban la comodidad con cojines que se llevaban desde sus
hogares.
¡Al fin había empezado el verano! Daba igual cuantos
baños se hubiera dado ya en la playa, o las veces que hubiera visitado la
piscina municipal. Hasta que no ponían la cartelera, no empezaba el verano para
él. ¡Y qué verano aquél!
Andrés sabía qué películas quería ir a ver, y cuáles
le iban a dejar. Durante todo el año había estado viendo anuncios de televisión
y apuntándose en su inmaculada memoria todas las que no se quería perder ese
verano. “Dos tontos muy tontos” era la que más ganas tenía de ver. Esa comedia
desternillante con Jim Carrey y Jeff Daniels estaba en la boca de todos, y
junto a su primo Mateo estaban deseando que la “estrenaran”. La película era de
marzo, pero lo bueno que tenía el cine de verano era eso, que te traían
películas de todo el año; si te la habías perdido, ahora podías
disfrutarla.
A parte de esa comedia, también fueron a ver, siempre
en pareja con su primo, la nefasta pero a la vez entretenida para niños “Batman
Forever” y por supuesto, como no podía faltar, el estreno del verano, “Power
Rangers: La Película”. Con el tiempo y echando la vista atrás, le habría
gustado ver los peliculones que estrenaron ese año, a la altura de “Cadena
Perpetua”, “Leyendas de Pasión”, “Rob Roy” o la divertidísima y trepidante
“Jungla de Cristal: la venganza”, pero era demasiado niño para esos
títulos.
Las fiestas también le gustaban, aunque los desfiles
eran demasiado largos y pesados como para poder disfrutarlos en plenitud. Esos
“disfraces”, como él decía, eran de lo más aterradores. “La Pluma”, una
comparsa mítica, a sus ojos era de lo más increíble que había en el desfile,
hacía que le brillaran y conseguía el mismo entusiasmo que su asombro hacia el
cine. Pero si había algo en fiestas que le hacía sentir la emoción y el
entusiasmo de los moros y cristianos, más que nada, era el retumbar de los timbales.
Esos ritmos graves y profundos, esos golpes, esa energía lo tenían absorto por
completo. Claro está que de ahí surgió su segunda pasión, la música.
El verano tiene un inconveniente cuando eres pequeño,
el tiempo pasa lento porque te juntas menos con los amigos que durante el resto
del curso; pero al mismo tiempo, cuando te vas a dar cuenta, los cursos de
natación se acaban, la gente que copa las calles comienza a desaparecer, el
ruido nocturno se extingue, el cine cierra y vuelve otra vez el triste y gris
otoño.
Otoño, invierno, primavera y verano. Uno tras otro van
pasando los ciclos naturales y las cosas a nuestro alrededor van cambiando.
Andrés, quien no se llama Andrés en realidad, ve cómo unos negocios cierran y
otros abren y, como si fuera algo natural, el pueblo de Guardamar va cambiando.
Algunos pensarán que a peor, otros que a mejor; otros se centrarán en deudas
locales y otros en qué partido hizo cada cosa bien o mal. Pero lo que es cierto
es que, tal vez por crecer y perder ese sentimiento mágico, o tal vez por ver
el mundo con otros ojos, se convierte en cierto lo que dicen de que “tiempos
pasados siempre fueron mejores”.
Otoño, invierno, primavera y verano. La plaza del
ayuntamiento se convierte en un yermo desierto de losetas y asfalto, vacío por
dentro. Lo que era un colegio de monjas, pasa a ser un banco. Los edificios
comienzan a alzarse en ambos extremos del pueblo. La gente comienza a llamarlo
“ciudad”. La pinada se valla con horribles barrotes carcelarios. Los cines se
convierten en un muro donde artistas callejeros, o más bien llamados
“bandarras”, hacen pintadas feas hasta que algún constructor los compre y
edifique. Y todo seguido de un largo etcétera que hace que la visión de una
niñez no tan lejana quede como un vago recuerdo de lo bello, y al mismo tiempo
salvaje, que era el pasado.
Otoño, invierno, primavera y verano. Es posible que
todo tuviera otro brillo por el mero hecho de ser pequeño. Es posible que el
comprender las cosas elimine la parte más hermosa de la realidad que vemos,
pero lo que siempre queda es el recuerdo. Un recuerdo que, de vez en cuando,
podemos alcanzar subiendo al castillo o sentado en lo alto de una duna, mirando
el horizonte. Andrés, quien ahora sabemos que no se llama así, y siendo éste un
servidor, sueña con el futuro mientras vive el presente, otea la línea de costa
o la silueta del campanario mientras, en lo más profundo de su corazón, piensa
“¿Llegará el día en que añore lo que ahora veo?”. Y siendo el tiempo tan
escurridizo, y la vida tan efímera, se da cuenta de que solo hay una respuesta.
“Sí”.
Otoño, invierno, primavera y verano. Por muchas
estaciones que pasen, siempre miraré al pasado con lágrimas en los ojos, niñez,
adolescencia, vida adulta… lo único que perdurará por siglos será un nombre:
Guardamar.
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