MODALIDAD:
RELATO EN CASTELLANO
GANADOR: FERNANDO MOLERO CAMPOS
TÍTULO: A QUIENES ME HABITAN
Fernando Molero Campos
nace en Fernán Núñez en 1965 (Córdoba). Es Diplomado en Magisterio, Licenciado
en Humanidades y Máster en Cinematografía por la Universidad de Córdoba.
Como escritor ha
publicado en solitario once libros entre los que vamos a destacar dos de sus
títulos: En la playa y ¿Quién se esconde
detrás de Nosferatu?
Ha
ganado o quedado finalista en más de 90 concursos literarios. Durante 10 años
ejerció como crítico de cine en el Diario Córdoba. Desde hace 20 años dirige y
presenta un programa de divulgación cinematográfica en Onda Marina Radio, la
emisora municipal de Fernán Núñez, llamado El
cine de Mr. Arkadin.
Es Co-coordinador de los Encuentros con el cine en el IES “Luis de Góngora” desde el año 2010 hasta el año 2018 y ha resultado finalista a los Premios de la Crítica de Andalucía 2020 en la modalidad de relato.
A QUIENES ME
HABITAN
Fernando Molero Campos
Yo no he venido a
este mundo a habitar las casas, sino a ser habitado por ellas. Por quienes viven
en ellas antes que yo y ceden su huella indeleble en el rastro que los humanos
vamos dejando allá por donde pasamos. El mundo real me es ajeno. Demasiadas
complicaciones, señales que no alcanzo a interpretar, ese caos en el que
algunos se refocilan como gorrinos en el lodo. Prefiero transitar por la
frontera, ser ese ser invisible cuyos ropajes, siempre tan distintos, lo hacen
inclasificable. Quiero descubrir los secretos que nos hacen únicos, vivir a
través de los demás. Los espacios pequeños cargados de recuerdos ajenos son mi
hábitat natural. Tal vez padezca esa enfermedad moderna que los expertos llaman
agorafobia. O que solo sean síntomas de mi propensión a la curiosidad y de mi
necesidad de conocimiento. Jamás entro en una casa que no esté completamente
amueblada, cuyos anteriores dueños no hayan dejado allí sus cosas como si
fueran pistas o piezas del museo de sus inconfundibles intrahistorias
familiares.
He
encontrado un bonito y luminoso piso en el centro de la ciudad. Todavía pueden
olerse en él los aromas de sus pasados moradores. Algo mágico flota en el
ambiente. El corazón me da un vuelco porque sé que en cada esquina hallaré mil
y un motivos para quedarme bastante más tiempo de lo que en mí es habitual.
Todo es perfecto, igual que un decorado presto para ser recorrido, vivido,
examinado, investigado a fondo, sin prisa.
Es
grande el piso. Adornado con gusto y muebles de madera de calidad, nada de Ikea
ni de formicas o aglomerado. Por las fotos colgadas de la pared del pasillo
central y las enmarcadas sobre mesas y estantes comprendo que en él vive un matrimonio
con dos hijos, una chica y un chico. Como soy amante de los placeres sencillos:
como comer con apetito pero sin gula o beber buen vino, enseguida dirijo mis
pasos a la caza y captura de aquello que me permita descifrar los deseos,
pasiones y miserias de quienes hasta hace poco se paseaban por cada una de
aquellas estancias. Me gusta meterme en la piel de todos y cada uno de sus
inquilinos.
Comienzo
por lo que parece el despacho del marido. En esa especie de santuario no hay
vestigio de la familia por ningún lado, solo recuerdos pasados y presentes de
una vida vinculada a la política. Como si allí viviera una parte desdoblada del
hombre de la casa, con sus afanes y secretos. Repartidos por doquier se ven
retratos de su época de alcalde de una ciudad de provincias, de consejero de
una Comunidad Autónoma y hasta de su etapa como ministro. Supongo. A veces
solo, en ocasiones en compañía de compañeros de partido y hasta saludando al ex
Presidente del Gobierno o al mismísimo rey de España. Por los papeles de su
mesa sé que se llama Mario Estepa, que es diputado en la oposición y que tiene
también un importante cargo orgánico en su propio partido político. Viste siempre
con traje y corbata. Estudio con detenimiento las facciones de su rostro,
regordete y confianzudo, los ojos pequeños y una buena mata de pelo que le nace
poco más arriba de las cejas y le caracolea por el casco dibujando estratégicas
ondas semejantes a olas o surcos no muy bien delineados.
Sentado
a su mesa dejo de ser yo para convertirme en él. Es colocarme las gafas de
lectura y tomar la pluma del escritorio y sentir una gran sacudida por dentro.
Una impresionante transferencia de datos circula por todo mi cuerpo camino del
cerebro. Instintivamente tomo papel y comienzo a esbozar un discurso baladí
preñado de acusaciones e insultos con el conveniente adobo de adjetivos a cual
más altisonante para criticar cualquiera de las medidas adoptadas por el actual
Gobierno o su Consejo de Ministros. La estilográfica se mueve como una
bailarina ligera de ropa sobre la nieve de la hoja en blanco. Se nota que Mario
Estepa es un hombre acostumbrado a practicar con la palabra escrita antes de
abordar los combates políticos cuerpo a cuerpo. Escribo, por ejemplo: «Son
ustedes una caterva de pérfidos que no dudan en aliarse con quien sea con tal
de que sus posaderas continúen bien calentitas». O: «Han provocado un tsunami
de estiércol en la política de nuestro país». O: «Personas como ustedes son los
responsables de la desafección de la ciudadanía con los altos valores de la
democracia». O: «Señor Presidente es usted un traidor, un inútil, soberbio,
engreído, incapaz de atender a los asuntos importantes de quienes le pagan el
sueldo». Cosas así. Y me quedo tan pancho y feliz, orgulloso al comprender que
después podré añadir palabrejas incendiarias como terrorismo, independentismo, reforma,
impuestos o lo que sea, y quedará de dulce.
Me
reclino un poco en el sillón con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Nada
como el trabajo bien hecho. Fisgoneo un poco en el correo electrónico para analizar
el argumentario del partido de cara a afrontar los temas de la actualidad
política y social. Pero eso termina por aburrirme. Así que me pongo en pie y
mis manos, sin saber qué van a hacer exactamente, acuden a los estantes que
tengo a mi espalda. Hay allí algunas noveluchas voluminosas, bestsellers y ejemplares sobre temas
históricos. Aunque lo que más prima son, sin duda, los libros de memorias y
reflexión política de líderes de todo el espectro ideológico, tanto españoles
como extranjeros. Las trampas del poder.
Orientaciones para el futuro. Recetas para dejar atrás la crisis. Compromiso,
libertad y buenas prácticas políticas. El entendimiento es posible en un país
dividido. Un país de cainitas. Proyectos para un cambio tranquilo. La política
es cosa de hombres (y de mujeres). Manual para aguantar los ataques infundados.
La realidad del sueño americano. Mi vida y mi obra. Cómo no enamorarse de esas
obras con semejantes títulos. Tomo el primero que se me ocurre, al azar, y
también al azar lo abro por una página. Curiosamente, como si de un
marcapáginas se tratara, entre una hoja y otra hay un billete de quinientos euros.
Y no es el único. De aquel primer volumen saco diez, intactos, planchados, como
recién salidos de fábrica. Incluso suenan de una manera muy especial cuando los
agito un poco, parecen almidonados. En otro encuentro otros diez. Luego, una
docena, veinte, y hasta treinta en un tocho de casi mil páginas. Los amontono
sobre la mesa y los huelo. Por primera vez en mi vida sé a qué huele el dinero:
a avaricia, a poder, a deseos cumplidos. Contarlos es un placer inigualable.
Hasta puedo notar una erección. Por un momento se me pasa por la cabeza la idea
loca de llevarlos a la bañera, echarlos todos dentro, desnudarme y darme un
baño a la manera del Tío Gilito, frotándome las axilas con ellos. Pero me quito
las gafas y pierdo la conexión con el cabeza de familia. Devuelvo el dinero a
su lugar de origen, a su escondite secreto.
Silbando igual que
un chiquillo voy del despacho al dormitorio del matrimonio, presidido por una
cama gigantes como la de los hoteles de cuatro o cinco estrellas en los que no
acostumbro a vivir por demasiado impersonales y carentes de recuerdos. Además
del tálamo conyugal y los muebles de rigor, cuentan también en la habitación con
su propio cuarto de baño y un vestidor de película dividido en dos partes
ligeramente asimétricas: la del marido y la de la esposa. Un poco más pequeña
la de él.
Ella tiene buen
gusto. Tal vez es hija de una familia pudiente, de esas que si no heredan
capital sí reciben al menos como legado saber estar, visión de futuro, porte
seudoaristocrático y buen pelo. Bonitos vestidos de fiesta. Faldas de señora
elegante y un punto pícara. Camisas de seda semitransparentes. Jerséis de lana
de llamativos colores muy bien doblados. Y pañuelos. Y un montón de zapatos y
botines. Y pamelas y sombreritos. Y bolsos de marca a juego con muchas de las
prendas que cuelgan de las perchas. Pero yo, curioso y lascivo como solo un
hombre que se adentra en la intimidad de una mujer puede serlo, hurgo y rebusco
hasta dar con el cajón de la ropa interior. ¡Oh, maravilla! ¡Oh, mágico mundo
de encajes, blondas, licras y finos algodones! ¡Oh, arcoíris para piernas, pubis
y senos de bailarinas de Oriente, de damas de compañía de alto standing, de vedetes de Moulin Rouge o
cabarés con música, canciones y mucho humo de cigarro. Cojo una braguita roja
como un incendio de tela y me la llevo a la nariz. Aspiro el profundo aroma del
océano. Allí se concentran todos los misterios del universo, el origen de la
vida y la desembocadura de un millón de pequeñas muertes. Mario Estepa es un
hombre muy afortunado.
Me entretengo un
rato husmeando en el cajón hasta que doy en el fondo, ¡oh, sorpresa!, debajo de
algunas prendas ya en desuso, con unos juguetitos eróticos estratégicamente
escondidos. No tengo claro si lo que veo en mis manos es algo de uso personal
o, por el contrario, parte del juego del amor compartido entre dos. Tampoco me
importa demasiado, no le doy más vueltas, tomo prestado un conjunto de lencería
negra compuesto por una mínima braguita, un sujetador a juego, medias igual de
oscuras y un liguero.
Sobre la cama, en
la parte en que supongo duerme cada noche Mario Estepa, coloco, convenientemente
extendida, toda mi ropa. Calcetines. Calzoncillos. Pantalones. Chaqueta. Camisa.
Parecen prendas para vestir a un novio pobre. O para amortajar a un cadáver no
demasiado exigente con los rigores de la etiqueta fúnebre. Y, desnudo como
estoy, me pongo las braguitas, las medias, el liguero y el sujetador, y me
tumbo en la cama a retozar junto a mi propia ropa.
Así vestido para
las artes de la pasión, un chispazo de electricidad me susurra al oído que yo
soy ella, Carolina, la mujer de Mario Estepa. Me siento deseada por mis manos,
por mis ojos, por mis labios. Recuerdo entonces que en una cajita oculta en el
estante más alto de mi parte del vestidor, donde solo se alcanza con la
banqueta, tengo guardadas las cartas de amor de Javier, mi primer novio. Las
saco todas y de paso me llevo también a la cama los juguetes eróticos.
Tumbada sobre las
sábanas como una virgen presta para el sacrificio, comienzo a leer párrafos al
azar de algunas de las epístolas que Carolina recibió en su juventud de su
amado, cuando aún la prosaica asepsia del correo electrónico no había arrasado
con los auténticos mensajes intercambiados en papel y tinta por los enamorados.
En ellas se declaraba su rehén y su esclavo; y no había un solo día que no
pensara en ella, en todas las formas posibles que ofrece el pensamiento de
pensar en una mujer a la que se ama. Tampoco escatimaba palabras a la hora de refrescar
algunos de sus encuentros sexuales y de proponer mil y una maneras de fundir
sus cuerpos en uno solo. Se me antojaron las cartas émulas inconscientes de aquellas
incendiarias que James Joyce le escribió a su adorada Nora Barnacle: «…,
glorificado en la descubierta vergüenza de tu vestido vuelto hacia arriba y en
tus bragas blancas de muchacha y en la confusión de tus mejillas sonrosadas y
tu cabello revuelto. […] He pensado en ti casi hasta el desfallecimiento al oír
mi voz cantando o murmurando para tu alma la tristeza, la pasión y el misterio
de la vida y al mismo tiempo he pensado en ti haciéndome gestos sucios con los
labios y con la lengua, provocándome con ruidos y caricias obscenas y haciendo
delante de mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo.» Tenía Javier alma de
poeta licencioso. Quizá por eso Carolina, más mundana o sabia, optó por la
segura caligrafía de Mario Estepa, un hombre cargado de futuro, sabiendo que lo
otro bien podía quedar para el reino de la fantasía, bien ser parte de posibles
aventuras extramaritales.
Las fronteras de
la carne y del deseo se diluyen en un magma ardiente que incendia todo mi
cuerpo, desde la uña del dedo meñique del pie hasta el último de mis cabellos. Una
humedad marítima, con sus olas y mareas, inunda mis entrañas. Me acaricio y
retozo con mi ropa como si hubiera alguien dentro de ella, usando aquellos
juguetitos que lamo e introduzco en mi cuerpo hasta el estallido final.
Carolina pone los ojos en blanco, abre mucho la boca, aúlla como una loba y yo
derramo mi ser y el alma toda con la voluntad de un géiser que no sabe que lo
es.
Carolina me
abandona en la orilla de la playa que es el filo de la cama en el preciso
instante en que me quito todas sus prendas íntimas. Vuelvo a ser yo otra vez.
Reintegro todo a su sitio: cartas, juguetes y ropa interior.
Satisfecho y
relajado dirijo mis pasos a las habitaciones de los hijos. Entro en la primera
de ellas, que pertenece a Manuela, la hija adolescente del matrimonio formado
por Mario Estepa y Carolina. El cuarto es una leonera, un monumento al caos en
el que se amontonan libros, cuadernos, ropa, útiles de maquillaje y un sinfín
de objetos repartidos sin orden ni concierto. Todo hace pensar que la madre la
ha dejado por imposible. Las paredes están empapeladas de pósteres de tíos
buenos, retratos de cantantes de moda y grupos coreanos de pop. Fijada a una de
ellas hay un gran espejo en el que uno puede contemplarse de cuerpo entero. Si
algo se respira allí dentro es el sonido de cientos de canciones sonando al
mismo tiempo en una sinfonía inabarcable de corcheas y gorgoritos.
Tanto desorden
ahoga un poco. No sé hacia dónde mirar, qué buscar. Debajo de una revista que
hay encima de un pantalón vaquero encuentro un micrófono rosa metálico con
varios botoncitos. Aprieto el ON y noto como si una mano enguantada sustituyera
a la mía. Sin darme cuenta, ya estoy cantando una canción que no he escuchado
jamás pero cuya letra me sé al pie. Manuela se encuentra allí, dentro de mí,
guiando mis pasos, disfrutando como una loca con ese desparpajo y esa desinhibición
que dan tener unos gloriosos dieciséis años. Enciendo el ordenador para ampliar
el repertorio con la ayuda de las imágenes y los bailes desplegados en la
pantalla.
Una cosa me va
llevando a otra. Canto. Bailo. Giro por toda la habitación. Salto encima de la
cama. Y, entre canción y canción, me pinto los labios y pongo rímel en mis
pestañas, me maquillo como si fuera a salir de fiesta. Me quito una ropa y me
pruebo otra a la caza y captura de mi mejor perfil, el más encantador y
sugerente. Conjuntos a veces imposibles que tiro encima de la cama sin
preocuparme si se arrugaban o no. Al mismo tiempo, con un viejo teléfono móvil extraviado
entre los apuntes de clase, me hago un selfie
tras otro, ahora poniendo morritos, ahora entornando los ojos, ahora con la
cabeza un poco girada en actitud displicentemente seductora. Todo un catálogo
de poses y miradas para compartir más tarde, quién sabe, en alguna red social
como Instagram.
Hasta que exhausto
y sudoroso me derrumbo sobre el montón de trapos de la cama mirando al techo
del que pende una lámpara con forma de flor. Cierro los ojos un instante para
encontrarme en ese limbo sin fronteras en el que habitan en armonía y comunión
el espacio y el tiempo. Un calor líquido comienza a correr como un arroyuelo
rojo por mis piernas. Me quito el pantaloncito corto que llevo puesto y veo la gran
mancha de sangre: me acaba de bajar la regla. ¡Joder, qué coñazo!
Dejo el recuerdo
de Manuela en su cuarto y recupero mi ser camino del baño. Aunque no tenía
pensado ducharme, tanto esfuerzo, saltos, idas y venidas, y encima la sensación
de haber tenido por vez primera en mi vida una menstruación, hacen que me
apetezca mucho quitarme parte de la suciedad del mundo adherida a mi cuerpo
como una segunda piel muerta. El agua templada se lo lleva todo por el desagüe;
insufla una nueva energía a mi espíritu. Luego me seco y perfumo a conciencia
antes de visitar los dominios de José Mario, el hijo pequeño de la familia.
La decoración de
su cuarto difiere considerablemente de la de su hermana. Los superhéroes y las
criaturas monstruosas y los personajes de videojuego son los dueños de las
paredes. No sé si sentirme protegido, tan arropado estoy por aquellos seres de
capa y coloridos leotardos con superpoderes, o amenazado por las figuras
imponentes de los kaiju eiga
japoneses como Godzilla, Gamera, Rodan o Mothra. Hasta el mismísimo King Kong,
que se ha enfrentado en ocasiones al dinosaurio radioactivo por excelencia del
cine nipón, tiene su espacio. También a mí me gustaron en la infancia las
películas de monstruos. Y Superman. Y Batman. Así que, de entrada, aquel chico
ya me cae bien.
Tomo asiento en su
sillón ergonómico frente a la pantalla del ordenador y me coloco sus
auriculares. Es como si Rosi Roldán, la chica de la que siempre estuve
enamorado y con la que no llegué a casarme, me hubiera abrazado por la espalda
con aquel calor de su cuerpo y su olor tan característico. Una sensación de que
el mundo es todavía un lugar inocente, un lugar por descubrir, se apodera de
mí. Y pierdo de súbito todo rastro de madurez, cualquier interés por los
asuntos más trascendentes del mundo, deseoso como estoy por entregarme con
devota fidelidad al juego. Soy, de nuevo, un niño, quizá más feliz que el niño
que en realidad fui. Mis manos son las de José Mario. Es él quien ve por mis
ojos, quien guía cada uno de mis movimientos.
Primero juego un
partido de fútbol con los avatares de los mejores jugadores del momento. Se
nota a la legua que el chaval es todo un experto, pues gracias a su habilidad
gano de calle por un más que desahogado diez a dos. Después, con un volante y unos
pedales de freno y acelerador que tiene debajo de su mesa de juego y estudio,
echo unas carreras con Super Mario Bros. El fontanero de pantalón azul, guantes
blancos y jersey y gorra rojos me depara unos momentos de gran felicidad. Y
termino por último empuñando todo tipo de armas de fuego virtuales para matar
nazis y bichos alienígenas o de otra dimensión. El chico se conoce al dedillo
todas las estrategias para ir pasando de pantalla hasta la victoria final.
Nunca hubiera
podido suponer que jugar sentado a videojuegos fuera algo tan cansado. La
tensión y los movimientos inconscientes que el cuerpo realiza en cada disparo a
puerta, en cada curva, cada vez que aprieta el gatillo y cambia una pistola por
una metralleta o una bazuka me dejan agotado. Me echo en la cama de José Mario
y, sin querer, termino durmiéndome; acabo deslizándome por ese tobogán que
lleva a los durmientes al territorio de los sueños.
Como si caminara
por arenas movedizas que quisieran engullirme y no dejar que llegara a mi
destino, sueño con otra casa en la que también viví durante mucho tiempo. En
ella había una mujer: Ana María. Y un chico: Felipe. Y una chica llamada
Fátima. De alguna manera yo vivía en ellos y por ellos y lo eran todo para mí.
Sin embargo, como si a ratos caminara por las páginas en blanco de un libro
inacabado o cruzara un océano de niebla o una tormenta de arena que me
impidieran ver más allá de mí mismo y mis recuerdos, todo a mi alrededor es
silencio, oscuridad o casas y casas en las que viven otras personas y que me
habitan cuando las ocupo.
Despierto preso de
una angustia indescriptible. No tengo ni idea de cuánto tiempo he pasado
durmiendo. Pueden haber sido unos minutos, horas tal vez o quizá incluso días
enteros.
Salgo del cuarto
de José Mario y voy al salón. Me sirvo un güisqui solo y enciendo el televisor.
Necesito distraerme para eliminar de mi boca ese sabor amargo que me he traído
del sueño. Es como si hubiese estado chupando madera podrida, tierra, humedad.
En la televisión hablan de guerra, de virus, de muertes. Cambié de canal. Gente
sin oficio ni beneficio discute y pega voces para insultarse. Pulso un botón
del mando a distancia. Unos agentes del FBI detienen a un sospechoso de
asesinato en una serie cuyo argumento desconozco por completo. Decido quedarme
allí mirando un rato aquello para ver si consigo coger el hilo de la historia.
Y entonces escucho
el sonido de una llave entrando en la cerradura de la puerta y el leve crujido
de las bisagras al abrirse. Me asusto, para qué negarlo. ¿Vendrán a robarme?
Alguien entra alegremente en mi casa sin llamar al timbre, como si fuera suya.
Paralizado como estoy, no me atrevo ni a moverme.
– ¿Quién se ha
dejado la tele puesta? –pregunta el hombre que acaba de abrir.
El hombre es Mario
Estepa. Lo reconozco nada más verlo. Es idéntico al político de las fotos.
La mujer y los dos
hijos se miran extrañados y niegan con la cabeza al tiempo que dicen que ellos
no han sido.
– Qué frío hace
aquí, ¿no? –dice Carolina. Su voz me suena muy cercana.
La hija entra en
su habitación, deja lo que lleva en la mano en el suelo y pone la música a todo
trapo. Evoco las canciones que tanto le gustan a Manuela. El chico, por su
parte, se pierde en su cuarto.
Curiosamente,
nadie me presta la menor atención. Se trata de una total y absoluta intromisión
en mi intimidad. Mario Estepa apaga el televisor y yo protesto enérgicamente.
Qué se ha creído. Quién es él para entrar así en mi casa ignorándome como si yo
ni siquiera estuviera allí. Me pongo en pie con ánimo de golpearlo. Puesto que
no me escucha y hace oídos sordos a mis quejas, merece al menos sentir la fuerza
de mis puños. Pero mis manos cerradas traspasan su rostro sin que se inmute.
– Cariño, ¿no
notas un olor raro? Además he tenido una sensación extraña, como si una brisa o
una respiración gélida cruzaran por delante de mis narices –dice Mario
dirigiéndose a su esposa.
– Sí, yo también
lo he notado al entrar. Es como si nos hubiéramos dejado algo en la basura y se
estuviera corrompiendo –responde Carolina.
Caigo al fin.
Comprendo en un segundo cuál es mi situación. Yo soy el causante de todo. Esa no
es mi casa y yo hace tiempo que estoy muerto. Soy eso que llaman un fantasma,
aunque no arrastre cadenas ni me esconda debajo de una sábana blanca. Avanzo con
los brazos colgando a cada lado camino de la salida. En el trayecto atravieso
el cuerpo de Carolina, a la que se le escapa un suspiro de extrañeza o placer.
Abandono el piso igual que entré en él, traspasando la puerta con la facilidad
de quienes carecemos de cuerpo. No me queda más remedio que ir en pos de alguna
otra casa que pueda habitarme para olvidar lo que soy, quién soy, qué hago aquí
y cuál es el propósito de mi existencia. Aunque solo sea un rato, hasta que
vuelvan sus verdaderos dueños.
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