MODALIDAD:
IGUALDAD DE GÉNERO
GANADOR: FRANCISCO DE PAZ TANTE
TÍTULO: LAS ALAS CRECIDAS
Francisco de Paz Tante es Catedrático de enseñanza secundaria,
de Geografía e Historia y escritor.
Ha obtenido varios premios de novela, como los de las
diputaciones de Cáceres y de Córdoba, el de Ciudad Real, y, el premio de novela “Salvador García Aguilar”
de Rojales. Entre sus libros publicados destacamos Las cigüeñas de Yenne, Cielos
de Samarcanda y De Ninfas y faunos.
También ha sido finalista en certámenes de narrativa como el
“Fernando Lara”, de la editorial Planeta, El Felipe Trigo, el de Badajoz, el de
Barbastro, y el Edebé de literatura infantil.
Además, ha obtenido más de cien premios y reconocimientos
literarios en distintos certámenes de cuentos y relatos breves.
LAS
ALAS CRECIDAS
Francisco
de Paz Tante
Cada noche mi vida se
alumbra con luces de neón, de distintos colores e intensidades, esparcidas por
el bar en el que trabajo, donde ejerzo de camarera, junto a mi compañera
Bintou; hasta que los albores del día encienden con su luz tenue las calles por
las que camino hacia mi casa, a veces con esa desolación que, como una lluvia
fina y fría, acaba calando hasta los huesos en las madrugadas de quienes sienten
crecida la soledad. Aunque otras noches, al salir, me acompaña Bintou, y siento
el calor de su voz, de sus palabras dulces con ecos africanos, mientras me
habla de su vida, sus estudios, sus ilusiones, sus sueños de felicidad.
En casa me espera el
hijo, algunos días ya levantado, desayunado, inquieto por mi tardanza. El hijo
que conoce mis desazones y afanes, mi necesidad de trabajar, por mí, y por él,
para que continúe con su vida, y su carrera. Por mi falta de estudios y de
experiencias laborales previas sólo he podido encontrar este trabajo, nocturno,
agotador, pero con un sueldo suficiente para que los dos prosigamos con
nuestras vidas.
Al principio, mi marido
creía que no aguantaría, y acabaría volviendo a nuestra casa, al hogar que
dejé. Estaba convencido de que en algún momento empezaría a sentir las
añoranzas de nuestra vida en pareja, de la seguridad económica que él me daba,
de la tibia felicidad conyugal, incluso, que mantuvimos durante algunos años.
Y ahora, cuando ve cómo
pasa el tiempo y no regreso, él insiste en expresarme su arrepentimiento, sus
deseos de cambio, y su voluntad de esforzarse para que recuperemos la felicidad
perdida.
Los excesos de la
bebida, la ira desatada y el descontrol acabaron adensando las sombras que se
me adentraron en el alma. Y entonces la convivencia adquirió la aspereza de un
páramo yermo, y los relumbres de la ternura, del amor, aún con los rescoldos de
pasiones pretéritas, se fueron tornando en espejos rotos que arañaban y herían.
Hasta que los reproches, los desprecios, los insultos, arrasaron los últimos
vestigios del necesario, imprescindible, respeto que nos permitiera seguir
juntos sin que prevaleciera ese silencio abisal en que ya sólo hablan las
miradas, esquivadas, soslayadas, siempre húmedas.
Y una noche, la última,
en que el alcohol, el descontrol, mi negativa a caer, otra vez, en un
apareamiento desolador, sin unos rescoldos siquiera que pudieran encender el
deseo, ya tornados en ceniza fría; todo aquel desamor acumulado, supurando en
mi mirada como una bruma invernal, provocó su rabia desatada, sus gritos,
esquirlas de cristales ya incrustados en la pulpa del alma
Esa misma noche preparé
una maleta, y, al amanecer, me fui, con el hijo. Sentía que nuestro futuro
juntos nos había caducado. Ya todo era ayer, memoria amarilla, la tristeza que
reverbera en las hojas muertas de un otoño definitivo.
Él, al principio, se
quedó airado, desafiante. Pero luego la realidad de mi ausencia mantenida,
comenzó a sentirla como una carencia insoportable. Y empezaron los
arrepentimientos, las promesas de cambio, de otra vida, de una renovada felicidad;
como si pudieran resurgir las llamas donde ya solo quedaban pavesas de lumbres
pretéritas.
Por eso algunas noches
acude al local donde trabajo, junto a mi compañera Bintou, y se arrima a la
zona de la barra en la que sirvo cervezas, copas y cócteles, con mi mejor
sonrisa, abierta y untada de carmín, como nos dice el jefe que tenemos que
mostrarnos, simpáticas y cordiales. Y él me pide un refresco de naranja y me
ruega, de nuevo, que le escuche sus palabras que hablan de disculpas y
promesas. Y me dice que quiere recuperarme, que no puede vivir sin mí, casi
solloza, con los ojos aguados.
Pero
yo, mientras lo escucho, recuerdo las noches de gritos, amenazas, con la mirada
brillante de rabia y de whisky, mientras trataba de preservar al hijo del
escándalo, de la angustia que le provocaban aquellas voces. Y para no
acrecentar su inquietud y su miedo, al final, procuraba tranquilizar a su
padre, y aceptaba, otra vez, el hastío del sexo asumido sin pasión ni placer,
sólo para calmarlo, dormirlo.
Hasta
que llegó aquella noche en que mi negativa a repetir el ritual del apareamiento
frío que él me exigía provocó que estallara su rabia, su violencia sus gritos.
Y en esos momentos supe que era el final, que ya no había retorno, sólo un
impulso en las alas, novedoso, intenso, para volar y alejarme.
Por
eso aquella misma madrugada cogí al hijo y una maleta rebosante de ropa y
desolación, y salí a la calle, y empecé a andar, a huir. Busqué un hostal
barato, y luego la ayuda de una asociación de mujeres.
Después
encontré este trabajo que ejerzo por las noches, con un sueldo escaso que me
supone privaciones y carencias, y que asumo hasta que los procedimientos
judiciales ya iniciados decidan la pensión que él tiene que aportar para el
mantenimiento del hijo.
Y
en el bar donde trabajo también he encontrado la amistad de mi compañera
Bintou, que algunas noches, al salir, en la madrugada fría, mientras caminamos
por la ciudad silenciosa y vacía, me habla, y evoca su vida, su llegada a
España, sus sueños, sus anhelos:
Decidí
huir de mi aldea africana, y me adentré en la noche y en la selva, hasta que
llegué a un centro de protección y ayuda donde me organizaron el viaje a
Europa.
Ya en España, ingresé en un centro de acogida para
menores. Y, cuando cumplí la mayoría de edad, busqué un trabajo, para pagarme
una casa y mi vida. También me matriculé en un centro de educación a distancia,
para seguir estudiando, profundizando en los libros y en las palabras escritas.
Porque estaba empeñada en ensanchar mi horizonte, hacer realidad los sueños que
mi maestro africano me había dejado grabados en las láminas más profundas de mi
memoria, desde que un día quiso continuar con sus lecciones, aunque ya no
tuviera pizarra, ni clase siquiera, ni posibilidad de ver las palabras
encendidas con el blanco de la tiza.
Por eso el maestro escribió en el aire una palabra, con
su caligrafía redonda, nítida, mientras la pronunciaba con la cadencia y el
tono de un prodigio desvelado: «Ubuntu». Y nosotros sabíamos, que aquella
palabra significaba lealtad, ayuda, apoyo, empatía. La forma de entender la
vida, sus relaciones y sus emociones que, a pesar de la guerra y sus desastres,
él quería inocularnos en nuestras memorias, aún tiernas. El maestro ya nos
había explicado que las personas con ubuntu se agrandan; y cuando no hay
ubuntu, y prevalece la violencia, el desprecio y la humillación, se achican, se
encogen, reducen el tamaño de su humanidad. El ubunto nos hace conscientes de
que existen los demás, que nos necesitan, para crecer como personas, mientras
nosotros también crecemos. Y el ubuntu es ternura, la caricia del alma, la
memoria del corazón.
Nunca olvidaré
aquella lección, con la escuela devastada, y el maestro, ya solo con su voz,
con su mirada y su mano, escribiendo aquella palabra, «Ubuntu», de espaldas,
como en una pizarra invisible, para que sus alumnos viéramos las letras de
frente, con su dedo en el aire. Así, además de escucharla, podíamos leerla, y
respirarla.
Yo
me sentaba al final de la clase. Era la única niña de aquella escuela. Las
niñas no necesitábamos aprender las letras, decían las madres de mi aldea.
Además, temían a los militares de aquel nuevo régimen fundamentalista y atroz,
empeñado en mantener a las mujeres encerradas, ocultadas.
Por eso, cuando recibíamos las visitas de algunos jefes
militares o religiosos, yo me encogía en la última fila. Y si le pedían
explicaciones al maestro sobre mi presencia en aquella escuela, él, para
protegerme, les decía que estaba allí para limpiarla y barrerla. Eso les
contaba el maestro a quienes consideraban que la escuela resultaba perniciosa
para las niñas, para su vida posterior de esposas sumisas y madres. De esa
forma, me permitían quedarme, seguir aprendiendo las lecciones de mi maestro
africano, que nos enseñaba palabras hermosas y su filosofía de la empatía, de
los valores igualitarios, solidarios, plenamente humanos.
Después la guerra enseguida lo asoló todo. Sólo duró unos
días, pero fueron suficientes para que los muertos se amontonaran en las casas
y en las calles; entre ellos, mis padres. Entraron unos hombres armados, y, sin
preguntar, les dispararon. Como a todos los de aquella calle, aquellas
familias, aquella etnia. A mí me apuntaron, pero los soldados, al final dejaron
el fusil, me arrancaron el vestido y me violaron. Me perdonaron la vida, pero me
violaron.
Y cuando a aquella guerra ya sólo le quedaba el recuerdo
de la sangre y el luto, como vivía sola, para evitarme más abusos y
sufrimientos, me acogió un familiar, de forma provisional, hasta que encontrara
marido.
Cuando el maestro fue a decirme que se reanudaba la
escuela, yo entonces recuperé la ilusión de volver, otra vez, a sentir la magia
de la pizarra negra encendida de letras blancas, que desvelaban nombres y
emociones. Pero aquella mañana, al entrar en la escuela, nos dimos cuenta de
que la guerra también la había devastado. La pizarra estaba rota, y los
pupitres hechos astillas. Todo era destrucción y desolación. Entonces el
maestro nos indicó que nos sentáramos en el suelo, sobre la tierra dura, que
sacáramos los cuadernos y los lapiceros, porque las clases tenían que continuar.
Aún nos quedaba la voz, y el aire, nos dijo, con su mirada negra, intensa,
anegada de lágrimas. Después se puso de espaldas, como ante una pizarra
imaginada, para escribir en el aire la palabra que pronunciaba, con el dedo
índice de su mano derecha, muy estirado, mientras nosotros la escribíamos, y la
respirábamos: «Ubuntu».
Aquella fue mi última clase en África, porque, cuando
llegué a la casa en que me habían acogido, me dijeron que iban a casarme con un
hombre que, generoso, quería hacerse cargo de mí. Salí entonces a la calle y
empecé a correr. Se me hizo de noche, y seguí corriendo, por la sabana, entre
los árboles, avanzando, con decisión, tratando de salvarme. Yo ya tenía grabados
en mi memoria los valores, y los anhelos, de la igualdad, la empatía, la
ternura; y no podía aceptar la sumisión, la violencia y la humillación de aquel
casamiento que querían perpetrar conmigo. Por eso corría, me alejaba, mientras
en mi pensamiento sentía los relumbres hermosos de la palabra que mi maestro,
en mi última clase en África, había escrito en el aire, para que la leyéramos,
y la respiráramos: «Ubuntu»
Al final, llegué a otra ciudad lejana, donde me
informaron de un lugar de acogida en el que podrían ayudarme. Desde allí
organizaron mi viaje a España, donde estuve internada en un centro para
inmigrantes hasta que cumplí la mayoría de edad. Luego encontré este trabajo en
el bar, provisional, temporal, que me permite pagarme una casa y mi vida;
mientras sigo estudiando, persistiendo en mis afanes por los libros y las
letras; y con los sueños, los anhelos y horizontes de futuro y de felicidad que
me dejó inoculados en la memoria, para siempre, mi maestro africano.
Esta
es la historia que me ha contado Bintou, la historia de su vida. Y yo también le
he contado la mía, mi historia. Y le he dicho que el hombre que ve acercarse a
mí algunas noches es mi marido, al que he dejado, porque era infeliz a su lado,
porque su aspereza y violencia habían arrasado nuestra relación, y ya no había
amor, ni deseo, ni ternura. Y ahora viene a buscarme, para pedirme un refresco
y decirme que vuelva a casa, que le dé otra oportunidad, mientras me mira con
los ojos húmedos de arrepentimiento y tristeza, que yo apenas vislumbro en la
penumbra del interior del local, donde palpitan unos neones con el nombre del bar,
Yesterday.
Y
esta noche, ya con los primeros jirones de luz en el cielo del amanecer, salgo
sola. Bintou se queda en el bar recogiendo, limpiando.
Está
lloviendo, y, cuando piso la calle encharcada, lo veo a él, al hombre que dejé,
esperándome, con un paraguas que me ofrece. Siento entonces el frío, la lluvia,
la desolación que me penetra como una niebla heladora; y también percibo el
vaho tibio de un cariño aún no disipado, de un afecto impreciso, el perfume de
una flor mustia que perdura entre los escombros que nos ha dejado la vida. En
realidad, desconozco la causa por la que empiezo a andar hacia él, hacia su
cobijo, su paraguas. Pero, antes de llegar, percibo los destellos de los neones
con el nombre del local en la fachada, Yesterday, unas luces palpitantes
que me evocan un tiempo ya amarillo y marchito, como el reverbero en las hojas
muertas de un otoño definitivo. Luego, vuelvo la cabeza y veo a Bintou, debajo
de una farola, mojándose. Y veo también que levanta la mano y escribe en el
aire una palabra que leo con nitidez: «Ubuntu». Evoco entonces mis sueños y la necesidad
de sentirme querida, con respeto, empatía, ternura. Por eso doy media vuelta y
empiezo a andar hacia donde me espera mi amiga africana, aún con la mano
levantada en la pizarra de la noche; y siento la lluvia en el pelo, en la cara,
en la ropa ya húmeda, en la piel mojada, en las alas crecidas.
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