martes, 23 de agosto de 2022

XXVII CONCURSO DE NARRATIVA CORTA “REAL VILLA DE GUARDAMAR DEL SEGURA”, 2022

MODALIDAD: 

RELATO EN CASTELLANO


GANADOR: FERNANDO MOLERO CAMPOS

TÍTULO: A QUIENES ME HABITAN

Fernando Molero Campos nace en Fernán Núñez en 1965 (Córdoba). Es Diplomado en Magisterio, Licenciado en Humanidades y Máster en Cinematografía por la Universidad de Córdoba.

Como escritor ha publicado en solitario once libros entre los que vamos a destacar dos de sus títulos: En la playa y ¿Quién se esconde detrás de Nosferatu?

Ha ganado o quedado finalista en más de 90 concursos literarios. Durante 10 años ejerció como crítico de cine en el Diario Córdoba. Desde hace 20 años dirige y presenta un programa de divulgación cinematográfica en Onda Marina Radio, la emisora municipal de Fernán Núñez, llamado El cine de Mr. Arkadin.

Es Co-coordinador de los Encuentros con el cine en el IES “Luis de Góngora” desde el año 2010 hasta el año 2018 y ha resultado finalista a los Premios de la Crítica de Andalucía 2020 en la modalidad de relato.


A QUIENES ME HABITAN

Fernando Molero Campos


Yo no he venido a este mundo a habitar las casas, sino a ser habitado por ellas. Por quienes viven en ellas antes que yo y ceden su huella indeleble en el rastro que los humanos vamos dejando allá por donde pasamos. El mundo real me es ajeno. Demasiadas complicaciones, señales que no alcanzo a interpretar, ese caos en el que algunos se refocilan como gorrinos en el lodo. Prefiero transitar por la frontera, ser ese ser invisible cuyos ropajes, siempre tan distintos, lo hacen inclasificable. Quiero descubrir los secretos que nos hacen únicos, vivir a través de los demás. Los espacios pequeños cargados de recuerdos ajenos son mi hábitat natural. Tal vez padezca esa enfermedad moderna que los expertos llaman agorafobia. O que solo sean síntomas de mi propensión a la curiosidad y de mi necesidad de conocimiento. Jamás entro en una casa que no esté completamente amueblada, cuyos anteriores dueños no hayan dejado allí sus cosas como si fueran pistas o piezas del museo de sus inconfundibles intrahistorias familiares.

            He encontrado un bonito y luminoso piso en el centro de la ciudad. Todavía pueden olerse en él los aromas de sus pasados moradores. Algo mágico flota en el ambiente. El corazón me da un vuelco porque sé que en cada esquina hallaré mil y un motivos para quedarme bastante más tiempo de lo que en mí es habitual. Todo es perfecto, igual que un decorado presto para ser recorrido, vivido, examinado, investigado a fondo, sin prisa.

            Es grande el piso. Adornado con gusto y muebles de madera de calidad, nada de Ikea ni de formicas o aglomerado. Por las fotos colgadas de la pared del pasillo central y las enmarcadas sobre mesas y estantes comprendo que en él vive un matrimonio con dos hijos, una chica y un chico. Como soy amante de los placeres sencillos: como comer con apetito pero sin gula o beber buen vino, enseguida dirijo mis pasos a la caza y captura de aquello que me permita descifrar los deseos, pasiones y miserias de quienes hasta hace poco se paseaban por cada una de aquellas estancias. Me gusta meterme en la piel de todos y cada uno de sus inquilinos.

            Comienzo por lo que parece el despacho del marido. En esa especie de santuario no hay vestigio de la familia por ningún lado, solo recuerdos pasados y presentes de una vida vinculada a la política. Como si allí viviera una parte desdoblada del hombre de la casa, con sus afanes y secretos. Repartidos por doquier se ven retratos de su época de alcalde de una ciudad de provincias, de consejero de una Comunidad Autónoma y hasta de su etapa como ministro. Supongo. A veces solo, en ocasiones en compañía de compañeros de partido y hasta saludando al ex Presidente del Gobierno o al mismísimo rey de España. Por los papeles de su mesa sé que se llama Mario Estepa, que es diputado en la oposición y que tiene también un importante cargo orgánico en su propio partido político. Viste siempre con traje y corbata. Estudio con detenimiento las facciones de su rostro, regordete y confianzudo, los ojos pequeños y una buena mata de pelo que le nace poco más arriba de las cejas y le caracolea por el casco dibujando estratégicas ondas semejantes a olas o surcos no muy bien delineados.

            Sentado a su mesa dejo de ser yo para convertirme en él. Es colocarme las gafas de lectura y tomar la pluma del escritorio y sentir una gran sacudida por dentro. Una impresionante transferencia de datos circula por todo mi cuerpo camino del cerebro. Instintivamente tomo papel y comienzo a esbozar un discurso baladí preñado de acusaciones e insultos con el conveniente adobo de adjetivos a cual más altisonante para criticar cualquiera de las medidas adoptadas por el actual Gobierno o su Consejo de Ministros. La estilográfica se mueve como una bailarina ligera de ropa sobre la nieve de la hoja en blanco. Se nota que Mario Estepa es un hombre acostumbrado a practicar con la palabra escrita antes de abordar los combates políticos cuerpo a cuerpo. Escribo, por ejemplo: «Son ustedes una caterva de pérfidos que no dudan en aliarse con quien sea con tal de que sus posaderas continúen bien calentitas». O: «Han provocado un tsunami de estiércol en la política de nuestro país». O: «Personas como ustedes son los responsables de la desafección de la ciudadanía con los altos valores de la democracia». O: «Señor Presidente es usted un traidor, un inútil, soberbio, engreído, incapaz de atender a los asuntos importantes de quienes le pagan el sueldo». Cosas así. Y me quedo tan pancho y feliz, orgulloso al comprender que después podré añadir palabrejas incendiarias como terrorismo, independentismo, reforma, impuestos o lo que sea, y quedará de dulce.

            Me reclino un poco en el sillón con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Nada como el trabajo bien hecho. Fisgoneo un poco en el correo electrónico para analizar el argumentario del partido de cara a afrontar los temas de la actualidad política y social. Pero eso termina por aburrirme. Así que me pongo en pie y mis manos, sin saber qué van a hacer exactamente, acuden a los estantes que tengo a mi espalda. Hay allí algunas noveluchas voluminosas, bestsellers y ejemplares sobre temas históricos. Aunque lo que más prima son, sin duda, los libros de memorias y reflexión política de líderes de todo el espectro ideológico, tanto españoles como extranjeros. Las trampas del poder. Orientaciones para el futuro. Recetas para dejar atrás la crisis. Compromiso, libertad y buenas prácticas políticas. El entendimiento es posible en un país dividido. Un país de cainitas. Proyectos para un cambio tranquilo. La política es cosa de hombres (y de mujeres). Manual para aguantar los ataques infundados. La realidad del sueño americano. Mi vida y mi obra. Cómo no enamorarse de esas obras con semejantes títulos. Tomo el primero que se me ocurre, al azar, y también al azar lo abro por una página. Curiosamente, como si de un marcapáginas se tratara, entre una hoja y otra hay un billete de quinientos euros. Y no es el único. De aquel primer volumen saco diez, intactos, planchados, como recién salidos de fábrica. Incluso suenan de una manera muy especial cuando los agito un poco, parecen almidonados. En otro encuentro otros diez. Luego, una docena, veinte, y hasta treinta en un tocho de casi mil páginas. Los amontono sobre la mesa y los huelo. Por primera vez en mi vida sé a qué huele el dinero: a avaricia, a poder, a deseos cumplidos. Contarlos es un placer inigualable. Hasta puedo notar una erección. Por un momento se me pasa por la cabeza la idea loca de llevarlos a la bañera, echarlos todos dentro, desnudarme y darme un baño a la manera del Tío Gilito, frotándome las axilas con ellos. Pero me quito las gafas y pierdo la conexión con el cabeza de familia. Devuelvo el dinero a su lugar de origen, a su escondite secreto.

Silbando igual que un chiquillo voy del despacho al dormitorio del matrimonio, presidido por una cama gigantes como la de los hoteles de cuatro o cinco estrellas en los que no acostumbro a vivir por demasiado impersonales y carentes de recuerdos. Además del tálamo conyugal y los muebles de rigor, cuentan también en la habitación con su propio cuarto de baño y un vestidor de película dividido en dos partes ligeramente asimétricas: la del marido y la de la esposa. Un poco más pequeña la de él.

Ella tiene buen gusto. Tal vez es hija de una familia pudiente, de esas que si no heredan capital sí reciben al menos como legado saber estar, visión de futuro, porte seudoaristocrático y buen pelo. Bonitos vestidos de fiesta. Faldas de señora elegante y un punto pícara. Camisas de seda semitransparentes. Jerséis de lana de llamativos colores muy bien doblados. Y pañuelos. Y un montón de zapatos y botines. Y pamelas y sombreritos. Y bolsos de marca a juego con muchas de las prendas que cuelgan de las perchas. Pero yo, curioso y lascivo como solo un hombre que se adentra en la intimidad de una mujer puede serlo, hurgo y rebusco hasta dar con el cajón de la ropa interior. ¡Oh, maravilla! ¡Oh, mágico mundo de encajes, blondas, licras y finos algodones! ¡Oh, arcoíris para piernas, pubis y senos de bailarinas de Oriente, de damas de compañía de alto standing, de vedetes de Moulin Rouge o cabarés con música, canciones y mucho humo de cigarro. Cojo una braguita roja como un incendio de tela y me la llevo a la nariz. Aspiro el profundo aroma del océano. Allí se concentran todos los misterios del universo, el origen de la vida y la desembocadura de un millón de pequeñas muertes. Mario Estepa es un hombre muy afortunado.

Me entretengo un rato husmeando en el cajón hasta que doy en el fondo, ¡oh, sorpresa!, debajo de algunas prendas ya en desuso, con unos juguetitos eróticos estratégicamente escondidos. No tengo claro si lo que veo en mis manos es algo de uso personal o, por el contrario, parte del juego del amor compartido entre dos. Tampoco me importa demasiado, no le doy más vueltas, tomo prestado un conjunto de lencería negra compuesto por una mínima braguita, un sujetador a juego, medias igual de oscuras y un liguero.

Sobre la cama, en la parte en que supongo duerme cada noche Mario Estepa, coloco, convenientemente extendida, toda mi ropa. Calcetines. Calzoncillos. Pantalones. Chaqueta. Camisa. Parecen prendas para vestir a un novio pobre. O para amortajar a un cadáver no demasiado exigente con los rigores de la etiqueta fúnebre. Y, desnudo como estoy, me pongo las braguitas, las medias, el liguero y el sujetador, y me tumbo en la cama a retozar junto a mi propia ropa.

Así vestido para las artes de la pasión, un chispazo de electricidad me susurra al oído que yo soy ella, Carolina, la mujer de Mario Estepa. Me siento deseada por mis manos, por mis ojos, por mis labios. Recuerdo entonces que en una cajita oculta en el estante más alto de mi parte del vestidor, donde solo se alcanza con la banqueta, tengo guardadas las cartas de amor de Javier, mi primer novio. Las saco todas y de paso me llevo también a la cama los juguetes eróticos.

Tumbada sobre las sábanas como una virgen presta para el sacrificio, comienzo a leer párrafos al azar de algunas de las epístolas que Carolina recibió en su juventud de su amado, cuando aún la prosaica asepsia del correo electrónico no había arrasado con los auténticos mensajes intercambiados en papel y tinta por los enamorados. En ellas se declaraba su rehén y su esclavo; y no había un solo día que no pensara en ella, en todas las formas posibles que ofrece el pensamiento de pensar en una mujer a la que se ama. Tampoco escatimaba palabras a la hora de refrescar algunos de sus encuentros sexuales y de proponer mil y una maneras de fundir sus cuerpos en uno solo. Se me antojaron las cartas émulas inconscientes de aquellas incendiarias que James Joyce le escribió a su adorada Nora Barnacle: «…, glorificado en la descubierta vergüenza de tu vestido vuelto hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha y en la confusión de tus mejillas sonrosadas y tu cabello revuelto. […] He pensado en ti casi hasta el desfallecimiento al oír mi voz cantando o murmurando para tu alma la tristeza, la pasión y el misterio de la vida y al mismo tiempo he pensado en ti haciéndome gestos sucios con los labios y con la lengua, provocándome con ruidos y caricias obscenas y haciendo delante de mí el más sucio y vergonzoso acto del cuerpo.» Tenía Javier alma de poeta licencioso. Quizá por eso Carolina, más mundana o sabia, optó por la segura caligrafía de Mario Estepa, un hombre cargado de futuro, sabiendo que lo otro bien podía quedar para el reino de la fantasía, bien ser parte de posibles aventuras extramaritales.

Las fronteras de la carne y del deseo se diluyen en un magma ardiente que incendia todo mi cuerpo, desde la uña del dedo meñique del pie hasta el último de mis cabellos. Una humedad marítima, con sus olas y mareas, inunda mis entrañas. Me acaricio y retozo con mi ropa como si hubiera alguien dentro de ella, usando aquellos juguetitos que lamo e introduzco en mi cuerpo hasta el estallido final. Carolina pone los ojos en blanco, abre mucho la boca, aúlla como una loba y yo derramo mi ser y el alma toda con la voluntad de un géiser que no sabe que lo es.

Carolina me abandona en la orilla de la playa que es el filo de la cama en el preciso instante en que me quito todas sus prendas íntimas. Vuelvo a ser yo otra vez. Reintegro todo a su sitio: cartas, juguetes y ropa interior.

Satisfecho y relajado dirijo mis pasos a las habitaciones de los hijos. Entro en la primera de ellas, que pertenece a Manuela, la hija adolescente del matrimonio formado por Mario Estepa y Carolina. El cuarto es una leonera, un monumento al caos en el que se amontonan libros, cuadernos, ropa, útiles de maquillaje y un sinfín de objetos repartidos sin orden ni concierto. Todo hace pensar que la madre la ha dejado por imposible. Las paredes están empapeladas de pósteres de tíos buenos, retratos de cantantes de moda y grupos coreanos de pop. Fijada a una de ellas hay un gran espejo en el que uno puede contemplarse de cuerpo entero. Si algo se respira allí dentro es el sonido de cientos de canciones sonando al mismo tiempo en una sinfonía inabarcable de corcheas y gorgoritos.

Tanto desorden ahoga un poco. No sé hacia dónde mirar, qué buscar. Debajo de una revista que hay encima de un pantalón vaquero encuentro un micrófono rosa metálico con varios botoncitos. Aprieto el ON y noto como si una mano enguantada sustituyera a la mía. Sin darme cuenta, ya estoy cantando una canción que no he escuchado jamás pero cuya letra me sé al pie. Manuela se encuentra allí, dentro de mí, guiando mis pasos, disfrutando como una loca con ese desparpajo y esa desinhibición que dan tener unos gloriosos dieciséis años. Enciendo el ordenador para ampliar el repertorio con la ayuda de las imágenes y los bailes desplegados en la pantalla.

Una cosa me va llevando a otra. Canto. Bailo. Giro por toda la habitación. Salto encima de la cama. Y, entre canción y canción, me pinto los labios y pongo rímel en mis pestañas, me maquillo como si fuera a salir de fiesta. Me quito una ropa y me pruebo otra a la caza y captura de mi mejor perfil, el más encantador y sugerente. Conjuntos a veces imposibles que tiro encima de la cama sin preocuparme si se arrugaban o no. Al mismo tiempo, con un viejo teléfono móvil extraviado entre los apuntes de clase, me hago un selfie tras otro, ahora poniendo morritos, ahora entornando los ojos, ahora con la cabeza un poco girada en actitud displicentemente seductora. Todo un catálogo de poses y miradas para compartir más tarde, quién sabe, en alguna red social como Instagram.

Hasta que exhausto y sudoroso me derrumbo sobre el montón de trapos de la cama mirando al techo del que pende una lámpara con forma de flor. Cierro los ojos un instante para encontrarme en ese limbo sin fronteras en el que habitan en armonía y comunión el espacio y el tiempo. Un calor líquido comienza a correr como un arroyuelo rojo por mis piernas. Me quito el pantaloncito corto que llevo puesto y veo la gran mancha de sangre: me acaba de bajar la regla. ¡Joder, qué coñazo!

Dejo el recuerdo de Manuela en su cuarto y recupero mi ser camino del baño. Aunque no tenía pensado ducharme, tanto esfuerzo, saltos, idas y venidas, y encima la sensación de haber tenido por vez primera en mi vida una menstruación, hacen que me apetezca mucho quitarme parte de la suciedad del mundo adherida a mi cuerpo como una segunda piel muerta. El agua templada se lo lleva todo por el desagüe; insufla una nueva energía a mi espíritu. Luego me seco y perfumo a conciencia antes de visitar los dominios de José Mario, el hijo pequeño de la familia.

La decoración de su cuarto difiere considerablemente de la de su hermana. Los superhéroes y las criaturas monstruosas y los personajes de videojuego son los dueños de las paredes. No sé si sentirme protegido, tan arropado estoy por aquellos seres de capa y coloridos leotardos con superpoderes, o amenazado por las figuras imponentes de los kaiju eiga japoneses como Godzilla, Gamera, Rodan o Mothra. Hasta el mismísimo King Kong, que se ha enfrentado en ocasiones al dinosaurio radioactivo por excelencia del cine nipón, tiene su espacio. También a mí me gustaron en la infancia las películas de monstruos. Y Superman. Y Batman. Así que, de entrada, aquel chico ya me cae bien.

Tomo asiento en su sillón ergonómico frente a la pantalla del ordenador y me coloco sus auriculares. Es como si Rosi Roldán, la chica de la que siempre estuve enamorado y con la que no llegué a casarme, me hubiera abrazado por la espalda con aquel calor de su cuerpo y su olor tan característico. Una sensación de que el mundo es todavía un lugar inocente, un lugar por descubrir, se apodera de mí. Y pierdo de súbito todo rastro de madurez, cualquier interés por los asuntos más trascendentes del mundo, deseoso como estoy por entregarme con devota fidelidad al juego. Soy, de nuevo, un niño, quizá más feliz que el niño que en realidad fui. Mis manos son las de José Mario. Es él quien ve por mis ojos, quien guía cada uno de mis movimientos.

Primero juego un partido de fútbol con los avatares de los mejores jugadores del momento. Se nota a la legua que el chaval es todo un experto, pues gracias a su habilidad gano de calle por un más que desahogado diez a dos. Después, con un volante y unos pedales de freno y acelerador que tiene debajo de su mesa de juego y estudio, echo unas carreras con Super Mario Bros. El fontanero de pantalón azul, guantes blancos y jersey y gorra rojos me depara unos momentos de gran felicidad. Y termino por último empuñando todo tipo de armas de fuego virtuales para matar nazis y bichos alienígenas o de otra dimensión. El chico se conoce al dedillo todas las estrategias para ir pasando de pantalla hasta la victoria final.

Nunca hubiera podido suponer que jugar sentado a videojuegos fuera algo tan cansado. La tensión y los movimientos inconscientes que el cuerpo realiza en cada disparo a puerta, en cada curva, cada vez que aprieta el gatillo y cambia una pistola por una metralleta o una bazuka me dejan agotado. Me echo en la cama de José Mario y, sin querer, termino durmiéndome; acabo deslizándome por ese tobogán que lleva a los durmientes al territorio de los sueños.

Como si caminara por arenas movedizas que quisieran engullirme y no dejar que llegara a mi destino, sueño con otra casa en la que también viví durante mucho tiempo. En ella había una mujer: Ana María. Y un chico: Felipe. Y una chica llamada Fátima. De alguna manera yo vivía en ellos y por ellos y lo eran todo para mí. Sin embargo, como si a ratos caminara por las páginas en blanco de un libro inacabado o cruzara un océano de niebla o una tormenta de arena que me impidieran ver más allá de mí mismo y mis recuerdos, todo a mi alrededor es silencio, oscuridad o casas y casas en las que viven otras personas y que me habitan cuando las ocupo.

Despierto preso de una angustia indescriptible. No tengo ni idea de cuánto tiempo he pasado durmiendo. Pueden haber sido unos minutos, horas tal vez o quizá incluso días enteros.

Salgo del cuarto de José Mario y voy al salón. Me sirvo un güisqui solo y enciendo el televisor. Necesito distraerme para eliminar de mi boca ese sabor amargo que me he traído del sueño. Es como si hubiese estado chupando madera podrida, tierra, humedad. En la televisión hablan de guerra, de virus, de muertes. Cambié de canal. Gente sin oficio ni beneficio discute y pega voces para insultarse. Pulso un botón del mando a distancia. Unos agentes del FBI detienen a un sospechoso de asesinato en una serie cuyo argumento desconozco por completo. Decido quedarme allí mirando un rato aquello para ver si consigo coger el hilo de la historia.

Y entonces escucho el sonido de una llave entrando en la cerradura de la puerta y el leve crujido de las bisagras al abrirse. Me asusto, para qué negarlo. ¿Vendrán a robarme? Alguien entra alegremente en mi casa sin llamar al timbre, como si fuera suya. Paralizado como estoy, no me atrevo ni a moverme.

– ¿Quién se ha dejado la tele puesta? –pregunta el hombre que acaba de abrir.

El hombre es Mario Estepa. Lo reconozco nada más verlo. Es idéntico al político de las fotos.

La mujer y los dos hijos se miran extrañados y niegan con la cabeza al tiempo que dicen que ellos no han sido.

– Qué frío hace aquí, ¿no? –dice Carolina. Su voz me suena muy cercana.

La hija entra en su habitación, deja lo que lleva en la mano en el suelo y pone la música a todo trapo. Evoco las canciones que tanto le gustan a Manuela. El chico, por su parte, se pierde en su cuarto.

Curiosamente, nadie me presta la menor atención. Se trata de una total y absoluta intromisión en mi intimidad. Mario Estepa apaga el televisor y yo protesto enérgicamente. Qué se ha creído. Quién es él para entrar así en mi casa ignorándome como si yo ni siquiera estuviera allí. Me pongo en pie con ánimo de golpearlo. Puesto que no me escucha y hace oídos sordos a mis quejas, merece al menos sentir la fuerza de mis puños. Pero mis manos cerradas traspasan su rostro sin que se inmute.

– Cariño, ¿no notas un olor raro? Además he tenido una sensación extraña, como si una brisa o una respiración gélida cruzaran por delante de mis narices –dice Mario dirigiéndose a su esposa.

– Sí, yo también lo he notado al entrar. Es como si nos hubiéramos dejado algo en la basura y se estuviera corrompiendo –responde Carolina.

Caigo al fin. Comprendo en un segundo cuál es mi situación. Yo soy el causante de todo. Esa no es mi casa y yo hace tiempo que estoy muerto. Soy eso que llaman un fantasma, aunque no arrastre cadenas ni me esconda debajo de una sábana blanca. Avanzo con los brazos colgando a cada lado camino de la salida. En el trayecto atravieso el cuerpo de Carolina, a la que se le escapa un suspiro de extrañeza o placer. Abandono el piso igual que entré en él, traspasando la puerta con la facilidad de quienes carecemos de cuerpo. No me queda más remedio que ir en pos de alguna otra casa que pueda habitarme para olvidar lo que soy, quién soy, qué hago aquí y cuál es el propósito de mi existencia. Aunque solo sea un rato, hasta que vuelvan sus verdaderos dueños.


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